Capítulo 25

Día vigesimoséptimo

Sátiro no tenía más heridas que cualquier hombre que hubiese combatido todo el día con armadura: largos rasguños, magulladuras misteriosas, tres pinchazos profundos en la parte baja de la espalda donde las puntas de lanza habían atravesado la coraza de cuero. Tenía una magulladura en lo alto del brazo derecho que adquirió un color tan horrendo que los demás veteranos torcían el gesto al verlo, y otro en el culo a consecuencia del golpe de las puertas, que casi le había imposibilitado dormir.

En general, se sentía de maravilla.

Parte de su euforia se debía al jugo de amapola que Aspasia le había dado para el dolor de la entrepierna, y en parte a su éxito: indudablemente, él y sus hombres habían alcanzado una señalada victoria. Demetrio había lanzado su gran asalto con casi doce mil hombres en su momento álgido y había sido rechazado, sufriendo una cantidad de bajas espantosa. La incursión con más tropas implicadas había tenido lugar en las playas, dando paso a una masacre en toda regla.

No obstante, su euforia se debía principalmente a las bajas o, mejor dicho, a la falta de bajas. La suerte, la planificación, la ayuda divina… Fuera cual fuese la razón, la falange de remeros solo había perdido a catorce hombres; los efebos de la ciudad solo habían perdido a seis y la infantería de marina, de todas las naves de Sátiro, que habían soportado la lucha más enconada, había perdido a diecinueve hombres entre los que se contaba Amintas, el único de los hetairoi de Sátiro, sus compañeros más allegados, que había muerto.

Pantero y Menedemos habían hecho frente a ataques menores, ataques reales pero con menos hombres, y cada uno había perdido a veinte hombres.

Era un milagro enviado por Atenea, decían los hombres.

Sátiro estaba tumbado en la cama, dolorido, y pensaba que en efecto se trataba de un milagro, enviado en buena parte por la arrogancia de Demetrio y una buena dosis de suerte. Y por la advertencia de Heracles.

El sol salió en un nuevo día, el del Festival de Apolo, y Sátiro estaba recostado en su diván, una magnífica alfombra persa en una tienda abarrotada de muebles rescatados de casa de Abraham. La casa había desaparecido tras ser alcanzada cuatro veces por piedras del tamaño de una oveja. Pero sus esclavos se habían mantenido leales y protegido sus pertenencias de los saqueadores, de modo que ahora Abraham, su familia, su séquito y sus esclavos disponían de un complejo de tiendas en el ágora, hechas con velas del Areté, al menos temporalmente fuera del alcance de las máquinas de Demetrio.

Poco a poco, maldiciendo de vez en cuando, Sátiro bajó las piernas al suelo, se incorporó despacio y consiguió ponerse de pie.

Helios apareció a su lado.

—¡Mi señor!

—Ayer luchaste como un héroe, muchacho —dijo Sátiro. La palabra «muchacho» la salió espontáneamente. «Me estoy haciendo viejo», pensó, «si llamo muchachos a los hombres». Veinticuatro años. Y un año más por cada día de sitio.

Helios le sonrió.

—Eso parece, señor. Cármides dice lo mismo.

—Vaya, eso sin duda lo convierte en una verdad —bromeó Sátiro.

Helios se puso más serio.

—Puesto que estás despierto, hay asuntos que tratar, señor. Tras la matanza de piratas de anoche, Demetrio consiguió desembarcar tropas de asalto en el malecón de la ciudad. Levantaron una barricada en la punta y tienen un par de grandes máquinas dentro.

Sátiro puso mala cara.

—¿Cuántos hombres? —preguntó.

—Seiscientos, y unas cuantas naves de apoyo. Y Demetrio ha retirado sus máquinas flotantes un buen trecho y ha reconstruido la barrera flotante. La verás en el agua del puerto. Pantero ha venido hace casi una hora y ha solicitado que se reuniera la boulé. Abraham no ha permitido que te despertáramos.

Sátiro se frotó la mandíbula.

—Dioses, cómo apesto. Abraham es un príncipe. ¿Puedes conseguirme un baño y un poco de aceite, Helios? ¿Y un vaso de sidra?

Helios le alcanzó un cuenco de zumo de granada caliente.

—Me adelanto a tus deseos, mi príncipe.

Sátiro se recostó y fue bebiendo sorbos de zumo. Seguía sintiéndose eufórico.

—¿Logramos una noble victoria, verdad?

Helios se rio.

—Solo hay una cosa que no entiendo, señor. ¿Por qué no se rinde y se larga?

Sátiro se terminó el zumo y se levantó.

—Esto no ha hecho más que comenzar, Helios.

