Capítulo 17

Kineas de Atenas, reproducido en bronce, el blanco de los ojos de oro puro, las pupilas de lapislázuli, se erguía en el vestuario del gimnasio con una esbelta vara de vid en la mano. Cuando hablaba, sus dientes de plata le brillaban en la boca junto a la lengua de bronce.

Sátiro estaba pasmado por el efecto, pero las palabras que su padre decía eran claras y serias, cargadas de importancia. Sátiro se inclinó hacia delante, tratando de escuchar, pero el juego de la luz en el rostro metálico de su padre lo volvió a distraer y le llenó los ojos, de modo que se puso a divagar como un niño que elude sus lecciones, fantaseando con vuelos, con el cielo, con las nubes…

¡Sátiro! ¡Presta atención! —La voz de Filocles: la voz aguda y cortante de un preceptor grave y enojado. Sátiro se encogió por miedo a que el profesor le cruzara la espalda con la vara y acto seguido se irguió en el asiento.

Volvió la cabeza y vio que Filocles estaba detrás de él, también reproducido en metales nobles; la misma estatua que acababa de ser entregada en Tanais, solo que animada. Y sentado detrás de él, donde Jenofonte siempre se sentaba en clase en Alejandría, estaba Estratocles el Informador, que mostraba el mismo terror ante Filocles que solía mostrar Jenofonte.

Había otros chicos. Vio a Demetrio el Rubio a su izquierda, ¿y no era posible que el chico de la cabeza redonda fuese Pantero de Rodas? De pronto la vara de Filocles lo golpeó con su acostumbrada fuerza; el dolor le recorrió el cuerpo, pero no desde la espalda sino desde los pulmones, y tenía sangre en el pecho.

¡Sátiro! ¡Presta atención!

¿Va a morir? —preguntó Srayanka. Su madre era guapa; tenía el pelo tallado en una piedra negra y le colgaba libre, lindamente peinado, como lo hacía cuando él era niño, en las raras ocasiones en que se vestía como una griega.

¡Te lo garantizo! —dijo Filocles con un resoplido—. Es mortal, ¿no? Y la muerte es la condición ineludible de todos los mortales, ¿no?

La vara del preceptor le golpeó la espalda otra vez, y le salió más sangre de la boca, que derramó sobre su pecho.

¿Tanto tiempo pasas con tu padre que puedes permitirte ignorarlo cuando habla? —preguntó Filocles.

Sátiro miró a su padre y se quedó fascinado con el juego de la luz en sus ojos dorados. Se obligó a escuchar la lección, haciendo caso omiso del montón de preguntas que llamaba a la puerta de su mente…

«¿Cómo es posible que mi padre esté hablando en el gimnasio de Alejandría?

»¿Cómo es posible que hable una estatua?

»¿Quién ha dejado entrar a mi madre en el gimnasio, siendo una mujer?

»¿Acaso tampoco está muerta?

»¿Por qué está Estratocles aquí? ¿Dónde está Jenofonte? Está muerto. Debería estar aquí. Pero yo también lo estoy. ¿Estoy muerto?

»¿Esto es la muerte?»

La vara volvió a golpearlo, obligándolo a echarse hacia delante entre toses, y cada vez que tosía le manaba más sangre de la boca. Finalmente, exhausto, cayó para atrás.

Jenofonte lo recogió, como tan a menudo lo había hecho en clase.

¡Deberías escuchar, Sátiro!

Sátiro se recostó apoyando la cabeza en las piernas de su amigo y observó a su padre, la estatua.

Su padre le sostuvo la mirada y sonrió.

Me alegra mucho que por fin me prestes atención, muchacho.

Era como si pudiera verse a sí mismo. Zeus Sator, tenía un aspecto espantoso. Sangre en la ropa de cama, ojos desorbitados. ¡Apolo! ¡Tenía los ojos tan amarillos como los ojos de oro de las estatuas!

