Capítulo 21

Días decimonoveno, vigésimo y vigesimoprimero

La mañana siguiente Demetrio permaneció en su campamento y los defensores durmieron. Para entonces había dos mil personas entre hombres libres, esclavos, ciudadanos y extranjeros durmiendo al raso en el ágora y delante del templo de Poseidón, y las familias construían chozas con mantas, velas viejas, canastos, cualquier cosa que encontraran. La madera escaseaba: los marineros de Sátiro se habían adueñado de cualquier trozo de madera que pudiera ser útil y los hombres talaban los olivos que crecían en los jardines.

La misión de combate había quemado otras tres máquinas flotantes, dejando a Demetrio con seis. Sus ingenieros y esclavos pasaron el decimonoveno día del sitio trabajando duro, y treinta trirremes escoltaron a una docena de mercantes hacia el norte.

—¿Qué crees que se trae entre manos? —preguntó Anaxágoras entre dos asaltos. Estaban en el jardín de Abraham, ya no había gimnasio que frecuentar.

—Conseguir madera para construir más máquinas —contestó Sátiro.

Luchar en el jardín de Abraham significaba hacerlo donde todos los infantes y marineros podían verlos. Y Miriam, por supuesto, que sonreía a ambos hombres. Todo ello contribuía a elevar la tensión de los falsos enfrentamientos al máximo.

Ambos acabaron cojeando al final. Miriam había presenciado todos los asaltos, mientras Cármides se disponía a luchar contra Helios; también se quedó a mirar. Otros infantes iban formando parejas.

—¿Tienes tiempo para mí? —preguntó Abraham. Llevaba la armadura puesta.

Sátiro sonrió. Agarró la espada de prácticas de la mano de Anaxágoras.

—¡Hermano! —dijo, y comenzó el enfrentamiento.

Abraham estaba en buena forma pero su técnica era anticuada y Sátiro lo empujó hasta el fondo del jardín, donde recibió una estocada en el vientre.

—¡Me lo he merecido! —rio Sátiro.

—Me ha encantado —respondió Abraham.

Libró otros dos combates antes de que la fatiga lo venciera. Vio que Abraham estaba practicando su ataque y levantó la mano.

—Ya no puedo más —dijo, y se abrazaron—. Me alegra verte con armadura —agregó Sátiro. Fue a situarse al lado de Apolodoro para ver a los infantes. No fue su intención situarse donde pudiera oír a Anaxágoras hablando con Miriam. Simplemente ocurrió.

—Qué raros sois los hombres —dijo Miriam a Anaxágoras—. Mi hermano está aquí cada día, pero cuando se pone armadura para convertirse en asesino, Sátiro le ama todavía más.

Anaxágoras negó con la cabeza.

—No, Despoina —dijo—. Es mucho más complicado que eso, y creo que lo sabes. La guerra los convirtió en hermanos. Cuando Abraham va vestido de judío, y sin ánimo de ofender, Sátiro no sabe a qué atenerse. Pero el rey es cortés y ama a tu hermano. Cuando tu hermano se pone armadura y muestra las piernas, caray, ese es el hombre que conoce, y lo conoce hasta el fondo de su corazón.

Miriam no resultaba visible para Sátiro. Deseó verle el rostro; la muchacha soltó un ruido extraño, casi como un gemido. Y Sátiro pensó: «Anaxágoras, cabrón, llevas razón. Y Abraham se merece algo mejor, se vista como se vista.»

Y luego comieron y durmieron, y Demetrio lanzó su mayor ataque hasta el momento.

Pilló a Sátiro por sorpresa. Había confiado en que Demetrio sería paciente, que obtendría más madera de tierra firme y que continuaría con su minucioso bombardeo. Al fin y al cabo era una estrategia demoledora.

En cambio, al alba del vigesimoprimer día, las seis máquinas flotantes se aproximaron, cubiertas por cien trirremes y dos docenas de penteres.

Los rodios se encaramaron a sus defensas. Ocuparon sus puestos y Sátiro tuvo tiempo, por más rápido que remara el enemigo, para alterar sus disposiciones. Era responsable del tramo central de la muralla marítima. Sus partidas de trabajo llevaban quince días trabajando en secreto. Sus marineros e infantes guarnecían algunas murallas. Su amado Areté estaba amarrado ante la sección más débil de muralla.

—¿Apolodoro?

—¿Señor?

