Heracles, músculos poderosos henchidos por la tensión, trabado en una reñida llave con Apolo, Señor del Arco Dorado. El físico de Apolo es más esbelto: es el eterno naioi, el efebo eterno, la imagen de la fuerza de la juventud, mientras que Heracles es el epítome del guerrero.
Entre ambos, un trípode forjado en bronce, el trípode sagrado que sostiene a la sacerdotisa en Delfos, símbolo de la exactitud y potencia de la profecía. Ambos forcejean por agarrar el trípode, por arrancárselo el uno al otro.
Mientras los mira, el trípode sufre una transfiguración: se alarga, cambia, se vuelve más rico, más lleno, el resplandor del bronce adquiere otro matiz y de repente es una mujer atrapada entre dos hombres, cada uno le agarra un brazo, tiran, y ella…
Las matemáticas de Pitágoras encarnadas en color y forma, círculos perfectos que caen del cielo de uno en uno, primero despacio y después deprisa, y ahora las manos de Apolo acarician su lira y Heracles baila la Pírrica pisando fuerte, el ritmo de su pie derecho sigue el compás de los latidos de su corazón, y los círculos blancos revientan en un derroche de color, color que se extiende en olas que son en sí mismas encarnaciones de otras matemáticas. Más y más círculos, olas, la lira de Apolo y el gran dios bailando…
Las notas saltaban de las cuerdas para caer por el aire; no, pensó Sátiro, las notas surcaban el aire como el viento sobre la cebada.
—Estás despierto —dijo Anaxágoras. Dejó su cítara en la mesa que tenía al lado, envolviendo el instrumento con reverencia en un paño—. ¿Cómo tienes la cabeza?
Sátiro respiró profundamente. Todo el cuerpo le hacía daño. Parecía que le dolieran los pulmones y tenía magulladuras y laceraciones en los brazos, cortes profundos en los bíceps.
—Heracles, no me abandones —dijo. Levantó la cabeza y la maza de un herrero le golpeó entre los ojos. Volvió a dejarse caer sobre la almohada.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Sátiro.
—Intentaste luchar en primera línea cuando aún te faltaban veinte kilos para estar en forma —dijo Anaxágoras—. O al menos eso fue lo que rezongó Apolodoro.
—¡Heracles! —murmuró Sátiro.
—Te derribaron enseguida y luego todos combatimos encima de tu cuerpo. Fue homérico, te lo prometo. —Anaxágoras se rio—. Pero resistimos. Apolodoro acudió con los infantes de marina. Para entonces había un montón de cadáveres en la calle; tú estabas debajo. Cargamos por encima del montón de muertos y nos hicieron retroceder. En un momento dado caí, pero Apolodoro y Neiron los hicieron huir hasta la playa. —Anaxágoras se encogió de hombros—. Tengo que aprender más sobre las tácticas de combate.
Sátiro se tumbó sobre un costado, escupió sangre en una vasija y bebió un poco de agua.
—Me faltan veinte kilos —dijo.
Comió en cuanto tuvo la cabeza despejada, tras un día entero perdido, y contempló desde el terrado la entrada en el puerto de doce trirremes pesados, refuerzos para apoyar a Demetrio.
—Hay varias cosas que me gustaría saber —dijo a Abraham y a Neiron, ambos apostados a su lado para sostenerlo si se caía. Sátiro estaba harto de ser un inválido. Anhelaba recobrar sus fuerzas.
—Pregúntame —dijo Abraham.
—¿Esas naves forman parte del escuadrón que hizo partir la semana pasada o son nuevas? —preguntó Sátiro.
Neiron y Abraham cruzaron una mirada y Sátiro se percató. Le estaban ocultando algo, algo que adivinaba tendría un cariz personal: ¿la muerte de León? Serían idiotas si le ocultaran eso. ¿La de otro? Safo podría estar muerta… O Amastris.
Era curioso que en aquellos días pensara tan poco en Amastris. Claro que había poco que pensar aparte de los combates y sus preparativos. Envió un pensamiento de amor como una plegaria a la distante Amastris y volvió a mirar el campamento de Demetrio a lo lejos.
—Tendríamos que revisar todo el perímetro de la muralla —dijo.
