Finales de primavera, 305 a. C.
Estratocles observaba a su señora flirtear con Demetrio con la misma inquietud de un padre viendo a su hija flirtear con un proxeneta.
Se veía obligado a admitir que en cierto modo eran tal para cual. Rara vez había visto dos cuerpos tan perfectos, ambos con la misma mata de pelo rubio, y además daban la impresión de reconocer algo el uno en el otro; algo que permitía interpretar el amor propio como amor.
Amastris se mostraba esquiva, tímida y coqueta, cosa nada usual en ella. Tras cinco días en su campamento, las manos de Demetrio todavía no la habían tocado. En esa ocasión, Estratocles tenía que ponerle la máxima nota en disciplina. Amastris no era Banugul. Tenía otras cuerdas en su arco, otras flechas en su carcaj.
—¿Debo deducir que me has traído aquí para verme morir? —preguntó Néstor. El gigante negro estaba a su lado.
Estratocles tenía muchos defectos pero la cobardía no era uno de ellos. De modo que no se amedrentó, ni siquiera en su fuero interno.
—No puede decirse que seamos muy amigos, ¿verdad, Néstor?
Néstor negó con la cabeza.
—No.
—Me consta que podrías orquestar mi muerte con la misma facilidad con la que yo podría orquestar la tuya —dijo Estratocles. Asintió a su teniente, Lucio, que se había situado muy cerca de Néstor. El italiano era el hombre más mortífero que Estratocles había conocido en su vida y el propio Estratocles era un luchador veterano.
Néstor estaba tan impertérrito como Estratocles.
—Tal vez —dijo Néstor—. Aunque no todos los hombres son víboras.
—¿Hacemos una tregua, Néstor? Tengo que comandar a estos hombres, nuestra señora no esperará menos. No tramaré tu fallecimiento si tú no tramas el mío. —Miró a Néstor a los ojos. El guerrero era absolutamente honesto: si tenía intención de engañarlo, Estratocles se daría cuenta en el acto.
Néstor sonrió:
—¿Prestarías juramento, ateniense?
Estratocles asintió.
—Por supuesto.
Néstor sonrió de nuevo.
—¿Qué juramento debería aceptar? —preguntó.
Estratocles le hizo frente.
—Mantengo mi palabra —dijo enojado.
—¿En serio? —preguntó Néstor—. Siendo así, pongo a todos los dioses por testigo. Por la laguna Estigia, sobre la que juran los propios dioses. Por Zeus, que escucha todos los juramentos. Por las furias, que persiguen a quienes rompen juramentos. Juro que, mientras sirva a mi señora Amastris, no emprenderé acto alguno de pensamiento, palabra u obra para hacerte daño, Estratocles. —Se rio—. ¿Jurarás lo mismo?
—¿Qué necesidad hay, si ya estás obligado? —contestó Estratocles, riendo.
Néstor se sumó a su risa.
—¿Qué necesidad había de pedirme un juramento, ateniense? —preguntó. Dedicó una sonrisa a Lucio—. Ambos sabemos que solo te mataría cara a cara. Quieres que exija un juramento que necesitarías de un hombre como tú. Pero yo no soy como tú, y si lo fuera, mi juramento no me obligaría. Tiene su gracia el asunto, ¿no? —preguntó, y se marchó. Estratocles miró a Lucio, que encogió sus imponentes hombros.
—A mí no me mires, jefe —dijo Lucio.
—Tal vez lo necesite muerto uno de estos días —dijo Estratocles.
—Mátalo tú mismo, jefe —dijo Lucio—. Me huelo que ese será difícil de matar.
Estratocles no pudo evitar reír.
—No es preciso que me lo digas. ¿Puedo decirte un secreto, Lucio? En el fondo me cae bastante bien.
—A mí también —respondió Lucio. Se encogió de hombros a su manera tan italiana—. He tenido que matar a hombres que me caían bien y nunca me ha gustado hacerlo. Así que no liquidaré a Néstor, ¿de acuerdo?
Estratocles asintió.
—De acuerdo. De todos modos moriremos como moscas en otoño en este sitio. Has sido soldado más a menudo que yo. —Estratocles señaló con el mentón hacia las murallas del campamento—. ¿Cómo le va a nuestro héroe rubio?
