Día segundo

Cuando Sátiro se despertó le dolían todos los músculos del cuerpo, pero por primera vez en meses, se despertó con el sol a su hora, tras dormir ininterrumpidamente, y tuvo ganas de levantarse. Se destapó, se puso de pie, se estiró, se frotó los hombros y fue hasta las ventanas que daban al puerto.

Desde allí se veía la costa al sur de la ciudad. Vio fogatas titilando a lo lejos, por la parte de Afandi, y había columnas de humo en el horizonte. Sátiro salió a la terraza para tener una visión mejor y luego decidió subir, no sin dolor, por la escalera de mano hasta el tejado de su habitación, desde donde tuvo una visión panorámica de la ciudad.

Demetrio ya había comenzado a fortificar su campamento. Era un comandante muy activo, Sátiro lo sabía bien, pero si precisaba más pruebas, estas se las proporcionaba el hecho de que con las primeras luces del alba toda la caballería de Demetrio ya estaba en el campo, bastante adelantada, casi al alcance de los arqueros de la ciudad. Partidas de hombres talaban todos los olivares del extremo norte de la isla, amontonando los árboles y enviándolos en trineo al campamento, donde otros grupos de trabajo afilaban las ramas y las convertían en un gigantesco abatis, una especie de alambrada de zarzas que rodearía el campamento como primera línea de defensa. Detrás del abatis, minúsculos como hormigas, otros hombres cavaban la tierra suelta y la roca de debajo con picos, y otros tantos tejían canastos enormes para retener la arena y la tierra, y aún había más llenando esos canastos con palas, de modo que la línea de terraplenes reforzados con canastos de olivo se alzaba sobre la zanja de detrás de los árboles talados.

El ritmo del trabajo, hombre a hombre, era exasperantemente lento puesto que encima de la roca apenas había tierra. Pero tomado en conjunto, el ritmo era asombroso. Demetrio sin duda había esclavizado a toda la población rural de la isla durante la noche, y sus partidas de trabajo habrían circundado sus naves en cuestión de dos o tres días.

Sin embargo, pese a la actividad de los hombres en torno al campamento, los miles de hombres que rodeaban el campamento, lo que atraía la mirada profesional de Sátiro era la actividad en la lejana playa. Por más que miraba no lograba decidir qué estaba viendo.

De pronto cayó en la cuenta de que llevaba bastante tiempo en el tejado y de que había oído algo…

—¡Sátiro! —oyó llamar desde abajo. Tuvo la impresión de que alguien lo había estado llamando un buen rato.

—Aquí arriba —dijo.

Aspasia salió a la terraza con un manto largo persa sobre los hombros y el pelo suelto en la espalda.

—Me has asustado, niño idiota. Pensaba que te habías vuelto a escapar. —Hizo una seña—. Ven a tomar tu medicina. Benditos dioses, muchacho, vas desnudo.

Un tanto disgustado, Sátiro se dio cuenta de que, en efecto, estaba desnudo.

—Lo he visto todo antes —dijo Aspasia—. Ven.

Sátiro bajó por la escala de mano con plena consciencia de su desnudez. Entre los griegos, mostrar el cuerpo estaba permitido, siendo incluso grato, pero solo si el cuerpo en cuestión era hermoso. Sátiro todavía se sentía como un saco de palitos.

—¿Cómo te encuentras hoy? —preguntó Aspasia. Hubo algo en su voz que alertó a Sátiro.

—Cansado. Pero… robusto, en cierto modo. Y tengo hambre —agregó sonriéndole.

—He reducido la dosis de amapola casi del todo —dijo Aspasia—. ¿No lo has notado?

Sátiro se encogió de hombros.

—¿Por eso me duele tanto el cuerpo? —Torció el gesto—. Creía que era solo por la fatiga, pero ahora lo recuerdo de la otra vez.

—Lo estás haciendo muy bien. Estás prácticamente limpio. Te dejaré en manos de Korus y atenderé a mis otros pacientes: mi marido, para empezar, agradecerá tener de nuevo mis pies fríos en su cama. Eres uno de los mayores triunfos de mi carrera como médico, aunque nunca entenderé cómo sobreviviste cuando estuve convencida de que habías muerto. ¿Lo recuerdas?

—No —mintió Sátiro.

