Días decimoprimero al decimoctavo
Sátiro estaba en la arena de la palestra del gimnasio, todavía lisa bajo sus pies aunque una brisa soplaba sobre la arena en la parte cercana a la fachada que había sido desmontada para extraer la piedra.
Iba desnudo y empuñaba una espada de madera con el brazo izquierdo envuelto en su clámide. Anaxágoras se enfrentaba a él. El músico nunca se había entrenado como espadachín y deseaba tomar lecciones. Korus estaba junto a ellos con un recio bastón. Sátiro estaba bañado en sudor y Anaxágoras relucía solo por el aceite de oliva puesto que acababa de llegar.
—Otra vez —masculló Korus.
Sátiro avanzó en la posición de guardia, con la pierna izquierda adelantada y el brazo izquierdo firme y alto, y con los pliegues de su capa cubriéndole el costado y la pierna; los pesos cosidos en el bordado de la cenefa hacían que la prenda cayera bien. Tenía el brazo de la espalda bastante hacia atrás, de modo que su oponente no pudiera controlarle fácilmente la espada; el codo izquierdo doblado casi como el de un boxeador a punto de dar un puñetazo; la punta de la hoja en alto, apuntando al cuello de su oponente.
Anaxágoras sonrió.
—No estoy convencido de que se pueda aprender algo de un maestro espadachín —dijo—. ¿No dice Jenofonte que empuñar una hoja es algo innato para todos los niños?
Sátiro asintió a través de las hojas de madera.
—No estoy convencido de tener fuerza suficiente para demostrarte la superioridad del arte sobre la ignorancia. Pero hazte una pregunta, profesor de música: ¿cuán bien toca la cítara ese mismo niño con sus dotes naturales?
Anaxágoras se cuadró delante de Sátiro con la espada bien separada y la capa pegada al cuerpo. Sonrió.
—Desde luego, admito que llevas razón desde un punto de vista intelectual. Bien hablado.
A Sátiro le costaba encontrar desagradable al músico, y eso que a primera hora de la mañana lo había encontrado junto a la entrada de las dependencias de las mujeres, intercambiando agudezas con Miriam mientras ella supervisaba el trabajo de sus costureras.
Sonrió y movió ligeramente el brazo de la capa. Avanzó medio paso y su brazo de la capa salió disparado al frente, inmovilizó la espada de Anaxágoras y la suya dio un toque a su oponente en el cuello, lo bastante fuerte para que el músico trastabillara dolorido.
Muy satisfactorio, realmente.
Cuando Anaxágoras volvió a ponerse en guardia, tenía el rostro congestionado.
—Trampa —gruñó, y saltó hacia delante, blandiendo la espada brutalmente. Sátiro se agachó, paró golpes con su espada e hizo girar la muñeca, golpeando a Anaxágoras en la sien, golpe que procuró dar con cuidado.
El corpulento músico no se detuvo sino que devolvió el golpe.
Sátiro paró ese golpe con la parte más pesada de su espada de madera, la más cercana a su mano, y ambas espadas se engancharon un momento. Y Anaxágoras, aun teniendo ventaja mecánica, empujó fácilmente a Sátiro, pero Sátiro regresó con brío, sustituyendo el entrenamiento por la fuerza bruta, y extendió la espada alcanzando a Anaxágoras, aunque demasiado tarde: el músico blandió la espada, desbaratándole la parada y golpeando el brazo derecho de Sátiro con tanta fuerza que dejó caer su arma.
—Te he matado dos veces, puto ignorante —dijo Sátiro enojado.
—¡Si no me has tocado! —se rio Anaxágoras—. Justo lo que pensaba: bailas a mi alrededor y te golpeo igual.
—Te he golpeado en la cabeza y acabo de pincharte el vientre —repuso Sátiro.
—No lo bastante fuerte para hacerme daño —replicó Anaxágoras—. No seas mal perdedor. ¿Se debe a que eres rey? De haber sabido que tenía que perder, habría venido mejor preparado.
Sátiro notó que se ponía colorado. Por un momento montó en cólera. Entonces contó lentamente hasta diez. Al terminar respiró profundamente tres veces y se puso en guardia. Estaba empapado en sudor y le dolían los brazos, y además iba desnudo. Con armadura, incluso una armadura ligera, ya estaría exhausto.
—Listo —dijo.
Esta vez Anaxágoras puso su capa bien adelantada y corrió hacia él blandiendo la espada.
