Capítulo 22

Melita estaba sentada en su caballo de viaje contemplando la lisura de la estepa que se extendía hacia el este, interrumpida solo por macizos de cardos y agarrochas. Masticaba una manzana tan seca que resultaba casi incomible. El aliento de su caballo se condensaba en nubes de vapor.

—¿Y bien? —dijo a Coeno.

—Aguarda a los exploradores —le aconsejó Coeno.

—Ya hemos aguardado tres días —respondió Melita. Había terminado la manzana y tiró el corazón a la nieve.

—Sería raro que Thyrsis y Scopasis fallaran —dijo Coeno.

Melita no quería admitir que temía el fracaso; el fracaso y el embrollo de sus sentimientos en lo que a aquellos dos hombres atañía. Scopasis, el antiguo forajido que desde hacía tiempo era su compañero de cama. Thyrsis, el Aquiles de los sakje.

—A estas alturas podrían estar muertos o cautivos —dijo malhumorada—. ¿Por qué demonios hicimos esto?

Melita se refería al viaje de mil doscientos parasangas hacia oriente. Las tierras altas del Tanais quedaban muy atrás. Habían cabalgado hacia el norte rodeando las marismas cuajadas de pájaros de la orilla norte del mar Caspio, donde sus caballos respingaron ante las cigüeñas y los gansos, y luego de nuevo hacia el sur siguiendo la costa oriental, donde encontraron caza abundante; comieron saigas cada noche durante semanas, dejaron las entrañas a las aves y secaron la carne sobrante metiéndola debajo de las sillas de montar; mataron un sinfín de avutardas y se las comieron preparadas de todas las maneras concebibles. Pese a la abundancia de caza, se detuvieron en Hircania para comprar provisiones. En dos ocasiones lucharon contra bandidos y en otras dos pasaron quince días con otras tribus sakje o sármatas, comerciando para obtener caballos de refresco y comida, y una vez tuvieron que pasar dos días cubiertos con pieles, junto con sus caballos, mientras una plaga de langosta barría las llanuras; y luego se comieron cuanta miel pudieron recolectar.

Al este de Hircania todo el mundo había sufrido incursiones de los parni, la nueva tribu recién llegada de los desiertos de debajo de las altas paredes del Qu’in. Eran primos lejanos de los parsis y los partos, o al menos eso decían los hombres. Pero nadie parecía saber dónde estaban.

Hasta que después de treinta semanas cabalgando cruzaron el lago salado y acamparon en las afueras de Samarcanda, en el mismo lugar donde había acampado Alejandro y su padre había combatido. Allí les llegaron rumores sobre los parni, que para entonces estaban penetrando en las tierras de Bactriana, tierras diezmadas durante una generación de guerra contra Alejandro y sus sátrapas. Alejandro no había conquistado Bactriana limpiamente, pero ninguno de los bactrianos que se opusieron a él vivió para contarlo, y sus fuertes estaban tan vacíos como las camas de sus esposas.

Y los parni habían cabalgado al sur desde la estepa para ocupar parte de las tierras de pastoreo más ricas del mundo conocido.

Sentado en el ágora, el zoco de Samarcanda, Coeno había intentado convencer a su pupila para que diera media vuelta.

—Que los parni se hayan adentrado en Bactriana no es asunto nuestro. No volverán a causarnos problemas. Vinieron al oeste desde Hircania. Ahora se dirigen al sur. Has demostrado tu poderío, has cabalgado a través de la estepa como lo hizo tu madre, y demostrado a los masagetas que tu brazo todavía llega muy lejos. Regresemos a casa. Hay otros depredadores aparte de los parni.

Melita negó con la cabeza.

—Demostraré el alcance de mi brazo con mi brazo —dijo.

Y así, quince días después, reanudaron la marcha siguiendo el curso del río Zeravshan hacia oriente y luego bajando al sur con el primer cambio de tiempo, perdiendo caballos al subir a los pasos de las altas montañas de Sogdiana oriental; los mismos pasos que León, Ataelo y Temerix habían cruzado veinte años antes. Ahora sus conocimientos, transmitidos por sus hijos, hijas y amigos, eran más valiosos que el oro, y los masagetas y la caballería de sus aliados de Tanais descendieron a la Bactriana norteña por la puerta trasera del valle de Dusambé, donde compraron grano mohoso y comida caliente. E información.

El pueblo de Bactriana no amaba demasiado a sus nuevos caciques.

Melita había enviado a sus mejores hombres a buscar el objetivo más indicado. Y luego había intentado relajarse y descansar abrigada. En Bactriana todavía era invierno, un invierno inhóspito y, vista en retrospectiva, la travesía de los Montes Sogdianos parecía una empresa de lo más temeraria.