Se encontraba en una habitación que le resultaba familiar, y la habitación estaba llena de personas que le resultaban familiares, pero en ese preciso momento Sátiro era incapaz de dar nombre a los actores o al lugar y tan solo flotaba, observando a la mujer de pelo moreno que le limpiaba la sangre del pecho mientras otra mujer, más añosa, le hacía engullir algo. Había dos muchachos aguardando cerca, observando con la impotencia de los hombres que no saben cómo hacer algo útil.

La mujer mayor terminó su tarea y negó con la cabeza.

—Se está yendo —dijo. Hizo una pausa para hacer girar la cabeza y flexionar los músculos de los hombros—. He dicho que se está yendo, niña. Permite que se vaya. Deja el lavado a los limpiadores de cadáveres.

La mujer morena siguió lavándolo, moviendo las manos con violenta determinación. Sátiro, aun estando tan lejos, pudo interpretar que aquella mujer tenía intención de dejarlo bien limpio; limpio de muerte, si le fuese posible.

Sátiro hizo una mueca al ver su propio cuerpo, que estaba muy delgado. ¿Dónde estaban sus músculos? ¿Dónde estaba su fuerza? Sus brazos eran como palos, las piernas parecían de mujer. Deseó que se le cerraran los ojos para ocultar el espantoso amarillo.

—Todavía no ha muerto —dijo la mujer más joven.

La mujer mayor miró a los hombres.

—Traednos agua, tan fresca y fría como sea posible.

Salieron presurosos de la habitación y la joven abrió los ojos con ademán inquisitivo.

—¿Se te ha ocurrido algo? —preguntó. Decir que sus ojos brillaban de esperanza sería dar a entender demasiado. Tal vez, pensó Sátiro, así era como se reflejaba la esperanza de tener esperanza.

Deseó ser capaz de recordar el nombre de la joven que tan entregada estaba a él, y deseó poder recompensarla por su entrega. Él no habría tocado un cuerpo como aquel ni siquiera con una espada.

«Soy una ruina —pensó—. Dejadme morir. No me gustaría tener que vivir así.»

La mujer mayor se encogió de hombros.

—No, querida. Solo quería que salieran de la habitación. Voy a darle jugo de amapola.

—Pero… —La joven negó con la cabeza—. Dijiste…

Y la mujer mayor esbozó una sonrisa.

—Eres una buena chica. Hace dos meses, cuando luchábamos contra la enfermedad con un cuerpo fuerte, temía inducirle de nuevo su adicción. Ahora solo intento que muera tranquilo. Allí donde va no habrá adicción que valga.

La joven dio la espalda a la mujer mayor y Sátiro pudo ver que no era una chica sino una mujer adulta. Y no era su hermana. Había esperado que fuese su hermana. Amaba a su hermana, y ese sentimiento, ese amor, la pérdida de Melita, allí donde estuviera, se le echó encima como una ola y lo apagó como si fuese una lámpara de aceite.

El sitio es la forma de guerra más mortífera para el soldado y el ciudadano. El sitio es la única batalla en la que mujeres y esclavos son soldados; el único campo de batalla en el que los hombres, no los dioses, crean el terreno; solo en un sitio puede verse un hombre obligado a luchar todo el día, dormir, levantarse y seguir combatiendo. Los ejércitos que emprenden sitios prolongados a menudo acaban destrozados y nunca vuelven a ser útiles como ejércitos. Las ciudades que sobreviven a un sitio pueden morir de agotamiento; las ciudades que son tomadas en un sitio son saqueadas. Las leyes marciales que protegen a los cautivos y los rehenes quedan en nada porque un ejército que sitia una ciudad debe asumir riesgos, azares y un espantoso número de bajas para cumplir con su objetivo, y como consecuencia, cuando ese ejército es victorioso, se toma su venganza. Se mata a todos los hombres, libres o esclavos, nobles o plebeyos. Los templos se saquean y se queman, y eso no se considera un acto de impiedad. Se viola a las mujeres, no una vez sino hasta desmoralizarlas y luego se venden como esclavas para que trabajen en el telar de otro y en la cama de otro hasta que mueran.

