Capítulo 18

Sátiro se despertaba al son de la música y se dormía al son de la música. La Ilíada y la Odisea, los poemas bélicos de Tiresias, salomas de marineros, canciones de taberna, himnos a los dioses. Y otra voz, más aguda pero pura, cantaba canciones de mujeres, las canciones de Safo sobre la pureza del amor:

Hay quien dice que un cuerpo de caballería es lo más hermoso,

y hay quien dice que la falange es lo más hermoso,

y hay quien dice que un escuadrón de naves es lo más hermoso,

pero yo digo que el más hermoso

es aquel a quien amé.

Y sus ojos se abrieron, pestañearon y permanecieron abiertos. A los pies de su cama Aspasia estaba sentada en una silla de ébano, su rostro arrugado sereno al dormir. Y más cerca, sentada de manera que su cadera reposaba en una charca de calor contra los huesos de su propia cadera, Miriam tocaba la lira y cantaba cómo Helena prefirió el amor a la guerra y cuán grande era la belleza de ese don.

Sátiro permaneció tendido con los ojos abiertos un buen rato.

Un rato muy largo.

Miriam cantó otra canción con una voz muy diferente, una canción extraña, casi discordante, que casi era más un cántico que música griega.

Sonrió mentalmente al darse cuenta de que estaba realmente despierto; aquellas eran personas reales, no fantasmas, y su cerebro seguía funcionando. La palabra «hebreo» flotó en la superficie de sus pensamientos: el idioma de los judíos en su hogar. Miriam estaba cantando en hebreo.

Y entonces volvió a dormirse.

Días de atiborrarse de sopa, vomitando con unas simples alubias, engullendo caldo para luego ir aceptando alimentos más completos hasta que comió pan sin devolverlo, y sus amigos se reunieron en torno a su cama como si fuese un día de fiesta en el templo o como si su cuarto de enfermo fuese un simposio.

—Has sobrevivido —dijo Neiron.

Sátiro logró sonreír.

—Si a esto lo llamas vida… —dijo en un susurro. Si había ganado algo de peso, no lo notaba—. ¿Cuánto tiempo?

—Casi tres meses, señor —contestó Helios.

Una sacudida, un daimon de energía le recorrió todo el cuerpo.

—¿Alguna… más? —preguntó Sátiro.

—¿Alguna más qué? —preguntó Helios a su vez.

Sátiro intentó levantar el brazo, intentó hablar con más precisión, pero solo consiguió emitir un gemido.

—Lo estáis agotando —dijo Aspasia—. Todavía está muy débil.

Neiron negó con la cabeza.

—No, Despoina. Pregunta si han venido más naves, si alguna sobrevivió a la tormenta. Señor, estamos en invierno, y hace el peor tiempo para navegar de los últimos cincuenta años. Ninguna nave ha llegado a este puerto. Apenas tenemos noticias del mundo exterior.

—Y Demetrio está en la orilla de enfrente, y cuando el tiempo mejore sus naves vendrán en misión de combate para cerrar el bloqueo —dijo Helios de corrido.

«Se propone sitiar la ciudad en cuanto el tiempo mejore…»

Sátiro ya no lograba dar sentido a lo que oía, de modo que se volvió a dormir.

Durmió y no recordó los sueños excepto uno en el que luchaba contra adversarios designados por Heracles, y en su sueño su físico estaba igual de demacrado que en la vida real y Heracles se burlaba de él.

¿Cómo salvarás esta ciudad con el cuerpo de un hombre muerto? —preguntó.

Despierto, Aspasia lo alimentaba, obligándolo a comer mientras las pullas de su patrón resonaban en sus oídos. Comía y comía, y Anaxágoras iba y tocaba música para él, y las notas parecían penetrar en su psyche como clavos de bronce clavados en el borde de un escudo.

