Capítulo 24

Vigesimosexto día

Por la mañana varios hombres tenían resaca y Abraham los obligó a beber agua del pozo hasta que vomitaron. Sátiro se sintió mejor, mucho mejor, que desde hacía días y se puso a hacer ejercicio con Anaxágoras, Apolodoro y Helios en el ágora mientras los hombres descansaban en la sombra. Luchó brevemente con Helios, un muchacho que tan solo un año antes habría sido incapaz de enfrentarse a él, y levantó pesas y rocas bajo la severa mirada de Korus hasta que sudó la última gota de vino.

Las piedras caían sin tregua. Los hombres de la ciudad asistían a la metódica destrucción de los templos de la orilla que habían sido el orgullo de la ciudad durante cien años. Fueron desmembrados piedra a piedra y cuando el tejado del templo de Poseidón se derrumbó, su estrépito sonó tan fuerte como los vítores de los antigónidas.

Sátiro estaba comiendo una manzana seca.

—Esa era nuestra ruta de contraataque —le dijo a Neiron.

—Pues más vale que hagamos algo —respondió Neiron. El día tocó a su fin y la casa de Abraham seguía milagrosamente en pie. Sátiro organizó a través de Pantero que los esclavos de la ciudad le despejaran seis rutas entre los escombros del templo.

La misión de combate naval todavía no estaba lista, de modo que fueron a acostarse y por la mañana despertaron bajo un cielo rojo que prometía de nuevo una tormenta en el horizonte oriental. Sátiro se levantó y encontró a Korus durmiendo en el patio.

—Hagamos ejercicio —le dijo—. Atacarán hoy.

Cuando Pantero apareció, Sátiro le dio instrucciones para los esclavos de la ciudad sin dejar de hacer ejercicio y pidió a Apolodoro que llevara a los hombres a la posición pasando por las brechas que habían abierto los esclavos y que formaran la falange en el terreno despejado que quedaba al este de los templos destruidos. Quería la formación lista antes de que las máquinas estuvieran en posición, y deprisa, mientras apenas había luz, para que no los viera el enemigo.

Una hora después, y tras un desayuno abundante como un almuerzo, Sátiro se puso la armadura con más facilidad que en las últimas semanas.

—Podría plantearme usar la de bronce —dijo.

Korus asintió.

—Ya tienes algo de músculo pero aún no hemos terminado —contestó.

Salieron al ágora, a los lugares que ahora ya eran los acostumbrados, y se reanudó el bombardeo con las consabidas columnas de polvo y los incendios: el enemigo disparaba contra los escombros. O contra las naves del puerto; lo que quedaba de las naves. Sátiro sintió una punzada de pena al recordar que su amado Areté había muerto y que su chamuscada quilla sostenía parte del túnel de debajo de la muralla.

Los mensajeros iban y venían de la torre de Jubal, informando sobre los movimientos de las máquinas flotantes. A ratos Jubal las perdía de vista por espacio de una hora; una columna de polvo o de humo podía ocultar el puerto entero con la misma eficacia que una venda en los ojos. Pero sus informes eran precisos y oportunos, y Sátiro dependía de ellos.

Por la tarde los hombres estaban absolutamente relajados y muchos dormían como troncos cuando las piedras dejaron de caer.

—A formar —ordenó Sátiro.

Antes de que el último hombre ocupara su sitio en las filas, un mensajero de Jubal confirmó que unas naves ligeras llenas de tropas de asalto estaban entrando en el puerto.

Sátiro buscó a Idomeneo.

—Los arqueros delante —dijo Sátiro—. Todos los psiloi. Entrad en los edificios que queden en pie y matad a todo bicho viviente.

Idomeneo asintió con recelo.

—No estoy pidiendo que luchéis cuerpo a cuerpo —dijo Sátiro—. Solo que los disperséis y hostiguéis.

Idomeneo enarcó una ceja.

—Somos mercenarios —dijo. Sátiro asintió.

—Y recibiréis una buena paga.

—A los hombres les gusta vivir para cobrar —insistió Idomeneo.

Sátiro se dio cuenta de que el cretense hablaba en serio, que aquello no era una charla trivial previa a la batalla.

—Idomeneo, podría hablarte sobre la lealtad, sobre la estima que te profesa mi hermana o sobre cómo te hemos ascendido de arquero a capitán. —Sátiro hizo una pausa—. Pero en cambio te hablaré de profesional a profesional. No soy Tolomeo, no he prescindido de ti durante el invierno para volver a contratarte en verano. He pagado un salario regularmente, salario por lo demás generoso, durante tres años de paz.

Idomeneo agachó la cabeza ante la lógica del argumento, pero puso mala cara.

—Esto es como un suicidio, señor.

Sátiro negó con la cabeza.

—En absoluto. Informa a tus hombres, condúcelos a los escombros y sobrevivid. Estaremos a menos de cinco minutos detrás de vosotros.

Idomeneo parecía desesperado.

—Hago esto en representación de mis hombres. No puedo…

Sátiro no se enojó. Apreciaba a Idomeneo. Era uno de los mejores soldados que había conocido jamás. Y sabía la presión que ejercían sobre él sus arqueros, que se sentían desnudos cuando no los cubrían hombres con armadura. Pero estaban perdiendo un tiempo precioso; Sátiro podía oír el reloj de agua del destino en un rincón de su cabeza, goteando cada vez más deprisa.

—Ve y cumple. Promételes una bonificación si es preciso, pero condúcelos a los escombros.

Sátiro apenas cambió su tono de voz pero aun así dejó claro que no había más que discutir.

Idomeneo lo miró a los ojos.

—Sobre tu conciencia pesará —dijo, y su mirada reflejaba una clara acusación: sus ojos acusaban a Sátiro de sacrificar a los arqueros.

No obstante, Idomeneo corrió en busca de sus hombres, que ya se habían desplegado a lo largo de la calle donde antes se alzaba el gimnasio, tocó un silbato que llevaba al cuello y lo siguieron hacia los escombros.

