Capítulo 19

Día primero

Sátiro cayó dormido casi al instante pese a la patente desaprobación de sus cuidadoras. Lo despertó Miriam con un tazón de sopa caliente. El sol estaba alto en el cielo. La dignidad de Miriam le pareció, al principio, un nuevo reproche por su impetuosidad de la víspera, pero Sátiro había pasado suficiente tiempo con ella, dormido y despierto, a lo largo del último mes y medio de su convalecencia para conocerla.

—¿Qué sucede? —preguntó, de un modo muy poco griego. Los griegos jamás reconocían su debilidad.

—Anoche te portaste como un niño —contestó Miriam con acritud—. Como un niño impetuoso. Un niño tonto que siempre tiene que ponerse a prueba contra todos los obstáculos.

Sátiro esbozó una sonrisa.

—De niño era así —dijo.

—¿Por qué? ¿Por qué malgastar el esfuerzo de tantas personas? ¿Creías que tu brazo enclenque iba a salvarnos a todos?

Miriam lo miraba, pero los ojos se le iban cada dos por tres hacia la ventana.

Sátiro se tomó la sopa.

—No me gusta ser un inválido —dijo—. ¿Crees que resulta agradable estar aquí acostado mientras la ciudad es amenazada? —Se encogió de hombros—. ¿Puedo decirte una cosa, Miriam?

Los ojos de Miriam seguían puestos en el mar.

—He lavado tu cuerpo y te he oído delirar. Dudo que tengas muchos secretos para mí —repuso con intención de herir, y lo consiguió.

—Tal vez todavía tenga uno o dos secretos —contestó Sátiro, procurando no reaccionar frente a su actitud. Estaba enojada. Sátiro creía saber por qué y deseaba ayudarla, pero la coraza de Miriam era muy gruesa.

Miriam apartó los ojos de la ventana, se volvió con visible esfuerzo para enfrentarse a él.

—Sorpréndeme, pues.

—Soy un cobarde —dijo Sátiro.

Miriam se rio, pero fue una reacción automática, la respuesta de una mujer ante un hombre. Su risa fue falsa.

—No te rías, es verdad. Pienso que es verdad en muchos hombres, solo que a mí me ha mordido un poco más que los otros la serpiente del miedo. Tengo miedo de muchas cosas: la muerte, la traición, la pérdida de quienes están cerca de mí. Pero sobre todo me da miedo reconocer mi miedo. Incluso ante mí mismo. Me lanzo a hacer cosas que me espantan y a veces —dijo con una sonrisa— me devuelven el golpe.

Miriam entrecerró los ojos.

—Bien expresado. Pero de un modo u otro has conseguido parecer más noble en lugar de más parecido a un niño pequeño.

Sátiro hizo ademán de ir a levantarse de la cama.

—Sátiro, vuelve a poner los pies en la cama de inmediato —le dijo como un oficial dando órdenes. Como una enfermera dando instrucciones a niños pequeños—. Tienes que parar de una vez, Sátiro. Neiron se desespera contigo. Abraham está convencido de que vas a morir. Y Sátiro, tú no lo sabes, pero esta ciudad ya pende de un hilo. En cuanto a mí, me gustaría vivir en libertad, sin ser violada, en mi propia casa hasta la vejez, y tú, señor, eres mi mayor esperanza de sobrevivir a esto; el famoso rey soldado del Norte. Si mueres combatiendo en las calles, tu nombre quizá será recordado durante una generación pero mis posibilidades de terminar mis días en un burdel se multiplicarán.

Sátiro asintió.

—Tienes miedo, Miriam.

Ella entrecerró los ojos.

—Pues claro que tengo miedo. ¿Te has asomado ahí fuera? De acuerdo, levántate de la cama, por favor. ¡Mira!

Mientras todos los hombres armados de la ciudad permanecían apostados en las murallas y observaban, la inmensa armada de Demetrio navegaba sin topar con resistencia alguna pasando ante el puerto, costa abajo, para desembarcar en la primera playa que quedaba tras el primer cabo; primero un puñado de naves de élite llenas de argiráspidas y luego un taxeis entero de lanceros que formaron en la tierra seca de encima de la playa de guijarros. Los psiloi corrieron a tierra entre grandes salpicaduras para cubrirlos y luego un escuadrón entero de caballería; los caballos eran empujados al mar desde las naves de transporte para que nadaran a tierra, donde los aguardaban sus jinetes, igualmente mojados, para montarlos y cabalgar hacia las lomas y dispersarse formando una larga línea de avanzada que cubriera los desembarcos iniciales. Todo ello muy profesional.