Sátiro no se movió. Eligiendo el momento con precisión, golpeó con su capa y tiró una estocada en la misma dirección. Incluso a través de la capa que lo envolvía, el golpe de Anaxágoras le hizo daño en el brazo. Pero la hoja de Sátiro alcanzó la espinilla del músico, que se desplomó como un ternero en un sacrificio.
—¡Los dioses te maldigan, maricón! —dijo Anaxágoras enojado. Se levantó de un salto y embistió a Sátiro, que retrocedió. Anaxágoras arremetió desequilibrado, sosteniendo la espada torpemente atravesada alrededor de su cuerpo, y Sátiro dio un paso adelante, dio un mandoble contra el brazo de la capa y metió su hoja de madera en la axila del adversario.
—No te dejes gobernar por la ira, músico —dijo.
Anaxágoras no se detuvo: dio un mandoble alto, un furibundo golpe de Harmodio, uno, dos, tres, tan deprisa como pudo, golpes fuertes que rozaron el brazo de Sátiro e hicieron que le doliera la mandíbula.
Sátiro golpeó el vientre de su oponente con el puño del brazo de la capa. Antaño habría sido un golpe vigoroso, aun dándolo con la izquierda. Ahora fue como un codazo. Pero Anaxágoras se apartó y Sátiro aprovechó para apartar su hoja del torpe intento de su oponente por inmovilizársela y se la hincó en el mismo sitio donde le había dado el puñetazo.
Anaxágoras no dejó de atacar. Pero para entonces Sátiro ya se había acostumbrado a su ira. Giró hacia atrás, se agachó, recibió el golpe en la capa y le dolió.
Se oyó un chasquido y Anaxágoras se detuvo, atónito.
Korus le había pegado con su bastón.
—Ya basta —dijo.
Anaxágoras paró. Sangraba por tres sitios: uno era su cabeza, donde le había alcanzado el segundo golpe de Sátiro. Respiraba pesadamente. El fuego de sus ojos se apagó y dejó caer su espada de roble.
—Oh, señor, lo siento —dijo—. Cuando me enardezco… Mierda. Me has hecho daño. Soy un cabrón.
Sátiro nunca había visto al músico de aquella guisa: entre enojado y arrepentido.
—Me has dado miedo, Anaxágoras —dijo.
—A mí también —apostilló Korus—. Si lo matas, adiós a mi libertad —agregó. El entrenador sonrió.
Anaxágoras agachó la cabeza.
—Perdón —dijo.
Sátiro dejó caer su capa. El verdugón del brazo estaba enrojecido y ya se estaba hinchando.
—Pegas fuerte.
Anaxágoras asintió.
—Encuentro que da resultado, en combate.
Sátiro tuvo que sonreír.
Korus asintió.
—Y tú pegas como una chica —le dijo al rey del Euxino.
—Deberías ver luchar a mi hermana —respondió Sátiro—. Y estaba practicando mi ataque, par de idiotas.
Korus escupió en la arena.
—El músico no quiere reconocer que le has alcanzado fácilmente. Tú no quieres reconocer que te falta fuerza en la mano. Sois unos mentirosos. —Se encogió de hombros—. Mañana, con armadura.
Tres días de tregua; Demetrio no salió de su campamento.
Tres días de lucha en la arena de la palestra mientras el gimnasio iba desapareciendo alrededor de ellos.
El cuarto día, la flota de Demetrio avanzó. Los rodios le opusieron resistencia. Sátiro se echó a correr desde la arena de la palestra, ya con la armadura puesta, cuando la alarma sonó desde el templo de Poseidón, y Anaxágoras corrió a su lado. Subieron juntos la escalera de mano hasta el terrado de la casa de Abraham.
—Que la infantería de marina forme a cuatro calles del puerto, y bien separada para que una piedra no los mate a todos a la vez —ladró Sátiro a Apolodoro—. Tú eres la reserva para este sector. ¿Alguna pregunta?
Apolodoro se abrochó la mentonera y asintió.
—Detesto esto —dijo—. Tengo ganas de darle a algo.
Fuera, en el puerto, se estaban guarneciendo dos naves, eran naves incendiarias, dirigidas por Menedemos. Tenía intención de quemar otra máquina flotante, si podía.
No obstante Demetrio desplegó una táctica distinta. Su flota llegó hasta el puerto principal pero se quedó fuera del malecón, detrás de los cabos que señalaban la entrada al puerto menor. Cinco máquinas flotantes cruzaron lentamente la bocana del puerto menor y cuatro de ellas echaron el ancla justo enfrente del cabo sur del puerto principal.
