Día tercero
Ejercicio. Comer. Planear. Dormir. Comer. Planear. Ejercicio.
Un día más.
Noche sin antorchas en el gran embarcadero.
—Tenemos que construir la muralla del puerto bien alta para que nadie pueda ver el interior —murmuró Pantero—. Para momentos como este.
Cinco barcos de guerra rodios iban a hacerse a la mar con las naves de Sátiro. Uno tras otro, sus capitanes, hombres que tanto le había alegrado reencontrar, le estrecharon la mano y subieron a bordo de sus naves. Neiron fue el último, y Sátiro lo abrazó, estrechándolo con fuerza. Intentó decirle con un abrazo lo mucho que valoraba al viejo navegante.
Neiron tenía la misión más difícil de todas porque se consideraba que su nave era la mejor. Al amanecer pasaría ante la playa de Demetrio, aun a riesgo de ser interceptado y capturado, para echar un vistazo a lo que estaba ocurriendo detrás de las murallas del nuevo campamento enemigo. El Areté era el barco más imponente del puerto además de ser rápido; era el que tenía más probabilidades de sobrevivir al encuentro con una patrullera ante la playa enemiga. Cármides iría a bordo de la nave. Su misión, igualmente difícil y peligrosa consistiría en regresar a la ciudad desde el sur, disfrazado de esclavo, con el informe pertinente.
Y entonces, cuando se puso la luna, zarparon con sigilo. Solo un puñado de remeros bogó hasta que estuvieron en la bocana del puerto, donde sacaron el resto de los remos a la vez, desplegándolos como las alas de las raudas golondrinas, brillantes en la oscuridad de la noche.
Las diez naves se adentraron en el mar tenebroso sin que se oyeran gritos de centinelas enemigos.
El puerto dio la impresión de haberse quedado vacío en la penumbra.
Y entonces Sátiro se fue a dormir.
Lo despertó Helios. El alba era pálida fuera, Helios parecía un fantasma.
—Es la hora, señor. Neiron ya estará llevando a cabo su misión en la playa.
Helios llevaba una lámpara de aceite en la mano y derramó un poco de aceite caliente sobre el hombro de Sátiro, que chilló.
—¡Ten cuidado, jovencito! —dijo—. ¿Acaso parezco Eros?
Helios se rio, ayudó a su señor a ponerse un quitón sencillo y luego subieron juntos a la torre.
Sátiro veía la línea del amanecer pero poca cosa más, y ni una sola vela en el horizonte.
Ruido abajo; primero en el patio, después en su terraza. Apareció Abraham, seguido de Anaxágoras y Miriam, que estaba muy guapa a la luz del primer arrebol del alba.
—¿Estás bien? —le preguntó Anaxágoras. Era un hombre sociable y enseguida se dio cuenta de que algo iba mal.
—Preferiría estar actuando que observando —dijo Sátiro. Quedó bastante satisfecho con su respuesta porque era un disimulo perfecto. Había dicho la verdad, solo que no la verdad acerca de la frialdad que súbitamente sentía por su profesor de música.
Abraham le puso una mano en el hombro.
Miriam sonrió.
—¿Puedo quedarme? —preguntó.
Sátiro fue incapaz de mostrar siquiera un ápice de frialdad.
—Por supuesto —contestó. Miriam se sentó junto a él; entre él y Anaxágoras en realidad. Hacía frío.
«Vas por mal camino —pensó Sátiro de sí mismo—. Tienes que ir a ofrecer un sacrificio a Afrodita, y tal vez buscar a una esclava acomodaticia. Neiron está a punto de arriesgar tu nave, a tu tripulación y a tus amigos, y tú estás enojado por el lugar donde se sienta esta muchacha.»
Lo peor de todo es que sabía muy bien, en el fondo de su corazón, que no estaba entrenando como un loco por la noble causa de salvar Rodas sino por una razón mucho más simple.
Cuando Miriam y Anaxágoras estaban lejos, por ejemplo abajo, era consciente de la buena pareja que formaban. Y algún día él se casaría con Amastris. Ahora Amastris era su querida y Reina de Heraclea, y juntos gobernarían el Euxino. Recordaba el olor de sus pechos, el vello de su entrepierna, el aroma de su nuca…
Tan diferente de la mujer que tenía al lado.
—¡Ahí está! —dijo Helios.
Todos se levantaron a la vez, como espectadores en una carrera de caballos.
Sátiro ni siquiera había estado mirando en la dirección correcta. Neiron había aprovechado la noche con astucia e inteligencia. Se estaba aproximando por el sur, con las velas arriadas y los mástiles abatidos, avanzando bastante rápido a lo largo de la playa.
Incluso desde el tejado que dominaba el puerto de Rodas, el campamento enemigo quedaba a menos de seis estadios, lo bastante cerca para oír el repentino murmullo de actividad, oír los gritos y ver la lengua de fuego que salió despedida desde el suelo invisible para ellos.
Y luego nada: salvo que pudieron ver el ejército de Demetrio resistir. Los hombres salían en tropel de las tiendas, ni siquiera hormigas a esa distancia, más una impresión de hombres que hombres propiamente dichos, y saltaron las nuevas murallas dirigiéndose hacia los campos.
A lo largo de toda la playa, las naves se hacían a la mar.