Sátiro recorrió el frente de su falange en formación. A la derecha tenía a Apolodoro y a la élite de los infantes y los marineros con armadura pesada; doscientos hombres de bronce. En el centro, tras un delgado frente de infantería, se hallaba el grueso de sus remeros con algunos ciudadanos y remeros rodios, casi ochocientos hombres. A la izquierda estaban los efebos rodios, todos muy jóvenes pero espléndidamente armados como suele ocurrir con los hijos de los ricos. Los marineros formaban solo de a seis en fondo en el centro mientras que las unidades de los flancos eran más nutridas.

La sabiduría generalmente aceptada de aquel estilo de guerra residía en que las tropas con armamento ligero operarían mejor entre los escombros. Si Sátiro hubiese contado con peltastas, guerreros provistos de escudos ligeros, jabalinas y a veces espadas, lo más probable era que los hubiese utilizado como tropas de choque.

Sátiro no estaba siguiendo la sabiduría generalmente aceptada. Había apostado a sus tropas más ligeras en la formación de falange más densa que creyó que podrían mantener, y las situó donde podrían avanzar en el terreno más llano y con menos escombros, al este de los templos. Y a sus hombres con armamento más pesado, hombres cubiertos de bronce prácticamente de la cabeza a los pies, los había situado en los flancos, en formaciones increíblemente abiertas, casi tan abiertas como las que según los escritos antiguos eran comunes antes de Maratón, con unos dos metros entre un hombre y otro. Su lógica era simple: en el terreno desigual de la zona de escombros era fácil que un hombre tuviera que enfrentarse a varios oponentes a la vez, y solo una armadura lo mantendría con vida. O al menos eso le parecía a él, y no había nadie para decirle si era una mala idea.

Sátiro terminó el recorrido por el frente de la falange. Asentía a los hombres que conocía o les sonreía, y ellos le correspondían. Ahora los conocía a casi todos, incluso a los rodios. Tenía a Menón, el marido de Aspasia, en la segunda fila. Y uno de sus hijos, Polifemo, se erguía gallardo a un estadio de él, todo recubierto de bronce, en la primera fila de los efebos. Sátiro cruzó miradas con Apolodoro, y Neiron, con Anaxágoras, Cármides y Jubal, que se apresuró a bajar de su puesto de observación con su equipo de marineros de la cubierta superior.

Pero nadie le hablaba. Estaba solo. Les sonreía y ellos sonreían a su vez, pero nunca al revés.

Se volvió y encontró a Helios detrás de él.

—Korus dice que no debo permitir que luches en primera línea —dijo Helios.

—Lo tendré presente —respondió Sátiro sonriendo. Echó un último vistazo a la formación y sus oídos le dijeron algo; podría no haber sabido definirlo pero en el grito de guerra del enemigo había algo que indicaba que estaba siendo blanco de arqueros. Tenía suficiente experiencia para identificar aquel sonido.

Ahora le tocaba temer que hubiese aguardado demasiado, que su falange central tardara demasiado en desfilar entre las ruinas de los tres grandes templos hasta el terreno despejado de la orilla. Levantó la mano, se echó el yelmo hacia delante y tiró de la trabilla de cuero de la mentonera izquierda por encima del muelle de la mentonera derecha para abrocharlas. Un diseño italiano, decían los hombres. Muy bien hecho, mucho más sencillo que el magnífico yelmo plateado que arrebatara a Demetrio años atrás.

Curioso, pensar en eso en aquel momento.

—Adelante —dijo Sátiro.

Los marineros pasaron por las brechas cuidadosamente abiertas entre las ruinas de los templos tal como lo habían ensayado. Lo hicieron bastante bien, y cuando cometían errores, olvidando a quién seguían o qué fila iba primero, otros hombres los empujaban con firmeza. Fluían más que marchaban, pero cruzaron el montón de escombros hasta el terreno despejado del puerto y volvieron a formar mientras Sátiro, primero en cruzar los escombros del templo de Poseidón, en el centro, observaba al enemigo formar su falange bajo una descarga ligera de flechas.

Era casi mediodía y el sol achicharrante de mitad del verano los azotaba como arena ardiente, un segundo enemigo para ambos bandos.

Sátiro formó su falange con ambos flancos aparentemente vacíos. Y entonces, cuando todo el cuerpo central hubo formado, cosa que pareció eternizarse, salió de su puesto en la segunda fila.

—¡Amigos! —rugió.

Poco movimiento. Detrás de él, los hombres de Idomeneo lanzaron una descarga de flechas y huyeron; habían cumplido con su cometido, según ellos, y ahora buscaban el amparo de la falange de marineros.

—Podéis derrotar a esos hombres. Los habéis derrotado antes. Cuando crucéis vuestras picas con las suyas, juntad vuestras espaldas y esperad mi orden. Cuando la dé, quiero oír vuestro grito de guerra, pero no antes. ¿Preparados?

Se oyeron gruñidos, los mismos gruñidos con los que los remeros contestaban a la orden de bogar a velocidad de embestida.

No por vez primera, Sátiro se preguntó si había una criatura global en la cabeza de cada remero; si cuando estaban juntos constituían una especie de monstruo de mil cabezas pero con un único pensamiento.

Se situó de nuevo detrás de Helios.

—¡Adelante! —gritó, y el centro se combó cuando la falange avanzó, pero ya era demasiado tarde para preocuparse por tales cosas.

Los remeros calzaban sandalias; sandalias de sitio, las llamaban los hombres, porque habían aprendido lo dañinos que resultaban los escombros para los pies, incluso para los pies encallecidos de un marinero de cubierta, y habían hecho botas ligeras para llevarlas cubriendo las sandalias de recias suelas, y los infantes habían arrancado todas las tachuelas de sus sandalias «Isócrates» porque lo que sobre una cubierta de madera mojada podía salvarles la vida se convertía en garantía de resbalones y traspiés sobre la roca desmenuzada y el mármol roto.