Tuvieron que ir a pie. Todos los caballos de la ciudad ya se habían convertido en carne. Se llevó consigo a sus profesionales: Apolodoro, Draco, Amintas y Neiron, además del sacerdote, Leóstenes, y de Cármides, puesto que el muchacho tenía que aprender. La cabeza todavía la dolía, una ligera punzada a cada paso, un dolor difuso cuando su mirada se acercaba demasiado al sol.
—No volverás a comandar desde la línea de frente —dijo Apolodoro inopinadamente—. Al menos mientras no tengas el cuerpo de un hombre. Ares, señor, yo soy bajito; mi padre decía que era demasiado bajo para resistir en una guerra. Tú estás demasiado flaco. Y murieron hombres, señor. Gorgias y Necao cayeron mientras te defendían.
—Ay —dijo Sátiro. Lo dijo como se exclama un hombre cuando se golpea la espinilla con la cama: un dolor inesperado—. ¿Necao? —Apenas recordaba a Gorgias, pero Necao…
—Anaxágoras, Helios y él contuvieron el ataque cuando caíste, o eso he oído decir.
Apolodoro giró siguiendo la Calle de los Templos, que ahora discurría junto a la que había sido la muralla secreta.
Sátiro reparó en que detrás de él, Neiron ensalzaba las virtudes de la muralla oculta; una sonora disertación claramente planeada para disimular la reprimenda del rey por parte de un subordinado.
Sátiro sintió que sus ánimos caían en picado. Fue como si una nube negra le envolviera la cabeza, como la mano del azar apretándolo contra la tierra.
—Heracles —dijo gimiendo.
—Bah, era un buen muchacho y murió como un héroe. Esta noche quemaremos su cadáver a la antigua usanza, y asunto concluido. Si no hubieses estado allí, habríamos perdido la ciudad, y eso no es poco. Esos putos macedonios son más duros que clavos de bronce.
—He cometido muchos grandes errores —dijo Sátiro con amargura.
—Ya, Neiron predijo que soltarías un discurso sobre tus defectos; para perdonarme. Lo estamos haciendo bastante bien, y lo sabes. Pero si mueres, señor, si mueres estamos jodidos. Haces un buen trabajo como comandante, y los hombres te aman, y tienes un nombre. Apolodoro el Infante no logrará que esta ciudad resista otros tres meses de sitio, ¿eh? De modo que vive, señor, y seremos más los que sobrevivamos. Y basta de paparruchas sobre tus defectos. Tienes muchos defectos. Eres mezquino, arrogante, tiránico…
Apolodoro se echó a reír a carcajadas porque había conseguido que Sátiro sonriera.
—Pues tenemos mucho en común —dijo Sátiro.
—Piensa el ladrón que todos son de su condición —repuso Apolodoro, y se rio otra vez.
—¿Se supone que ahora debo sentirme mejor? —preguntó Sátiro.
—Basta de charla. Volvamos al trabajo —dijo Apolodoro, y dio una palmada en la espalda a su comandante.
El perímetro de las murallas tenía más de doce estadios y los condujo desde el puerto, donde estaban familiarizados con cada palmo de las defensas, tanto viejas como nuevas, hacia el sur, donde la gran torre ya terminada se elevaba treinta metros desde la base de piedra y el muro almenado de ladrillo, la estructura defensiva más moderna del mundo, con tres niveles de máquinas de guerra y un nuevo artefacto mortal en el terrado: una máquina de contrapeso que Neiron y Jubal habían construido aprovechando los restos del naufragio de una máquina flotante destruida en el puerto. Al disponer de los accesorios de hierro necesarios, Jubal había reparado la máquina en solo cuatro días.
Hacía semanas que Sátiro no había visto al negro. Jubal se había reinventado como ingeniero de modo que su destreza como marinero fuese de mayor utilidad para la ciudad. En esos momentos dirigía a un puñado de carpinteros en la construcción de una segunda máquina de contrapeso.
—Nos quedamos sin madera —dijo después de estrechar la mano de su rey—. Pero como el Niño Bonito no hace más que derribar casas, ahora usamos vigas de los tejados. Quiero poner cuatro máquinas aquí arriba, pero todos los herreros de la ciudad están haciendo armaduras, lanzas y puntas de flecha, y me faltan piezas.
Sátiro miró las maquetas de madera con sus junturas de codo, su pivote, una docena de placas de anclaje.
