Día décimo
Sátiro no llegó a hacer sus ejercicios el décimo día. Antes de que se despertara del todo, Demetrio ya tenía su flota en el agua y los rodios, alertados por los centinelas, guarnecían las máquinas y calentaban sus proyectiles.
Las naves de Demetrio habían extendido pieles mojadas sobre las proas y las cubiertas, y avanzaban con audacia hacia un fuego abrasador. Su atrevimiento fue una equivocación. Tres palmos de hierro al rojo vivo con una punta acerada no los detiene el pellejo mojado de un toro. Los marineros lidiaron con los proyectiles al rojo vivo, tratando de arrancarlos, y los arqueros mercenarios de la ciudad y los arqueros de sesenta trirremes rodios, cientos de hombres, dispararon flecha tras flecha a través del puerto contra los marineros, y el puerto comenzó a llenarse de cadáveres, como las moscas que plagan la superficie de un cubo de vino expuesto al sol.
Al cabo de una hora las máquinas flotantes habían disparado tres veces y calibraron su alcance. Una lluvia de piedras cayó sobre la muralla marítima, solo dos calles al sur de la casa de Abraham, machacando la muralla a medio construir hasta sus apuntalamientos. Ladrillos de barro seco desaparecieron en una nube de polvo. Las piedras se agrietaron bajo la arremetida y el revestimiento se fue rompiendo sin remedio.
En medio de la vorágine se abrió una brecha de cincuenta pasos de anchura.
Pero las naves de Demetrio no pudieron resistir el contraataque con proyectiles calientes de la artillería, las flechas incendiarias, las jabalinas, cualquier cosa que pudiera lanzarse o dispararse a través del puerto. Dos marineros suyos murieron durante esa hora, otras diez naves se incendiaron y los demás trierarcas, viéndose así amenazados, ciaron desobedeciendo sus órdenes y huyeron. Como huyeron sin órdenes, se atascaron en la bocana del puerto, y entonces comenzó la masacre.
Fue la clase de guerra más aterradora que Sátiro hubiese presenciado jamás, y eso que se había enfrentado a una carga de elefantes. Pero allí, grandes piedras caían del cielo sin previo aviso ni misericordia. Una sola podía matar a una familia entera, poner fin a un linaje de doscientos años de antigüedad, a un corrillo de esclavos o al perro o el gato de la casa. Las piedras eran despiadadas como una oscura encarnación de Tiké, y los veteranos empezaron a estremecerse cada vez que se oía el inconfundible siseo del paso de una de ellas.
Un infante de marina, un buen hombre, chilló y se tiró de bruces al suelo del terrado.
Apolodoro estaba presente; no el aterrador oficial que imponía férrea disciplina sino el héroe, y agarró al hombre por los hombros y lo levantó, hablándole al oído hasta que, colorado, regresó junto a su máquina.
—Imagínate diez días así —dijo Neiron al lado de Sátiro.
—Imagínate cien días así —respondió Sátiro.
Miriam subió por la escalera de mano con una canasta, seguida por diez doncellas. Estaba sonriente. Si tenía miedo, lo disimulaba a la perfección. Sátiro y Anaxágoras se sorprendieron mutuamente observándola. Pero con la muerte cayendo de los cielos como puños de granito, Sátiro no pudo sino sonreír. Y Anaxágoras no pudo sino corresponder a su sonrisa. Cuando Miriam llegó a lo alto de la escalera y levantó una larga pierna para encaramarse al terrado, todos los hombres que atendían la máquina sonreían.
Entonces Sátiro vio que las naves enemigas se retiraban; costaba verlo, con el humo de las naves incendiadas y la polvareda de los edificios derruidos.
—¡Neiron! —dijo Sátiro.
Neiron estaba masticando pan de la canasta de Miriam.
—¿Señor?
—¿Eso es una máquina flotante? —preguntó Sátiro. Miraba al otro lado del puerto a través de la bruma de la batalla.
—¡Por Hefesto! —exclamó Neiron. Corrió hasta una de las máquinas y Sátiro hasta la otra.
Abajo, en el patio, las esclavas habían calentado un par de proyectiles; demasiado calor, en un caso, había deformado la punta mordaz.
—No importa —dijo Sátiro—. ¡Cargad!
Los hombres metieron la munición en el canal de disparo, que ya estaba un poco chamuscado debido a la prisa con que habían trabajado algunos soldados, y tensaron la gruesa cuerda. Los hombres se movían más erguidos, se tomaban su tiempo, cometían menos errores; no había piedras cayendo. Y, por supuesto, Miriam y sus mujeres estaban en el terrado, y ningún infante quería que una mujer lo viera acobardado.