Sátiro tenía por seguro que el enemigo iría descalzo. Los soldados griegos, incluso los macedonios, a menudo combatían descalzos para afianzar mejor los pies. Y si los hombres que subían por la playa nunca habían luchado en un sitio (¿y quién había luchado en un sitio como aquel?), probablemente irían descalzos.

Los flancos de la falange de marineros se apresuraron, y el frente se recompuso.

El enemigo ya estaba cerca. Su formación era más profunda pero menos compacta, y llevaban una curiosa mezcla de armas.

Piratas.

Sátiro tardó unos segundos valiosísimos en darse cuenta de que esta vez Demetrio no había enviado a sus preciados argiráspidas ni a sus falanges macedonias. Aquellos hombres eran piratas y su único propósito, saquear.

¿Sería bueno o malo?

Faltaban segundos para el impacto. Los piratas contaban con una ventaja numérica de diez a uno, pero, curiosamente, titubeaban. E iban descalzos.

Chocaron.

Los hombres de Sátiro golpearon el frente pirata como un ariete contra un portalón, y varios hombres cayeron a causa del impacto; los hombres eran literalmente empalados en las picas y, como los piratas tenían tan poca experiencia, no se habían apiñado ni juntado sus escudos para resistir la tormenta de hierro que constituía una acometida de falange, aunque esta solo contara con seis filas de lanzas.

Aunque también hubo golpes a cambio; un torrente de golpes, una imponente ola oceánica de golpes.

Sátiro no había luchado en segunda fila hasta entonces. Resultaba aterrador. En la segunda fila, podías ver. Los hombres de primera fila se agachaban, metían los ojos casi por completo debajo de sus escudos y resistían el embate, parando golpes instintivamente. En la segunda fila, un combatiente veía al enemigo. Podía sentir la presión de la columna a sus espaldas y transmitirla al jefe de fila; con cuidado, sin empujarlo a una muerte segura.

Como casi todos los soldados de la segunda fila, Sátiro portaba una lanza pesada, no una pica. Tuvo todo el tiempo del mundo —resultaba extraño, pero el combate se libraba enteramente a medio metro de distancia— para flexionar el brazo y asestar un golpe tan simple como fuerte justo debajo de la cimera del yelmo de un pirata.

El hombre se desplomó, la lanza regresó a sus manos y Helios ocupó el hueco y dio un revés contra el yelmo del pirata enemigo de su derecha, aplastándole el cráneo al instante de tal manera que su sangre salió a borbotones por la celada del yelmo.

Sátiro estaba preparado. Había practicado a diario con Helios y se sabía aquellas rutinas de memoria. Se situó detrás de su hipaspista, pisando al hombre que había abatido con su primera estocada, y lanzó su lanza por encima de la espalda de Helios contra otro pirata, esta vez alcanzándolo en el muslo o la rodilla; imposible saber dónde le dio, pero el hombre chilló y Helios lo decapitó son su mortífero revés. De repente se vieron en medio de la formación pirata y Sátiro vio el penacho azul y blanco de Anaxágoras apenas a un largo de caballo a su izquierda.

La intención de Sátiro había sido que el ataque de la falange de marineros fuese un amago para atraer al enemigo hacia los flancos.

Ningún plan sobrevive al contacto con el enemigo. La falange de marineros estaba aplastando a los piratas contra sus naves.

Sátiro se irguió y respiró profundamente, los piratas se estaban amedrentando, y rugió con tanta fuerza como pudo:

¡Areté!

Contó hasta tres mentalmente.

—¡Sangre en el agua! —gritó.

El rugido de respuesta fue como el oleaje de un día ventoso, como el trueno de Zeus, como el estruendo del destino cerrando sus tijeras. Los remeros ya tenían calados a sus adversarios y su grito de guerra fue tan fuerte y espantoso que los enemigos se paralizaron como cervatos ante el rugido de un león, quedándose inmóviles mientras la marea de bronce y hierro los barría de la playa.

Sátiro afianzó los pies, eligió a un pirata que lucía un bonito yelmo y arrojó su lanza tan fuerte como pudo. No se detuvo a ver las consecuencias. Dio una palmada a Helios.

—Me voy —dijo, y se volvió—. ¡Dejadme pasar! —gritó, y se abrió paso contra la marea de su propia falange, avanzando fila tras fila; volvió la vista atrás y se congratuló al ver que el colorido penacho del oficial pirata había desaparecido. Llegó a base de empujones hasta detrás de su propia falange, hizo una pausa y respiró unas cuantas veces.

Se sentía bien.

Los soldados de las últimas filas lo miraban.

Se desabrochó las mentoneras y levantó su yelmo.

—¡Tú! —dijo señalando a uno de los marineros de cubierta de Jubal—. Busca a Apolodoro y dile que cargue.

—¡Sí, señor! —contestó el marinero.

—Y tú, a los efebos. Diles que olviden el plan y que bajen a la playa formando el frente más ancho posible. ¡Corre!

Sátiro estaba gritando cuando no tenía necesidad de hacerlo. Lo que necesitaba era que aquellos hombres entendieran y transmitieran bien sus órdenes.

—¡Sí, señor! —respondió el marinero y, dejando caer la lanza al suelo, se echó a correr por la playa hacia el norte, dirigiéndose hacia los escombros.

«Heracles, no me abandones. Algo va mal. Esto es demasiado fácil.

»¿Dónde están los argiráspidas?

»Una cosa después de otra.»

—¡Jubal!

—¿Sí, señor?

—Toda la última fila, conmigo enseguida. Formad bien juntos.

Sátiro estaba a pocos largos de caballo de la última fila y más de cien hombres la abandonaron para formar. Sátiro recogió la lanza que había dejado caer el mensajero y la sostuvo para que les sirviera de guía al formar; eran marineros, no espartiatas.

—¡De a tres en fondo! ¡De a tres en fondo! —chillaba.

Los marineros y los infantes se arremolinaron, pero al cabo de un minuto se habían ordenado; ni mucho menos de manera prolija, pero la ventaja de los marineros sobre los falangistas era que no esperaban ninguna clase de orden cuando combatían. El caos era natural en ellos.