—Lo comentaré a la cúpula militar —dijo—. Sin duda nos iría muy bien contar con estas máquinas en el puerto.
Jubal asintió.
—No, te equivocas —dijo sonriendo.
Apolodoro se puso rojo como un tomate y Neiron se echó a reír.
—Jubal, cuando el rey se equivoca, procuramos no decírselo abiertamente.
Jubal asintió.
—Ya lo sé, pero el tiempo apremia. Señor, mira eso. El Niño Bonito tiene cuarenta máquinas como esta y ahora mismo está construyendo más. ¿Lo ves?
Desde luego la aguda mirada de Jubal había visto lo que habían traído los doce trirremes recién llegados al puerto: maderos pesados. Los ingenieros de Demetrio compensaban sus bajas con máquinas. Sátiro los miró trabajar un momento con los ojos arrasados en lágrimas y dolor de cabeza.
—Lo veo —dijo Sátiro, y el alma le cayó a los pies otra vez.
—Si ponemos cinco máquinas en el puerto, Demetrio sabrá que las tenemos y las bombardeará hasta hacerlas añicos. —Jubal se encogió de hombros—. Si primero las ponemos aquí, creo que puedo alcanzar su campamento. No es que se lo quiera hacer saber, pero esta torre tiene una altura formidable.
Neiron no miraba al sur sino al este de la torre.
—Se avecina tormenta —dijo—. No me había dado cuenta. Mirad el cielo.
Largas hileras de nubes oscuras corrían sobre el horizonte de levante.
Sátiro asintió, pero sus pensamientos estaban en otra parte.
—¿Será lo bastante recia para resistir las sacudidas de las armas cuando disparen?
Jubal sonrió.
—Neiron preguntó lo mismo. No lo sé, la verdad.
Sátiro torció el gesto.
—De acuerdo. Pero no deberíamos construir solo unas pocas. Deberíamos tener cuarenta que podamos trasladar allí donde las necesitemos.
Jubal sonrió.
—Habrá que derribar hasta la última casa de la ciudad —dijo, adoptando un aire atribulado—. Y quede claro que todavía no he cargado ni una. Las hemos disparado vacías porque no podemos permitir que el Niño Bonito sepa lo que estamos tramando. No tengo intención de disparar hasta que lo tenga cerca.
Sátiro se frotó la nuca y luego el entrecejo, que le seguía doliendo.
—No tardará en hacerlo —dijo.
Neiron se lo llevó a inspeccionar las obras de excavación bajo la muralla. La ciudad estaba construida sobre una roca, casi todas las casas tenían sótanos excavados en ella, y el progreso del túnel fue muy lento hasta que salieron del promontorio de roca que la primera ciudad había utilizado a modo de cimientos. Después de la roca había arcilla, y Sátiro avanzaba con una maloliente tea en la mano, viendo un túnel de la altura de un hombre y poco más ancho que sus hombros que se adentraba en la oscuridad.
—Huele que apesta —dijo.
—Los hombres no suelen salir para hacer sus necesidades —respondió Neiron—. Al fin y al cabo, son marineros.
—¿Recibes muchas quejas? —preguntó Sátiro sin dejar de avanzar.
—¿He mencionado que son marineros? —dijo Neiron bromeando—. Las peleas son constantes.
La galería era sorprendentemente larga, apuntalada en algunos tramos con tablones que recordaban mucho la proa de una nave pesada.
—Aprovechamos la quilla del Areté —dijo Neiron.
—¿Dónde estamos? —preguntó Sátiro. Habían llegado al final de la galería, donde media docena de sus remeros cortaban la roca con picos mientras otros recogían las piedras y la arcilla resultantes para cargarlas en canastos.
—Justo debajo de la muralla. Si retrocedes un poco. ¿Ves eso? pensamos que es el último apuntalamiento de la muralla sur, más o menos a una docena de largos de caballo al este de la gran torre.
Neiron se encogió de hombros. Sátiro hizo el mismo gesto.
—Seguid cavando. Si resistimos en la muralla del mar, creo que luego atacará por aquí. La muralla norte es inexpugnable y la del oeste es adamantina, toda ella de nueva construcción y de piedra.
—Jubal opina que de todos modos atacará por allí para evitar su preciada torre. El muchacho ama esa torre.
Neiron sonrió mientras daban media vuelta para enfilar hacia la salida del túnel. Sátiro llegó a los pies de la escalera de mano.