Dormido, despertaba al oír cantar a Miriam y procuraba sonreírle mientras ella seguía tocando, ajena a su presencia, absorta en sus canciones. Y despierto percibía la profundidad de su tristeza como si la llevara escrita en la cara en letras de picapedrero. Atenderlo no era solo el deber de la mujer de la casa, era un alivio.

Miriam seguía cantando y Sátiro se dormía.

Se despertaba y comía.

Y dormía.

Y finalmente cobró consciencia del ritmo de la casa, del movimiento del sol a través de su ventana, de la rueda del tiempo y la vida. El sol era más cálido. El invierno se retiraba. Sus visitantes cada vez sonreían menos.

Rodas estaba suplicando a Demetrio que le permitiera rendirse.

Abraham y Neiron fueron a contárselo y semejante noticia lo apenó tanto que retrasó su alimentación una semana porque no estaba seguro de querer vivir en un mundo en el que Rodas se rindiera cobardemente. Lo más humillante de todo era que Rodas hubiera enviado embajadores al Rubio, el conquistador, para negociar la rendición.

Al otro lado del estrecho Demetrio había invitado a los piratas, a todos ellos, a unirse a él para expoliar Rodas. Más de trescientos se le habían unido; había quien decía que eran todos los piratas que quedaban sobre la faz de los mares, y Demetrio, en lugar de destruirlos, les prometió el inimaginable botín del saqueo de la ciudad más rica del océano.

Abraham estaba sentado en la silla de ébano con las manos entrelazadas como si fuese él quien estaba suplicando que le permitieran rendirse.

—Antígono hizo regresar a nuestros emisarios y dijo que prefería vernos convertidos en esclavos —dijo Abraham. Frunció el ceño—. Pero Demetrio está hecho de otra pasta. Se ve superior a los hombres, como la encarnación de un dios. Transigirá, aunque solo sea por su reputación.

Neiron parecía no estar tan seguro al respecto.

Sátiro se dio cuenta. Demasiado bien.

—No transigirá —dijo—, precisamente porque piensa que es un dios y que está por encima de la moralidad del hombre.

Neiron entrecerró los ojos como si viera algo nuevo.

Sátiro se durmió. Tuvo siniestros sueños de derrota y esclavitud, y rechazó la comida.

Se despertó al son de la música. Anaxágoras tocaba para despertarlo y se detuvo en medio de un clamoroso himno militar.

—¡Despierta, gandul! —dijo Anaxágoras—. ¿Crees que te hemos salvado el pellejo para que pudieras morir? Aquí hay hombres que necesitan un rey, un líder. Un combatiente. Despierta y lucha o duerme y muere. Mis dedos se cansan de tocar para ti.

Y se rio a mandíbula batiente, y su risa salió por las ventanas hacia el aire de primavera como un himno a Dionisio.

Sátiro tomó su medicina y después comió.

Se recostó y escuchó los relatos de los hombres.

Intentó levantarse de la cama pero tuvo que permanecer tendido, humillado, mientras Aspasia y Miriam le limpiaban el cuerpo de excrementos y se reían de él.

—Eres el bebé que nunca he tenido —lo reprendía Miriam.

—Si te hubiese dejado morir, nos habríamos ahorrado un montón de trabajo —decía Aspasia bromeando.

Al cabo de unos días, tal vez una semana aunque su percepción del tiempo todavía no era muy clara porque, según sospechaba, había jugo de amapola en el agua que bebía, soñó de nuevo con su padre, Kineas, la estatua, hablando sobre las tácticas de sitio. Cuando despertó, el sueño le resultó remoto y confuso, nada parecido a la inmediatez del primero. Salvo en un aspecto.

Pidió a Miriam que avisara a Neiron, que no tardó en acudir vestido otra vez con el quitón largo que caracterizaba el atuendo formal de los ciudadanos.

—¿Estabas en la asamblea? —preguntó Sátiro.

—Hemos ido a escuchar a los embajadores —contestó Neiron. Su semblante se lo dijo todo a Sátiro.

—Demetrio os ha rechazado —dijo Sátiro cansinamente.