—¡En cuanto el hombre de la derecha cruce el extremo de nuestros muchachos, daremos un cuarto de vuelta a la izquierda! —les gritó Sátiro—. ¡Miradme! ¿Entendido? Nos uniremos a nuestra fila izquierda y cargaremos.

Usó la pica para ilustrar sus palabras.

Algunos hombres asintieron. Otros tenían la expresión perdida.

—¡Escuchad! ¡Miradme! —A pocos metros de allí, los marineros soltaron un alarido y la falange avanzó el largo de un buey grande; y se detuvo—. Nos unimos a esa fila que está justo ahí y giramos así.

Y volvió a dar indicaciones con la pica. Ahora vio más comprensión que confusión entre sus hombres.

Estaba en primera línea, sin un lugar al que ir cuando empezara la acción.

Así sea, pensó.

—¡Adelante! —gritó.

Su endeble línea avanzó, curvándose como los aficionados que eran.

—¡A la derecha! ¡Conversión! —rugió con su mejor voz de conjurador de tormentas, y casi todos los marineros efectuaron el giro, aunque a velocidades distintas, y el frente se desorganizó. Sátiro tuvo ganas de llorar; aquella era una maniobra que sus infantes de marina o sus mercenarios macedonios podían llevar a cabo con los ojos cerrados.

En torno al lado izquierdo de su falange principal había multitud de piratas y las filas más a la derecha de su débil contraataque los dispersaron; y entonces se encontró combatiendo.

Tenía los pies en la arena; de hecho estaban en la playa. Un hombre apareció delante de él, surgido de la confusión del combate; un hombre enjuto y nervudo con un pendiente y un hacha ensangrentada. Sátiro había perdido la pica y se encontró con que había desenvainado la espada. El hombrecillo le golpeó por lo alto y Sátiro estampó su pesado escudo contra el mango del hacha, clavando el borde del escudo en la hoja y empujó con ambas piernas para mantener el hacha en lo alto. El pirata intentó retroceder pero al ver que no podía agachó la cabeza e intentó dar un cabezazo con su yelmo contra el mentón de Sátiro, pero lo único que consiguió fue que este le traspasara el cuello con la espada, muriendo en el acto. Sátiro siguió avanzando, sintiendo el daimon del combate por primera vez desde lo que le parecieron meses, pilló desprevenido a otro hombre con un corte limpio en el cuello que no llegó a decapitarlo. Luego Sátiro dio un mandoble bajo contra un tercer hombre, rajándole la parte trasera de los muslos por debajo del borde del escudo, y después dos golpes dieron de pleno contra su escudo, haciéndole trastabillar, y un par de impactos en el yelmo le hicieron dar otros tantos traspiés. Arremetió con la espada, un mandoblazo sin destreza, un molinete para ganar unos segundos.

Hincó una rodilla en tierra y de pronto fue un hombre solo, y tenía a dos enemigos atentos a él y a un tercero en un lado, un oportunista que buscaba una víctima fácil.

Sátiro se levantó de un salto, con un fuerte empujón de su pierna derecha, estampó su gran aspis contra los dos hombres que tenía enfrente, salió rebotado y se lanzó contra el hombre que tenía a un lado, el oportunista, a quien clavó la punta de una xiphos entre la clavícula y el cuello. Pero mientras caía, la espada de Sátiro se quedó atascada en el hueso, y su víctima le arrancó la espada de las manos al caer.

Como si Heracles estuviera entrenándolo, Sátiro giró las caderas hacia la izquierda, alargó el brazo como si hubiese ensayado el gesto cien veces y agarró la muñeca de otro pirata, le estampó el escudo contra el rostro desprotegido y le quitó la espada. Notó que se trataba de un kopis por la pesadez de su hoja y se volvió hacia sus anteriores adversarios, avanzó, levantó el escudo y vio que uno de los piratas levantaba el suyo en respuesta al amago; un hombre sin experiencia que no iba a vivir para aprender. Sátiro cortó por debajo del escudo levantado, alcanzándole la cadera y la entrepierna, y el hombre cayó como un fresno talado por un leñador forzudo. Entonces Sátiro arrojó brutalmente su cadáver, pues ya había muerto, contra su compañero de fila con el brazo del escudo y acto seguido le lanzó un mandoble alto y pivotó sobre su pie izquierdo, de modo que el pie derecho adelantó al izquierdo para imprimir al golpe todo el peso de su cuerpo, y la hoja torcida del kopis traspasó el borde del escudo ligero del pirata y también el fino bronce de su yelmo.

Nadie se enfrentaría a él, y todo el frente pirata se retiró unos pasos delante de él, dejándolo solo. Sátiro respiraba como un jabalí que hubiese dado muerte a todos los perros de caza valientes y que ahora se enfrentase tan solo a perros callejeros.

Sus hombres también se estaban apartando. El combate tenía esas cosas. Los hombres solo podían luchar cuerpo a cuerpo durante un cierto tiempo; cien segundos, doscientos segundos los mejores y más fuertes, y luego tenían que separarse y recuperar el aliento.

—¡El rey! —gritó un marinero a sus espaldas, y todos se hicieron eco—. ¡El rey! —coreaban—. ¡El rey!

Sátiro levantó el kopis y la sangre de la hoja le chorreó por el brazo, el cálido lametón de la muerte en la piel. Inhaló y pudo oler la piel de león de su señor en el viento, y pudo ver, como si lo llevara grabado en los ojos, que podría matar a cualquier hombre que se le enfrentara.

Sin embargo aquel instante de gloria se fue al garete cuando Apolodoro y sus infantes cargaron de cabeza contra los piratas en el extremo sur de la playa. Sátiro oyó el momento del impacto, que penetró en su cabeza ebria de batalla.

—Abridme paso —ladró a los marineros que tenía más cerca, y Jubal pegó un manotazo a un hombre para que se apartara de su camino.