—Jubal es muy listo, pero Demetrio no quiere que el sitio tenga lugar tan lejos de su campamento, y querrá derruir esa torre. Tal como yo lo veo, si en efecto ataca la muralla oeste, tenemos un montón de tiempo para prepararnos.
—En eso no te falta razón —reconoció Neiron.
—Pero vayamos a echar un vistazo de todos modos —respondió Sátiro.
La muralla occidental presentaba el aspecto que la gente imaginaba que debía presentar la muralla de una ciudad. Tenía la altura de tres hombres, revestida de piedra por ambos lados y sin un solo ladrillo. Entre los revestimientos de piedra había un relleno de tierra apisonada y gravilla que amortiguaría los impactos de las máquinas más grandes. Estaba coronada por sólidas torres, construcciones achaparradas que duplicaban la altura de la muralla, y en toda su longitud, almenada. Había cuatro poternas que pasaban por debajo de la muralla y detrás de esta, un foso y una pequeña fortificación, y delante un foso muy profundo.
—Si hubieran construido esto en torno a toda la ciudad, podríamos esperar sentados a Demetrio —dijo Apolodoro, y los demás oficiales mascullaron que llevaba razón.
—Sería un loco si arremetiera contra esto —sentenció Neiron—. Jubal está añadiendo flor de loto a su vino.
Sátiro miraba la muralla occidental con ojo crítico.
—Sin embargo, aquí sus máquinas estarán prácticamente a la misma altura que las nuestras —dijo—. Con cuarenta de esos engendros mortíferos ubicados ahí delante podría reducir a escombros unos cuantos metros de muralla en un día. El desmoronamiento de la muralla llenaría el foso. Es posible que Jubal no vaya errado. Si tiene paciencia…
—Viene un mensajero —avisó Cármides.
Sátiro se irguió. Había estado agachado sobre la muralla. Ya estaba cansado y era la hora de su entrenamiento. Le dolían la cabeza y todas las extremidades; no era de extrañar, los hombres le habían pisado los brazos, luchando y muriendo encima de ellos. Suerte tenía de no tenerlos rotos.
—Demetrio está moviendo su flota, señor. Pantero me envía a decir que está otra vez en el puerto.
El mensajero jadeaba, había acudido a todo correr.
—No vas a luchar en primera línea —dijo Apolodoro.
Cruzaron la ciudad a la carrera. Sátiro ya estaba agotado cuando se puso la armadura. Cogió una lanza larga del armero que Abraham había instalado en el patio.
Miriam también estaba en el patio, armando a Anaxágoras. Llevaba el pelo recogido con un pañuelo y el largo quitón arremangado, mostrando las piernas como una bailarina.
Abraham le gritó algo, algo que sonó a broma, y ella soltó una risotada y siguió abrochando las correas de debajo del brazo de Anaxágoras. Sátiro sintió una nueva punzada de celos: debería ser él quien llevara armadura pesada. Pero correspondió a su sonrisa y la saludó con la mano. Ella gritó algo más en hebreo y Abraham se puso serio mientras sopesaba una lanza.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Sátiro a su amigo.
—Hoy es día festivo para nosotros —dijo Abraham, y voy a combatir. Está permitido, pero esta mañana me he saltado el ritual y para colmo no he rezado. Es lo que dice mi padre: puedo ser un guerrero o puedo ser un judío.
Sátiro asintió.
—Tal vez. Pero por el momento propongo que salvemos la ciudad y que confiemos en que nuestros dioses no nos abandonen.
—Solo existe un Dios —respondió Abraham, testarudo.
Sátiro miró fijamente a su amigo tratando de transmitirle muchas cosas: que aquel no era el momento, que no estaba de acuerdo, que amaba a Abraham y aceptaría toda clase de tonterías de su parte… y Abraham sonrió.
—Vamos —dijo Sátiro.
Los infantes de marina y muchos de los marineros y remeros, que en su mayoría ya empezaban a tener piezas de armadura, yelmos y buenas armas, se reunieron en las calles anejas al complejo residencial de Abraham. Los infantes iban delante en formación, y Sátiro y Neiron se pusieron a ordenar a los marineros en una falange.
Pantero apareció con un puñado de hombres que llevaban armadura.