—Hay quien dice que lo más hermoso del mundo es un escuadrón de caballería, quien dice que lo es una falange de infantería y quien dice que lo es una escuadra de naves —dijo Sátiro. Se apoyó en el alféizar de la ventana, caliente por el sol mediterráneo.

Miriam se volvió para mirarlo. De repente estaba muy cerca, el pelo le olía a jazmín.

Ambos sabían perfectamente el siguiente verso del poema.

Sátiro se obligó a volverse otra vez hacia la ventana.

—No puedo decir que esté contento de estar en esta ciudad, como tampoco de que lo estén mis amigos —dijo—. Somos Troya. Ese joven Aquiles de ahí está resuelto a tomarnos, y todas las ambiciones de su padre requieren que caigamos.

La miró un momento. Miriam había bajado los ojos y tenía las mejillas ligeramente sonrosadas, como el alba que pinta el cielo gris al despuntar el día. Sátiro notó calor en su propio semblante… y en otras partes también.

Miriam no poseía los encantos sensuales de Amastris, nadie le escribiría poemas diciendo que era la encarnación de Afrodita. Tenía la nariz demasiado pronunciada, el pelo le crecía en una nube de rizos cobrizos completamente indómitos y rara vez se vestía sacando partido a su figura, cosa que Amastris hacía a diario. Pero en su porte nada tenía que envidiar a Amastris, y su mentón y sus ojos reflejaban carácter, determinación, temple. Podía ser severa.

Todo esto acudió a la mente de Sátiro de manera parecida a como lo hiciera el pelotón de infantería antigónida la noche anterior. Se veía impotente ante la avalancha de observaciones porque la veía de una sola vez. Y notó que el calor de sus mejillas aumentaba.

—Sin embargo —prosiguió, procurando mantener un tono ligero—, pese a todo, con un poco de ayuda de los dioses, resistiremos.

Miriam se volvió hacia él y de pronto la tuvo muy cerca, Sátiro no tenía claro quién de los dos había salvado el último palmo que los separaba, pero ahora, aun sin tocarse, estaba lo bastante cerca para percibir el calor de sus caderas, sus pechos y su rostro…

—Buenos días, señor —saludó Korus desde el umbral—. Despoina, buenos días.

—Tengo trabajo que hacer —dijo Miriam. No se dio media vuelta, cosa que a Sátiro le pareció admirable puesto que él mismo se había acobardado al oír la voz de Korus. En cambio, lo miró a la cara y sonrió—. Cúrate pronto —agregó, y luego sonrió a Korus, que se había quedado atónito, y salió de la habitación con su acostumbrado paso majestuoso.

—Me dicen que anoche saliste e intentaste luchar —dijo Korus.

Sátiro asintió.

—¿Estás mal de la cabeza? Si mueres así, sigo siendo un puto esclavo. Lucharás cuando yo diga. —Korus negó con la cabeza—. Dice Apolodoro que fuiste atleta. ¿Es verdad?

Sátiro negó con la cabeza.

—Nunca llegué a competir. Pero tenía un entrenador y practicaba el pancracio.

Korus gruñó.

—¿Algún problema con el pancracio, entrenador? —preguntó Sátiro. Ya estaba levantando pesas. Korus solo hablaba si efectuaba mal un movimiento.

—Yo también lo practicaba. —Korus asintió—. Ya es hora de darte pesas más pesadas. —Abrió una bolsa y sacó dos barras de hierro—. Bajemos al jardín, señor. Conviene que te dé un poco el sol.

Una hora después Sátiro estaba bañado en sudor.

—Sabrás que nunca volverás a ser el mismo, señor —dijo Korus. Tuvo la gentileza de mostrar cierta pesadumbre.

