Día vigesimonoveno

Otro día de inactividad; ejercicio, comida, cadáveres apestosos sacados de entre los escombros e incinerados. Juegos funerarios en honor de Amintas y una cena junto a las tiendas. El fuego disperso de las máquinas apostadas en las murallas mató a una docena de niños ciudadanos y a todo el rebaño de cabras con el que jugaban.

Hacia la caída de la tarde, la tormenta que llevaba una semana anunciándose de repente comenzó a manifestarse, y Miriam y Aspasia fueron de aquí para allá con otras mujeres disponiendo todas las vasijas que no estuvieran rotas para recoger agua. La ciudad contaba con una docena de pozos, pero la lluvia incesante de piedras estaba estropeando las cisternas además de verter tierra y arena en ellos.

El sol se puso, una brillante bola roja entre grises nubarrones oscuros, y Leóstenes el sacerdote aseguró que se trataba de un augurio. Requirió la atención de Sátiro.

—Señor, es una señal del Arquero Dorado. He tenido un sueño y deduzco que su significado es que debemos atacar el malecón.

Leóstenes comenzó un complejo discurso sobre su sueño y la interpretación de los sueños, haciendo hincapié en la importancia de los sueños de los sacerdotes.

Sátiro asintió y se marchó, dejando que el sacerdote contara su sueño a un público de infantes y marineros. Leóstenes, y Apolo, en realidad, no le estaban contando algo que no supiera ya, y se llevó a Neiron con él para ir a buscar a Pantero en la plazoleta del extremo sur del puerto, donde desembarcaron por vez primera, diríase que diez años atrás.

—Navarco —dijo Sátiro para saludar a su oficial avejentado.

—Mi señor —respondió Pantero, levantándose de su cena tardía de aceitunas con pan—. Una copa de vino para el rey.

Sátiro negó con la cabeza.

—Quiero tener la cabeza despejada. Pantero, eres el mejor marinero que hay aquí. ¿Cuánto tardará en estallar la tormenta?

Pantero enarcó una ceja.

—¿Tres horas? —aventuró, mirando a Neiron, y una ráfaga de viento entró en la tienda.

Neiron asintió.

—Justo lo que yo decía.

—Dos horas después de que anochezca —dijo Sátiro—. He oído decir que los rodios son los mejores navegantes del mundo, Pantero. ¿Te apetece poner a prueba esa aseveración?

Pantero se puso de pie de un salto.

—Ares, Sátiro, ¿quieres atacarlos esta noche?

Sátiro se encogió de hombros.

—Neiron suele llamarme impetuoso.

Neiron negó con la cabeza.

—Esta vez, no. Navarco, pensamos que si nos das una de las naves que has preparado… Bueno, tenemos a los mejores remeros con armadura de la ciudad. Quizá del mundo —dijo Neiron, con una sonrisa de pirata—. Desembarcaremos en el malecón, como salidos de la tormenta.

Sátiro se agachó para explicarlo cuando otra ráfaga atravesó la tienda.

—Ahora mismo, todas esas naves amarradas al malecón tienen que largar amarras y alejarse a remo si no quieren acabar hechas pedazos.

Neiron asintió.

—Jubal lo vio hace dos días pero no podíamos arriesgarnos a hablar de ello.

En la ciudad ya se producían deserciones a diario; eran tantos los esclavos y mercenarios huidos que no tenía sentido investigar la traición en la puerta occidental.

Pantero asintió y se bebió la copa de vino en dos tragos.

—Hagámoslo —dijo.

Una nave desconocida en la más absoluta oscuridad.

Pero Sátiro contaba con los ciento sesenta mejores remeros de la dotación del Areté y con los veinte mejores infantes de marina de toda su flota, así como con todos sus oficiales.

De hecho, la ciudad estaba volviendo a jugárselo todo en un solo lance. Menedemos iba al mando del trirreme de mayor porte, y Pantero del segundo en desplazamiento: ambos tenían intención de romper la barrera flotante de púas que protegía las naves máquina, lanzándoles vasijas de fuego. Sátiro se encargó de que llevaran cientos de vasijas de fuego de las casas a bordo.