—Demetrio tiene intención de arrasar esta ciudad, matar a todos los hombres, vender a todas las mujeres como esclavas y echar sal a nuestros campos. Se propone no dejar piedra sobre piedra, de modo que los hombres sepan a qué atenerse si desafían a los antigónidas. —Neiron apartó la vista. Tragó saliva—. Acompañó a los embajadores de una ciudad a otra para que vieran el poderío de su armamento. Tiene quinientas naves de guerra, contando las de los piratas. Y cuatrocientos mercantes para trasladar cinco mil soldados.

—Troya —susurró Sátiro.

Neiron aguzó el oído.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—¡Troya! —contestó Sátiro en voz alta—. Está jugando a ser Aquiles, o quizás Agamenón. —Se rio un poco—. O tal vez solo juegue a ser Alejandro.

—Si está jugando, juega en serio. Cuenta con mil naves, o poco le falta —agregó Neiron, y suspiró.

—Si vamos a ser los troyanos, más vale que nos preparemos para resistir —susurró Sátiro.

—¿Resistir? —Neiron soltó una carcajada cargada de amargura—. Los hombres están más interesados en discutir quién es culpable de este desastre que en trazar planes defensivos. La muralla del puerto no estará terminada porque el partido oligarca no está dispuesto a gastar el dinero necesario para finalizar las obras. El único motivo por el que no han huido al exilio es que temen ser capturados por los piratas.

—Si Demetrio ha rechazado la propuesta de rendición —dijo Sátiro en voz tan alta como pudo—, habrá que oponer resistencia.

Neiron se encogió de hombros.

—¿Nuestros hombres, Neiron? —preguntó Sátiro.

—Muchos han estado enfermos, señor. Aquejados de la misma enfermedad que tú. De hecho, corre el rumor de que Tolomeo la contrajo y murió. Otro motivo para que la ciudad esté desesperada. No hay esperanza.

Neiron se tapó el rostro con las manos.

Abraham respiró profundamente.

—Tu capitán de infantería de marina, Apolodoro, fue el que estuvo más grave después de ti, pero sobrevivió, y eso nos infundió esperanza, señor. Hace dos meses que se levantó de la cama y uno que hace ejercicio en el gimnasio. Murieron cuatro hombres y cincuenta se pusieron enfermos. Los infantes estuvieron más graves que cualquiera de los remeros.

Sátiro asintió.

—¿Pero se han recuperado? —preguntó Sátiro.

Neiron asintió.

—Y Abraham ha cuidado de ellos y les ha pagado, de manera que siguen siendo una tripulación.

—Bien —dijo Sátiro. Entornó los ojos—. Traedme a Apolodoro.

Daba la impresión de que solo tuviera que pestañear para que las cosas sucedieran. Cuando volvió a abrir los ojos, Apolodoro estaba allí, sentado en la silla de ébano. En cuanto vio que Sátiro lo miraba, hincó la rodilla en tierra y besó la mano de Sátiro.

—Señor, temía por ti. Enviaré una hecatombe al cielo, a Asclepio.

—Mejor le envías otra al arquero infalible, pues fue su arco el que tiró contra mí y contra ti. Anaxágoras cambió las tornas con un himno a Apolo. Lo vi, como también muchas otras cosas sagradas. Esto es lo que quiero decirte, Apolodoro.

Sátiro hizo una seña con la mano más fuerte y Apolodoro se acercó.

—Escucha las palabras de mi padre, pronunciadas en un sueño —dijo Sátiro, y le satisfizo que el capitán de los infantes tocara el amuleto azul que llevaba al cuello—. La rápida aparición de la fuerza secreta rara vez triunfará en la toma de una ciudad. Como sitiadora, tiene que ponerse a prueba; incluso a costa de perder los hombres más selectos de tu ejército, el ahorro en sangre y oro de semejante intento es casi incalculable. Cuando seáis comandantes, nunca os permitáis contar la pérdida de ese grupo selecto contra la posibilidad de tener éxito. Si una ciudad debe caer, si ese es el objetivo de vuestra campaña, no debe haber un precio personal que no estéis dispuestos a pagar por impío o inmoral en la toma de la ciudad.