—Las máquinas flotantes están echando el ancla —dijo—. Diez minutos hasta que abran fuego.
Sátiro dio palmadas pidiendo silencio.
—¡Escuchadme! —gritó.
Los marineros se callaron, luego los infantes y por último los demás hombres: los rodios en la muralla oculta, los que manejaban las máquinas en los terrados.
—Quiero que todos los hombres bajen de la muralla oculta y de los terrados y que formen aquí, en el centro —gritó Sátiro—. Dirigíos al ágora y formad en vuestras compañías ahora mismo.
Neiron hizo una seña a los marineros y los condujo por la maraña de callejones hasta el ágora. Los llevó hasta el extremo occidental, los hizo formar y los dejó descansar a la sombra de los árboles que se alzaban ante las ruinas del gimnasio. Los infantes de marina formaron delante de ellos, aprovechando la sombra del pórtico de la Stoa de los Mercaderes.
—Disfrutadlo —dijo Sátiro a Apolodoro—. Es el siguiente edificio en mi lista para obtener piedra.
Pantero abrió los ojos como platos.
—No nos dejarás nada que defender.
Sátiro negó con la cabeza.
—La piedra puede remplazarse. La muralla occidental es hermosa, por cierto.
La compañía de efebos rodios, doscientos muchachos, hijos de los ciudadanos más ricos, guarnecía el extremo norte de la muralla secreta y ahora formaba en la parte norte del ágora. Sátiro fue a hablar con su capitán, un mercenario profesional oriundo de Tebas que se llamaba Gorgus.
—No es un plan complicado —dijo.
—Bien —contestó Gorgus, que esbozó una sonrisa.
—Mi intención es dejarlos sin nada contra lo que disparar. Quiero dejar que desembarquen a sus hombres. Entonces mandaremos de nuevo a los arqueros a los edificios y después atacaremos. Estaremos cuesta arriba y organizados. Y seremos superiores en número.
Gorgus miró en derredor. Luego miró a Pantero.
—Es un riesgo —dijo—. Dejarlos entrar en la ciudad.
Pantero miró a Sátiro.
—Nunca he oído algo semejante, Sátiro.
Sátiro asintió.
—Los plateos lo hicieron contra los espartanos —dijo—. Muchas veces. Y los espartanos lo han hecho en un par de ocasiones.
Tenía los ojos puestos en el este, donde esperaba ver aparecer la primera descarga de piedras.
Pantero se secó la frente.
—Se lo diré a la compañía de ciudadanos del sur —dijo.
Menedemos vino acompañado de Nicanor, que se veía muy diferente con armadura.
—¡Estás loco! —dijo Nicanor; lo dijo con énfasis pero sin levantar la voz para no desalentar a los hombres.
Sátiro no había tenido un día de luz sino un día de oscuridad, y su espíritu había cargado con malos presentimientos. Pero una vez que tomaba una decisión, no había vuelta atrás.
—Para bien o para mal, esté cuerdo o loco, las tabas han sido lanzadas —dijo mientras una lluvia de piedras caía sobre la ciudad con el estruendo del trueno de Zeus desde un cielo azul, y una nube de polvo de ladrillo se alzó como consecuencia del impacto.
Cayó una segunda descarga y luego una tercera.
Sátiro miraba caer las piedras.
—¿Ha salido todo el mundo? —preguntó a Abraham. En el fondo de su corazón pensaba en Miriam.
Abraham tenía su aspis apoyado en las piernas, el yelmo echado para atrás con las mentoneras abiertas, y nunca había tenido un aspecto más griego. Señaló a su hermana con el mentón.
—Se ha proclamado a sí misma polemarca de las mujeres —dijo.
Miriam estaba conduciendo a las mujeres y los niños hacia los refugios de la parte occidental del ágora.
Sátiro se volvió hacia Neiron.
—¿Crees que Jubal está lo bastante alto para ver lo que está ocurriendo en el puerto? —preguntó.
—Esta mañana he subido y se veía —contestó Neiron.
Sátiro asintió.
—Cármides, ve a la torre, echa un vistazo a lo que ocurre en el puerto y regresa corriendo con un informe. Y dile a Jubal que me mande un mensajero cuando comience el desembarco. —Sonrió a Apolodoro y a los demás oficiales, esperando parecer confiado—. Deberíamos saberlo de todos modos: las máquinas dejarán de disparar.