—Todos los infantes a la reserva. Los marineros han estado practicando con las máquinas, dejemos que los sustituyan. Quiero a todo hombre con armadura preparado para defender una brecha, desde aquí hasta el ágora. No quiero perder ni a uno de vosotros en el bombardeo y deduzco que va a traer las máquinas muy cerca. —Sátiro le dio una palmada en el hombro—. Adelante.

—¡Sí, señor!

La flota de Demetrio formó ante el puerto menor y el principal, y al sonar un toque de trompeta una docena de trirremes entró veloz en cada puerto para toparse con una lluvia de proyectiles de balista, flechas incendiarias y lanzas.

Pero es difícil hundir un barco concreto con proyectiles. Los remeros de los trirremes eran valientes, y les habían prometido sustanciosas recompensas si tenían éxito. Condujeron los picos de sus naves primero contra la línea defensiva atracada, el muro de naves que defendía la muralla marítima, y le prendieron fuego.

—Mierda —dijo Sátiro. Una de las primeras naves donde prendió el fuego fue el Areté. Y lo único que pudo hacer desde su posición privilegiada en lo alto del terrado fue ver cómo se quemaba su amada nave. Fue como presenciar la muerte de un amigo o un amante. Un ser querido. Durante tres años de paz había vertido su deseo de acción, de una vida fuera del Euxino, en el Areté. Y se quemaba muy deprisa junto con sus sueños de libertad, deseo secreto de marcharse y dejar que Tanais se pudriera, no asistir a más consejos de granjeros ni contar dracmas al encargar estatuas; la nave ardía y él no podía apartar la vista de ella mientras parecía alcanzar una especie de perfección final, como si la propia nave fuera llamada al Olimpo y partiera a través de una apoteosis de fuego.

Demetrio había elegido bien a sus hombres y trazado sus planes con esmero. Toda la línea de la muralla de madera ardió y la brisa marina empujó el viento a tierra, contra los rostros de los defensores. Y mientras sus ojos lloraban y ellos se atragantaban con el humo, las naves de más porte entraron en los puertos, seguidas por las máquinas flotantes.

Entonces sus máquinas comenzaron a alinearse ante la muralla marítima. Disparaban a ciegas contra el humo, pero contaban con ingenieros formados por filósofos y matemáticos, y tenían medido el alcance gracias a las incursiones anteriores. La lluvia mortífera derribó la muralla marítima en tres puntos, abriendo brechas tan anchas como la eslora de una nave pequeña. Tras dos horas de acción, mientras las olas lamían la línea de flotación del ennegrecido Areté hundido en las aguas someras, apagando el último fuego del puerto, el aire se despejó y todas las fuerzas enemigas avanzaron sin amilanarse ante la desesperada descarga de artillería de los defensores. El puerto se llenó de naves enemigas. Las dos balistas del terrado disparaban tan aprisa como podían cargarlas; unos cuantos proyectiles calentados al rojo vivo en las cocinas, la mayoría fríos y derechos.

En el puerto, el fuego prendió en naves enemigas, capitanes enemigos cayeron, remeros enemigos murieron pero aun así la flota siguió acometiendo, y ahora las grandes máquinas flotantes levantaban sus puntos de mira. Sus grandes piedras dejaron de caer sobre la muralla marítima. Disparaban cientos de pasos tierra adentro, creando una línea de destrucción detrás de la muralla.

—Está aislando la playa de la ciudad —dijo Sátiro. Negó con la cabeza—. Es muy bueno. No se me había ocurrido que podía usar las máquinas grandes para mantener alejados a nuestros hombres.

Anaxágoras se agachó cuando una piedra pasó silbando junto a ellos y cayó sobre los escombros de la casa de detrás de la de Abraham por segunda vez.

—Ahí vienen —dijo Sátiro—. Ahora los vemos. —Se volvió hacia Helios—. Avisa a Abraham.

Momentos después su amigo estaba a su lado en la calle. Sátiro se lo llevó a un aparte, dentro del patio. Hizo una seña a Anaxágoras para que se uniera a ellos.

—Abraham —dijo—. La ciudad puede caer en cuestión de una hora.

—Lo sé —contestó Abraham.

—Si estás de acuerdo, dejaré aquí a Helios para que mate… a tu hermana. —Sátiro se encogió de hombros—. Anaxágoras, ¿me equivoco?

El músico negó con la cabeza.

—No.

Pero Abraham negó con la cabeza a su vez.