—El ataque contra el malecón, aunque perdamos, al menos servirá como divertimento estratégico —dijo Sátiro cuando reunió a sus comandantes.

Y la boulé votó a favor de correr el riesgo. Todas las tabas en un solo yelmo.

Los remeros tardaron una hora en ocupar sus puestos. Llevaban armadura además de yelmos, escudos y lanzas que apilaron en el tambucho principal; el trirreme carecía de cubierta superior encima de los remeros.

Fuera de la nave el viento aullaba como la encarnación del viento y la popa chocaba contra el muelle de piedra una y otra vez, incluso en el puerto interior de Rodas. A un estadio de allí, al otro lado del puerto, las olas rompían en el malecón alcanzando la altura de dos hombres, incluso de tres, en el fresco aire nocturno, y el viento arrastraba los rociones de espuma a través del puerto.

—Esos cabrones del malecón no estarán muy cómodos —dijo Neiron.

—Estarán despiertos —respondió Sátiro—. Toma el timón, amigo. Yo iré con los infantes.

Tenía a Draco con él. Apolodoro estaba en tierra, en la puerta del mar, frente al malecón, aguardando algún indicio de que el ataque contra el muelle había comenzado antes de conducir a cien soldados de élite hacia la oscuridad para trepar por el lado de tierra de la muralla provisional que los hombres de Demetrio habían construido con sacos terreros, barriles viejos y escombros.

—Soltad amarras —dijo Sátiro en voz baja, y los hombres se pusieron en marcha. Xiron, el nuevo maestro remero, más conocido para entonces como jefe de fila derecha de la falange, gran bebedor al que los hombres llamaban Centauro, marcó el ritmo sin hacer ruido, dando el tempo con la contera de su lanza, y los remos se hundieron en el agua y empujaron.

El Risa de Afrodita salió disparado a través del puerto. La tripulación tan solo precisó cuatro estrepadas para recordar su profesión, y acto seguido la nave avanzaba a velocidad de embestida.

Neiron había practicado aquella ruta un sinfín de veces durante las últimas horas, ensayando la manera de efectuar el viraje. Su intención era mantener la nave oculta tras los barcos anclados en el puerto interior hasta el último instante, y se lo había contado con todo detalle a sus remeros congregados en el ágora a la luz de las teas, de modo que después ningún hombre pudiera decir que no estaba informado sobre la ruta.

Bajo la popa de un enorme carguero de grano y luego un repentino viraje a estribor, otro a babor, y estuvieron volando a lo largo de la línea de cascos fondeados, una docena de antaño preciosas tremiolas ahora despojadas de todo salvo la cubierta, una muralla de madera que protegía la ciudad, una pantalla. Solo un hombre muy observador vería desde el malecón al Risa de Afrodita remontando la línea a lo lejos, casi en la bocana del puerto.

—¡Listos, todas las cubiertas! —gritó Sátiro. Se arriesgó a gritar, todo dependía de aquella virada.

Los remeros despabilaron a sus compañeros de bancada despistados. Los hombres se alzaron un poco las caderas, listos para bogar.

—¡Preparados! —gritó Sátiro desde la media eslora. Los alcanzó el viento del mar con toda su fuerza, pero lo tenían previsto y la proa ya se deslizaba hacia el sur, tal como ellos querían…

—¡Todo a estribor! —gritó Sátiro por si algún rezagado se había olvidado de la instrucción—. Banda de babor, a ciar; banda de estribor, avante toda. ¡Remad! ¡Remad! ¡Remad!

Simultáneamente, Jubal lanzó un par de pesadas piedras desde la popa; piedras atadas con guindalezas a los montantes del palo mayor, de modo que la nave devino un péndulo en la punta de un par de cables de ancla amarrados a media eslora.

La proa viró como con vida propia. Por un instante, toda la banda de babor quedó expuesta al vendaval, que empujó la nave la anchura de una casa, escorándola tanto que los remeros de estribor llegaron a tocar el agua con las manos y sus remos quedaron casi en vertical, o al menos eso pareció. Pero no se amedrentaron y ciaron con el mismo brío que habían demostrado en la falange, y los hombres de la banda de babor bogaron como héroes, y la nave viró sobre sí misma sin enredarse en las guindalezas de las anclas a velocidad de embestida.