Y sin embargo, por virtud de las mismas leyes despiadadas que dictan que los sitiadores victoriosos actúen como animales y saqueen la ciudad, la propia ciudad empleará cualquier dispositivo, cualquier estratagema, cualquier táctica por temeraria que sea para impedir el saqueo. Sobornará, coaccionará, seducirá; malbaratará la vida de sus ciudadanos en misiones de combate para quemar el campamento enemigo, expulsará a los esclavos de la ciudad y los verá morir de hambre bajo sus murallas, incluso a los viejos criados de las familias. Sacrificará ciudadanos como los sacerdotes sacrifican cabras, y contarán el coste a la ligera. Porque la derrota significa extinción, degradación, horror y muerte.

Y esta contienda se libra con toda la ciencia que ha desarrollado el hombre, con toda la pasión que los dioses han dado al hombre para cosas mejores, con la crueldad que los hombres deberían reservar para luchar contra las bestias. Bien podría el viejo Platón decir que para ver lo peor que puede sacar el hombre de sí mismo, basta con observar el sitio de una ciudad.

Pero hoy debatiremos cómo es mejor sitiar una ciudad, y cómo es mejor defenderla. Yo he hecho ambas cosas. Y para ayudaros en esta consideración, emplearé lo que Filocles os ha enseñado sobre el cuerpo humano, y os pediré que uséis el cuerpo como un modelo de la ciudad. En esto soy poco original puesto que Platón y Aristóteles lo hicieron antes que yo.

¿Cómo ataca el cuerpo una enfermedad? Sostendré que puede atacarlo de dos maneras, igual que un sitiador. Comenzaremos por el sigilo. Tras explorar concienzudamente el cuerpo, puedo intentar apoderarme del cuerpo mediante un repentino asalto por sus puertas; tomar una puerta lateral de una poterna, tal vez, en un inteligente ataque al despuntar el día mientras los centinelas del cuerpo todavía están dormidos. Y de repente el contagio, y las defensas del cuerpo no tienen ocasión de reaccionar antes de que el sanador pueda rezar a los dioses o administrar alguna medicina; antes de que un baño esté preparado para limpiarla, la ciudadela ha contraído la rápida enfermedad mortal y el hombre es un cadáver que se enfría. ¿Acaso no lo hemos visto alguna vez?

Pero la rápida aparición de la fuerza secreta rara vez triunfará en la toma de una ciudad. Como sitiadora, tiene que ponerse a prueba; incluso a costa de perder los hombres más selectos de tu ejército, el ahorro en sangre y oro de semejante intento es casi incalculable. Cuando seáis comandantes, nunca os permitáis contar la pérdida de ese grupo selecto contra la posibilidad de tener éxito. Si una ciudad debe caer, si ese es el objetivo de vuestra campaña, no debe haber un precio personal que no estéis dispuestos a pagar por impío o inmoral en la toma de la ciudad.

Yo perdí a mi hipereta, mi más viejo amigo, en la toma de una ciudadela. Lo lloré pero lo conté como un precio razonable.

De la misma manera, si os encontráis defendiendo una ciudad, debéis estar preparados desde el principio a ser blanco de un rápido asalto de vuestras puertas por parte de fuerzas secretas. Debéis asumir que toda proposición de parlamentar encubre un ataque. Desde el primer indicio de que podéis veros sitiados, debéis cambiar a los guardias de las puertas regularmente, y cambiar también a los oficiales que defienden las torres, asumiendo, siempre, que todo hombre puede ser sobornado. Esta es una manera hiriente de tratar a vuestros conciudadanos, pero todo lo relacionado con un sitio es hiriente. Muchos morirán, y muchas cosas e ideas que apreciamos también morirán; el amor muere de hambre tanto como de enfermedad, y también el honor se sacrifica o se pierde con demasiada frecuencia, porque el sitio no es una batalla de un día que saca lo mejor de los mejores hombres, sino una interminable contienda que da a toda mente la oportunidad de mostrar sus más oscuros excesos.