—¿Por qué hicimos esto? —preguntó Melita otra vez. Sin embargo, sabía de sobra que Coeno estaba evitando decirle la verdad: que era ella quien había tomado las decisiones que los habían conducido hasta allí.

Una hora después una ventisca arremetió desde el sur, la nieve les azotaba el rostro y Melita se retiró a su cálida tienda de fieltro, donde los demás jefes podrían mirarla y se vería obligada a ponerse una máscara de imperturbabilidad.

Cuando la ventisca amainó, Scopasis entró en la tienda sacudiéndose la nieve de su largo abrigo de cuero, sonriendo como un chico con su primer caballo. Detrás de él iba Thyrsis. No parecían rivalizar por el amor de Melita, parecían hermanos.

—Señora —dijo Scopasis, y a una indicación de Melita se sentó. Coeno le llevó una copa de vino y le dio otra a Thyrsis. Nicéforo hizo sitio junto al brasero para los recién llegados y Listra sonrió a Thyrsis.

Melita se estremeció al ver aquella sonrisa. Los celos eran un rasgo inaceptable entre los sakje, y mostrarse celosa de una igual por un hombre con el que no te acostabas no era solo inaceptable sino inconcebible para la mentalidad de los sakje. De modo que Melita había observado cómo su bello Thyrsis había ido intimando cada vez más con la jefa de los Gatos Esteparios a lo largo del verano. Ahora compartían sus pieles abiertamente; Melita había permanecido despierta, escuchando cómo hacían el amor silenciosamente.

No hay privacidad en una yurta de invierno. Y Melita estaba sola.

«No volveré con Scopasis», pensaba. De modo que dormía al lado de Coeno, acurrucada en sus brazos, o sola, envuelta en pieles, según el humor que tuviera.

Y Listra era… perspicaz. Y no era insensible.

Salvo ahora. Sus ojos lo devoraban, y él la acariciaba en público sin ningún reparo.

Melita carraspeó.

Scopasis se bebió su vino caliente.

—Ha sido brutal —dijo. Su sonrisa no desmentía sus palabras. Tan solo sacaba a relucir el duro cabrón que era en el fondo.

—¿Y? —preguntó Melita.

—Los parni no son moco de pavo —dijo Scopasis—. Doce mil guerreros, mil arriba, mil abajo. Serían más pero no dejan luchar a sus mujeres. —Sonrió—. Se han trasladado aquí como una avalancha.

Coeno murmuró:

—Cuéntanos algo que no sepamos.

—Tienen preso a Diodoro —prosiguió Scopasis, rotundo como la grieta de un gran árbol en una helada.

Coeno se irguió en el asiento.

—¡Eso es! —dijo—. Ay, la debilitada mente de los viejos. ¡Diodoro está aquí como embajador!

—Y ahora los parni lo retienen para asegurarse el buen comportamiento de Seleuco. —Seleuco era otro de los rivales de Antígono el Tuerto y Demetrio, un firme aliado de Tolomeo de Egipto que además mantenía vigentes los contratos con los mercenarios amigos del padre de Kineas, los Exiliados—. Y por algo relacionado con un tributo.

Thyrsis sonrió a Listra y luego a su reina.

—Señora, hablamos con Diodoro. Se encuentra bien. Dijo que podía marcharse cuando quisiera.

—¿Dónde ocurrió todo esto? —preguntó Coeno.

—En Alejandría de Bactriana —contestó Scopasis—. A tres días a caballo. En verano. —Sonrió forzadamente—. Escuchad, el nuevo kan de Bactriana tiene allí a su caballería, diez mil caballos, a todas sus esposas e incluso un palacio de yurtas y edificios. Ganax de los parni se ha apropiado del antiguo campamento de Alejandro.

—¿Guardias? ¿Guerreros? —preguntó Coeno.

Scopasis sonrió, y esta vez lo hizo con verdadero regocijo.

—Los parni son un pueblo del desierto —sentenció.

—¿Y? —dijo Tuarn de los Cuervos Merodeadores con su característica vocecilla.

—Pues que no cabalgan en invierno —dijo Scopasis—. Y tampoco son capaces de imaginar que alguien lo haga.

Los exploradores de Melita estuvieron en Alejandría de Bactriana cuatro veces. Ella misma cabalgó entre las manadas de caballos, llevando un sencillo abrigo de borrego. Vio a un centinela y escuchó sus quejas a propósito de la desdicha de estar de guardia en invierno. Cabalgó por el zoco sin que nadie la molestara. Contó cuántos guardias vigilaban el palacio de yurtas.

Listra fue con Filocles de Olbia y Thyrsis. Tuarn fue con Scopasis, Nicéforo y Coeno.

Luego construyeron una maqueta de la ciudad en la nieve de delante de la tienda de Melita.

Después durmieron, afilaron sus flechas y espadas y, dos noches después, durante una ventisca, atacaron.

