Día noveno
Con las primeras luces grises del amanecer, Helios lo despertó y juntos comieron pan seco mojado en vino. Korus vino y le hizo hacer ejercicio. Antes de que los dedos rosados de la aurora se extendieran sobre el puerto, Sátiro había corrido la mitad del circuito de las murallas y caminaba de regreso a la casa, saludando a otros hombres de la ciudad. Rodas era una auténtica democracia, no nombraba a un único comandante, ni siquiera en tiempos de guerra. La boulé ostentaba el mando. Los oligarcas temían un mando unificado; temían, y no sin parte de razón, crear un tirano peor que Demetrio que nunca pudiera ser expulsado. Sátiro era lo bastante listo para saber que él, como rey, era peligroso para los oligarcas, incluso más que para la gente común y corriente, y corría desnudo por la ciudad a propósito, con la intención de mostrar que era tan vulnerable como cualquiera.
La destrucción de la torre del puerto aplastó los ánimos de los rodios. Los oficiales de las tropas de pago, los profesionales, no habían esperado otra cosa, pero en la boulé cundió el pánico. Incluso Pantero negó con la cabeza.
—La rendición es lo mejor que cabe esperar. Y una guarnición de soldados suyos —dijo, con la experiencia de su avanzada edad—. ¿Me aceptaríais en Tanais?
Sátiro asintió.
—Me encantaría —contestó—, pero Demetrio no aceptará la rendición. No la necesita. Intentad rendiros después de infligirle una derrota. Cuando la victoria ha sido suya, ¿qué necesidad tiene de tratar con vosotros, tristes mortales?
Pantero torció el gesto.
—¡Quita! —dijo, haciendo una seña campesina.
Nicanor volvió a la carga.
—¿Eso es lo que tú piensas, oh gran rey?
Sátiro era un hombre desnudo, bajo y delgado, en medio de un puñado de hombres ricos con coraza. Se echó a reír.
—¿Acaso soy una amenaza para vosotros? —preguntó. Y se marchó corriendo a casa de Abraham, donde su entrenador le hizo levantar pesas hasta que Helios lo llamó para que subiera al terrado.
Korus le dio una canasta.
—Cerdo. Cómetelo. Tienes que ganar peso. —El esclavo frunció el ceño—. Lo estás haciendo muy bien —agregó a regañadientes.
Sátiro se sentó en el terrado, masticando cerdo y contemplando el avance del sol entre ambos bandos. Cuando alcanzó las murallas enemigas, oyó el murmullo antes de verlo con sus propios ojos.
Habían crucificado a los embajadores.
Sátiro se rascó la barba, terminó el pollo y se chupó los dedos. A veces no tenía más remedio que preguntarse si, en efecto, era como los demás hombres. Conocía a dos de los embajadores. Buenos hombres, con hijos. Pero viendo sus cadáveres, sonrió. Pensó en su padre y en Filocles, e incluso, un poco, en Sócrates.
La flota enemiga atacó deprisa. Las baterías del puerto no abrieron fuego, de manera que cuarenta naves de gran porte, cuadrirremes y penteres en su mayoría, se amontonaron en la bocana. Entraron en el puerto seguidas por las plataformas de las máquinas, sus cascos dobles gigantescos a la luz matutina.
Una vez dentro del puerto dispararon su primera andanada contra la muralla marítima. Una piedra voló justo por encima de la muralla y de la casa de Abraham, yendo a impactar en el tejado de una casa vecina que quedó arrasada, de modo que las dos máquinas que había en el terrado quedaron ocultas por una nube de barro y argamasa pulverizados que se levantó del edificio derruido. Hombres que habían sobrevivido a grandes terremotos dijeron cuánto se parecía aquello.
Pero antes de que pudieran recargar, la ciudad desató su primera sorpresa. En los terrados de las casas más altas, y no en las torres inacabadas de la muralla marítima, se habían instalado máquinas arrebatadas a las naves o adquiridas antes de que terminara la temporada de navegación. Cuando Helios levantó una bandera roja, todas dispararon a la vez.
Casi todos los proyectiles que utilizaban los defensores eran de madera con la punta de hierro, ni mucho menos lo bastante pesados para penetrar los gruesos cascos de las naves más pesadas, si bien pudieran resultar letales contra un trirreme.
Pero Sátiro y sus hombres no eran los únicos innovadores de Rodas, como tampoco Demetrio el Rubio era el único que tuviera ingenieros. Sus máquinas las transportaban naves. Eso imponía limitaciones.
Las máquinas de los defensores estaban situadas a más altura. Y cada una ocupaba el terrado de un edificio de piedra con sus cocinas y gigantescos hogares. Habían puesto las puntas de sus proyectiles al rojo vivo.
Algunos fallaron. Se desperdiciaron al hundirse siseando en las aguas azules del puerto.
Otros golpearon contra metal y se desviaron chirriando. Unos pocos alcanzaron carne desdichada, liquidando a un hombre y a cuantos lo rodeaban con un macabro impacto de metal pesado y madera.
Y los mejor lanzados alcanzaron las naves.
Los resultados no fueron aparentes de inmediato. El metal al rojo vivo no enciende la madera enseguida, ni siquiera la madera cuidadosamente secada exponiéndola al sol mediterráneo y cubierta de brea.
Pero más o menos cuando la más rápida de las grandes máquinas a bordo de nueve cascos dobles estaba casi a punto de disparar, el fuego prendió en algunas naves, como si Apolo les hubiese enviado una lluvia de llamas. El resultado fue tan repentino y tan espectacular que sorprendió a defensores y a atacantes por igual.
El Rey Rubio no era idiota y no tenía la intención de arriesgarse a perder.
Se batió en retirada. En cuestión de minutos el puerto quedó despejado salvo por los naufragios incendiados, ahora auténticos infiernos, de quince naves del Rey Rubio. Los remeros atrapados en las bodegas gritaban despavoridos y el olor a cerdo asado acompañó a los ciudadanos de Rodas durante un día entero. Ardieron hasta la línea de flotación y después se hundieron.