—Bueno, fue un don de los dioses. No lo desperdicies. Me gusta pensar que fuiste enviado de vuelta para librar a esta ciudad. —Sonrió—. A mi edad, no tengo los temores que tienen otras mujeres. Si la ciudad cae, puedo abandonar este cuerpo antes de que se me infrinja la última vejación. Pero los demás… mis hijos, las muchachas como Miriam… merecen ser salvados.

Sátiro tomó sus medicinas, vaciando las ampollas de cerámica una tras otra.

—¿Qué probabilidades tenemos, Sátiro? —preguntó Aspasia.

—Muy pocas —contestó Sátiro. Bebió de un trago la más amarga; tenía un sabor tan fuerte que casi había llegado a gustarle—. Demetrio no tiene un pelo de tonto. Es muy profesional, y puede permitirse contratar a los mejores ingenieros y soldados. No cometerá errores. —Hizo una mueca a causa del sabor—. Y no puedo salvaros. Solo podéis salvaros vosotras mismas.

—¿Nosotras mismas? —preguntó Aspasia—. ¿Te parece que este sea un mundo que hayan hecho las mujeres? Son los hombres quienes hicieron esto: guerra, esclavitud y muerte hasta donde alcanza la vista.

—Las mujeres no son diferentes —repuso Sátiro.

—Las mujeres educan. Los hombres destruyen —dijo Aspasia.

Sátiro se rio.

—Tendrías que conocer a mi hermana, a quien echo de menos, y cuya mano destructora le resultaría muy útil a esta ciudad. No sé si llevas razón o no, doctora, pero rara vez he guerreado contra quienes no me habían atacado a mí. Quieres que yo y los hombres como yo nos interpongamos entre vosotras y la destrucción de esta ciudad.

—Vaya, crees que te estoy atacando. No lo hago, joven rey. Es a mi marido y a muchos otros hombres de aquí, a quienes culpo. Tan solo cosechamos el fruto de nuestra política. ¿Por qué ir a la guerra contra unos piratas que no se ensañan con nosotros? ¿Por qué apoyar a Tolomeo contra Antígono en lugar de limitarnos a comerciar con ambos? Son muchas decisiones… y ahora nos vemos así —concluyó, y se encogió de hombros.

—Siempre es así, Despoina. —Sátiro oyó los pesados andares de Korus; tuvo que preguntarse si pensaba que él era un Sátiro lascivo y por eso hacía ruido cada vez que se aproximaba—. La guerra surge cuando los hombres cometen errores… o cuando son tan idiotas para desearla, como cuando invitan a un tirano a gobernar su ciudad.

Aspasia asintió.

—Haz lo que puedas por nosotros. Es cuanto pido. Y… Sátiro. Tengo ojos. Miriam…

Sátiro puso la misma cara que al tomar la medicina amarga.

—Miriam no es para mí —dijo.

—Bendito sea el chipriota que te lo hace entender. Ya suponía que era así. ¿Cómo puedes ser tan sensato y tan tonto a la vez? —preguntó Aspasia.

Sátiro se rio. Le besó la mano.

—Soy humano, me parece.

Korus carraspeó y entró.

—Hora de comer, y luego a entrenar —dijo.

A mediodía, un descanso. Sátiro envió a Helios a convocar a todos sus oficiales y Abraham se avino a estar presente.

—A partir de mañana haremos ejercicio en el gimnasio —anunció Korus después de una carrera.

Sátiro enarcó una ceja.

—Mientras siga existiendo un gimnasio —dijo.

Korus cogió una toalla de lino basto y se puso a secarlo.

—¿Qué cojones quieres decir con eso? ¿Señor?

Para entonces Sátiro estaba tumbado bocabajo en un kline.

—Quiero decir que el gimnasio será uno de los primeros edificios que echarán abajo —dijo—. Esta ciudad necesitará material de construcción listo para ser utilizado. Piedra labrada. Las tapias de los jardines correrán la misma suerte.

—Ares —gruñó Korus—. Mi sustento.

—Ven a trabajar para mí —dijo Sátiro.

Tras otro gruñido, Korus respondió:

—Estamos poniendo un poco de carne en tus huesos. Eso es bueno para ti. Estoy así de cerca de la libertad.