—¿Debo despertar a los demás, señor? —preguntó Helios.

Sátiro negó con la cabeza.

—Deja dormir a Neiron y Apolodoro.

Estaban acostados debajo de unos toldos cerca de su tienda.

Limpio, con un chitoniskos lo bastante corto para suscitar comentarios en Atenas, Sátiro salió al sol abrasador del ágora. Se dirigió a la boulé pasando por la plaza donde había muerto Amintas. Encontró el olivo que tan bien recordaba y cortó una rama, hizo una corona y se la dio a Helios.

—Ponte esto, héroe —dijo.

Helios se arrodilló, cogió la corona y se le saltaron las lágrimas.

Sátiro cortó otras tres ramas y las trenzó mientras caminaban.

—Cuando acabemos con los hombres de esta ciudad, regresaremos, erigiremos un trofeo y enterraremos a Amintas —dijo Sátiro, y siguieron caminando hacia el tholos donde se reunía la boulé.

—Señor Sátiro —dijo Pantero, y fue a su encuentro en la entrada—. El héroe del día. Acabamos de votar erigir una estatua tuya si esta ciudad alguna vez renace de los escombros para permitirse tales cosas.

Uno tras otro, los hombres se levantaron y le estrecharon la mano o lo abrazaron. Eran buenos hombres, hombres nobles con independencia de sus linajes, y su agradecimiento, su sentido agradecimiento valía más que cien coronas de oro.

Pantero le indicó el podio.

—Creo que nos gustaría escuchar unas palabras tuyas, señor.

Sátiro sonrió forzadamente y subió al podio. Se echó la clámide hacia atrás, iba vestido de manera muy informal para ejercer de orador, y miró en torno a la sala en penumbra, atrayendo todas las miradas.

—Me gustaría regodearme en vuestra admiración, caballeros —dijo Sátiro—. En efecto, es un gran honor haberos servido bien. Y lo de ayer fue una victoria. Una victoria real.

Asintió ante las sonrisas y las aclamaciones, y luego levantó la voz y las cortó como un leñador con un hacha de hierro afilada.

—Serán precisas cien victorias iguales para preservar esta ciudad —dijo, y todos se callaron al instante—. Cada día, en cada asalto, debemos ser tan victoriosos como lo fuimos ayer, y con la misma ventaja. Perdimos a sesenta hombres, sesenta buenos hombres. Matamos a dos mil piratas y tal vez a quinientos de sus profesionales macedonios. Demetrio tiene treinta y cinco mil soldados más y el doble de piratas. Si perdemos cincuenta hombres al día y él pierde mil hombres al día, nosotros nos quedaremos sin hombres antes que él.

Silencio.

—Tenemos otros enemigos —prosiguió Sátiro—. Ahora vivo en los escombros del ágora. Desde aquí puedo oler la mierda de tres mil personas. Tenemos que hacerlo mejor. Dentro de poco toda la población de la ciudad vivirá en el ágora. Debemos tener servicios sanitarios, organización, letrinas en condiciones, pozos de verdad y zonas medidas. Ningún hombre rico debería disponer de más espacio del que realmente necesite para sus tiendas.

Los hombres cruzaron miradas.

—Además, debemos plantearnos la cuestión de los esclavos —dijo Sátiro—. Muchos han sido leales. Pero a medida que la comida escasee, y os aseguro, caballeros, que nos enfrentamos a una escasez de alimentos casi inmediata, su lealtad para con nosotros se resentirá. Deberíamos considerar el invitarlos a ser ciudadanos, pues cuando esta ciudad sobreviva, os prometo que los necesitaremos para compensar nuestras pérdidas.

Muestras de descontento.

—Y finalmente, caballeros, por más que ayer lográramos granjearnos el favor de Niké, alguien abrió las puertas del oeste a Demetrio. —Sátiro miró en derredor—. No nos andemos con rodeos. De no haber sido por Miriam, la hermana de Abraham, la ciudad habría caído. Aun con todo el heroísmo de nuestros infantes y efebos, nada nos habría salvado si Miriam no hubiese bajado a la playa a avisar de que las puertas del oeste estaban abiertas. Las mujeres de la ciudad, vuestras esposas, caballeros, nos brindaron unos minutos más que necesarios y luego contribuyeron a vencer a los mejores hombres que Macedonia puede ofrecer, hombres que en ningún caso habrían estado dentro de la ciudad si alguien no los hubiese dejado entrar.

Consternación.

—La guarnición de la muralla oeste se había retirado. ¿Quién dio esa orden? Décimo, el filarco en jefe, murió en la lucha. Nadie parece saber quién ordenó que sus hombres abandonaran la muralla. En cierto modo, ese traidor nos hizo un favor: nos permitió salvar a la guarnición de la muralla oeste en vez de perderla. Pero amigos, faltó muy poco, tan poco que incluso ahora, mientras me dirijo a vosotros, me tiemblan las piernas. ¿Quién es el traidor?