—Eso está resuelto —explicó—. Os agradezco que hayáis pensado en ello. Pero ella tiene su propia manera de hacer las cosas.

Sátiro asintió.

—Bien. Pues manos a la obra.

Vio a Miriam en la ventana de su cuarto de costura. La saludó con la mano.

Ella no le devolvió el saludo.

En las calles el ambiente era desolador. El aire estaba lleno de humo y polvo, y las astillas y trozos de piedra habían alcanzado a mucha gente, de modo que los esclavos y los niños heridos vagaban con desgana o corrían gritando.

Sátiro avanzó entre los escombros. Cuanto más se acercaba a la muralla marítima, peor era la destrucción. Muchas de las piedras habían errado el tiro, cayendo sobre la ciudad. Lo peor para su plan.

Para cuando llegó a la muralla marítima, o a los escombros de la muralla marítima que ahora era una brecha de cuatrocientos pasos, el enemigo estaba varando treinta naves ligeras atestadas de soldados. Dos ya estaban ardiendo; una había recibido un impacto de balista sobre los apretujados falangistas pero las demás seguían adelante y los hombres saltaban al agua poco profunda y subían por la playa gritando.

Hombres escogidos, todos ellos voluntarios. Veteranos de cincuenta combates, duros macedonios, griegos y asiáticos que se habían enfrentado a la caballería, a los elefantes, al fuego y a la espada durante veinte años subían por la playa contra una descarga de flechas tan cerrada que parecía la encarnación del viento. Caían hombres y otros seguían avanzando. Murieron docenas. Otros tantos resultaron heridos y una buena parte se encogió de miedo en la sentina de sus ligeras naves de asalto y se negó a saltar a tierra, pero aun así dos mil hombres desembarcaron en la playa y en su mayoría cruzaron la franja de guijarros hasta los pies de la brecha.

Pese a todo, no dejaba de ser cómico, como una de las mejores obras de Menandro, que Demetrio tuviera cuarenta mil soldados pero que sus ataques se vieran limitados al número de hombres que cabían en las naves que podía meter en el puerto. Si hubiese podido llenar de hombres la playa, aunque fuese con cuatro mil hombres, la ciudad habría caído en cuestión de minutos.

Sátiro aguardaba en sus defensas. Dos semanas de trabajo de sus marineros y los esclavos de la ciudad. ¿Hacía bien? ¿Sospechaba algo Demetrio?

La inacabada y castigada muralla marítima ni siquiera ralentizó el avance de los profesionales macedonios, que ya penetraban en las calles.

—¡Permaneced juntos! —gritó un oficial—. ¡Nada de saqueo hasta que la guarnición esté muerta!

Lo ovacionaron como locos. Estaban en la ciudad, sus naves dominaban el puerto…

Sátiro vigilaba su avance.

Los hombres de primera línea morían bajo nuevas descargas de los arqueros, más cerradas que las anteriores. Y de pronto los oficiales macedonios comenzaron a levantar la cabeza y a entender.

Una manzana más allá de la muralla marítima había otra muralla disimulada entre las casas. Estaba construida con escombros y sillares del templo de Apolo y del gimnasio. Solo doblaba en altura la estatura de un hombre y en lugar de torres, las casas más altas se habían reforzado rudimentariamente, abriéndoles aspilleras. Todos los arqueros de la ciudad estaban dentro de las casas y disparaban contra las unidades de macedonios como cazadores cazando una manada de venados acorralados.

Los macedonios gritaban de miedo y rabia, pero no se daban por vencidos. Subían por las estrechas calles entre las casas con aspilleras. Eran veteranos. Aceptaban las bajas para llegar a la muralla porque hasta el último hombre sabía que la única salida era seguir adelante.

Sátiro había visto luchar a macedonios de segunda en Gaza pero nunca había visto la ferocidad de los mejores: los antiguos labradores de Pella, los hombres cuyo coraje había convertido a Alejandro en el amo de Asia. Rugían como los leones cuando los vaqueros los encerraban en un corral cuando trataban de atacar al ganado en las frías noches de invierno, y ahora estaban acorralados, demasiado enojados para huir. Bramaban como fieras y pasaban por encima de sus muertos para llegar a la muralla.

Llegaron a lo alto de la muralla en tres lugares. En dos, los contraataques los repelieron; después Sátiro supo que Idomeneo, el mejor arquero que conocía aparte de su hermana, había conducido a sus cretenses desarmados desde sus casas a los flancos de una penetración.