Agotado, vestido como un caballero por primera vez en cinco meses, Sátiro se sentó en una silla de mujer mientras Neiron, Abraham, Anaxágoras y Helios, así como Draco y Amintas, vistos por última vez subiendo a bordo de las naves de grano capturadas tanto tiempo atrás que parecía cosa de otra vida, y también Cármides, entraron, conducidos por los esclavos de Abraham, lo abrazaron y se acomodaron en divanes. Había otros hombres también, hombres a quienes se alegró de ver. Sandakes, el apuesto jonio, reluciente de aceite de oliva. Ostentaba el mando del Maratón, visto por última vez desapareciendo durante la tormenta en aguas de la Salamis chipriota, la noche de la batalla perdida. Y Dédalo de Halicarnaso, que no era, en sentido estricto, uno de los hombres de Sátiro sino un mercenario con nave propia, el gran penteres Gloria de Deméter. Sátiro los abrazó a los dos. Con ellos llegaron otros tres capitanes suyos, hombres a los que conocía bastante bien; Sator, hijo de Néstor de Olbia, que capitaneaba el Tetis, uno de sus mejores cuadrirremes; Xiphos el Joven, también de Olbia, un antiguo esclavo que se había abierto camino hasta el puesto de trierarca, un hombre grosero, no demasiado agradable, alto, cargado de espaldas y con cicatrices, pero un capitán fiable al mando del Niké; y Aristos el Cojo, otro caballero ateniense que había pasado lo suyo. Su pata de palo le había dado su apodo, y el dolor constante que le causaba alimentaba su conocido mal genio. Capitaneaba el Ariana.

—No os imagináis cuánto me alegra veros —dijo Sátiro.

Neiron sonrió forzadamente.

—Bueno es saber que nos quedan unas pocas naves —dijo.

Sátiro se negó a dejarse someter.

—Sí, así es. Dédalo, ¿qué demonios estás haciendo aquí?

—He oído que andabas contratando. Hice unas cuantas capturas, las traje para venderlas. Patrullé por si venían los piratas, por mi cuenta, podríamos decir. —Sonrió. La suya no fue una sonrisa agradable—. Las tormentas me atraparon aquí en otoño y el bloqueo me dejó encerrado.

Sátiro sonrió a Sandakes.

—Te he echado de menos. Tuvimos unos cuantos combates cerca de Egipto.

Sandakes correspondió a su sonrisa.

—Según me han dicho, fue mejor para mí y mi tripulación haberme perdido la segunda tormenta; la primera nos mandó al oeste de Sicilia, señor. Tardamos un mes en regresar. Bajé hasta África porque corre el rumor de que Atenas apoya activamente a Demetrio, y su flota está en el mar. —Se encogió de hombros—. Llegamos aquí después que tú. Para entonces ya estabas guardando cama y Neiron ordenó que me quedara.

Sátiro miró a sus otros capitanes, a quienes había extrañado desde el combate con los piratas en aguas de Cos. Todos se encogieron de hombros.

—Señor, fuimos al punto de encuentro y entonces las tormentas nos alcanzaron.

Xiphos fue más beligerante.

—¿Estás dando a entender que hicimos algo mal? ¿Eh?

Sátiro no se ofendió, ni mucho menos; ver a sus hombres le levantaba el ánimo. El sonido bronco de la voz de Xiphos le hizo sentir como no se sentía desde hacía semanas.

—En absoluto. Estoy encantado de que hayáis conservado vuestros mandos, eso alimenta mis esperanzas de que se hayan salvado otras naves.

Fulminó con la mirada a Neiron, que no apartó la vista. Luego los fue mirando a todos uno por uno.

—¡Korus! —gritó Cármides en el silencio reinante, y se sonrojó. Saltaba a la vista que no pretendía ser oído.

—¿Cómo va esa pierna? —preguntó el entrenador.

—Mucho mejor con tus ejercicios. Me gustaría hacer más. ¿Tienes tiempo? —preguntó Cármides.

Sátiro sonrió.

—Me parece que soy dueño de todo su tiempo, Cármides, pero si te parece bien compartirlo conmigo, estaré encantado.

—Es maravilloso —proclamó Cármides con el entusiasmo propio de la juventud—. Salvó los músculos de mi pierna cuando me hirieron.