Estaba orgulloso de ellos. La cabeza le dolía y no estaba seguro de no haber cometido un error garrafal al retirar a todas sus fuerzas de la zona castigada por la artillería enemiga; a él le parecía evidente que no debían quedarse debajo del bombardeo, pero las máquinas eran muy nuevas y las tácticas contra ellas también; había que probarlo todo. En la ciudad había menos de cinco mil hombres armados y él tenía a dos mil en el ágora.
A pocos pasos de él, dos infantes jugaban a la taba. Le pareció que uno de ellos era Filipo, uno de los hombres de Draco.
—¿Ganas o pierdes, Filipo? —preguntó Sátiro.
—¿A quién coño le importa? —gruñó el soldado—. ¿Y a ti qué más te da? Oh… señor. Lo siento. No te había visto.
Sátiro se rio.
—Creía que los veteranos olíais a los oficiales.
—Esas putas piedras que caen del cielo habrán tapado el ruido de tus sandalias —dijo Filipo.
—El olor de toda esta mierda tapa el aroma de tu aceite —apostilló el otro hombre, sonriendo.
—Caryx el galo —dijo Sátiro.
—A la primera, señor. No me imaginaba que supieras mi nombre.
—Heracles os guarde, caballeros.
Sátiro les hizo una reverencia y se dirigió hacia donde un puñado de infantes miraba cómo cosían dos marineros con recias agujas de bronce. Estaban reparando sandalias; las correas de las sandalias se desgastaban pronto y las que calzaban los hombres ya las habrían cambiado tiempo atrás si la ciudad no padeciera los rigores del bloqueo.
Los hombres se empujaban para que les remendaran las sandalias, pagando dos óbolos por el servicio. Sátiro se apretujó detrás de dos corpulentos infantes, alargando el cuello para ver quiénes eran los marineros.
—¿Crees que el rey sabe lo que está haciendo? —preguntó un hombre.
—Ni puta idea, colega —contestó el otro—. Se lo ve sereno, y el Niño Soldado parece impaciente, y todo eso es una maldita pose para que estés contento y con ganas de luchar. —Se rio.
—Pero acabamos de rendir la muralla —respondió el otro infante, desconcertado.
—Bueno, al menos no nos están aplastando las rocas que caen del cielo, ¿no? Claro que no, colega. Así que no te preocupes por el rey. Está tan cagado de miedo como tú.
«Tengo suerte de contar con estos hombres», pensó Sátiro.
El bombardeo continuó toda la tarde. Cuando el cielo estuvo bajo en el cielo quedó claro que aquel día no habría incursión alguna, y Sátiro dispersó a las tropas de la guarnición para que cocinaran.
La tormenta anunciada solo trajo consigo vientos fríos y una hora de lluvia al anochecer, y el bombardeo cesó cuando las naves de Demetrio salieron del puerto para pasar la noche fuera.
Cuando la tarde comenzó a caer, Sátiro subió de nuevo a la torre. Esta vez lo acompañó Pantero. Pasaron todo el final del día vigilando la flota de Demetrio, anclada frente a la ciudad.
—Podríamos hacerlo —dijo Pantero—. Me quedan nueve naves. Convierto la mitad en máquinas flotantes y voy a por ellos.
—Tienen algo en el agua. Allí —dijo Sátiro, señalando—. ¿Tú lo ves, Jubal?
Jubal observó un rato y negó con la cabeza.
—Veo algo; alisa el oleaje. Pero no acierto a ver qué es.
Siguieron mirando un rato más pero la luz se desvanecía deprisa.
—¿Esta noche, tal vez? —preguntó Pantero.
Menedemos negó con la cabeza.
—Esa tormenta va en serio. Creo que mañana. Queremos atacarlos justo antes de la tormenta.
—Pues rezad para que sobrevivamos a mañana —dijo Sátiro.
El almacén de Abraham había desaparecido. Los barracones de los esclavos eran un montón de ladrillos quemados y polvo de barro. Pero por una ironía de los dioses, su hermosa casa, con las vulnerables máquinas de guerra en el terrado, estaba intacta.
—¿Simposio, caballeros? —preguntó Abraham mientras se quitaban la armadura en lo que quedaba de su jardín—. Dudo que la casa dure un día más y tengo un montón de vino del que deshacerme. Y le debo un banquete a mi Dios.