—Sí, eso me figuraba —reconoció Sátiro, y lo que sintió en su corazón fue algo parecido a la pena. Como la pérdida de un buen caballo o de un amigo. Su cuerpo, su físico, lo mantenía vivo en la batalla. Y hacía que los hombres lo siguieran, que lo vieran como alguien especial.

—Dedicaste una vida entera a construir ese cuerpo —dijo Korus, pasándole una piedra con tan poco esfuerzo como si le pasara una correa—. Ya no lo tienes, y ahora dispongo de unas pocas semanas para reconstruirlo. No será el mismo, señor. Y cuando empecemos a luchar, y eso será pronto, tienes que aprender a luchar de otra manera. Apostaría a que eras uno de esos forzudos que hacen que hombres más débiles se caguen encima a fuerza de dar mandobles hasta que matan a alguien. Ahora tienes que luchar con habilidad.

Sátiro asintió.

—Me parece que te sorprenderías —dijo—, pero tomo nota.

La piedra, de unos cuatro mythemnoi de peso, cayó al suelo junto a su cadera, aplastando la grava.

—Heracles —dijo Sátiro. Los músculos de su brazo izquierdo habían dejado de funcionar sin más.

—No dejes que esto te vuelva a pasar, señor. Cuando llegues al punto en que no puedes más, tienes que parar. ¿Entendido? Me avisas y yo cogeré la puta piedra.

Sátiro asintió, alargó una mano y Korus le ayudó a levantarse.

—Ve a lavarte y duerme una siesta, señor. Te enviaré una comida. Esta tarde, repetimos.

Sátiro apenas podía soportar tener los músculos tan cansados pero tenía más hambre que un caballo; que él recordara, era la primera vez en meses que tenía ganas de comer.

—Podría comerme un león —dijo.

Korus casi esbozó una sonrisa.

—Ya iba siendo hora.

Por la tarde corría de una punta a otra de la calle. Todos los ciudadanos que veía llevaban armadura y, si bien muchos se reían al ver su demacrada figura corriendo, la mayoría le gritaba saludos. Cuando se detuvo para apoyarse en los muslos y recobrar el aliento, un puñado de hombres encabezados por Menón, el marido de Aspasia, se aproximaron, le estrecharon la mano y le dieron las gracias.

—Tu hombre, Apolodoro, salvó la ciudad. Todos sabemos a quién debemos agradecérselo: nos dijo que le habías advertido. Por Zeus, señor, no tenemos suficientes soldados en esta ciudad.

El portavoz era un hombre mayor de pelo entrecano pero fornido y bien proporcionado como un atleta.

—Demófilo —dijo Menón—. Me parece que no os conocéis. Uno de nuestros mejores trierarcas.

—Mucho gusto, señor —dijo Sátiro, estrechándole la mano otra vez—. Que yo sepa, todos los hombres de esta ciudad y la mayoría de metecos son soldados bien armados y bien entrenados. Me consta que mi amigo Abraham ha servido valientemente en Gaza y otros lugares. Conmigo.

Demófilo asintió.

—Conocemos a Abraham, y es cierto que todos hemos combatido, Sátiro. Pero pocos hemos mandado en una batalla en tierra o hemos presenciado un sitio. Sospecho que a estas alturas todos los hombres de esta ciudad habrán leído a Eneas el Táctico, pero lo que está escrito…

—Lo que está escrito es mejor que ningún consejo. Y todavía pasará cierto tiempo antes de que pueda estar en la brecha y combatir. —Sátiro negó con la cabeza—. Pero soy ciudadano de Rodas, si bien solo a título honorario, y serviré a mi ciudad. Ayudaré como pueda.

—Buen hombre —dijo Demófilo—. Así pues, ¿qué es lo siguiente?

Sátiro se quedó tan aturdido como si Demófilo le hubiese dado un puñetazo.

—¿Lo siguiente? —jadeó. Korus estaba apoyado contra la jamba de una puerta, observando la escena. Su desaprobación era patente.

—Adivinaste que intentarían un asalto sorpresa —dijo Demófilo.

Sátiro se enderezó.

—Cualquiera podría haberlo adivinado. Ahora debéis preguntaros cuál es el punto más débil de las murallas.

—Menón asintió; todo el grupo asintió.

—La cortina aneja a la gran torre por la parte de tierra —corearon todos, aunque de maneras distintas.