Sátiro cruzó como una exhalación la endeble línea de marineros, hombres que se habían creído a salvo en la última fila y que aun así se las habían compuesto para sacar al héroe que llevaban dentro cuando se lo pidieron.

«Acuérdate de agradecérselo después.»

Corrió playa arriba hasta la arena fina, que consumió las energías que le quedaban como un perro devora carne fresca. Se volvió y contempló la playa.

Aquella no era la batalla que había querido; se estaba librando por completo en la playa abierta al oeste de los templos, no en las angostas calles de la ciudad en ruinas, en los flancos donde sus hombres con buenas corazas podrían liquidar fácilmente a aquellos piratas mal armados en los callejones sin sufrir bajas.

«Así sea.»

Hacías planes y se desvanecían. Sus hombres estaban venciendo a pesar de que los piratas seguían desembarcando; lo hacían apartados de la orilla y tenían que caminar a tierra con el agua hasta la cintura. Y aquellos hombres, que en realidad solo estaban a un cuarto de estadio, titubeaban. Los veía aguardando en los costados de las barcas de remo, sin saber si saltar por la borda o permanecer a bordo.

Ahora bien, aunque aquel ataque iba en serio, los auténticos soldados del Niño Bonito estaban en alguna otra parte.

Sátiro se tomó su tiempo para observar la escena que se desarrollaba a sus pies.

Apolodoro avanzaba entre la desorganizada formación pirata como un cincel de hierro a través del bronce caliente; lento pero inexorable, el impulso de las piernas de los infantes asemejaba un gran mazo que empujara la punta de su lanza contra el objetivo. Unas cuantas naves ligeras quisieron desembarcar más piratas detrás de él, pero Idomeneo y los arqueros habían reaccionado sin aguardar órdenes y los casi desnudos piratas recibían un severo castigo por su temeridad.

Ninguna crisis en aquella zona.

En el norte de la playa los efebos avanzaban despacio y con cautela pero formando un amplio frente, solo de a cuatro en fondo. Habían duplicado la anchura de su formación, confiando en sus armaduras, su entrenamiento y su juventud. No se habían equivocado, y los piratas, achantados, iban retrocediendo.

Faltaban minutos para que el combate en la playa se convirtiera en una auténtica carnicería.

En el sur, sin embargo, había naves tratando de forzar las defensas del puerto principal por primera vez. Estaban siendo seriamente castigadas por las cuidadosamente calibradas máquinas de Pantero. Sátiro siguió observándolo todo un buen rato, el tiempo que tardaron en morir cuarenta piratas, antes de decidir que lo que estaba observando era un amago: Demetrio había enviado las naves para atraer a Pantero.

¿Por qué?

No tenía ni idea de qué había ido mal pero lo notaba con la misma certeza que si hubiese sufrido una herida.

—¿Qué está pasando? —preguntó Abraham. Había salido de la parte trasera de la falange respirando como el fuelle de un herrero. Se dejó caer de rodillas en la arena—. No estoy en forma.

Sátiro siguió observando. Los piratas estaban a punto de darse por vencidos; demasiados muertos, y el agua lamiéndoles los tobillos. Los hombres de las últimas filas tiraban sus escudos y huían a nado.

Curiosamente, no fueron aplastados por Apolodoro o por los efebos, ni siquiera por los marineros que arremetían con paso firme contra su frente. Lo que los hundió, mientras Sátiro observaba, fue la deserción de sus naves; tan repentinamente como un banco de peces plateados atacado por un delfín, los pentecónteros y las barcas de remos que habían llevado a tierra a las fuerzas de asalto dieron media vuelta y huyeron, abandonando a sus camaradas en la playa. Su moral se vino abajo al instante; un movimiento visible en las filas delanteras y, de repente, los piratas arrojaban sus armas en todas direcciones e intentaban nadar, siendo perseguidos sin cuartel. Los remeros de Sátiro, muchos de los cuales habían sido esclavos, les segaron la vida como quien siega la última cosecha de centeno, apresurándose antes de la llegada del viento invernal y las primeras lluvias, arponeándolos con largas picas mientras nadaban o hincando sus dagas en los que se querían rendir.

—Necesito a Apolodoro —dijo Sátiro.

—Ya voy yo —se ofreció Abraham.

—Bien. Ve deprisa. Lo necesito con tantos hombres como pueda reunir. Los necesito enseguida.

Sátiro dio una palmada a Abraham en el espaldar y entonces se dio cuenta de que le salía sangre de debajo del yelmo.

—¡Estás herido! —dijo Sátiro.

—Bah, no es nada.

Abraham se quitó el yelmo y lo dejó caer en la arena. El yelmo tenía un agujero y él el pelo apelmazado por la sangre.

Sátiro volvió a centrar su atención en el combate que se libraba en la playa.

Los efebos se habían sumado a la matanza con todo el ímpetu de la juventud.

Sátiro siguió remontando la playa, tratando de alcanzar suficiente altura para ver qué podía estar ocurriendo en el extremo sur del puerto interior. La zona de Pantero.

Helios abandonó el combate y subió corriendo por la playa.

—Buen chico —dijo Sátiro—. Respira.

Helios tenía la mano y el brazo ensangrentados hasta el codo, y todo el costado derecho salpicado de la sangre que goteaba de su lanza.

—No la puedo soltar —dijo con una voz extraña.

La sangre se había secado, pegándole la empuñadura a la mano.

Sátiro vertió agua de su cantimplora sobre la mano del muchacho y poco a poco la sangre pegajosa se diluyó. Luego se bebieron el resto del agua.

Abraham regresó, corriendo bien, a grandes zancadas.

—Apolodoro va a terminar.

Helios se quitó el yelmo y lo dejó caer en la arena.

—Necesito que vayas corriendo hasta donde está Pantero —dijo Sátiro a Helios, que asintió sin hablar—. Tráeme novedades, tan rápido como puedas. Corre.