Apolodoro se rio, pero miró a Sátiro, que se encogió de hombros.
—Demetrio respeta los horarios ciudadanos en este sitio. Me parece que podemos beber.
Fue un simposio improvisado, con todas las copas de vino aromatizadas con polvo de ladrillo y agua de alcantarilla. Pero Abraham era tan bueno como su palabra. Cuando los esclavos terminaron de despejar el patio y las salas principales para que los hombres se pudieran recostar, los invitó, junto a los marinos y a los infantes, a compartir su vino.
—Está en pithoi en el sótano —dijo—. De todos modos, mañana habrá desaparecido.
Decenas de inmensos pithoi: vino barato para los esclavos, vino fuerte para los marineros, vino de Creta y de Lesbos y el tinto oscuro de Quíos. Sátiro fue de diván en diván; aquello no era un mero relajo, también era una responsabilidad del mando. Se reclinó al lado de Abraham y le dio las gracias por su generosidad.
—Te he echado de menos, hermano —dijo—. Casi merece la pena estar atrapado en una ciudad condenada con tal de verte.
—Tu problema, hermano —respondió Abraham—, es que al haber perdido a tus padres buscas constantemente formar una familia.
Le sonrió como si hubiese dicho algo profundo. Quizá lo había hecho. Ya estaba más bebido de lo que Sátiro le había visto estarlo desde hacía tiempo.
Sátiro se arrimó al borde del kline y vertió una libación.
—Por el Dios único de los judíos —dijo—. Que no nos abandone.
Abraham abrió los ojos como platos.
—Nosotros no dedicamos libaciones a nuestro Dios —dijo.
—Y mira lo bien que te va —replicó Sátiro.
Abraham sonrió.
—Eres incorregible —dijo—. ¿Tienes intención de casarte con mi hermana?
Sátiro se quedó pasmado.
—Me casaré con Amastris de Heraclea —dijo con sumo cuidado.
—No, no lo harás —contestó Abraham—. Es una puta del infierno, tu Amastris. Ya iba siendo hora de que alguien te lo dijera. Miras a mi hermana… Podría enojarme. A veces me enojo. Es una respetable viuda, no una flautista.
Sátiro no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—Habla conmigo cuando estés sobrio —dijo de manera cortante, y se levantó del kline.
—Y una mierda, hermano. Puedes confiar en que yo te respalde en una guerra, ¿verdad? Eso es lo que nos convierte en hermanos. Escucha, tengo hermanos, hermanos nacidos de mi madre. Cuando hacen cosas que me fastidian, se lo digo. Como cuando blasfeman contra nuestro Dios, por ejemplo. Y tengo una hermana de la que soy responsable. La miras de una manera que es del todo inapropiada. ¿Por qué será, hermano?
Abraham se había puesto de pie y respiraba trabajosamente.
—Te ruego que retires tus comentarios sobre Amastris —dijo Sátiro.
—Tiene el coño más ancho que la bocana del puerto. Te engaña, hermano. Nadie quiere decírtelo, pero acaba de enviar a Demetrio cinco naves atestadas de infantes. Infantes a las órdenes del puto Estratocles de Atenas. Con Néstor. Y está instalada en ese campamento viéndonos morir. —Abraham se encogió de hombros, pareciendo de pronto más bajo y más sobrio—. Perdona, hermano. Alguien tenía que decírtelo.
Apolodoro apareció detrás de Abraham y susurró:
—Ya hablamos sobre esto.
Abraham miró al suelo, levantó la vista y luego se encogió de hombros. La fiesta se estaba sumiendo en el silencio.
Sátiro miró a su capitán de infantería.
—Eso no son divagaciones de borracho, ¿verdad?
Apolodoro negó con la cabeza.
—No —dijo—. Informe de un prisionero.
Sátiro asintió.
—Probablemente haya una razón. Se trata de una reina, caballeros. Hay cosas que tiene que hacer por su pueblo, por ella misma, para asegurarse su gobierno. Y tiene a Estratocles; ese maricón no dudaría en clavarme una espada.
Apolodoro lo miró a los ojos. Sátiro se dio cuenta de que rara vez lo hacía; no se había fijado en lo penetrante que era la mirada de sus ojos castaños.
