Día vigesimoctavo

Sátiro se despertó más dolorido que la víspera. El sitio le estaba enseñando la regla del segundo día, al menos en lo que a sus magulladuras atañía. Sufría.

De todos modos se levantó, y Cármides le llevó un tazón de infusión de salvia y otro de zumo caliente, que se bebió y le hizo sentir mejor. Y luego Korus insistió en que hiciera ejercicio, y luego comió; más alimento del que él consideraba necesario.

—Todavía tienes que ganar peso, señor —dijo Korus—. Estás mejor que antes; quizá seas el único hombre de esta ciudad que está ganando peso.

Miriam llegó con un cuenco de gachas de cebada y cilantro. El olor le atrajo tanto como la persona que lo llevaba, y dejó el cuenco limpio antes de sonreírle. Después se dirigió a su tienda y salió con otra corona de olivo.

—De parte de la infantería —dijo, y Apolodoro, que acababa de despertarse, se aproximó y la saludó como lo habría hecho ante un hombre, un atleta o un héroe.

Miriam se ruborizó, con un rubor considerable que parecía nacer en lo alto de su cabeza y bajarle hasta el ombligo, pero no perdió la compostura.

—Algunas de nosotras estamos encantadas con la oportunidad de perder peso, Korus. Mis caderas lucirán mucho mejor. De hecho, toda mujer necesita un sitio: hombres, buena compañía, ocasiones para llevar a cabo actos heroicos y hacer ejercicio.

Recogió los cuencos, sonrió a Sátiro y se fue de regreso a su tienda y al par de fogatas que ardían detrás de ella.

Anaxágoras llegó desde el terreno despejado más próximo al templo de Poseidón y tomó la botella de aceite de Sátiro sin preguntar, utilizando generosamente el caro aceite de cedro.

—¿No es una verdadera maravilla de la naturaleza? —preguntó en voz baja.

Sátiro gruñó.

—Ese aceite es mío —dijo.

—Te aconsejo aprender a compartir, señor rey —dijo Anaxágoras. En boca de otro hombre, esas palabras podrían haber sido una premeditada ofensa, pero Anaxágoras era demasiado franco para tales mezquindades—. ¿La has besado?

—¿Y tú? —preguntó Sátiro, picado.

Anaxágoras se rio.

Los hombres compiten de muchas maneras, y Sátiro no era tan mezquino para pasar aquella por alto. Si Anaxágoras podía ser un alegre deportista, él también.

—Si usas mi aceite, oleremos igual —dijo Sátiro.

—¿Y? —respondió Anaxágoras, e hizo una pausa.

—Bueno, cuando te bese supondrá que soy yo. Los poetas muertos de hambre no usan aceite de cedro.

Sátiro sonrió con una confianza completamente impostada, como cuando mostraba coraje ante una carga de los argiráspidas. Hay veces en las que un hombre tiene que obligarse a aceptar un desafío.

Anaxágoras suspiró.

—No la he besado —dijo.

—Yo tampoco —respondió Sátiro—. Ahora devuélveme el aceite, antes de que Abraham nos mate a los dos.