Sátiro se rascó el mentón.

—No estoy de acuerdo —dijo.

Los rodios lo miraron como si estuviera loco. Menón enarcó una ceja.

—Terreno llano, casi sin foso…

—Y una gran torre llena de artillería y arqueros cretenses; una torre que hace que la torre sea casi superflua. —Sátiro se encogió de hombros—. He estado enfermo, caballeros, pero miro desde mi dormitorio y veo cosas. Mi ventana está justo ahí —levantó la mano—. Como está en el segundo piso, veo el puerto. Y señores —hizo una pausa dramática—, la muralla marítima no está terminada. Un hombre puede trepar por un puñado de lugares que veo desde mi ventana.

—Nicanor es un idiota —dijo Menón—. Está impidiendo que el consejo gaste dinero en la muralla marítima. Dice que necesitamos ese dinero para comprar grano.

Sátiro se echó a reír.

—Hay que estar vivo para comer —dijo—. Ocupaos de la muralla marítima.

Los hombres le estrecharon la mano de nuevo. Le levantó el ánimo sentirse aceptado como uno de ellos. Ver que estaban dispuestos a resistir; ser capaz de contribuir.

—Hay personas que harían cualquier cosa para eludir su entrenamiento —dijo Korus.

—Tú también vives aquí —respondió Sátiro.

—Soy un esclavo —replicó Korus—. Cuando sea libre, a lo mejor lo veo de otra manera. Ahora mismo, me trae sin cuidado que la ciudad caiga o no.

Sátiro lo miró.

—Korus, lo entiendo, y mejor de lo que te imaginas por más que yo sea rey y tú esclavo. Pero te equivocas. Si esta ciudad cae, morirás. Ningún hombre escapa al saqueo de una ciudad como esta. Ni libre ni esclavo.

—A lo mejor me escabullo por la muralla —dijo Korus.

Sátiro supo de inmediato que el enojo no sería la reacción apropiada. Corrió otro sprint, regresó y escupió.

—Cambiar una clase de esclavitud por otra —dijo.

—¿A qué te refieres? —preguntó Korus.

—A lo de saltar la muralla. Te verás construyendo máquinas de sitio y cavando trincheras para Demetrio hasta que mueras, o hasta que tome la ciudad. Y luego te venderán.

Korus sonrió. Fue la primera sonrisa que Sátiro vio en aquel hombre, y no fue una sonrisa agradable.

—Piensas que soy estúpido —dijo Korus.

—No —comenzó Sátiro, pero el entrenador lo interrumpió.

—Piensas que soy estúpido. Piensas que no sé que Demetrio no es mejor o que incluso pueda ser peor. Jódete, señor. Lo sé de sobra. Pero cuando eres un hombre como yo y te han convertido en esclavo, llega un momento en el que cualquier cambio es mejor, y en el que quizá ver morir en un saqueo a todos los cabrones que te esclavizaron parece una buena recompensa. Señor.

Korus se calló y tuvo el atino de parecer asustado un momento, temeroso de haber hablado más de la cuenta.

Sátiro estaba demasiado cansado para discutir.

—¿Te esclavizaron? ¿Aquí? ¿Qué eras antes? ¿Pirata?

Korus escupió.

—Quizá —gruñó.

Sátiro lo miró de hito en hito.

—¿Eras pirata, Korus? ¿Remero? ¿Infante?

Korus lo fulminó con la mirada.

—Soy entrenador. Se me llevaron de Sicilia. Pensé que sería mejor tirar de un puto remo que morir. —Se encogió de hombros—. No era una mala vida. —Se encogió de hombros otra vez—. Pero los arrogantes rodios nos apresaron y nos vendieron a todos como esclavos.

Sátiro tenía la sensación de que sus muslos y hombros estaban a punto de negarse a sostenerle los huesos.

—Y dentro de unas pocas semanas serás libre. Necesito un entrenador. ¿Por qué no tomar lo que ofrecen los dioses? Puedo liberarte y darte una vida cómoda. Soy buen amigo de quienes me apoyan.

Korus se rio.

—¿Eso te dicen? —preguntó—. Lo que yo oigo es que quien permanece a tu lado muere.