En cuestión de minutos, sus brazos comenzaron a actuar y sus piedras comenzaron a volar por encima de los malecones, por encima del puerto. Solo tenían alcance para dar a los extremos norte y sur de la ciudad más cercanos al puerto, así como a unos ciento cincuenta pasos de muralla en cada extremo del mismo.
Con la misma rapidez, los refugiados salieron en tropel de las zonas amenazadas de la ciudad. Huyeron a los templos, que quedaban fuera del alcance de aquel bombardeo.
Al anochecer, las naves se retiraron. La muralla marítima había dejado de existir allí donde la habían alcanzado las máquinas: desde la bocana del puerto, al norte y al sur, casi trescientos pasos de muralla habían quedado reducidos a arcilla pulverizada, argamasa rota y piedra triturada. Murieron decenas de ciudadanos y los incendios comenzaron en los hogares cuyos moradores habían abandonado, dejando encendidas lámparas de aceite en su interior.
El barrio del norte ardió durante dos días. Pantero ordenó que la reserva de la ciudad demoliera dos hileras de casas para aislar el fuego y que regresara a sus deberes.
En el momento álgido del incendio, Demetrio envió naves al interior del puerto; treinta naves abarrotadas de soldados. Pero tuvieron problemas para sortear los restos de los naufragios y además había decenas de barcos rodios anclados, vacíos, en las aguas someras cercanas a la playa bajo la muralla marítima, y a pesar de los daños, casi todos seguían a flote para impedir la navegación.
Ni un solo soldado enemigo llegó a tierra, y la despiadada decisión de Pantero de abandonar el barrio del norte a las llamas demostró ser sensata.
Cuatro trirremes enemigos fueron capturados y destruidos.
La decimoséptima noche del sitio, Pantero, Demófilo y Menedemos tomaron el mando de tres guardacostas ligeros y salieron del puerto remando en silencio para atacar las máquinas flotantes con fuego. Sátiro estaba en el terrado, incapaz de irse a dormir. La máquina de allí arriba llevaba días sin disparar porque el enemigo no se ponía a tiro, pero el terrado era el más alto del barrio de los templos y desde allí Sátiro alcanzaba a ver muy lejos.
Anaxágoras subió por la escalera de mano mientras Sátiro se sentaba. El ataque era secreto, tan secreto que Sátiro no lo había comentado siquiera con Abraham, pero todo el mundo sabía que se estaba cociendo algo.
—¿Soy bienvenido? —preguntó Anaxágoras.
Sátiro gruñó. Se había sentado encima de la balista de la izquierda para ganar todavía más altura, y escrutaba el mar.
—Traigo vino —agregó Anaxágoras.
Sátiro sonrió en la oscuridad.
—Bien, siendo así…
Anaxágoras le pasó un tazón metálico y se encaramó a la otra máquina.
—¿Ataque nocturno? —preguntó.
Sátiro se bebió el vino de un trago. Estaba nervioso y enojado. Lo enojaba que su cuerpo todavía no estuviera en forma.
—Todos los comandantes —dijo—, todos excepto yo están ahí fuera, en el agua.
Anaxágoras asintió.
—Son aficionados —dijo.
Sátiro lo miró, pero le fue imposible descifrar la expresión del músico en la penumbra de la noche sin luna.
—No soy soldado sino cantante profesional —dijo Anaxágoras—. Sé planear y llevar a cabo un encargo importante. Una gran fiesta, un espectáculo en el templo; cincuenta músicos, diez piezas, un coro, un número sexual y otro de lucha y un par de famosos intérpretes de lira; hay que mantenerlos a todos contentos y unidos para que el cliente quede satisfecho.
Sátiro intentó beber vino de su cuenco vacío.
—¿Tienes más vino?
—Sí. Cógelo al vuelo —dijo Anaxágoras, lanzándole algo.
Sátiro lo agarró, un odre de vino, inclinándose sobre la balista, y se sintió orgulloso del cuerpo que estaba reconstruyendo. Se sirvió más vino.
—No te falta razón —dijo—. No ven el sitio en conjunto, solo sus partes. Demetrio atacará el puerto, tal vez mañana. Pero lleva días moviendo hombres en torno a la ciudad, y tarde o temprano arremeterá contra la muralla terrestre; otra intentona por sorpresa, me figuro. Y los hombres de la ciudad son valientes como leones pero no miran el futuro ni me escuchan. Solo piensan en los próximos días. El sitio durará un año. Es decir, si tenemos la suerte de sobrevivir a lo que nos aguarda mañana.