En el campamento algo se encendió con una especie de rugido, como si un dios hubiese inhalado profundamente y tosido. Una columna de llamas alcanzó las nubes.
Nada. Solo aguardar.
Más espera, salvo los gritos de los hombres por todo el campamento. Apareció la caballería enemiga, enfilando hacia la maleza del sur a medio galope.
—Quieran los dioses que no estén siguiendo el rastro de Cármides —dijo Sátiro.
Ahora el campamento parecía sumirse en el caos al tiempo que zarpaban más naves; de hecho, parecía que toda la línea de naves enemigas estuviera en movimiento, y entonces el Areté surgió de entre la humareda y las llamas, todavía avanzando a ritmo de carrera frente a la playa, y de repente estuvo cerca, a menos de dos estadios, y mientras lo observaban, todas sus máquinas de babor dispararon a la vez y una lluvia de hierro letal cayó sobre una unidad de infantería que estaba formando en la playa, y sus gritos les llegaron con suma claridad mientras eran barridos de la playa tal como un curtidor de pieles quita la grasa al comenzar su trabajo.
Ahora había rodios en todas las murallas y torres, y animaban a los combatientes como si fueran corredores a punto de alcanzar la meta, y el Areté pasó veloz ante la torre del mar, clavando ya los remos de babor, y de pronto el enorme barco viró como una bailarina gira cuando la música cambia de tempo; viró y entró como una flecha en el puerto.
—Este no era el plan —dijo Helios con la inexperiencia de la juventud.
Anaxágoras miró a los ojos a Sátiro; ya no como rival, solo como oficial del Estado Mayor.
—¿Debo ir, señor? —preguntó.
Sátiro negó con la cabeza.
—Solo me cabe esperar que haya visto algo demasiado importante para encomendárselo a Cármides —dijo—. Vayamos corriendo; querrá volver a zarpar enseguida.
Corrieron hasta el puerto, incluso Miriam corrió con sus largas piernas como una doncella corre en los Juegos de Artemis, pero llegaron tarde. Para cuando llegaron al puerto había cincuenta trirremes justo fuera y otros dos flotando bocabajo allí donde habían osado probar el alcance de la artillería de la torre del mar para acabar siendo destruidos.
El Areté entró en el puerto a toda velocidad y frenó con los remos, los hombres ciaron para retener el agua, y la gran nave aminoró el paso, pilotada con destreza por Neiron, que la hizo virar bajo el templo de Poseidón y la arrimó a la playa, casi a los pies de Sátiro.
Saltó directamente desde el timón al embarcadero.
—Demasiado importante para dejárselo a Cármides —dijo.
Pantero llegó corriendo con Menón, Demófilo y otros treinta prohombres rodios. Nicanor se contaba entre ellos y ya estaba proclamando que estaban provocando a Demetrio.
—Un momento, cuéntanoslo sin más demora —dijo Sátiro. Miriam se apoyaba en él, muy ligeramente, pero la presión era real. Anaxágoras ya estaba a bordo del Areté.
Sátiro sonrió.
Cuando casi toda la boulé estuvo reunida, Neiron miró hacia fuera del puerto.
—Ha construido una docena de naves dobles —dijo—. Dos cascos enormes; yo diría que penteres, señor, tan grandes como nuestro Areté. Unidos por una cubierta, con unas máquinas enormes. Zeus, nunca había visto algo igual.
—¿Cómo son de grandes los proyectiles, a tu juicio? —preguntó Menón.
—Nada de proyectiles —respondió Cármides—. Canastos. Esas máquinas no lanzan proyectiles como las nuestras. Su diseño es completamente distinto. Mirad, he hecho un dibujo.
Les pasó un esbozo, y los hombres negaron con la cabeza.
Anaxágoras había regresado. Miró por encima del hombro de Cármides.
—Contrapeso.
Sandakes estuvo de acuerdo.
—Señor, tú nunca has estado en Sicilia. El antiguo tirano de allí adoraba estas cosas. Son capaces de lanzar una piedra, una piedra de treinta minas. Incluso de un talento. Incluso de cinco, aunque no muy lejos.
—¡Por Hefesto! —exclamó Pantero—. ¿Diez cascos dobles, cada uno del tamaño de un penteres, llevando una de esas enormes máquinas?
Cármides negó con la cabeza, agitando sus rizos en todas direcciones.
—Cinco máquinas en cada plataforma. —Sonrió—. Aunque solo tiene nueve plataformas.
Neiron se permitió una sonrisa de satisfacción.
—Incendiamos una. Y había algo en su embarcadero; porque han construido un embarcadero. —Sonrió más abiertamente—. Ahí ya no podrán almacenar más aceite. Y el propio embarcadero ha desaparecido —agregó sin dejar de sonreír.
Pantero levantó los brazos.
—Eso ha sido toda una proeza, a la vista de todos los hombres de la ciudad.
—Una proeza que solo servirá para provocar más a Demetrio —dijo Nicanor.
Haciendo caso omiso de Nicanor, Pantero prosiguió:
—Pero a pesar de vuestro esfuerzo, nos decís que tiene cuarenta y cinco máquinas capaces de lanzar un talento cada una… montadas en naves.
Eso silenció a todos los presentes.
—Atacará la muralla marítima —dijo Sátiro—. Rápido y fácil; un bombardeo y luego un asalto. Demetrio se propone tomar la ciudad con un solo ataque, como corresponde a un dios.