—Tu padre te advierte de que Demetrio intentará tomar una de las puertas de la ciudad con sigilo… antes de que sus tropas desembarquen. —Apolodoro se frotó las manos—. Me encargaré de ello.

—Tienes que hacerlo en secreto —graznó Sátiro—. La manera más simple de tomar esta ciudad sería una traición, y aquí abundan los candidatos a traidor. Te encomiendo que los busques.

Apolodoro asintió.

Sátiro dejó caer la cabeza sobre la almohada.

—Hay otra cosa —dijo—. Esto no es de un sueño aunque, a decir verdad, fue dicho en un sueño y luego le he estado dando muchas vueltas, a veces con fiebre y otras con la mente tan clara como el mar. Necesito que lo lleves a cabo sin poner reparos. Requerirá de todos nuestros marineros y los mantendrá ocupados. ¿Te ocuparás de que se haga?

Apolodoro sonrió.

—Cualquier cosa que pidas, señor, siempre y cuando me obedezcas en lo concerniente a tu estado físico y me permitas comenzar a entrenarte. Tardé un mes en recuperar mis carnes, y tú estás mucho peor de lo que estaba yo.

Sátiro asintió. Ardía en deseos de transmitir su idea.

—Compra una casa —dijo—. Compra una casa en la parte occidental de la ciudad, cerca de la muralla. Y excava un túnel.

—¿Un túnel para escapar? ¿Debajo de la muralla? —preguntó Apolodoro. Parecía sorprendido y no demasiado complacido.

—El túnel debe llegar hasta la loma que queda detrás de la gran torre; hay un granero. La otra boca del túnel tiene que estar en el granero.

Sátiro asintió. Apolodoro se encogió de hombros.

—Dudo que haya alguien sobre la faz de la tierra que sea capaz de excavar un túnel tan largo.

Sátiro se obligó a incorporarse.

—Cavad, maldita sea —dijo—. Tenéis meses.

Y lo venció el sueño.

Dormir, despertar y comer. Intentaba caminar y caía en los brazos de Helios y Anaxágoras. Pero se negaba a permanecer tumbado y caminaba con los brazos como palos sobre sus hombros hasta que los músculos le ardían como los de un hombre que ha librado un largo combate contra otro más pesado en la arena de la palestra. Cuando se marchaban, riendo contentos por los progresos en su recuperación, lloraba de verse tan débil.

Sin embargo, caminar tenía su recompensa ya que el ejercicio le abría el apetito, y el apetito lo nutría para hacer ejercicio. Caminó en las piernas de otros hombres, luego con un bastón, cogido a Miriam mientras recorría su habitación de un lado al otro cinco veces, luego diez y luego cincuenta, y la curva de su cintura era una delicia.

Ahora bien, el mundo exterior parecía pudrirse con la misma celeridad con la que su cuerpo se curaba. El sol brilló hasta que de pronto una sucesión de tormentas de primavera hundieron dos naves de grano que casi habían burlado el bloqueo, y el desánimo volvió a adueñarse de la ciudad. Demetrio apresó otro mercante de grano y crucificó a su capitán, y eso supuso el fin de los intentos por burlar el bloqueo. Sus naves comenzaron a ser visibles en el estrecho continuamente, e incluso Miriam fue víctima del miedo y Abraham parecía envejecer ante los ojos de Sátiro.

—Tenemos comida para cinco meses —dijo Abraham—. ¡Oh, Sátiro! Tendría que haber sacado a mi hermana de aquí. Quiera Dios que no tenga que degollarla.

—Hermano —dijo Sátiro, y apoyó una mano en el hombro de Abraham—, volveremos a luchar codo con codo y no vamos a perder esta ciudad.

