Capítulo 20

Día octavo

El Areté flotaba tan vacío como el día en que lo botaron debajo de la ventana de Sátiro. Todas las naves del puerto estaban vacías. Prevenidos, los rodios sabían que las grandes naves máquina atacarían las defensas del puerto, y habían despojado a todas las naves que quedaban de todas las máquinas, los remos, el aceite, el agua potable, las ánforas, cualquier cosa que pudiera ser de utilidad para el enemigo. Y las naves se amarraron juntas a lo largo del frente de la muralla de la playa, de modo que había una muralla de madera delante de la muralla inacabada en tierra firme.

La muralla marítima apenas era un palmo más alta. Sátiro no se había molestado en discutir con los oligarcas que seguían intentando negociar con Demetrio a diario. Había gastado su propio dinero, y el de Abraham, y una legión de esclavos había trabajado detrás de la muralla.

Cuatro días habían trabajado como esclavos, y el quinto amaneció despejado y rosado, y en cuanto hubo bastante luz, Demetrio sacó su poderosa flota al mar. No los piratas. No la chusma. Solo su magnífica flota, escoltando diez grandes plataformas, cada una tan grande como una manada de elefantes.

Sátiro, todavía dolorido en todas las articulaciones por el ejercicio del día anterior, se encontraba en el terrado de la casa de Abraham. El terrado había cambiado. Ahora unos arbotantes reforzaban las paredes delanteras y las esquinas de las torres principales, y el piso reforzado albergaba un par de balistas del Areté ocultas detrás de sendas cortinas de piedra. Cuatro días pueden ser mucho tiempo, si dispones de suficientes hombres que trabajen.

El Teatro de Dionisio ya no existía. El Templo de Poseidón había perdido la fachada oriental y el muro de contención. Un decreto expuesto en el ágora prometía a cada dios que se viera así afectado una restitución multiplicada por diez si la ciudad sobrevivía. El decreto, y el permiso para desmantelar monumentos públicos, lo había aprobado la boulé por unanimidad.

—¿Listo para probar, señor? —dijo Helios a su lado. Su hipaspista tenía preparada su armadura en el terrado. Sátiro no se había puesto una armadura desde antes de su enfermedad. Había recuperado musculatura, resultaba obvio en sus brazos, pero no tenía nada que ver con la musculatura que lucía un año atrás. El armero de Abraham había reducido el tamaño de su peto además de hacerle unas grebas nuevas para las piernas. Sus antiguas grebas no eran más que un doloroso recordatorio del cuerpo que tenía antes.

Pero cuando el peto estuvo bien abrochado sobre su thorax solo lo soportó el tiempo que tardó la flota enemiga en silenciar con sus balistas la batería de máquinas ubicadas en lo alto de la torre del puerto, cuestión de minutos, antes de encontrarse jadeando y encorvado bajo su peso.

Humillado, dejó que Helios se lo quitara. Sátiro se sintió mejor de inmediato y observó la acción que se desarrollaba delante de él mientras el sudor se le enfriaba.

Demetrio no tenía prisa. En realidad, estaba haciendo una demostración. Las grandes máquinas funcionaban, pero las tripulaciones no estaban entrenadas y tardaron horas en calcular su alcance. Piedras del tamaño de la cabeza de un hombre caían sin causar daños dentro del puerto a un estadio o más del objetivo. Los rodios bromeaban diciendo que Demetrio tenía intención de llenar el puerto de piedras.

Por la tarde ya nadie bromeaba. De repente, todas las grandes máquinas, que cada hora disparaban unas cuatro veces, encontraron el punto de alcance. Tres piedras grandes alcanzaron casi a la vez la parte alta de la torre y luego, con considerable estruendo, una cuarta golpeó en lo alto de la torre tal como un hombre fuerte golpearía a otro para hacerle caer de rodillas, seguida de otras seis piedras lanzadas apuntando bajo, y la torre desapareció en una nube de polvo entre un fragor de madera astillada y piedra rota, como si la hubiese aplastado el puño de un dios.

Cien ciudadanos rodios fallecieron en cinco segundos.

—¿Señor? —preguntó Helios. Miriam estaba detrás de él. Sostenía algo en los brazos.

—Encargué que te hicieran esto —dijo Miriam—. Porque eres testarudo e impetuoso. Y estás débil.

Su sonrisa desmentía la dureza de sus palabras. Parecía Thetis pintada en una vasija antigua, sosteniendo un peto de cuero. Bonito cuero ateniense, curtido y teñido con alumbre, con los bordes rematados en bronce y un cinturón de hierro sobre los riñones.

Pesaba muy poco. Era sencillo, tan sencillo como el que un infante de marina podría llevar, pero era de su talla y podía soportar su peso. Miriam lo ciñó alrededor de su cintura con sus propias manos y Sátiro le dio un beso, un beso decoroso de agradecimiento, pero los labios de ambos se tocaron demasiado rato, y cuando Sátiro se volvió hacia sus hombres, Abraham lo miró con el ceño fruncido.

La pérdida de la torre del puerto señaló el final de la jornada. La flota de Demetrio se retiró, burlándose de los defensores.

Los rodios lloraron.

Sátiro bajó a su habitación, comió e hizo ejercicio. En el ágora, la asamblea se reunió y votó proponer sumisión absoluta a Demetrio, y se despacharon embajadores de inmediato.

Sátiro se fue a dormir.