Anaxágoras cambió de postura en la penumbra.
—¿Un año?
Sátiro se encogió de hombros, aunque ese gesto apenas comunicó nada. De modo que habló.
—Como mínimo. Lo único que necesita Demetrio para ganar es matar a uno de nosotros por cada quince de sus hombres, y entonces estaremos acabados. Por ahora ha desdeñado esa táctica.
De repente había fuego en el agua. Se encendió una llama, luego otra y, súbitamente, en el tiempo que Sátiro tardó en respirar una vez, los fuegos se convirtieron en columnas y en la distancia su rugido sonaba como un zumbido de abejas.
—Poseidón —dijo Sátiro—. Heracles, no nos abandones.
Las llamas crecieron hasta que toda la zona exterior del puerto estuvo iluminada como si fuese de día. Las tres naves rodias se veían claramente, así como una docena de naves enemigas que se desvaraban en la playa y un par de guardacostas que ya avanzaban a velocidad de embestida.
Una nave rodia incendió un tercer objetivo a costa de recibir la temible embestida de un espolón.
Sátiro se retorció, moviendo el cuerpo como si tratara de librar la batalla desde allí arriba.
—¿Te has bebido todo el vino? —preguntó Anaxágoras.
Sátiro le devolvió el odre y el músico lo cazó al vuelo.
—Tus brazos están recuperando fuerza —dijo.
Sátiro sonrió para sus adentros.
—Sí —contestó.
—No somos tan diferentes —comentó Anaxágoras.
—¿No? —preguntó Sátiro, con los ojos pegados en el combate que se libraba fuera del puerto. Había cuatro naves enemigas en torno a una rodia. Las otras dos naves rodias habían logrado escapar.
—No. Tú que eres rey, un hombre rico, preferirías estar luchando en lugar de observando, aun a riesgo de perder la vida.
Anaxágoras soltó un resoplido.
Sátiro vio que la tercera nave rodia se había incendiado. Aquello era coraje.
—Sí —contestó.
—Yo también detesto quedarme mirando. Tengo que participar en lo que hacen los demás. Música. Juegos. Entreno con la espada.
Anaxágoras se rio. Sátiro se unió a él.
—Es verdad —admitió, aunque tenía el corazón en un puño. ¿Quién acababa de morir?
—Y estamos enamorados de la misma mujer —prosiguió Anaxágoras—. Lo siento.
Faltó poco para que Sátiro se cayera de la balista.
—¿Cómo dices? —preguntó.
—Quieres a Miriam. Yo también. Veo cómo la miras. Hades. Yo la miro igual. Y también me gustaría comérmela cruda. —Anaxágoras se rio. No fue una risa alegre—. La cosa está en que, tú, el rey, ¿qué puedes ofrecerle? Yo puedo darle la música y un buen nombre. Me casaría con ella si Abraham me aceptara.
Ahora había más naves en llamas, las tres enemigas que forcejeaban con la nave rodia, muriendo en un abrazo letal. Alguien había realizado un noble sacrificio. ¿Quién?
—Estoy haciendo esto en mal momento, señor. Tienes otras cosas en mente.
Anaxágoras emitió un ruido como el de un hombre al atragantarse.
Sátiro saltó de su balista sin decir palabra y luego bajó por la escalera de mano que tenía más cerca, haciendo caso omiso de Anaxágoras. No estaba preparado para plantearse la validez de la afirmación de Anaxágoras y, además, creía haber visto hombres saltando por la borda de las naves en llamas.
—¡Apolodoro! —llamó—. ¡Infantes!
Reunió a una primera docena, con Idomeneo y algunos arqueros, y echó a correr hacia la bocana del puerto. Tuvieron que aflojar el paso al llegar al barrio del sur, donde parecía que los edificios los hubiese aplastado la mano de un dios. Treparon por los escombros que cubrían las calles: casas enteras desmoronadas, fachadas que habían caído enteras, un terreno dificultoso. Pero la distancia era escasa y enseguida alcanzaron el rompeolas del puerto menor. Sátiro siguió dirigiendo la marcha de los infantes y los arqueros.
—¡Buscad a los hombres que están nadando! —ordenó a voz en cuello.