—Casi te creo —respondió Abraham.

—Adoramos a dioses diferentes —dijo Sátiro—, pero tal vez me entiendas si digo que fui enviado de regreso a Rodas para salvarla, si puedo. O al menos eso es lo que creo.

—Que estas palabras sean ciertas —dijo Abraham—. Para ser pagano, eres piadoso. Nunca te he oído blasfemar. ¿Dices la verdad?

—Por Zeus Sator —contestó Sátiro—. Te lo juro. Mi padre me habló sobre cómo salvar la ciudad, y Filocles también.

Abraham se levantó.

—Me parece que tengo demasiadas ganas de creerte —dijo.

Más tarde, Helios llegó con las manos sucias y tierra debajo de las uñas.

—¡Vas hecho un asco! —le recriminó Miriam.

Helios adoptó un aire culpable y se escabulló avergonzado a lavarse. Regresó cuando Miriam había ido a atender asuntos domésticos.

—Estamos excavando, señor —dijo.

Durante quince días estuvo caminando, disfrutando de la sensación del cuerpo de Miriam bajo su brazo; algunos apetitos se recobran con mucha facilidad, se dijo con socarronería. Miriam era viuda, la hermana de su compañero más íntimo y una mujer sumamente desdichada. No necesitaba sumar a sus males el convertirse en la querida del rey. Sátiro lo sabía, pero la enfermedad había creado entre ellos un vínculo como una cadena de hierro, vínculo que Sátiro sentía vivamente. Y cuando Miriam lo lavaba o le enjugaba el rostro, su mano se demoraba una fracción de segundo más de lo estrictamente preciso… ¿O acaso eran imaginaciones suyas?

Al cabo de quince días Apolodoro le llevó un viejo esclavo del gimnasio que ejercía de entrenador profesional, un hombre entrecano con cicatrices en los brazos y un dedo amputado.

Apolodoro se lo presentó.

—Este es Korus —dijo—. He prometido concederle la libertad cuando seas capaz de llevar armadura y blandir una espada.

Y con la incorporación de Korus al personal de la casa comenzó un tormento peor, en muchos aspectos, a la enfermedad que lo había precedido. Korus mandaba como un tirano, ordenándole comer y hacer ejercicio, y dicho ejercicio era brutal. Primero le hacía levantar pesas hasta que se le entumecían los brazos. Luego venían las piernas; lo obligaba a correr sin avanzar, moviendo los pies encima de toallas de lino sobre el suelo liso de baldosas, medio agachado y apoyándose en los brazos, hasta que se caía de bruces y se golpeaba la cabeza.

Y finalmente, la comida: Sátiro oía a Miriam levantar la voz enojada, furiosa en realidad, ante la exigencia de que las cocinas prepararan cerdo asado en cantidades dignas de un festín, y eso en una casa donde estaba prohibido el consumo de cerdo. El cerdo devino la causa de una guerra: Miriam se negaba a permitir que entrara en su cocina y Korus lo adquiría en otras partes y obligó a Sátiro a comerlo hasta hacerle aborrecer el olor. Miriam le daba pescado y pollo y Korus le daba cerdo; cinco o seis comidas al día, y a veces vomitaba debido a tal exceso.

Korus era incapaz de conversar. No era un hombre cultivado como Terón y no debatía sobre asuntos filosóficos ni religiosos. Tampoco hablaba de la guerra que amenazaba a la ciudad. Su único interés era el cuerpo de Sátiro, y era implacable en la persecución de su objetivo.

Tras varios días sometido a este régimen, cuando Sátiro se había abierto la cabeza al golpeársela contra el suelo por pura fatiga, Korus le exigió que se levantara y prosiguiera con el ejercicio, y Sátiro perdió los estribos.

—Deseo descansar —dijo con una voz autoritaria.

—Y una mierda, chico —repuso Korus. Todo el mundo era un chico, un país, para el entrenador—. Levanta el culo del suelo. Puedes hacerlo mejor.