Sátiro sabía que estaba abusando del chico, pero sus opciones eran limitadas y la sensación de fatalidad, creciente. Y la única taba que tenía era que los piratas hubiesen muerto deprisa, dejándole una reserva de hombres y algunas alternativas. Tal vez. Quizá.

En la masacre, Anaxágoras estaba abriendo una brecha entre los piratas. Su penacho azul y blanco era inconfundible y Sátiro no tuvo problemas para localizarlo. Su ira era terrible, como algo salido de la Ilíada.

—En verdad espero que no suframos muchas bajas barriéndolos de la playa —dijo Sátiro, y su voz fue como la voz de Ares, una voz inhumana, como el tañido del bronce.

Abraham miró un momento la lucha.

—Un hombre moral diría que son hombres iguales a nosotros —dijo. Se volvió y no tuvo reparo en mirar a Sátiro a los ojos—. Pero no son hombres iguales a nosotros, y su muerte solo me produce placer.

—Matadlos a todos —dijo Sátiro. Según sus cálculos, y le sorprendió la claridad con la que era capaz de pensar, había tres o cuatro mil perros callejeros acorralados, muriendo a manos de una cuarta parte de sus propios efectivos. Jamás podría dar de comer a tantos; ni siquiera podía plantearse aceptar su rendición, pues eran hombres sin la menor valía y en cuya palabra no cabía confiar. No sintió la más mínima compasión.

Todo esto en tres rápidos latidos de su corazón.

—Di a la falange que los aniquile —repitió Sátiro a Abraham, y se volvió al oír que alguien gritaba su nombre desde los templos en ruinas.

—¡Sátiro!

Miró a izquierda y derecha. Los yelmos dificultaban esas búsquedas.

—¡Sátiro! —se oyó más cerca.

Era Miriam. Tenía sangre en la cara y el pelo.

Sátiro la estrechó entre sus brazos, aun no siendo su intención, como si su cuerpo actuara motu proprio.

Ella se dejó abrazar, con el quitón manchado de sangre y sudor, y los contornos de las hombreras de Sátiro quedaron impresos en ella para el resto del día.

Pero Miriam no murmuró palabras cariñosas.

—El enemigo está en la ciudad —dijo dominando la voz, conteniendo su propio pánico—. Están detrás del ágora, y un soldado que he encontrado dice que están entrando por las puertas del oeste.

Sátiro volvió la cabeza.

Apolodoro estaba subiendo por la playa, con sus doscientos hombres ilesos.

«Gracias, Señor Heracles, por la advertencia. Ojalá llegue a tiempo.»

—¿En las calles de detrás del ágora? —preguntó.

—Eso creo —contestó Miriam con voz temblorosa—, pero no estoy segura.

Sátiro quiso decirle algo como «bienvenida a la guerra» pero no había tiempo que perder.

—Reúne a tantas mujeres como puedas, subid a los tejados y tiradles tejas —dijo—. Llévate a todas las mujeres que encuentres en el ágora. Escucha: quizá te esté enviando a la muerte, Miriam, pero si tus mujeres no pueden entorpecer el avance enemigo en los callejones, estamos acabados.

—Lo entiendo —respondió Miriam.

—Te amo —dijo Sátiro.

Miriam le lanzó una mirada con los ojos entornados que daba a entender que, incluso en las garras del miedo, tenía el ingenio preciso para elegir sus palabras.

—Pues procuraré no morir —dijo, restando importancia al asunto. Se arremangó las faldas y echó a correr, mostrando sus largas piernas a la luz de la tarde, una visión nada frecuente en un campo de batalla.

Sátiro se volvió hacia Apolodoro.

—Enemigo a la ciudad, por detrás —dijo.

—¡Zeus Sator! Apolo, Kineas, no nos abandonéis —respondió Apolodoro.

—Seguidme.

Sátiro los condujo playa arriba y sus temores casi le arrebataron la capacidad de correr. ¿Habría caído ya la ciudad? Por regla general, una vez que el enemigo traspasaba las murallas, la defensa se venía abajo, aunque Rodas era tan grande que tanto Sátiro como Pantero habían aprovechado su extensión a modo de defensa.

Corrió de regreso entre los escombros, haciendo caso omiso del daño que le hacía el tobillo derecho, pasando por una de las brechas y cruzando el templo derruido de Poseidón hasta llegar al ágora.

No era una masa de soldados enemigos. Era una masa de civiles presa del pánico, y Miriam intentaba desesperadamente motivar a cuantos podía para que se unieran a ella.

Mientras Sátiro todavía corría, Lidia, la esposa de Pantero, y Aspasia, así como otras mujeres prominentes de la ciudad, las sacerdotisas y las curanderas, salieron de la muchedumbre y se pusieron a arengarla, y la muchedumbre se calló.

Por encima del silencio, Sátiro oyó los gritos que llegaban del oeste.

—Formad tres columnas; una en cada calle principal. Tiene que haber defensores, poned el alma en ello.

Sátiro ladraba sus órdenes y Apolodoro eligió a sus tres comandantes, y a medida que los hombres salían de entre los escombros los iban asignando a los tres grupos.

—Me llevo el de la derecha —dijo Sátiro.

—Debería quedarme contigo —respondió Apolodoro.

Sátiro negó con la cabeza.

—No estarás peor que ahora si yo muero aquí, si la ciudad resiste —dijo—. Además, tengo a Draco y a Amintas —agregó, mirándolos a los ojos—. No me dejarán morir.

Ambos guerreros dieron un gruñido que bien podría haberse tomado por una risa contenida.

—Por los huevos dorados de Ares, esto te sorbe como una flautista en un simposio de efebos —dijo Amintas—. Odio los sitios. —Se volvió hacia sus hombres—. ¿Alguna vez os he contado cómo salvé a Alejandro, muchachos?

—No más de mil veces —masculló Draco—. En marcha, o el joven rey intentará librar todo el combate él solito.

Amintas escupió.

—Solo lo está haciendo para impresionar a esa chica —dijo.

—Se me ocurren razones peores —replicó Draco.