Jubal, armado con una gran hacha, cortó sus guindalezas y la nave avanzó entre el retumbar de los truenos cercanos.

Como una gran flecha del arco del dios, el Risa de Areté salió disparado hacia el malecón desde la oscuridad propiciada por la tormenta. Sátiro corrió a proa desde la media eslora para unirse a los infantes de marina.

—¡Ares!

Ahora Sátiro podía ver al frente por encima de los infantes, todos ellos empapados hasta los huesos, y vio que Demetrio no había retirado las naves de los flancos. Medio hundidas, sus maderos rotos asomaban fuera del agua como dientes puntiagudos, y las demás se estrellaban contra el malecón, chocando estrepitosamente y haciéndose pedazos.

—¡Poseidón! —rezó Sátiro, y corrió hacia popa—. ¡El malecón está lleno de naves! —gritó.

—¡Pues no habrá que ciar! —rugió Neiron a modo de respuesta.

—¡Agarraos! —gritaron los hombres de la proa. Sátiro se tiró al suelo y se agarró a un montante.

La proa golpeó algo con un toque ligero, y luego algo más. Sátiro mantuvo la cabeza pegada a la cubierta, bien separada del montante, y notó impacto tras impacto; cuatro, cinco, un tremendo estremecimiento y un ruido de desgarrón, como si el velo que oculta el mundo de los inmortales a los hombres se hubiese rajado por la mitad, y luego un choque frontal.

Sátiro se encontró de pie sin siquiera pensar que había que abandonar la nave, y luego echó a correr hacia proa; el trinquete se había partido limpiamente y se apoyaba sobre la proa, justo a través de la cubierta de un trirreme medio hundido, hasta el muelle.

Sátiro corría por la cubierta porque ya sabía lo que tenía que hacer. Pues solo un dios podría haber colocado el trinquete a modo de pasarela, cortando por encima de los restos del naufragio de la misma manera en que Heracles atajaba casi todos los problemas que se le planteaban.

A toda marcha, Sátiro saltó al mástil caído y corrió por el puente redondeado y resbaladizo, con los ojos fijos en el malecón para bloquear sus miedos; miedo a la altura, miedo a resbalar, miedo a que ningún hombre lo siguiera. Corrió por al mástil caído y resbaló justo al final, y derrapó sobre las rodillas en el borde del malecón para caer desmadejado… encima del malecón.

Solo las grebas impidieron que se despellejara las rodillas, y la espuma salada le escoció como cien furias vengadoras, pero se puso de pie en un periquete, empuñando todavía la lanza escudo al hombro, se había hecho daño en el hombro y lo pagaría caro después, y al volver la vista atrás vio a Draco venir por el trinquete y saltar a tierra sin esfuerzo.

—Matemos a todos estos cabrones —dijo, y se echó a correr por el malecón hacia la oscuridad.

Los remeros aún estaban abandonando las bancadas con la impedimenta que suponía la armadura, pero los infantes ya estaban cruzando por el mástil. Sátiro no los aguardó.

Se volvió y corrió malecón abajo en pos de Draco.

El malecón parecía desierto, y esa fue la impresión que tuvieron hasta que oyeron un grito y un relámpago iluminó la escena.

Draco estaba matando hombres y el malecón estaba abarrotado; allí estaban todos los tripulantes de las naves.

Zeus envió un rayo del cielo para darles luz, Poseidón sopló viento y lluvia contra los hombres del malecón, y Sátiro y su insignificante tropa salieron de la tormenta y comenzaron a matar.

Sátiro primero estampó su escudo contra un puñado de hombres iluminado por los rayos. Los truenos parecían sucederse sin solución de continuidad y los rápidos destellos de la tormenta arrojaban una luz estroboscópica que pese a alumbrar resultaba aterradora.