Sátiro se puso de pie de un salto, orgulloso de controlar de nuevo algunas partes de su cuerpo tras cinco meses de enfermedad, y acto seguido se desplomó sobre la cama al fallarle las piernas mientras la habitación daba vueltas.

—Levántate, pedazo de inútil. Ponte de pie y a correr —dijo Korus sin siquiera levantar la voz.

—¿No ves que está agotado? —preguntó Miriam con acritud—. ¡Cómo te atreves a hablarle así!

Korus se mostró herido.

—¿A hablarle cómo, Despoina? Y tú, de pie de una puta vez. —Hizo caso omiso de Miriam y se plantó ante Sátiro—. De pie, he dicho.

—¡Está exhausto! —chilló Miriam—. ¿Tan estúpido eres?

Korus la miró.

—No soy estúpido en absoluto, Despoina. Soy lo bastante listo para saber que todavía le quedan fuerzas en los brazos y las piernas, y quiero ordeñar hasta la última gota de energía para poder devolvérsela en forma de alimento. De cerdo.

—¡Fuera de mi casa! —dijo Miriam con una intensidad asesina. Korus asintió.

—No, Despoina. Tengo permiso de tu hermano. No es agradable lo que estoy haciendo, pero lo hago bien.

—Le estás haciendo daño —respondió Miriam—. ¿Eso te gusta?

Korus se encogió de hombros.

—Yo no me hago daño, ¿verdad? Pero cuanto antes lo machaque, antes volverá a estar fuerte. Y podrá combatir. Eso es lo que pone en el contrato. Y aunque a ti te traiga sin cuidado, Despoina, resulta que estoy luchando por mi libertad. Llevo demasiado tiempo siendo un puto esclavo. Déjame prepararlo y luego haz lo que quieras con él.

El doble sentido de sus palabras fue tan obvio que Sátiro se levantó de la cama enojado y Miriam se sonrojó desde la raíz de su cabellera cobriza hasta la espalda, que le asomaba entre los pliegues del quitón.

—Sabía que aún te quedaba algo de energía, chavalito —dijo Korus cuando Sátiro se levantó.

Llegaron rumores acerca de Demetrio. Otros diciendo que Tolomeo había muerto, y Sátiro dijo a Abraham que se trataba precisamente del tipo de rumor mortífero que Demetrio haría llegar a la ciudad para sembrar el pánico.

Más sueño. Otro día de interminable tormento; levantar, acarrear y caer; más fracasos que éxitos. Sátiro odiaba la voz de Korus, su rudeza, su falta de conversación.

Y luego, por la noche…

Lo despertaron ruidos de lucha; lucha cercana, en la puerta del mar, y cuando tuvo los ojos abiertos vio el reflejo rojizo del fuego en el techo de su habitación y se levantó de la cama.

No tenía espada ni armadura. Pero era obvio que se estaba llevando a cabo una intentona de asalto. Oía voces, el inconfundible ruido de una lucha a muerte. La voz de la hoja de la espada, el canto del hacha, el resonar del escudo bajo la lanza y el quejumbroso coro de los heridos y agonizantes. Desde su ventana, que se abría al puerto, podía verlo tan claro como el día: por la nueva puerta del mar entraban hombres a raudales y en el malecón había naves que antes no estaban allí. Sátiro encontró una clámide, probablemente de Helios, olvidada por descuido, y se envolvió con ella antes de dirigirse a la escalera que bajaba desde su habitación al patio.

No había pisado un peldaño en cinco meses y cuando llegó a los pies de la escalera iba agarrado a la barandilla con las dos manos como un hombre agarrado a un madero flotante después de un naufragio. Fue hasta la puerta del patio y la encontró cerrada con una recia barra.

Una barra que habría podido levantar cuando tenía trece años; una barra de pesada madera que habría hecho reír a Terón. No podía moverla, no podía correrla en su desgastado canal de piedra. Como si fuese un chiquillo.