Pese al miedo a una muerte inminente y a la pérdida de la ciudad, Sátiro descubrió que sus mejillas todavía le podían arder.

En las calles al oeste del ágora, terreno nuevo para Sátiro y la infantería de marina, avanzaban despacio, bien juntos, comprobando cada bocacalle cuando llegaban a ella.

Recorrieron medio estadio antes de encontrar a unos hombres saqueando. Una docena de hombres, todos ellos soldados enemigos que habían decidido que la ciudad había caído y que podían dar comienzo al pillaje prometido.

Su parálisis, su absoluta sorpresa al ver a sus fuerzas, dio a Sátiro cierta esperanza.

—Olvidaos de las calles laterales —dijo Sátiro—. Formación compacta. ¡De a dos! ¡Adelante!

Sus pies pisaron fuerte la piedra, los infantes avanzaron deprisa, fluyendo a lo largo de la calle ligeramente curvada a la velocidad de un niño o una niña que oye la llamada de su padre a lo lejos; y vieron al enemigo, un grupo reunido en torno a un pequeño olivo en una plaza cuadrada que no tenía más de dos largos de caballo de lado. La plaza estaba atestada de antigónidas que saqueaban una casa acomodada al tiempo que violaban a dos mujeres que habían atrapado y bebían vino bueno, todas las delicias y perversiones del botín de guerra a la vez, y los infantes de Draco arremetieron contra ellos sin aminorar el paso, y la masacre fue rápida, y la sangre se mezcló con el vino derramado, y la fuente del centro de la plaza quedó llena de soldados muertos.

Sin embargo, detrás del asalto inicial de simples piqueros había aguardado un cuerpo de veteranos, una reserva, que ahora reaccionaron como profesionales, viniendo del oeste y acometiendo derechos contra los infantes de Sátiro, y las picas y lanzas se cruzaron, y comenzó la matanza en la plaza.

Los empujaron fuera de la plaza paso a paso. Amintas murió allí, él que había salvado la vida de Alejandro en la remota India, que había matado hombres desde Tebas hasta el Hindu Kush y más allá. Draco le vio caer y se plantó encima de su amante caído, y su lanza subía y bajaba como si fuese la encarnación de Ares, y los antigónidas temían enfrentarse a él; en efecto, aunque los enemigos tuvieran refuerzos, algunos de ellos gritaban su nombre porque ahora se enfrentaban a viejos veteranos, lo más escogido de las fuerzas de Demetrio, y los hombres de las primeras filas de los argiráspidas conocían a Draco de vista y se retiraban en señal de respeto.

Un infante arrastró a Draco hacia la calle mientras Sátiro y otro hombre agarraban a Amintas por las axilas y los tobillos y doblaban la esquina sin más contratiempos.

—¡Volved a formar! —bramó Sátiro. La voz le empezaba a fallar, y sintió que la fatiga minaba su voluntad de luchar, y el hecho de que no hubiesen sido capaces de resistir en la plaza sugería que, en efecto, la ciudad había caído.

—¡Sátiro! —gritó Miriam. Estaba encima de él; le dolió mirar tan arriba porque la cubrenuca de su espaldar se le clavaba en el cuello al girarlo para verla. Pero allí estaba, con una teja en la mano.

—¡A mí! —rugió Sátiro, recobrando todo su ímpetu. Y el cambio en su tono de voz fue más convincente que las palabras, y de pronto los infantes se hicieron fuertes en torno a él, justo cuando los argiráspidas cargaban doblando la esquina…

La esquina los pilló por sorpresa, y los infantes resistieron la acometida aunque varios veteranos murieron allí, hombres que habían trepado por las riberas del Ipso y del Orexartes y que no habían cedido terreno en Arabela. Pero Sátiro no tenía tiempo para pensar, solo percibía la avalancha de hojas, el ruido sordo de su yelmo al recibir un impacto tras otro, el interminable rugido de los gritos de guerra y los chillidos y maldiciones que proferían los hombres al caer malheridos. Defendió su terreno en primera línea y los hombres que tenía a los lados hicieron lo mismo, y eso era cuanto cabía decir. Clavaba la lanza cuantas veces se atrevía y no tenía ni idea de si acertaba o no; a sus espaldas, los hombres blandían sus armas y se oían gritos; a Sátiro le parecía casi imposible seguir ileso cuando el combate en la calle daba la impresión de haberse prolongado durante horas.

Entonces, casi como si alguien hubiese dado una orden, los infantes retrocedieron tres pasos, de un lado a otro de la calle, y los argiráspidas no los siguieron. Y ahora que el combate cuerpo a cuerpo había cesado, los Escudos Plateados tuvieron tiempo de darse cuenta de cuántos hombres habían perdido, de cuánto habían sido castigadas sus fuerzas por las tejas y ladrillos arrojados desde las casas de ambos lados de la calle, armas improvisadas que los estaban diezmando con más eficacia que los cansados infantes.

Así como una niña pequeña con la rodilla pelada tras una caída puede tardar varios segundos antes de llamar a su madre, los veteranos antigónidas tardaron largos segundos en ser conscientes de cuántas bajas habían sufrido.

Pero eran los mejores soldados del mundo. Y no habían vivido tantos años en las manos del terrible Ares sin aprender todas las duras lecciones de la bruma de la batalla. Cuando supieron lo maltrechos que estaban, lo mucho que se habían adentrado en la trampa tendida por las mujeres desde los tejados y los callejones, no se vinieron abajo. Llamándose unos a otros porque muchos de sus jefes de fila habían muerto, llamándose de hombre a hombre, solaparon sus escudos y cargaron.

Sátiro recibió la acometida con su escudo en un estado de desesperación porque en esas circunstancias cualquier otro soldado se habría dado por vencido. Lo único que podía hacer era defender su terreno y morir.