Melita decidió montar con los griegos. Tenían buenas armaduras y una disciplina férrea, y juntaron a todos los olbianos con los hombres de Tanais y la caballería mercenaria a las órdenes de Coeno y Nicéforo. La tormenta de nieve fue providencial aunque no del todo, pues en dos ocasiones se perdieron durante la noche hasta que la fortuita visión de la fogata de un puesto de guardia los devolvió a su camino.

En realidad, llegar a la puerta principal del complejo de yurtas, carros y construcciones anejas fue la parte más difícil, manteniéndola en vilo. Melita rezó a sus dioses para que el frío no rompiera ningún arco, para que el tendón y el asta no cedieran. Casi todos cabalgaron durante la última hora con los arcos debajo de las piernas. Pero cuando llegaron al claro que se abría ante la puerta, los miedos de Melita se disiparon y sus entumecidos dedos ensartaron una flecha en la cuerda.

Y entonces ya no hubo tiempo para preocuparse. Cabalgaron por la nieve pisada de delante de la puerta y los centinelas murieron sin un solo grito.

La puerta era un chiste; en tiempos de Alejandro tenía foso y empalizada, pero nadie se había ocupado de mantenerla, y cruzarla con metro y medio de nieve era un juego de niños. Además, no estaba cerrada. Melita pasó por encima del cadáver del primer centinela, cuya sangre se veía increíblemente roja en la nieve, y cruzó la puerta hasta el corazón del palacio de tiendas. Una vez dentro del recinto, Filocles de Olbia condujo a un escuadrón hacia el norte y Nicéforo condujo a otro hacia el sur. Solo se detuvieron para calentarse la mano en una hoguera y siguieron adelante gritando. Y los hombres comenzaron a salir de las tiendas, las yurtas y los carros, y Melita y sus guerreros los mataron en las calles, arrollándolos, tirando contra ellos a bocajarro.

La noche era un maremágnum de gritos y fuego, y lo único que ahora temía Melita era un accidente; muerte por fuego amigo de sus propios hombres o de Diodoro si salían a la calle desprevenidos. Pero tales cosas estaban en manos de los dioses, y mientras la corroían sus preocupaciones, tiró por la espalda contra un hombre ricamente ataviado que huía de los cascos de su poni, y cuando intentó levantarse le disparó otra vez.

Además, Scopasis había jurado rescatar al viejo Diodoro, y confiaba plenamente en su palabra.

Melita soltó un prolongado chillido y de pronto estuvo en el mercado central, donde el círculo de carros protegía la familia del kan. Y mientras penetraba en la noche iluminada por las hogueras, sus hombres aparecieron por los flancos; el joven Filocles con la capucha bajada y su melena al viento, y Nicéforo, bastante menos gallardo pero igualmente eficaz, surgió por la calle del norte. De inmediato empezaron a prender fuego a los carros.

Coeno apenas participaba. Cabalgaba detrás de Melita, vigilante, atento a una posible emboscada que no llegó a producirse, manteniendo a sus hombres en reserva por si ocurría un imprevisto. De hecho, su desagrado resultaba patente en cada línea de su semblante. Aquello era guerra a la manera de la estepa, no a la manera griega. Y no le gustaba.

Melita se adelantó por la capa endurecida de nieve hasta el borde del círculo de fuego.

—¡Sal, Rey Ganax! —gritó.

—¡No hagas locuras, muchacha! —gritó Coeno, y los caballeros de su escolta, al mando de Scopasis, corrieron a rodearla, pero ni una sola flecha salió disparada de la oscuridad.

—¡Quédate y arde o sal, Rey Ganax! —gritó Melita.

Y Ganax salió. No tenía elección. Como jefe de una tribu, sabía cuál era su deber. Salió con la armadura puesta, que relucía a la luz roja de las llamas.

—¿Quién demonios eres? —inquirió—. Los perros se comerán los cadáveres de tu pueblo.

Melita se rio.

—Soy Melita, Reina de los Masagetas.

Ganax llevaba un hacha, un hacha enorme con un mango de más de un metro. Puso el tajo del hacha en la nieve y se apoyó en ella.

—¿Los masagetas? ¿El Clan Real del Oeste? ¿Y yo qué tengo que ver contigo, zorra?

Melita sonrió. Había hecho lo correcto. Lo presentía.

—Tus guerreros mataron a algunos hombres de mi pueblo y se llevaron a dos mujeres como esclavas. Por cada quince muertos, tomo la vida de cien de los tuyos. Por las dos mujeres esclavizadas, te tomo a ti, Ganax. Tu pueblo conocerá el alcance de mi mano, que llega allí donde crece la hierba y cae la nieve.

Los hombres la observaban desde los carros.

Ganax levantó el hacha.