—Me parece que ya lo ha hecho —dijo Apolodoro—. Clavarte una espada. Según nuestros prisioneros, ha difundido el rumor de que has muerto.
Sátiro se encogió de hombros.
—Faltó poco —dijo.
—¿No vas a ir corriendo al campamento enemigo para tranquilizarla? ¿Reconquistarla? —preguntó Apolodoro.
Sátiro negó con la cabeza y frunció los labios. Todos estaban de pie a su alrededor: Neiron, Cármides, Anaxágoras, Abraham.
—Todos pensáis que soy un idiota —dijo.
Neiron negó con la cabeza.
—Piensas de una manera… diferente —respondió.
—Necesito más vino —dijo Sátiro.
Fuera, salió la luna. Sátiro había ingerido tanto vino como Abraham durante dos horas y su amigo se deshacía en disculpas. Sátiro lo abrazó con fuerza y fue a tenderse al lado de Anaxágoras, que alzó su copa a modo de bienvenida.
—Cármides y yo estamos hablando de Eros —dijo Anaxágoras.
—¿Preferís estar solos? —preguntó Sátiro con una sonrisa.
—Podría preguntarte lo mismo —contestó Anaxágoras—. Siento lo de la reina. No la conozco. No sé qué pensar.
—¿Estamos hablando sobre Eros? —preguntó Sátiro.
—Cármides dice que los hombres y las mujeres nunca pueden ser amigos. Que hay demasiada tensión, que solo pueden ser amantes, competidores o enemigos. —Anaxágoras alzó la copa hacia el guapo muchacho lesbiano—. Y aunque pienso que no le falta razón, yo encuentro que las mujeres pueden ser buenas amigas.
Sátiro hizo honor a su intento por celebrar un verdadero simposio con buena conversación, participando.
—Tú eres músico, Anaxágoras. Y Cármides, si me perdonas, es joven. Y como músico, Anaxágoras, tienes algo que compartir con las mujeres. Podéis tocar juntos. Podéis honrar a los dioses juntos. Es como estar codo con codo en la línea de batalla, ¿no? Eso lo he aprendido en mis clases de música. Cuando tocamos juntos y tocamos bien, hemos compartido algo real, ¿no?
—¡Caramba! —dijo Anaxágoras, encantado—. Veo que no eres solo una cara bonita.
—Mientras que Cármides, y perdóname otra vez, muchacho, es guapo, joven y rico. Las mujeres lo quieren en su cama, sobre todo en el lecho nupcial. ¿Me equivoco? Y tú las tratas con desdén cuando te lisonjean, igual que cuando se portan mal unas con otras al competir. Y viendo esto, piensas: ni siquiera pueden ser amigas entre ellas.
Sátiro se recostó, satisfecho de haber contribuido a la conversación como un buen invitado.
Cármides aguardó a que rellenaran el kylix.
—Mi señor, dices bien, y me apesadumbra admitir que llevas razón.
—Las mujeres tienen bastante valía cuando los hombres se lo permiten —dijo Sátiro—. Y cuando se portan como niños, normalmente descubriréis que los hombres las han obligado a comportarse así.
—¿Quién te hizo tan sabio? —preguntó Anaxágoras.
—Su hermana —dijo Miriam. Se sentó apoyando la espalda contra la de Sátiro. Su repentina calidez provocó una reacción física instantánea que Sátiro tuvo que disimular. Si ella se percató, no titubeó—. Su hermana es una mujer extraordinaria, la clase de mujer que las demás mujeres admiran o desprecian. Es fuerte y valiente, y vive casi enteramente de la manera en que los hombres griegos piensan que viven los hombres.
Cármides tenía los ojos tan grandes como copas de vino.
—No tenía intención de ofender —dijo.
—Y no me has ofendido. Las mujeres son como los hombres en esto: cada una es un reino para sí misma, y nadie debería ser juzgado por otro. —Se puso de pie y por fin Sátiro pudo verla—. Aunque se agradece que una voz se alce para defendernos —agregó Miriam, y su sonrisa burlona fue momentáneamente seria cuando miró a Sátiro.
Él se quedó mirando cómo se alejaba, luego miró a Anaxágoras, que le dedicó una sonrisa irónica.
—Un tanto para ti —dijo.
—Esto no es una competición —contestó Sátiro apresuradamente.
—¿No? —preguntó Anaxágoras—. Hubiese dicho lo contrario.