—Sin duda tiene grandes dotes —dijo Sátiro—. Caballeros, permitidme llamaros al orden. Estado de las naves. ¿Neiron?

Neiron sostenía una tablilla de cera.

—Podría haberte dado todo esto —dijo.

—No me cabe la menor duda. Estoy convencido de que eres un navarco excelente. Quiero hacerlo de esta manera. Sígueme la corriente.

Neiron exhaló sonoramente.

—El Areté está en casi todos los aspectos listo para hacerse a la mar. Nos faltan veinticuatro remeros. Carga plena de agua y de aceite. No puedo decir que los rodios no hayan sido gentiles. Proyectiles para la artillería. Me gustaría completar la dotación de remeros y la tripulación de cubierta, y sabes tan bien como yo que andamos escasos de oficiales.

Sátiro asintió. Dio unos pasos por la habitación.

—¿Dédalo? ¿Estás con nosotros?

El mercenario sonrió.

—¿Pagas? —preguntó.

Sátiro sonrió de oreja a oreja.

—Sí —contestó.

Dédalo asintió.

—Entonces soy todo tuyo.

En general, todos los informes fueron semejantes: habían tenido el invierno para reparar las naves, al menos hasta que el bloqueo se endureció, y dejando aparte el personal, estaban bien abastecidos, armados y, en la mayoría de casos, en mejor forma que cuando salieron del Euxino casi un año antes.

—Apolodoro, ¿cuántos infantes de marina tenemos? —preguntó Sátiro. Apolodoro señaló a Draco, que se levantó.

—Ciento cincuenta y ocho propios, señor. El señor Dédalo ha tenido la gentileza de entrenar a sus hombres con los nuestros este invierno; otros treinta y ocho. Habida cuenta de los rumores sobre el sitio que se avecina, así como de la oferta de la ciudad, hemos adquirido un montón de armaduras nuevas y hemos practicado la lucha con ellas; corazas de bronce y grebas. Y también hemos hecho muchas prácticas de tiro con las máquinas. —Asintió—. Contando a los oficiales, puedo poner a doscientos hombres en las murallas.

—¿Qué hay de la guarnición? —preguntó Sátiro—. ¿Cuántos hoplitas pueden proporcionar los ciudadanos?

Apolodoro hizo una mueca y miró a Abraham.

Abraham se encogió de hombros, exagerando el gesto.

—Menos de seis mil, contando a todos los metecos y los thetes de la ciudad que tienen armadura y ya están defendiendo la muralla. La ciudad nos está ofreciendo la ciudadanía a muchos de nosotros; yo la he aceptado. Menón y Pantero están pidiendo a la boulé que libere a los esclavos sanos, los arme y los convierta en hoplitas.

Sátiro asintió. Otras ciudades hacían lo mismo. Las bajas diezmarían la población masculina.

—¿Y? —preguntó.

Abraham puso cara de fastidio.

—Las cosas todavía no están suficientemente mal. Los oligarcas creen que negociaremos un acuerdo, no quieren llevar a cabo lo que llaman cambios innecesarios —dijo Abraham, prácticamente escupiendo estas dos últimas palabras.

Apolodoro negó con la cabeza.

—Estamos bien jodidos —dijo.

Dédalo sonrió.

—¿Puedo rescindir nuestro contrato, señor? Todavía no hemos cobrado.

Xiphos se puso de pie.

—Menuda gilipollez. Señor, mi espada es tuya, pero tenemos cinco… seis buenas naves. Danos una noche oscura y un viento fresco y nos largaremos sin que ni un capitán de Demetrio nos lo impida. ¿Por qué morir aquí, como un zorro atrapado en su madriguera? Regresemos a Tanais, a Olbia.

Sátiro miró a su alrededor. Sandakes mantenía la compostura, era aristócrata de nacimiento y le habían enseñado a disimular sus pensamientos, pero era evidente que estaba de acuerdo. Neiron apartó la vista. Draco sonrió abiertamente y miró a su amante, Amintas. Amintas se encogió de hombros.

—Un combate memorable —dijo Amintas—. Los hombres dicen que es el mayor sitio desde Troya. —Sonrió a Draco, dedicándole una descarada sonrisa de chico que desentonaba en un hombre de treinta y cinco años—. Me gustaría saborear la gloria… una vez más.