—Solo oigo palabrería —dijo.

Melita se aproximó, deteniéndose a dos largos de caballo de él.

—¿Qué me ofreces por tu vida? —preguntó.

—¡Que te jodan! —rugió Ganax.

Melita le disparó con desdén, clavándole una flecha en la entrepierna que le hizo caer al suelo entre gritos.

—Adiós, parni —chilló Melita—. No vuelvas a cruzar mi río.

Con su escolta y todos los griegos se marchó al galope, lejos de la nieve manchada de sangre y del campamento incendiado, perdiéndose en la noche.

En el risco que dominaba el campamento de los parni se reunió con las demás tribus; Tuarn con sus Cuervos, acurrucados como niños en el aire frío, y Listra con sus guerreros, y detrás de ella la nieve era negra de tantos caballos como había.

—¿Cómo nos las arreglaremos para llevárnoslos todos a casa? —preguntó Tuarn, riendo.

—Pensémoslo —dijo Melita—. Los parni no se quedarán de brazos cruzados. Por la mañana contarán a sus muertos, buscarán nuestras huellas y se nos echarán encima.

Scopasis negó con la cabeza.

—Verán que ha desaparecido la manada y se desesperarán. Y los caballos cubrirán nuestras huellas, de manera que no sabrán que somos tan pocos.

Una grave voz masculina habló en la oscuridad.

—¿Por qué no tomamos el camino más corto para regresar, señora?

Diodoro salió de la penumbra y Melita lo abrazó.

Detrás de él, Scopasis puso mala cara.

—Ya se había rescatado por su cuenta —dijo Scopasis, y escupió—. Lo único que he hecho ha sido escoltarlo.

Diodoro negó con la cabeza.

—No, yo lo cuento como un rescate —dijo—. Seleuco te amará por lo que has hecho, Melita. Para él los parni han sido una amenaza invencible durante dos años. Ahora ya no parecerán un hueso tan difícil de roer. —Diodoro se estremeció—. ¿Puedo sugerir que cabalgues hacia el sur? Podemos salir de la Bactriana en dos días.

—El sur no pondrá caballos en mis praderas —respondió Melita.

—Véndeselos a Seleuco y regresa a casa por mar —dijo Diodoro—. Has recorrido quinientos parasangas. ¿Por qué regresar por el mismo camino?

—No le falta razón —terció Coeno.

Los jefes de las tribus parecían preocupados, pero en cuanto la tensión del combate abandonó su pecho, Melita tuvo ganas de estar de vuelta en casa. Meses en la silla por una noche de fuego; había llegado el momento de marcharse.

—¿Cuánto hay hasta Persépolis? —preguntó.

—¿Treinta días? —aventuró Diodoro—. Yo tardé cincuenta en llegar aquí.

Melita asintió y cabalgaron hacia el suroeste.

Dirigirse al suroeste era como cabalgar hacia la primavera, de modo que tan solo cuatro días después de cruzar los pasos de Bactriana, la nieve desapareció y encontraron hierba para la manada. El suelo estaba blando y fangoso, y perdieron a los caballos más pequeños.

La tercera noche tras abandonar el campamento parni, Scopasis encontró a dos exploradores parni, los mató y abandonó sus cadáveres en el barrizal que dejaba el paso de los caballos. Ahora cada hombre disponía de varios caballos y los masagetas y los griegos avanzaban como el viento, cambiando de montura cada hora. La posibilidad de ser perseguidos o de que les tendieran una trampa comenzó a parecer remota.

El cuarto día Tuarn se situó al lado de Melita.

—Esto vivirá para siempre en la memoria del pueblo —dijo—, pero no quiero viajar a Persépolis. Demasiadas visitas se convierten en prolongadas demoras. Deberíamos dirigirnos al mar Caspio por el sur; solo diez días a caballo. Podemos estar en las tierras altas de la Cólquida para la primera luna de verano. —Sonrió—. Y conservar esta manada de caballos. Y, señora, no hablo como kan sino como hombre; cuando lleves estos caballos a casa, ningún clan volverá a cuestionarte jamás. No se los vendas a los seléucidas. Tienen más valor en pie, demuestran el alcance de tu brazo.

Una hora después, Scopasis se puso a su lado y le dijo prácticamente lo mismo.

Así pues, el decimoquinto día abrazó a Diodoro y lo envió hacia el sur con cien caballos y todos los bienes que había rescatado y casi todos los hombres de Nicéforo, todos ellos contentos de recibir nuevos títulos de propiedad a cambio de regresar a la civilización por el camino más rápido. Alejandro de Fócida asumió el mando, saludó a su capitán y a la Señora de los Masagetas, y luego se marcharon bajo una fina llovizna.

Y Melita dirigió a su columna al noroeste, hacia Hircania, la Cólquida y su hogar.