Pero consideremos qué ocurre cuando la fuerza secreta ha fallado. En un ataque contra el cuerpo, la enfermedad ahora se conforma con sitiar la ciudadela. La enfermedad ya tiene alojamiento, ha tomado el control de una parte del cuerpo. Una herida, tal vez, que se inflama, o la fiebre que traen consigo el aire viciado o el miasma. Esta clase de enfermedad no puede ganar la ciudadela con un solo combate; el cuerpo humano es demasiado fuerte salvo que ya lo hayan minado la mala alimentación, la falta de sueño, la ausencia de ejercicio, los achaques de la edad u otros males, tal como una ciudad que sobrevive a un asalto inicial durará mucho tiempo salvo que ya la hayan debilitado las luchas intestinas, las derrotas militares, el mal gobierno, la hambruna y demás cosas por el estilo. De ahí que la enfermedad deba trabajar minuciosamente. Debe socavar las murallas de la salud impidiendo dormir al cuerpo; agotando sus músculos con ejercicios agobiantes; subiendo y bajando la temperatura corporal para estimular un clima adverso, estimular sueños que rompen la fibra moral y destruyen la voluntad del cuerpo a resistir mientras el sitiador tratará de infiltrar espías y difundir informaciones falsas.

Y cuando el cuerpo esté suficientemente débil, caerá. O debería caer. A veces el cuerpo cuenta con un defensor excepcional: la voluntad. Y la voluntad puede mandar a las defensas igual que un tirano manda a su escolta. Los tiranos, en muchos casos, son malos gobernantes, pero a menudo son la nuez más difícil de romper en un sitio porque tienen la voluntad de resistir hasta el mismísimo final. Si la mente tiene esta determinación, puede resistir la enfermedad hasta el punto en que la propia enfermedad muere. Asimismo, una ciudad que no haya perdido el juicio, que recuerde el precio del fracaso, que tenga la voluntad de un tirano aun siendo una democracia, puede resistir y vencer al sitiador.

Otro día me explayaré más sobre tácticas, sobre cómo reforzar una puerta, sobre cómo construir una torre, sobre cómo emplear arena caliente y plomo derretido, sobre cómo construir un túnel secreto. Pero ya he hablado bastante por hoy, y algunos de vosotros estáis a punto de dormiros.

Sátiro, esto te lo digo a ti. Si deseas vivir, vive.

Con estas palabras resonando en sus oídos, Sátiro se despertó.

Quizá no sea exacto decir que Sátiro despertó. Salió del sueño de su padre, un sueño de colores más vívidos que el mundo real, con estatuas que hablaban y las almas de hombres muertos, para aparecer en un mundo mucho más parecido al mundo que habitaba a diario, excepto que lo veía de lejos, como si fuese la primera vez. Allí, en la cama, yacía su cuerpo descarnado.

Helios, a quien reconoció de inmediato, dormitaba en una silla. La mujer mandona de pelo gris hierro dormía en un kline bajo un gran ventanal. Fuera, el sol brillaba resplandeciente sobre el puerto de la ciudad, y las obras en las murallas proseguían con el mismo frenesí. Al otro lado del puerto, amarrado a un nuevo embarcadero, el Areté era el barco más grande del puerto de Rodas.

«O sea que estoy en Rodas», se dijo Sátiro.

La mujer de piernas largas de su sueño entró en la habitación con un pequeño lekythos del que sirvió leche en un tazón. Sátiro olió el jugo de amapola en cuanto lo vertió, y ansió tomarlo en cuanto lo olió.

Ella cogió una cucharilla de hueso y le metió un poco en la boca. A Sátiro le maravilló que soportara siquiera tocarlo; parecía un cadáver. Daba la impresión de que la cabeza le hubiera crecido sin la menor proporción a su cuerpo, y sus hombros, antaño musculosos, eran puro hueso.