—Pudo hacerlo cualquier esclavo —dijo Pantero—. Tú mismo acabas de decirlo.

Sátiro asintió.

—Es harto probable. Pero no se lo pongamos fácil al traidor. Designemos un comité que lo investigue. Descubramos qué esclavos desertaron ayer. Interroguemos a la guarnición de la muralla oeste. ¿Quiénes la componían? ¿Mercenarios de la ciudad?

Pantero asintió.

—Cretenses y griegos; doscientos hoplitas y cuatrocientos arqueros.

Sátiro asintió.

—Y enfrentémonos a la terrible posibilidad de que los propios mercenarios rindieran la puerta.

Pantero asintió y otros hombres adoptaron un aire serio.

Menedemos se puso de pie.

—Sátiro, hasta ahora has sido una veleta muy precisa. ¿Por dónde atacará Demetrio la próxima vez?

Sátiro entrecerró los ojos.

—No soy vidente, Menedemos. Contéstame a esto antes: ¿qué hay sobre la misión de combate naval? ¿Qué ocurrió en el puerto sur y en qué medida te impide el acceso al mar que el enemigo haya tomado posesión del malecón?

Menedemos lanzó una mirada a Pantero, que se rascó el mentón.

—Estamos bastante bien preparados —dijo—. Tenemos las naves a punto. Andamos un poco escasos de remeros, la verdad; todos nuestros remeros están en las murallas pero podemos zarpar cualquier noche.

Sátiro asintió.

—Escuchad, amigos, no puedo adivinar qué hará Demetrio; y si pudiera, tampoco acertaría cada vez. Tenemos que hacerle bailar a nuestro son. Lo mejor que podemos hacer sigue siendo atacarlo: romper la barrera flotante y destruir las naves máquina.

—¡Sus hombres ocupan el malecón! —dijo Carias el Lidio, un antiguo meteco convertido en uno de los hombres más ricos de la ciudad—. Poco podemos hacer mientras controlen el malecón.

—Las máquinas del malecón pueden alcanzar cualquier punto de la ciudad —apostilló Menedemos.

Sátiro asintió.

—Demetrio quiere que intentemos tomar el malecón por asalto, amigos míos. Y preveo que hará que esas máquinas lancen piedras contra el ágora, quizás incluso canastos de piedras pequeñas, en una matanza indiscriminada para incitarnos a asaltar el malecón.

Pantero lo miró.

—Creo que debemos hacerlo.

Sátiro negó con la cabeza.

—¡No! ¡Escuchadme! No podemos permitirnos tantas bajas. Retomar el malecón puede costarnos quinientos hombres. Es posible que los perdamos en balde. Sus máquinas, por malignas que sean, no matarán a tantos.

Pantero negó con la cabeza vigorosamente.

—Hoy tal vez no —dijo.

Discutieron hasta media mañana. Al final decidieron preparar la misión de combate naval y hacer caso omiso del malecón, y designaron comités para organizar a los ciudadanos desplazados, otro para comenzar a reclutar esclavos, los mejores, en calidad de ciudadanos, y otro más para buscar al traidor, suponiendo que existiera.

Menedemos movilizó a la guarnición de la muralla oeste para reubicarla en la muralla norte y que los hoplitas de la ciudad, que habían defendido la muralla norte para evitar bajas entre los ciudadanos más ricos, pasaran a servir en la muralla oeste, al menos temporalmente.

La moción se aprobó por unanimidad, cosa que demostró a Sátiro lo en serio que se tomaban la amenaza de traición los hombres presentes en la sala. Era muy poco probable que los cuatrocientos hombres más ricos traicionaran a su propia ciudad.

Sátiro estrechó la mano de los demás consejeros y salió de nuevo a las calles llenas de escombros. En cada calle había casas que todavía se tenían de pie; algunas tan solo conservaban los muros exteriores después de que una roca hubiera caído sobre el tejado. Otras habían resistido el bombardeo porque las habían construido con vigas reforzadas en previsión de posibles terremotos. Otras las habían protegido las Moiras. Y en el frente marítimo de la ciudad había suficientes para que tuviera la apariencia de la dentadura de un anciano, con más agujeros que edificios, y lastimosos montones de escombros entre ellos.

Y entre los escombros había cadáveres de hombres, mujeres y niños, de cerdos y perros, de gatos y ratas pudriéndose todos juntos, de modo que la zona este de la ciudad apestaba como un matadero o como un templo después de un gran sacrificio. Y ese miasma generaría enfermedades.