—¡Listos! —dijo Necao. Sátiro respondió agitando el brazo. Los infantes habían practicado todo el invierno mientras él yacía postrado en la cama, y ahora no iba a hacerse cargo de un arma cuando había otros hombres mejor preparados para disparar, aunque le daba rabia. Deseaba participar.
Se asomó al patio, captó la atención de la esclava jefe y le hizo una seña.
—¡Más proyectiles; cuatro más, al rojo vivo, tan deprisa como puedas!
Para su asombro, la mujer le hizo el saludo militar. Era sumamente gorda y tan fuerte como un buey, y había aprendido a calentar las puntas sin chamuscar las pesadas astas mejor y más deprisa que cualquier otra persona.
—¡Fuego! —rugió Neiron, y se volvió pero no pudo ver nada. Neiron exhibía una desacostumbrada sonrisa y saludó al enemigo con su absurdo sombrero beocio.
La máquina de Necao disparó y, acto seguido, ya estaban levantando el siguiente par de proyectiles al rojo vivo, apresurándose para evitar que las puntas prendieran fuego a las astas. Sátiro ya no alcanzaba a ver el objetivo principal. En cambio Helios sí, y se agachó para ayudar a Necao.
Tras una pausa, ambas máquinas dispararon a la vez con un chasquido que hizo temblar el terrado.
Lejos, al otro lado del puerto, una lengua de fuego lamió el cielo como un sacrificio a los dioses.
Sátiro se sumó a la ovación, y mientras gritaban con entusiasmo el leviatán de dos cascos se encendió; primero una sola llamarada, luego dos.
Pero eso no fue el final, porque ahora las naves incendiadas actuaban como barrera para cubrir la retirada de las demás. Las tripulaciones de Sátiro ya no veían nada por culpa del humo pero otras máquinas instaladas al otro lado del puerto, sí, y dispararon sin tregua contra las indefensas naves enemigas. Transcurrió más de una hora hasta que unas pocas escaparon.
Diecinueve naves enemigas ardían en la bocana del puerto, y los cascos de la doble nave plataforma se veían justo sobre la superficie del agua con la marea baja. Ocho naves máquinas se escabullían, y Sátiro dudó que esa noche hubiera celebraciones en la tienda de Demetrio.
Se desplomó en su cama, agotado. Durmió toda la tarde, soñó otra vez con su padre, se levantó y se vistió sin ayuda; pocas cosas volvían a ser fáciles, y al día siguiente iba a comenzar las prácticas de pancracio y de manejo de la espada. La idea lo animó.
Se despertó con la cabeza despejada y con el recuerdo de un sueño con Heracles y una firme resolución sobre cuál iba a ser su siguiente paso. Saltó de la cama, se puso el mismo quitón de la víspera sin prenderle los broches de nuevo, se abrochó un cinturón y le satisfizo su aspecto. Estaba tan excitado que faltó poco para que se olvidara de las sandalias.
Encontró a Miriam ante su puerta. Ambos se llevaron una buena sorpresa. Ella se quedó inmóvil como un cervatillo atrapado por un cazador sigiloso que no utilizara perros.
—Iba a… —dijo.
—Ya estoy despierto —respondió Sátiro—. Tengo que hablar a la boulé.
Miriam se ruborizó.
—Por supuesto —dijo a media voz. Sonrió y se alejó por el pasillo—. No llegues tarde —gritó volviendo la vista atrás.
Sátiro negó con la cabeza y bajó la escalera sin sentirse mareado, cosa que le inspiró cierto orgullo, y se dirigió al salón de Abraham, ahora uno de los puestos de mando para la defensa de la ciudad.
Había un puñado de mensajeros aguardando y Pantero, con armadura completa, parecía ser el responsable.
Sátiro le estrechó la mano.
—Me gustaría hablar con toda la boulé, a ser posible —le dijo. Y mientras pronunciaba estas palabras le vino a la mente una pregunta. «¿Qué estaba haciendo delante de mi habitación? ¿Se disponía a entrar? ¿Y entonces qué?»
El corazón le palpitaba como si estuviera en combate.
Pantero le puso una mano en el hombro.
—¿Va todo bien, muchacho? —preguntó.
Sátiro sonrió.
—La boulé —insistió.
Pantero asintió. Se cubrió los hombros con su capa militar manchada de salitre, llamó a un par de efebos para que ejercieran de guardaespaldas y mensajeros y se llevó a Sátiro de casa de Abraham. Juntos caminaron calle arriba hasta la hilera de estatuas que se alzaban ante el templo de Poseidón, para luego torcer a la izquierda y enfilar la colina más empinada hasta el ágora. A su paso no paraban de ver muertos y heridos, hombres, mujeres y niños; los muertos tendidos en la calle, muchos ya amortajados según la costumbre jonia, y los heridos se quejaban o guardaban silencio. Un niño de corta edad tenía los pies amputados, los ojos como platos, la boca abierta y una nube de moscas a su alrededor. Una mujer yacía en un ataúd, tenía un lado de la cabeza aplastado de tal manera que el pelo y los fragmentos de cráneo formaban una figura grotesca, pero estaba viva. Viva tendida en su féretro.