Casi todos los hombres que tenía enfrente eran remeros desarmados. Sátiro los mató de todos modos porque un asalto nocturno en plena tormenta no es un momento en el que un hombre muestre compasión. Era económico en sus gestos, luchando como solo un veterano de docenas de combates cuerpo a cuerpo sabe luchar, matando como solo un veterano sabe matar, con pinchazos en los ojos, la garganta y el abdomen, sin estocadas largas. La punta afilada de su mejor espada corta era una guadaña implacable que desgarraba sienes, frentes y cuellos, y cada golpe dejaba a su víctima muerta, sin riesgo para el atacante, sin riesgo de resultar herido o de que su arma se incrustara en la herida.

La tormenta rugía, confiriendo al combate un cariz olímpico dado que no se oía un solo grito de hombre mortal.

Sucesivas oleadas de hombres emergían de la tormenta, más infantes cada vez, y luego Jubal y la tripulación de cubierta, y con los remeros de las naves enemigas, apelotonados como un rebaño de ganado, morían sin oponer resistencia y sus gritos se perdían en el rugido de la tormenta.

Pero detrás de la muralla viva de remeros había buenos soldados profesionales, hombres que sabían cuándo eran objeto de un ataque, que sabían que sus vidas estaban en juego si perdían. Los remeros morían para que ganaran tiempo, y los soldados se despertaron, cogieron sus armas y se pusieron a formar.

Sátiro vio que formaban e intentó abrirse paso entre los últimos remeros aterrorizados que ahora empujaban contra las filas de soldados enemigos que trataban de formar, y los soldados enemigos mataron a los remeros tan despiadadamente como los hombres de Sátiro, defendiendo la integridad de su formación. Todo ello en medio de los rayos y truenos que embotaban los sentidos.

Sátiro cruzó la última fila de remeros encarándose con un oficial tocado con un desaliñado penacho doble. Dio un fuerte mandoble y la punta de su lanza alcanzó el peto del oficial, tirándolo al suelo, aunque no logró atravesar el grueso bronce. Sátiro dio un paso al frente, le dio una patada en la entrepierna y se dispuso a matarlo…

Una lanza paró la suya en su descenso y empujó hacia arriba, entrando en su guardia. Sátiro saltó para atrás y el contragolpe apenas rozó su yelmo debajo del penacho, un golpe mortal que erró el blanco por un dedo.

Sátiro afianzó los pies, paró el golpe siguiente con el escudo y ahora fue el otro hombre el que saltó hacia atrás.

El tiempo de pensar «este hombre es un gran lancero» y acto seguido una lluvia de golpes y paradas por instinto, y un mandoble alto con la punta de su lanza para golpear lo que no podía ver; pura suerte, su saurauter de bronce alcanzó al hombre en el costado del yelmo; solo fue un toque, pero bastó para hacerle trastabillar y se separaron, y cinco relámpagos seguidos mostraron a Sátiro que se estaba enfrentando a Lucio, a quien conocía de vista.

Lucio sin duda lo reconoció. El italiano sonrió enseñando todos los dientes.

—Bailemos —dijo, e intentó alcanzarlo haciendo un molinete con la lanza en alto.

Tal vez Heracles o Atenea levantaron su escudo. Tal vez solo fue cosa del viento. La lanza, que le apuntaba al ojo, rebotó en el bronce del borde de su aspis y salió despedida por encima de su cabeza.

Lucio estaba justo detrás de su escudo, habiendo desenvainado deprisa la espada, y su derechazo hizo saltar esquirlas de su aspis. Estaba dentro del alcance de la lanza de Sátiro.

Sátiro soltó la lanza y golpeó el rostro de Lucio con la mano abierta, un golpe de pancracio. Solo alcanzó la frente cubierta por el yelmo pero le torció el cabeza hacia atrás, impulsado por su cambio de pierna, con lo cual tumbó al suelo al italiano y fue en busca de su propia espada, pero las piernas del italiano se alzaron, asestándole una patada en el pecho. Sátiro cayó y su aspis se alejó rodando en la oscuridad entre los rayos.