El hombre situado a su izquierda murió casi de inmediato, y Sátiro y su compañero de fila de la derecha, que resultó ser Jubal el marinero, un hombre que no pintaba nada allí, se vieron acorralados contra la pared de la calle por la arremetida de los veteranos macedonios. Pero Jubal resopló, arremetió con su lanza y derribó a un hombre, un hombre con un escudo con ricos adornos de marfil y plata, y en lugar de achantarse, el nubio avanzó y Sátiro levantó su escudo, lo solapó con el del nubio y empujó con las piernas contra los cimientos de la casa que tenía detrás. Alguien se sumó a ellos desde detrás, empujando el costado izquierdo de Sátiro y solapando su escudo, y de repente hubieron bloqueado la calle. Resistieron como un luchador menudo resiste a uno más corpulento cuando sus pies se deslizan hasta encontrar una piedra enterrada en la arena, una piedra lo bastante grande para detener la planta del pie y dar al luchador ese segundo precioso para recuperarse…

Y entonces Apolodoro cargó contra los flancos de los argiráspidas desde la plaza. El comandante enemigo no había entendido que el contraataque de Sátiro constaba de tres columnas. Había comprometido a todos sus efectivos en el centro. Y en un combate callejero la ignorancia es la muerte.

La columna de Apolodoro irrumpió en la plaza, cincuenta pasos detrás de la primera fila de argiráspidas, pero su impacto se transmitió al instante y eso sí que ya fue demasiado para los veteranos. Y aun así no se rindieron. Sabían que rendirse equivalía a morir. En su lugar lo que hicieron fue batirse en retirada por las calles, dejando hombres muertos a cada paso, muertos a manos de Sátiro, Apolodoro, Cármides… pero todavía más muertos a causa de la incesante lluvia de ladrillos y tejas.

Jamás se rindieron.

Avanzaban deprisa y seguían matando mientras se retiraban, y cuando sus camaradas macedonios decidieron huir y los abandonaron, cubrieron la retirada de los hombres más jóvenes en las puertas y murieron allí, y Sátiro pensó que eran los soldados más espléndidos que había visto en su vida.

Y de pronto estuvieron fuera de las puertas. Y justo al otro lado de las puertas, viniendo hacia ellos con decisión, había una falange de refresco, un taxeis entero, dos mil hombres. Dos mil hombres de refresco.

Las puertas seguían en pie; un misterio para Sátiro. «¿Cómo demonios han entrado?», pensó.

—¡Las puertas! —gritó a Apolodoro entre jadeos.

Una fila de argiráspidas llegó a la misma conclusión y dio media vuelta para defender las puertas. Media docena de hombres, hombres de cuarenta y cincuenta y tantos con barbas plateadas sobre sus escudos plateados.

Las puertas se abrían hacia fuera. Para cerrarlas, los argiráspidas tenían que salir.

El taxeis enemigo estaba cerca. Tan cerca que Sátiro veía las nubecillas de polvo que levantaban sus sandalias al correr hacia él.

Apolodoro no vaciló. Se echó a correr, preso de una enloquecida temeridad. Los argiráspidas se prepararon, pero se detuvo a poca distancia, se puso de puntillas, alzó su lanza y la hincó en la nuca de un hombre, clavándolo en el suelo. Sátiro iba medio paso detrás de él; había confundido la intención de Apolodoro y pasó volando por encima de él, cayendo despatarrado en medio de los argiráspidas. Tendría que haber muerto, pero los golpeó como un proyectil y tres de ellos cayeron, y de pronto estuvieron todos forcejeando en el suelo a la desesperada.

Sátiro liberó su brazo del porpax del escudo, sacó su daga de la vaina alojada debajo del porpax y apuñaló, tan raudo como Zeus al lanzar sus rayos, contra todo lo que tenía a su alcance mientras su mano derecha, libre por haber perdido la espada, agarraba la garganta de un hombre y se la estrujaba, sin dejar de dar mandoblazos con toda la ferocidad de un luchador de pancracio en el asalto final. Alguien le estaba mordiendo el bíceps con todas sus fuerzas, y recibió un porrazo entre las piernas, el tremendo dolor de un golpe en la entrepierna, pero lo sobrellevó, apuñaló de nuevo y notó que la carótida de su oponente se hundía bajo su pulgar, notó el crujido del cartílago en el cuello del hombre. Movió la mano, palpó el rostro del hombre y le hundió el pulgar en un ojo.

Un golpe lo alcanzó en la espalda y salió despedido, rodando por el suelo, y el dolor de la entrepierna se extendió por todo su cuerpo como una ola. Pero vio que a su alrededor los infantes vitoreaban. Se apoyó en una rodilla y vomitó, y luego cayó de bruces sobre su vómito.

Y los demás seguían lanzando vítores.

Se balanceó en el suelo durante una eternidad, con las rodillas bien prietas y la espalda dolorida. Poco a poco se convirtió en mero daño. Una especie de frío y maligno daño que se adueñó de la mitad inferior de su abdomen.

Apolodoro se inclinó sobre él. Estaba sonriendo.

—Vivirás —dijo.

Tendido bocarriba, Sátiro se dio cuenta de que lo que le había golpeado la espalda eran las puertas cuando sus hombres las cerraron de golpe. Y en las torres de ambos lados de las puertas, los hombres de Idomeneo disparaban descargas cerradas de flechas contra el taxeis que estaba indefenso a sus pies.

Miriam surgió de entre la bruma de sufrimiento. Parecía una furia, sangre y polvo y una expresión en su rostro que distaba mucho de ser bella; distaba, como mínimo, de la clase de belleza que los poetas y ceramistas ensalzaban.

Se quedó estudiándolo un momento.

—Me parece… —Carraspeó para aclararse la voz—. Me parece que te he visto con mejor aspecto, mi señor.

—Tú… —dijo Sátiro. Y felizmente para todos, se tragó las palabras que acudieron a sus labios—. Buen trabajo —dijo en cambio, como un oficial dirigiéndose a un lancero disciplinado—. Bien hecho, Miriam —jadeó.

Pero se estaban mirando a los ojos y los de Miriam hablaban más alto que los gritos de dolor de las entrañas y la entrepierna de Sátiro.