—Si vuestro pueblo quiere rendirse —dijo Sátiro—, tiene que hacerlo esta noche.
—¿Qué? —preguntó Pantero—. ¿Esto dices ahora?
Sátiro siguió al rodio hasta el ágora. Los esclavos estaban desmantelando la fachada del gimnasio para llegar a los sillares que había detrás del mármol. Pero el tholos circular de la boulé estaba intacto y entraron en el fresco y sombreado interior, donde los sonidos del exterior quedaban amortiguados; los sonidos de la gente agonizando.
Pantero lo condujo a la cámara principal, donde treinta hombres, casi todos con armadura, estaban sentados en bancos o recostados en kline. Había mapas, dibujos a tiza de partes de la muralla y cestos de rollos; el gobierno devoraba vorazmente todos los libros sobre el arte de la guerra que había en la ciudad.
—Sátiro del Euxino quisiera hablarnos de asuntos que afectan a la ciudad. —Pantero miró en derredor—. Propongo que le permitamos hablar.
Nicanor se levantó de su diván con los ojos enrojecidos.
—Es un rey y un tirano. Me opongo a tu moción.
Pero cuando los presentes fueron llamados a votar, la moción de Pantero fue aprobada con holgura.
Pantero habló en voz baja a Sátiro.
—Tendría que habértelo dicho por el camino, pero tus ideas me han confundido. Los hijos de Nicanor, dos de ellos, murieron al derrumbarse la torre.
Sátiro asintió y acto seguido se plantó en medio de la sala.
—Demetrio estará tan loco como Ares esta noche, pero ya ha probado por primera vez el sabor de la derrota. Escuchad, lo que voy a exponer es mi opinión, nada más, pero en ciertos aspectos Nicanor tiene razón. Pensamos de manera muy parecida, Demetrio y yo. Somos reyes, estamos acostumbrados a salirnos con la nuestra. Y la rendición, una rendición que preserve la ciudad intacta y a vuestras familias con vida… Caballeros, lucharé el tiempo que sea preciso, pero no nos engañemos. Habéis visto las consecuencias de media hora escasa de bombardeo. Ahora imaginad que sobrevivimos al ataque contra el puerto. Y creo que lo conseguiremos. Entonces construirá más máquinas de esas, arremeterá contra la otra muralla y no habrá naves que hundir. Mis cálculos dicen que puede concentrar cien máquinas en cincuenta pasos de muralla. Ni siquiera tendremos posibilidad de contraatacar. Cada día destruirá otros cincuenta pasos de muralla. Una brecha al día —concluyó, y se encogió de hombros.
—¿Estás a favor de la rendición? —preguntó Nicanor—. Sin duda es un cambio de postura radical.
Sátiro se mordió el labio.
—No. En primer lugar, dudo que la acepte. En segundo lugar, lo más probable es que una vez que nos hayamos rendido nos masacre. Lo único que respeta es la voluntad de su padre. Ahora bien, si la boulé sigue queriendo seguir este camino, no habrá un momento mejor para hacerlo.
Pantero asintió.
—Yo sigo estando en contra —dijo.
Nicanor torció el gesto.
—Solo me queda un hijo. Hoy ha muerto mucha gente. En un solo día hemos perdido casi una doceava parte de la población en edad militar. Me sorprende que Sátiro el Tirano haya aceptado mi manera de pensar, pero propongo que sigamos su consejo y enviemos una delegación.
Sátiro le dedicó una sonrisa sardónica.
—¿Quién encabezará esa delegación? Tiene los cuerpos de vuestros últimos embajadores crucificados en las murallas de su campamento.
Demófilo se levantó.
—Me parece que Sátiro solo pretende mostrarnos los distintos caminos a seguir. Y yo, por mi parte, no me fiaría de Demetrio para que contara las monedas en un almacén. Digo que luchemos. Iré todavía más lejos, caballeros. Digo que necesitamos un mando centralizado. Propongo que Pantero sea nombrado polemarca, arconte militar. Y que designemos a tres strategoi, como antaño, para que ostenten el mando de la ciudad.
Nicanor se levantó.