—¿Qué voy a contarte hoy? —comenzó, y algo en su voz le dijo que aquello era una costumbre, una vieja costumbre. «¿Cuánto tiempo lleva hablándome? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Dos meses?»

—Demetrio tiene doscientas veinte naves reunidas en Mileto, o al menos eso dice Pantero. Viene a menudo a verte con Menón. Aquí nadie ha olvidado lo que hiciste por nosotros, Sátiro. —Su voz era amable. Le tomó la mano y con un dedo le acarició la palma—. Dicen que vendrá hacia aquí con el primer viento portante de la primavera, con cuarenta mil hombres en naves de transporte. Por eso la ciudad entera se está preparando para el sitio, y oh, ¡cuánto desea mi hermano que te recuperes! —Se inclinó y le besó la frente—. Todo el mundo pregunta por ti, rey Sátiro.

Entonces se levantó y cruzó silenciosamente la habitación embaldosada, rodeando con cuidado a Helios. En la puerta habló de nuevo pero su tono fue diferente. Sátiro vio que le hablaba a un rollo que colgaba de la pared.

—¿Tanto sería, oh alto y solitario dios, dejar que este hombre viviera? —dijo, dirigiéndose al rollo.

«Nunca adoptes ese tono con los dioses», quiso reprenderla Sátiro, pues sonaba amargada, enojada y resentida, como un niño pequeño que ha descubierto la falibilidad de sus padres.

Helios se despertó sobresaltado.

—¿Ama Miriam? —preguntó.

«Miriam.»

La muchacha entró otra vez en la habitación.

—Perdona, Helios.

—Dioses, Despoina, soy yo quien debe disculparse. Tendría que haber estado despierto. —Helios se restregó los ojos—. Anoche llamaba a su padre y a Filocles, y volvió a toser sangre. —Helios miró a la mujer mayor tendida en el kline—. Aspasia ya no cree que vaya a vivir, ¿verdad?

Miriam hizo una mueca. No era lo bastante mayor para comportarse como una matrona pero lo intentó, dominando sus emociones tan bien como pudo.

—Estás en lo cierto. Y es posible que ella también. —Miriam se apoyó contra la jamba de la puerta y se restregó los ojos—. Ningún hombre debería ser capaz de vivir tanto tiempo sin comida. Pero le estoy dando amapola, y lo mismo hace Aspasia. Le aliviará en su final… o le permitirá comer.

—Tiene una voluntad de hierro —dijo Helios con la parsimonia del joven que ha adquirido grandes conocimientos—. No morirá fácilmente. Y sin embargo… Oh, Despoina. Se culpaba por todos los que perdió en la tormenta. Anaxágoras dice que fue eso y no el miasma lo que le hizo enfermar.

—Anaxágoras cree que puede curarse con música —respondió Miriam. Suspiró—. Y sin embargo Anaxágoras también está lleno de sabiduría. ¿Por qué somos todos tan sabios y ninguno de nosotros es capaz de salvarlo?

«Perdidos en la tormenta», resonó en su mente. Sí. Diocles, Sarpax, Akes, Dionisio. ¿Cuántas naves perdidas? ¿Siete? ¿Y todos sus tripulantes? Mil quinientos hombres perdidos porque tuvo la sensación de que tenía que…

«Debía hacerse. —¿Solo me estoy defendiendo del cargo de irreflexión? ¿O creo realmente que debía hacerse?»

«Perdí a mi hipereta, mi más viejo amigo, en la toma de una ciudadela. Lo lloré pero lo conté como un precio razonable.» Lo había dicho su padre. En un sueño.

El cuerpo que yacía en la cama se estremeció, y Sátiro cayó dentro de los ojos del cadáver, metiéndose en largos túneles…

Filocles estaba sentado entre dos hombres que Sátiro solo conocía de las estatuas: Sócrates y Arimnestos, el héroe de la familia. El platense que había salvado Grecia. Los tres estaban inmortalizados en bronce y oro, vistiendo quitones de mármol. Detrás de ellos se erguía la estatua crisoelefantina de Atenea Niké.