—Estás loco —repuso Draco—. Los sitios no tienen nada de glorioso. No hay más que inmundicias, polvo, humo y enfermedades.

Sátiro asintió.

—Pospongamos la discusión sobre una posible huida —dijo—. No soy contrario a debatir esa cuestión, pero antes quiero recibir todas las noticias. Me he perdido cinco meses de vida. Ni siquiera sabía que la mitad de vosotros estuvierais aquí. Abraham, tú eres el príncipe mercader. Recibes noticias. ¿Cuán fuerte es Demetrio? ¿Y qué se sabe acerca del resto del mundo? ¿Atenas? ¿Tanais? ¿Alejandría?

Abraham hizo una seña y Miriam entró, bellamente ataviada al estilo griego, con sus largas piernas apenas cubiertas de lana transparente. Detrás de ella iban veinte esclavos, en parejas de hombre y mujer, con fuentes de pollo especiado a la manera africana, pan de cebada y vino, una buena provisión de vino. Miriam atendió a los huéspedes de su hermano, yendo de un diván a otro, haciendo que los hombres se sintieran como en casa. Sátiro se fijó en que Amintas, que desdeñaba a las mujeres en aras de la virilidad, sonreía al oír una broma que Miriam le estaba contando. Draco poseía una ruda caballerosidad que la muchacha empleó para mover una mesa. A Xiphos lo desarmó; Sátiro no oyó lo que le dijo, pero aquel brutal luchador sonrió como un niño y se sonrojó. Anaxágoras se levantó para ayudarla, se mantuvo a su lado mientras ella daba órdenes como un general, y luego fue a un rincón de la estancia, donde se sentó en una silla y se dispuso a tocar la cítara. Poco después Miriam fue a sentarse junto a él, prácticamente a sus pies, y Sátiro de repente constató que estaban bastante unidos. El modo en que se sentaron reflejaba una prolongada intimidad; naturalmente, ambos eran músicos y habían pasado cinco meses juntos.

Lo acometieron unos celos desacostumbrados, un sentimiento que a duras penas reconoció y que descartó de inmediato. Anaxágoras era un caballero de buena posición económica, un hombre honorable, soltero, un pretendiente legítimo para la hermana de un ciudadano de Alejandría y Rodas, un hombre rico, dueño de veinte naves.

Comenzaron a tocar y el sonido de la música cambió el ambiente de la reunión. Xiphos podría haber hecho un comentario mordaz, desdeñaba lo que llamaba «falsos modales» de los caballeros capitanes, pero Miriam ya lo había desarmado y en lugar de molestar escuchaba, atrapado en la tela que tejían los dos instrumentos, y no era el único. Dédalo también sabía de música, Sátiro lo recordaba tocando en un sinfín de playas del mar Jónico, y movía los dedos sin darse cuenta, como si quisiera sumarse a los músicos, y sin duda Sandakes sentía lo mismo.

Bebieron vino, comieron pollo especiado y panecillos de cebada, y la música cesó para dar paso a la risa y el aplauso.

—No tardaremos en quedarnos sin cebada y pollo —dijo Neiron.

—Eres el alma de la fiesta, ¿verdad, Neiron? —repuso Sátiro.

—Creo… —comenzó Neiron.

—Cállate —interrumpió Sátiro. Era lo bastante humano para permitir que el mal genio fruto de sus celos recayera sobre Neiron, y se arrepintió aunque en cierto modo se lo merecía—. O eres uno de mis capitanes o no lo eres. Estoy absolutamente seguro de que hiciste un buen trabajo asumiendo el mando en mi ausencia. ¿Me consideras desagradecido? Eso no me hace justicia. No lo soy. Pero por los dioses, Neiron, tomé la decisión que debía tomar, tal como lo he hecho en el pasado. Lamento profundamente que murieran hombres. Hombres a los que amaba. ¡Dionisio! —Por un momento, la emoción se adueñó de Sátiro, que se avergonzó de su arranque aunque casi nadie estaba escuchando excepto Neiron, tan pálido en su diván que parecía que lo hubiera alcanzado un rayo, y Miriam, que casualmente le estaba sirviendo vino—. ¡Zeus Sator! Por Heracles, mi ancestro, ¿piensas que soy descuidado? No lo soy. Y ahora estoy al mando. Estos hombres y esta ciudad necesitan corazón. Alma. Pasión. Fe. No críticas y quejas.