Una de las naves enemigas también buscaba nadadores; un trirreme. Avanzaba enérgicamente, con sus arqueros disparando al agua, e Idomeneo comenzó a disparar contra los arqueros. Sus hombres lo apoyaban, y el resplandor de las naves incendiadas iluminaba por detrás al enemigo mientras Idomeneo y sus arqueros resultaban invisibles en la oscuridad. En cuestión de segundos, los arqueros enemigos dejaron de tirar.
—¡Veo hombres! —gritó Apolodoro—. ¡Lanceros, a mí!
Idomeneo miró a Sátiro. El trirreme enemigo se aproximaba derecho hacia ellos, era posible que tuviera intención de desembarcar a sus infantes de marina en el rompeolas para cortar el paso a los nadadores.
—Intenta limpiar el puesto de mando —dijo Sátiro.
—Apuntad a media eslora —ordenó Idomeneo—. Todos juntos. ¡Tirad!
Una docena de flechas salió volando, y luego otra docena antes de que la primera hubiese dado en el blanco, y de repente la nave enemiga viró, no hacia babor, alejándose del rompeolas, sino a estribor, y en un abrir y cerrar de ojos embarrancó, a velocidad de crucero, empotrando el espolón contra las piedras sumergidas del malecón del puerto antiguo, el de los tiempos de Agamenón y Aquiles.
Entonces la noche fue puro combate. La tripulación enemiga, desesperada, saltó en tropel por la borda a las aguas profundas y subió por las rocas del rompeolas. Sátiro solo contaba con media docena de infantes, y tuvieron que correr de un lado a otro del camino que discurría sobre las obras del puerto, matando a los hombres que trepaban.
Y tenían que ir con cuidado porque, desde el principio, algunos de esos hombres que trepaban eran amigos, nadadores que venían de la nave rodia en llamas.
Sátiro se detuvo en lo alto de una escalera de hierro construida en el rompeolas y su escudo le pesaba en el hombro como si estuviese hecho de hierro; no recordaba sentirse tan cansado antes de un combate. Algunos enemigos habían logrado subir por aquella misma escalera o por otra y en su mayoría iban desarmados o mal armados, pero Tiké le envió un ataque: tres hombres con armadura, que habían trepado directamente del trirreme agonizante al embarcadero, y un puñado de marineros desarmados detrás de ellos, y él estaba solo.
Dio una patada a otro hombre que subía por la escalera de hierro y el pobre desdichado cayó al agua, y entonces Sátiro afianzó el hombro para resistir la acometida.
Lo único que podía hacer era retirarse, no podría haber defendido la escalera ni siquiera estando en plena forma. Se las arregló para dar dos buenos mandobles y ambos alcanzaron a sendos enemigos, pero no con suficiente fuerza, y ninguno de ellos cayó.
Atrás, atrás y más atrás, maldiciendo su propia debilidad. Una figura a su lado en la oscuridad, blandiendo una espada fieramente, y los hombres empezaron a replegarse delante de ellos. Y luego un destello de luz, una llamarada y Sátiro entró a fondo, cambiando de pie, y hundió su espada en el ojo de un hombre que murió en el acto.
Y entonces, súbitamente, el rompeolas estuvo atestado de hombres. Menedemos arrimó su nave a la parte interior del rompeolas y desembarcó a sus infantes de marina y a su tripulación de cubierta, que opusieron resistencia al ataque. En cuanto adelantaron a Sátiro, este cayó de rodillas; unos segundos de forcejeo con su yelmo y vomitó a causa de la fatiga.
Anaxágoras le sostuvo el pelo para que no se lo manchara de vómito y luego le pasó un trapo, silencioso a la luz parpadeante de las naves agonizantes.
Sátiro se puso de pie.
—Gracias —dijo—. Creo que me has salvado la vida —agregó.
Anaxágoras sonrió.
—Creo que tú salvaste la mía en la Batalla de Salamis. —Se encogió de hombros—. ¿Tablas?
Sátiro no pudo levantar los brazos más arriba de los hombros.
—No lo puedo evitar —dijo.
Anaxágoras asintió.
—Yo tampoco.
Los rodios despejaron el malecón, matando sin piedad a cuantos enemigos hallaron. Todos los nadadores rodios fueron rescatados, incluso los tres hombres que apoyaron a Pantero, que aun llevando armadura había logrado cruzar el puerto a nado.
—Hay un hombre más cansado que yo —dijo Sátiro. Fue a abrazar al viejo navarco.
—Ahora se largará —dijo Pantero jadeando.
Sátiro negó con la cabeza.
—Ahora irá en serio —dijo.