—Esto es el primer aliento de la tiranía. Dejemos que esta ciudad se gobierne como siempre se ha gobernado: honorablemente y por hombres de valía. —Nicanor miró en derredor—. ¿Y quiénes son esos strategoi? ¿Tú mismo, Demófilo?
Pantero se levantó y golpeó el suelo con su lanza.
—No somos bárbaros. Votemos los puntos propuestos, uno por uno. ¿A favor de la creación de una embajada de rendición?
Ya habían perecido casi quinientos soldados con carta de ciudadanía. Muchos estaban en la torre cuando se desmoronó; hasta entonces los rodios la habían considerado inexpugnable. Más estaban en sus casas o en la muralla marítima, o simplemente habían sido desafortunados. Y también había que contar a las ciudadanas, niños y esclavos; el número de bajas del bombardeo inicial era impactante.
Una doceava parte de la ciudadanía ya había muerto. Por los caprichos de la brillante Tiké, seis de los fallecidos eran oligarcas y miembros de la boulé. Y por el momento no había muerto un solo miembro del Partido del Pueblo ni del Partido Navarco.
Así pues, por suerte, el dominio de los oligarcas sobre la boulé quedó interrumpido tras el primer ataque de las máquinas de los sitiadores.
A los partidarios de la rendición les faltaron tres votos.
Solo entonces Pantero y sus aliados se dieron cuenta de que controlaban la boulé. Nicanor era un hombre orgulloso y además estaba acongojado. Se levantó, arregló los pliegues de su himatión y miró de hito en hito a los presentes.
—Ahora daréis órdenes a vuestra manera y fracasaréis. Los demócratas nunca pueden gobernar; el así llamado pueblo carece de la areté para alcanzar el éxito. Cuando los conquistadores estén montando a vuestras hijas como si fuesen putas, a mí no me miréis.
Dio media vuelta para marcharse.
Pantero levantó el brazo.
—Nicanor, estás apenado, y a cualquier mortal le ocurriría lo mismo. Quédate, ayúdanos a elegir a nuestros strategoi. Considero que tú deberías ser uno de ellos. ¿Por qué no? Eres un hombre de valía, un buen luchador con la lanza y, además, diriges un partido importante. No nos pongamos a contar votos. Actuemos juntos por el bien de la ciudad.
Nicanor hizo una pausa en el umbral.
—Solo pretendes enredarme en las redes de vuestro fracaso.
Pantero chasqueó la lengua.
—Nicanor, soy marino. Cuando se levanta tormenta, no pido consejo a los remeros. Como tampoco me critican los hombres que se están ahogando si me equivoco. Si fracasamos, no habrá política que valga en esta ciudad porque estaremos todos muertos.
Nicanor tenía más dignidad en la derrota y el enojo de los que tenía en la victoria.
—No. Serviré en las murallas pero no mandaré. Renuncio a mi escaño. Que tengáis un buen día.
Dio media vuelta y salió de la sala. Dos oligarcas de los más jóvenes, Heleno y Sócrates, se levantaron para ir tras él pero se detuvieron.
Demófilo los interceptó en la puerta, habló con ellos y regresaron a sus divanes.
La boulé entregó a Pantero el mando de la defensa. Y luego la boulé eligió a Sátiro del Euxino para que fuese miembro de pleno derecho. Ninguno de los presentes se sorprendió tanto como el propio Sátiro.
Fue conducido a un diván y Menedemos, joven aristócrata aunque demócrata, fue a sentarse a su lado.
—Eres tan aristócrata como nosotros —dijo impetuoso—. Tocamos la cítara con tu amigo Anaxágoras y sabemos que eres uno de nosotros. El sufrimiento ciega a Nicanor.
Sátiro se encogió de hombros.
—Soy rey —dijo—. Y mi pueblo fue aristócrata en Atenas y Platea desde los tiempos de los dioses.
Menedemos asintió.
—Exactamente. Y tú eres amigo de Pantero y de Demófilo. Entre los tres uniréis los partidos.
—Soy extranjero —susurró Sátiro.
Menedemos se rio con ganas.
—Eres rey, y todos los extranjeros te conocen. Hay mil metecos en esta ciudad. Muchos son hombres de valía: Abraham el Judío…
—Ahora es ciudadano, aunque estoy de acuerdo en que es un hombre de valía. —Sátiro miró a Menedemos, que era de su misma edad o quizás algo mayor—. ¿Adónde estamos yendo?
Menedemos señaló a Pantero. El navarco se puso de pie.
—Propongo que la boulé me asigne tres strategoi para dirigir el sitio —dijo—. Solicito a Demófilo hijo de Menandro, a Menedemos hijo de Menedemos y a Sátiro hijo de Kineas.
Sátiro se recostó en el diván y se echó a reír.
—Ahora lo entiendo —dijo.