Neiron se movió inquieto y Miriam desapareció, plenamente consciente de que no tendría que haber oído nada de aquello.

—Creo que te equivocaste al sacarnos al mar en la segunda tormenta —dijo Neiron, pero acto seguido negó con la cabeza—. Aunque el rey eres tú, no yo. Pido disculpas por mi actitud, señor.

Sátiro respiró profundamente.

—Gracias a los dioses, Neiron. Sin ti no podría vencer aquí. Pero te necesito bien dispuesto, no dudando de cada idea que tenga porque soy impetuoso.

Sátiro sonrió a los demás hombres. En su mayoría se habían dado cuenta de que sucedía algo pero Anaxágoras había interceptado sus miradas con una broma subida de tono que hizo que Miriam se ruborizase mientras daba órdenes a sus esclavos, al tiempo que Aristos se desternillaba de risa.

—Ya basta —dijo Sátiro—. Tenemos que escuchar a Abraham.

Los hombres se aplacaron. La doble fila de esclavos volvió a entrar discretamente para recogerlo todo, hasta la última miga, con una eficiencia que denotaba una buena formación y cierto impulso vital, cosa rara en los esclavos.

Abraham carraspeó.

—Tocas espléndidamente, Anaxágoras. Pocas veces he oído algo igual.

Otros hombres también le prodigaron elogios. El músico hizo una reverencia.

—Toda alabanza es bien recibida. Tu hermana posee un talento excepcional; pocas mujeres son intérpretes tan consumadas.

—Pocas reciben la educación precisa. Mi padre solía decir que era la mejor manera de mantenerla callada. Tiene mucho temperamento.

Abraham sonrió y Anaxágoras correspondió a su sonrisa.

«Asunto arreglado —pensó Sátiro—. Debería estar complacido. ¿Por qué no lo estoy?»

—En cualquier caso —prosiguió Abraham—, echemos un vistazo al mundo. —Se situó en medio del círculo de divanes—. Sobre Tanais, Olbia y Pantecapea sé poca cosa, pero lo poco que ha llegado a mis oídos no es malo. Tu hermana no ha regresado a Tanais, todavía no ha regresado de su viaje al este. Esto lo he sabido por el factor de León en Alejandría. —Miró a los presentes y se encogió de hombros—. Esta noticia no es mejor. Dionisio de Heraclea ha muerto; falleció hace pocas semanas. —Esto atrajo la atención de todos: pequeñas noticias en el gran mundo, pero grandes noticias para los hombres del Euxino—. Ahora Amastris es reina.

Sátiro sintió aprensión.

—Y yo estoy aquí.

—En efecto —dijo Abraham—. Amastris ha enviado cinco naves para apoyar a Demetrio.

Sátiro asintió.

—Tiene que hacerlo. Su padre había firmado un tratado.

Abraham enarcó una ceja y prosiguió.

—Tolomeo está vivo. Mantiene el control sobre Egipto. Hoy me ha llegado una paloma de tierra firme; ojalá que el mensajero que la ha enviado siga vivo. Tolomeo está preparando una armada para venir aquí. Y León está vivo, en Alejandría.

—Alabados sean los dioses —dijo Sátiro, y muchos de sus oficiales lo secundaron.

—Solo he recibido las pocas noticias que caben en un trozo de papiro tan pequeño como la mano de Miriam —dijo Abraham—, pero son menos malas de lo que cabía esperar. Si logramos resistir, incluso unos pocos meses, Tolomeo vendrá.

—Tolomeo nunca ha ganado un combate naval contra Demetrio —señaló Neiron.

—Tolomeo nunca ha luchado con el apoyo de Rodas —agregó Sandakes.

Sátiro se mesó la barba.

—Bien. Puesto que estás tan bien informado, ¿en qué posición está Demetrio?

Abraham se rio.

—Cuarenta mil soldados, veinte mil esclavos, doscientos mil remeros. —Torció el gesto y encogió los hombros como un mimo griego en un teatro.

—¿Puede alimentarlos? —preguntó Xiphos.

—Ese tiene que ser su punto débil —terció Sátiro.

Aristos hizo una mueca, cualquier gesto le hacía daño, y puso su pie de madera en el suelo con un ruido sordo.