Sátiro no sabía hacia dónde se dirigía el combate ahora, y había perdido a Lucio al caer. Se quitó la clámide empapada por la cabeza de un tirón y la enrolló en su brazo izquierdo. El hombro le dolía mucho y recibió varios golpes en la espalda, pero ninguno fue muy fuerte y se puso de pie, volviendo la cabeza como un halcón, buscando al italiano, faltándole el aliento a causa del terror.

Y entonces vio al italiano, que tenía agarrado por los talones al hombre que había derribado en la primera arremetida, a quien apartaba hacia un lado.

Sátiro se abalanzó y se encontró frente a un hombre gigantesco con una lanza que golpeaba con tanta fuerza como un hacha, y Sátiro se vio obligado a hincar una rodilla en tierra y parar la lanza con la clámide. No podría resistir otro golpe como aquel, de modo que se impulsó hacia delante, como un hombre placando a una cabra, y golpeó las corvas del gigantón al tiempo que la punta de su lanza chocaba contra su yelmo. Olió sangre, vio una luz brillante y siguió adelante, y el hombre cayó de espaldas, maldiciendo, con el ligamento de la corva roto, y Sátiro le clavó el escudo en el pecho y la punta de la lanza en el ojo…

Y entonces se dio cuenta de que acababa de matar a Néstor, el capitán de la guardia de su amante. Su amigo de infancia. Amigo íntimo, amigo del alma…

Sátiro gritó a la noche de los dioses, un lamento de dolor y furia más alto que cualquiera que hubiese bramado Heracles, un lamento tan fuerte que se oyó por encima del rugido de la tormenta.

Los hombres se estremecieron ante aquel grito. Algo murió en Sátiro con aquel grito que arrancó de su ser las últimas briznas de juventud que conservaba, de modo que el sonido que salió de su garganta sacó parte de su alma de la trampa de los dientes, arrojándolo a la noche odiosa.

Draco volvió la cabeza de golpe porque un hombre que acaba de perder a quien ha sido su amigo durante cuarenta años sabe perfectamente lo que contiene ese grito, y el macedonio se abrió paso a mandoblazos hasta Sátiro y lo ayudó a levantarse, haciendo caso omiso del enemigo, que en buena parte se había retirado, encogido de miedo contra la muralla.

Sátiro miró al enemigo con los ojos blancos de odio, aunque su odio no iba dirigido a los hombres que tenía delante.

—¡Amastris! —rugió a la noche. «Por la risa de Afrodita», pensó, «cuánto odio a los dioses.»

Draco se sumergió de nuevo en el frío infierno del combate. Sátiro trastabilló hacia atrás, viendo cómo su vida se consumía ante sus propios ojos con la misma certeza que si un rayo lo hubiese alcanzado.

Amastris estaba ayudando a Demetrio. Con sus mejores hombres. Y Sátiro acababa de enfrentarse a Estratocles, a Lucio… y a Néstor.

Se arrancó el yelmo de la cabeza, se secó el agua que le chorreaba por el rostro y volvió a ponerse el yelmo.

La tormenta había amainado un poco y los hombres saltaban en tropel la muralla improvisada en el extremo sur del malecón: Apolodoro y sus infantes de marina.

Sátiro reparó en una barca que se alejaba del muelle hacia el ojo de la tormenta; tres veces sus dos remeros intentaron marcharse, chocando de costado contra el muelle, pero la barca no volcó, los remeros no perdieron coraje y al final la barca se alejó, subiendo a la cresta de una ola contra el viento.

Lucio y Estratocles, por supuesto.

El rostro de Sátiro hizo muecas como un niño horrorizado, y se echó a correr hacia la punta del malecón, rugió «Amastris» a la tormenta y arrojó la espada contra ellos. El arma se alzó trazando un arco hacia la tormenta y desapareció en el mar embravecido.

La barca se deslizó sobre la cresta de una ola y se perdió en la oscuridad.

Y Sátiro comenzó, como un adulto, a tratar de dominar su miedo, su angustia y su horror.

Detrás de él, entre los destellos de los relámpagos de la tormenta, columnas de fuego se alzaban a los cielos. Incluso cuando llueve a cántaros, las naves pintadas con brea arden bien.