Apretó los dientes y empujó la barra con las dos manos. Antes podría haber cortado un obenque de un solo mandoble. Antes podría haberle cortado la cabeza a un buey de un solo hachazo. Ahora todo lo que deseaba era mover la barra de la verja de una casa. Empujó con todas sus fuerzas y rezó a Heracles. Finalmente la barra se deslizó algo más de un palmo y la puerta se abrió lo suficiente para que pasara un hombre, y salió al tiempo que se empezó a oír un griterío a sus espaldas.

Intentó correr hacia la puerta del mar pero tropezó con un adoquín suelto y se cayó al suelo. Un grupo de hombres armados y desarmados corría hacia él. Estaba indefenso; después de la caída no creía que pudiera ponerse de pie. Débil e incapaz de oponer resistencia, los observó aproximarse. Pasaron por encima de él. Solo un pie le golpeó las costillas; el dolor tremendo de una bota con tachuelas en el vientre, y acto seguido el pelotón desapareció, sin dejar de correr, haciendo caso omiso de su cuerpo tendido sobre la inmundicia de la calle.

Faltó poco para que se echara a reír. Eran infantes de marina antigónidas, y habían pasado por alto la presencia del Rey del Bósforo tendido en una calle rodia. Pero el daño era demasiado agudo para reír, e intentó ponerse de lado para protegerse las entrañas.

Un estrépito de hierro y bronce resonó en lo alto de la calle. Los sonidos se oían con claridad, y su cabeza funcionaba aunque sus tendones no lo hicieran. Los hombres que habían pasado por encima de él estaban siendo atacados.

—Estáis rodeados —oyó decir a Apolodoro por encima del ruido de los hombres que morían—. Soltad las armas o morid.

Pese a una bruma de frustración, ira, daño y temor, Sátiro se alegró.

La alegría de los defensores por salvar su ciudad del intento de asalto se vio empañada por el hallazgo del Rey del Bósforo tendido en la calle delante de casa del judío Abraham, maldiciendo su propia debilidad. Entre varios hombres lo llevaron de regreso a la cama y Aspasia, que parecía una furia con pelo cano despeinado, lo fustigó como si fuese un niño y lo humilló mucho más a conciencia que Korus.

—¿Acaso pensabas coger una espada y un escudo? ¿Para ayudar en la defensa de la ciudad? Eres un insensato, rey Sátiro. ¿Crees que te salvamos para que pudieras arriesgar tu vida como un idiota?

Y Neiron lo miró fijamente.

—Estos arrebatos son como una enfermedad. Escucha, rey. Mataste a medio millar de hombres a causa de tu hubris en la tormenta, y anoche casi consigues que te maten. Esta ciudad te necesita. ¿Quién hizo los preparativos para repeler el ataque sorpresa? ¿Y aún eres tan necio para ir en persona?

Sátiro permaneció en la cama mientras Aspasia y Miriam lo lavaban y le cambiaban las sábanas. Ambas estaban tan enojadas que no decían palabra. Miriam lo arropó bruscamente. Volvió a sentirse como un niño pequeño, esta vez como un niño que hubiese contrariado a su madre y a su tía.

Pero en su fuero interno se sentía infinitamente mejor.

El sol del nuevo día borró cualquier resto de enojo con Sátiro. La primavera resplandecía sobre el mar, el agua era tan azul como el lapislázuli recién cortado y el sol, un disco rojizo en un cielo cobrizo. El día era tan hermoso como todos los recuerdos de juventud de todas las personas que lo contemplaban desde sus ventanas, desde las murallas, desde las colinas de encima de la ciudad y desde el puerto ennegrecido por el humo donde Apolodoro había tendido su trampa, desbaratando el asalto del enemigo y quemando sus naves.

No obstante, la belleza del día fue tan efímera como el triunfo de la víspera porque el mar que se extendía azul hacia el norte estaba atestado de naves negras. Mil naves. Una armada invencible.