Pero eso fue después. Justo en el centro, donde recibieron cierto apoyo de las máquinas de sus naves, los macedonios subieron a la muralla tres veces y, en el tercer intento, trepando sobre cien cadáveres para acabar con sus manazas con la vida de los defensores, cruzaron la muralla, soltaron tremendos vítores y entraron rugiendo en la ciudad.

Sátiro se volvió hacia Cármides.

—Trae a Apolodoro —dijo—. No mueras por el camino.

Tenía a Anaxágoras y a Helios, a Abraham y a una docena de marineros con armadura incompleta.

La mano de Neiron le estrujó el hombro.

—Tú no, señor.

Sátiro negó con la cabeza.

—Todos los hombres. Llevo armadura.

Neiron negó con la cabeza.

—Eres muy impetuoso.

Sátiro los miró a los ojos, se abrochó las mentoneras y empuñó su lanza. Su escudo amenazó con hacerle caer al suelo. Hizo caso omiso de su fatiga.

—¿Listos?

Los hombres que lo rodeaban gruñeron. Del terrado de casa de Abraham salían marineros en tropel. La calle estaba atestada: de un lado al otro no era mucho más ancha que un carro, y treinta hombres la llenaban de a seis en fondo.

Anaxágoras lo miró, inmenso y feroz con un impresionante yelmo de bronce, un yelmo tracio con un ventalle que le confería un aspecto perverso.

—Al menos quédate en segunda fila —dijo.

—Ni hablar —contestó Sátiro. Vio a Miriam en el terrado, vigilante. En el fondo sabía que era un idiota, un niño impetuoso, pero Miriam estaba allí arriba y él era el Rey del Bósforo, no un acobardado soldado de segunda fila.

Los macedonios se detuvieron en el fondo de la calle, gritaron y cargaron.

—¡A la carga! —rugió Sátiro.

Avanzaron pisando fuerte calle abajo hacia el enemigo, haciendo palmotear sus sandalias. Un macedonio tropezó con un cascote y se cayó, la carga enemiga titubeó, pero eran hombres entrenados y siguieron avanzando rodeando al hombre caído.

Sátiro deseó estar más fuerte, y entonces el daimon se adueñó de él y echó a correr.

Ambos bandos aflojaron el paso cuando sus escudos chocaron. Ninguno de los dos portaba sarisas, las enormes picas que los macedonios usaban en guerra abierta. Eran demasiado largas para usarlas en un sitio, y los falangistas enemigos portaban jabalinas y lonche, una especie de lanza propia de la caballería griega y de los cazadores. Sus escudos redondos también eran más pequeños, y Sátiro y sus compañeros tenían ventaja al entrar en contacto. Sátiro bajó el hombro y estampó su escudo contra un enemigo…

Y fue derribado, el enemigo pasó por encima de él y murió, derramando sangre sobre el rostro de Sátiro mientras intentaba levantarse, y el golpe resonó en su yelmo y cayó de nuevo, con algo pesado encima de las piernas. Otro hombre pisó su escudo y su hombro se estremeció de dolor. Por un momento tuvo doce años y luchaba a oscuras bajo los pies de Filocles cuando los asesinos atacaron su casa en Heraclea. Soltó su lanza, desenvainó la espada y se hirió a sí mismo cuando alguien le dio una patada en el codo; perdió la espada y recibió otro golpe en el yelmo.

Resultaba tentador rendirse y quedarse tendido en el suelo, pero su ciudad estaba muriendo. Sacó el brazo del porpax de su escudo, resistió la punzada de dolor y apoyó la mano izquierda detrás de él, empujó con las piernas y las caderas; un escudo le golpeó la cabeza y volvió a caer, esta vez de bruces, viendo estrellas y un bosque de piernas y caderas encima de él, y la estrella de Macedonia en los escudos. Sátiro encontró la empuñadura de su espada debajo de su mano y dio un mandoble hacia arriba con su xiphos aunque con poca fuerza, pero el filo y la punta se clavaron en la entrepierna de un hombre que gritó y se dobló, cayendo encima del brazo de la espada de Sátiro, que soltó el arma. Otro golpe en la espada y cayó otra vez, y el peso en su espalda era tan grande que se preguntó si iba a morir aplastado. Los hombres morían encima de él, y ahora estaba atrapado, alguien gritaba maldiciones dentro de su yelmo…

Oscuridad.