Sátiro caminó entre los escombros en dirección al sur, hacia la gran torre que los rodios habían construido para dominar la llanura que se extendía al sur de la ciudad y el tramo más vulnerable de muralla. Pese al daño que le hacían las piernas, Sátiro subió a la torre.

Jubal ya estaba en lo alto. Rio al ver a su rey.

—Te has levantado temprano, señor —dijo Jubal sonriendo.

—Ayer luchaste bien, Jubal —respondió Sátiro. Sacó de debajo de su clámide una corona de olivo bastante deteriorada de las que había trenzado con ramas de la plaza donde había muerto Amintas—. Tuya es.

Jubal sonrió.

—Caray —masculló, y negó con la cabeza—. Esto no es para Jubal, señor. No hice nada para convertirme en héroe. Tan solo defendí mi posición.

—En eso es en lo que consiste ser un héroe, Jubal —dijo Sátiro—. ¿En qué estado se encuentran las máquinas? —preguntó, asomándose a un lado de la torre.

—Anoche las probé aprovechando la oscuridad —contestó Jubal. Uno de sus oficiales sonrió como la muerte—. Funcionaron bastante bien.

—¿En serio? —preguntó Sátiro. Daba gusto estar entre Jubal y sus hombres. Con ellos no había grandes asuntos que tratar aparte de la ingeniería precisa para hacer frente al sitio.

La sonrisa de Jubal era la de un cuervo acechando a un zorro.

—Reforzamos las paredes y el suelo, ¿eh? Y luego alargamos el brazo de lanzamiento y le pusimos un peso más grande en la punta. Y luego disparamos. —Ahora su sonrisa era triunfante—. Lanzamos una roca al otro lado de la muralla occidental; no te preocupes, cariño, no había nadie despierto para verlo u oírlo.

Sátiro tuvo que sonreír.

—¿Probaste el alcance de tu máquina por encima de nuestra ciudad?

Jubal se encogió de hombros y su diente de oro brilló.

—Una roca más o menos no va hacer mucho daño. —Miró en derredor—. Aunque el lanzamiento hizo que se moviera la torre entera.

Sátiro contempló el panorama que ofrecía la posición estratégica de la torre. Vio las nuevas obras que se habían construido a través del malecón; cuatro veces la altura de un hombre. Y vio que no había defensas en los flancos del malecón porque Demetrio tenía naves, una docena de naves de guerra, amarradas a lo largo de él, llenas de hombres. Y otros cuatrocientos hombres en el propio malecón.

Al sur, vio que ante el campamento de Demetrio habían fondeado más naves. Había zarpado o arribado otra flota. Sátiro deseó tener espías, buenos espías, pero solo un loco desertaría de un gigantesco ejército de bien alimentados sitiadores para unirse a la desesperada guarnición de la ciudad, y esa clase de loco no era abundante. Había habido unos pocos pero en su mayoría sabían tan poco que apenas tenían nada que ofrecer.

—Si tan solo lográramos quemar sus naves flotantes —dijo Sátiro, y se rascó el mentón.

—Entonces tendría que atacarme a mí —respondió Jubal—. He dado la vuelta a esta maldita ciudad y la única entrada es por aquí.

Sátiro se alegró de oírselo decir a Jubal puesto que había llegado a la misma conclusión meses antes, antes de que comenzara el sitio, y le constaba que el italiano que había construido la gran torre había pensado lo mismo.

—Tendríamos que empezar a construir una falsa muralla aquí —dijo Sátiro.

—Sí, claro —dijo Jubal desdeñosamente—. Pero antes quiero machacar las máquinas que tiene en tierra. Entonces construirá más y al final acabará por derruir esta maldita torre, y entonces será cuando necesitemos la falsa muralla. —Jubal se encogió de hombros—. Neiron y yo hemos hecho mediciones y cálculos. —Sonrió maliciosamente—. Incluso sé dónde se levantará la nueva torre cuando caiga esta.

Sátiro negó con la cabeza.

—¿Quién te ha enseñado matemáticas, Jubal?

Jubal hizo una mueca.

—Anaxágoras. Y Neiron. Y mi padre. Se le daba muy bien contar estrellas, a mi padre. Siempre le gustaron los números.

Sátiro sonrió.

—Me parece que voy a empezar a escribir un libro de refranes: «Nunca conoces a un hombre hasta que resistes un sitio con él» será el primero.

Jubal enarcó una ceja.

—No está mal, señor. Y ¿qué te parece «Quienes construyen buenos cimientos siempre pueden poner máquinas en sus torres», eh?

Sátiro tuvo que sonreír.

—Lo pondré en el libro, Jubal.