—Estamos mejor en el mar —dijo.

Sátiro asintió mirando a Abraham, que se sentó, y él se levantó.

—He dispuesto de varios meses para hacer poco más que pensar —dijo, suscitando risas discretas—. Prefiero la opción de huir. No voy a engañaros, caballeros. Soy rey del Bósforo, no rey de Rodas y, entre nosotros, no tengo intención de morir aquí. Estoy de acuerdo con lo que veo en todos vuestros semblantes; podemos desaparecer cualquier noche sin luna. Y si me pongo gallito diré que podemos hacerlo incluso con luna, ¿me equivoco? Sospecho que podríamos vencer a cualquier unidad con la que pretendieran darnos alcance. —Miró en derredor—. Pero si podemos ayudar a salvar esta ciudad, lo haremos. En primer lugar porque soy un cabrón impetuoso y prometí hacerlo. —Sonrió a Neiron, que hizo una mueca de desagrado—. En segundo lugar, porque todos nosotros, incluso yo, servimos al pueblo del Euxino. Todo nuestro grano pasa por esta ciudad, y buena parte la venden los mismos mercaderes a quienes estamos intentando defender. La pérdida de Rodas nos haría mucho más pobres, caballeros. Y cuando Egipto caiga, Antígono dirigirá sus ojos de cerdo hacia el norte.

Estaban asintiendo. Le dolía la cabeza, la fatiga había alcanzado el punto en que sentía el estómago como una cuba de ácido, pero los había convencido.

—Con permiso de Pantero, quiero mandaros al mar. Mañana por la noche, si es posible. Dar comienzo a las incursiones. No os molestéis en luchar contra las naves de Demetrio. Solo apresad las naves de grano y, por descontado, traedlas aquí. —Miró en derredor—. Permitidme predecir el futuro, amigos. Dentro de una semana, quizás algo más, Demetrio lanzará un ataque contra la muralla del puerto. No quiero que mis naves estén aquí porque, gane o pierda, este puerto será pasto de las llamas.

Los miró uno tras otro.

—Y finalmente, Apolodoro, quiero a la mitad de los infantes de marina en tierra. Los mejores. Elígelos y quédate con ellos. —Miró al menudo oficial—. ¿Cómo va la excavación? —preguntó.

—Dista mucho de estar terminada —contestó Apolodoro.

—Bien, solo era una idea. Organizaremos turnos con los remeros mientras las naves estén en puerto. Haré saber a Pantero cuáles son nuestras intenciones. ¿Algún comentario?

Dédalo levantó la mano.

—Es fácil salir… una vez. Estoy de acuerdo. ¿Volver a entrar? No tan fácil.

Sátiro asintió.

—Tomo nota. Por eso cobras tanto.

—Y si la segunda vez será más difícil, la tercera todavía lo será más —dijo Dédalo—. Seguro que Demetrio intentará organizar un bloqueo —agregó, e hizo un ademán que abarcó todo el puerto.

Sátiro sonrió.

—Es uno de los mayores problemas de enfrentarse a él —dijo tras una pausa—. El puerto es inmenso; un puerto doble, dos entradas, el malecón, el embarcadero y la puerta del mar, en el norte, que se abre a la playa. Tiene que cubrir tres direcciones del viento y veinte estadios de muralla marítima, y dudo que pueda hacerlo; no si León y Tolomeo comienzan a amenazarlo de manera que tenga que sacar un escuadrón a la mar para prevenir un ataque de ellos. No hay una manera evidente de taponar Rodas. Solo le queda hundir naves en la bocana. En realidad no hay un buen puerto contra el viento como el que Alejandro tenía en Tiro. Sea como fuere, caballeros, enseñemos a los rodios a organizar un bloqueo. Y cada nave que apreséis será grano que no llegue a sus bocas para entrar en las nuestras. Demetrio tiene muchas más bocas que alimentar que nosotros. Y las saetas mortíferas de Apolo caen sobre sitiadores y sitiados por igual. La disentería, la peste, la fiebre que contraje en Egipto… Una epidemia, y Demetrio está acabado. Rezad pidiendo suerte. Rezadle a Apolo. Y traednos comida.

—Todo se reduce al grano —dijo Cármides riendo—. Esta frase debería ser de Homero.