Lucio se arrebujó con su capa. Estaban a finales de primavera y la temperatura del agua todavía era fría, y el aliento del viento marino tampoco era templado.
—Sufrió un revés importante la otra noche, antes de nuestra llegada. Perdió a dos mil hombres, dos mil hombres muertos, al intentar tomar por asalto las defensas del puerto. He hablado con unos cuantos supervivientes que huyeron a nado. Los rodios construyeron una muralla oculta a un tiro de piedra de la muralla del puerto. Una idea cojonuda, en mi opinión. Jamás he visto hacer algo semejante en Italia. Había oído hablar de ello, pero estos cabrones lo hicieron de verdad; un estadio entero.
—Dos mil hombres —repitió Estratocles. Se quedó consternado. Había contado con encontrar Rodas a punto de caer.
Lucio se encogió de hombros.
—Tiene hombres de sobra; no muchos tan buenos como los nuestros, pero una buena cantidad. Cuenta con algunos de su padre, algunos buenos macedonios, algunos argiráspidas que su padre seguramente quiere que mueran, aunque solo sea para ahorrarse su paga. —Se encogió de hombros otra vez—. Vencerá, no temas. Pero creo que a este sitio todavía le queda un mes. Sobre todo habida cuenta de que está preparando otro asalto contra el puerto.
Horas después, caminando por la arena, siguiendo a su señora mientras ella paseaba cogida del brazo del Rey Rubio, oyó a Demetrio.
—¿No es como Troya? —preguntó Demetrio. Señaló con su brazo bronceado la línea de naves—. Mil naves con la popa en la arena, querida. Mil naves. Y nosotros somos los nobles aqueos, llegados para tomar la altiva Ilión; bueno, no tan altiva pero sí dura de pelar.
Amastris se rio de él.
—Eso es una pose un tanto exagerada, Gran Rey. La ventosa Ilión tardó más de diez años en caer. Y, por el momento, ninguno de tus ataques ha sido fructuoso.
Demetrio se detuvo y la miró; fue una larga mirada, una mirada que se prolongó hasta el punto de que todo el mundo se detuvo, todos los cortesanos y guardias, todos los asistentes, todos los esclavos.
—Un hombre de menos valía montaría en cólera si dudaras así de él —dijo Demetrio—, pero los hombres de menos valía son, eso, de menos valía. Les falta confianza y optan por la ira cuando lo que en realidad manifiestan es miedo. Yo no soy como ellos. Tomaré Rodas porque soy el mejor; de hecho, porque soy como un dios. Tengo un gran ejército, una gran flota, ingenieros magníficos y, sobre todo, mi voluntad de mando. Ellos no tienen nada de esto pero tienen una muralla sólida y son valientes. En cierto modo, los amo por ello. Esta es la contienda de mi vida, Amastris. Si no fueran dignos de ella, perdería tanto como ellos. Si este sitio dura diez años, que sean diez años de grandeza.
Amastris lo miró a los ojos. Estratocles estaba lo bastante cerca para oírla. Y ella hizo que se sintiera orgulloso.
—Hablas como un dios, mi señor. Ya solo falta que me compares con Helena.
Demetrio sonrió, no como un dios sino como un muchacho.
—Eso sería una tontería, señora. Si tú fueras Helena, estarías en la ciudad, desdichada por la traición a tu marido y tu infidelidad.
No reparó en cómo sus palabras, cuya intención era halagar, hicieron que Amastris entornara los ojos. Siguió adelante, ajeno al efecto de lo que estaba diciendo.
—Estás fuera de la ciudad —agregó.
—Oh —replicó Amastris—, ¿entonces soy Briseis o alguna otra ramera ganada a punta de lanza?
Demetrio rio con ganas.
—No me tomes por tonto, señora, y yo no te tomaré por una mera mortal. No eres Helena. Eres Afrodita personificada, que ha venido a presenciar el sitio. Y yo soy Ares. Esta noche asaltaré la ciudad otra vez. ¿Vendrás a ver el combate?
—Nada me resultaría más grato —contestó Amastris—. ¿Y quizá te gustaría usar a algunos de mis hombres en este asalto?
Estratocles se estremeció.
—Ay —dijo Demetrio asintiendo—. El deporte siempre es más emocionante cuando tienes un equipo en el campo, ¿no es cierto?