Filocles se inclinó sobre la mesa que tenía delante. Sátiro no se atrevió a volver la cabeza pero pensó que de repente debían de estar en Atenas, en el templo de Atenea Niké de la Acrópolis. Ni idea de por qué.

Te acusas de la pérdida de mil quinientos hombres —dijo Filocles—. ¿Realmente quieres un examen en profundidad? ¿O tan solo te regodearás en esa culpa una temporada y luego la apartarás de tu mente?

Una vida no examinada no merece la pena vivirla —dijo Sócrates—. Hagamos un juicio justo.

Cualquier comandante que malgasta el tiempo contando los cadáveres de sus amigos vale una mierda —dijo Arimnestos—. Todo este sentimentalismo no hará más que debilitarte. —Él, a su vez, se inclinó sobre la mesa—. A no ser que los dilapidaras, ¿eh? Eso sería vergonzoso. Los hombres tienen vidas; incluso los esclavos. Incluso los remeros. Tal vez no tan dignas como la tuya, pero no están ahí para ser despilfarradas.

Dejad hablar al muchacho —dijo Sócrates con amabilidad—. Escucha. Chico. Una vez que tomemos este camino te juzgarás tú mismo, y si descubres que no das la talla, será mucho peor que lo de esos idiotas que me ordenaron beber cicuta. —Soltó un resoplido—. Ningún hombre puede huir de sí mismo. Como tampoco es necesario que se considere sabio porque sepa que las peores furias no son las suyas.

Filocles sostenía un compás de puntas en una mano.

Vamos —dijo, tal como lo hacía cuando pedía a un Sátiro mucho más joven que le diera una respuesta en clase de geometría—. Vamos, ¿someterás el caso a juicio?

Sátiro se incorporó.

Lo haré.

Arimnestos se rio.

Siendo así, tengo listo mi veredicto.

Sócrates asintió.

Sí, muchacho, yo también estoy listo.

Sátiro se sintió como si le hubiese azotado una tormenta.

¡Pero faltan las pruebas!

Filocles asintió.

Se ha acabado. Escucha, muchacho, todo está en tu cabeza. —Dedicó una de sus escasas sonrisas a Arimnestos—. Detestaría tener que decirle a su padre que ha sido hallado culpable.

Arimnestos asintió respetuosamente a Filocles y luego se volvió hacia Sátiro.

Tú, muchacho, eres impetuoso.

Sócrates asintió.

Demasiado osado. Insensato. Dado a correr riesgos porque crees que puedes arrostrarlos con suerte y planificación.

Filocles asintió.

De hecho, es precisamente esta virtud, la capacidad de atacar a un enemigo de improviso, de trazar un plan sobre la marcha, calcular el riesgo y superarlo mentalmente, la que está en juego en este tribunal. Habiendo perdido a mil quinientos hombres, ¿volverás a confiar en ti mismo alguna vez?

Sócrates asintió.

Exacto. —Miró un momento a Filocles—. ¿Dices que eres espartano?

Filocles se encogió de hombros.

Es la verdad.

Humm —dijo Sócrates—. Un espartano educado. Aun así, el mundo es ancho y ningún hombre posee la sabiduría de los dioses, o siquiera la de los demás hombres. —Se mesó la barba—. Escucha, muchacho. Cuando resistí en Delio, cuando el joven Alcibíades me rescató, perdí a mis dos amigos más íntimos porque cuando resistí, ellos resistieron. Y no obstante supe que había matado a mi Niceas y a mi Casandro como si yo mismo les hubiera cortado el cuello con mi kopis . Y sin embargo estuve convencido, con todo el convencimiento de la juventud, de que estaba haciendo lo correcto. Lo moral. Lo que Aquiles habría hecho. —Sócrates se encogió de hombros—. Sus espíritus me agobiaban todos los días, por supuesto. Aun cuando me mantuviera firme en mi convencimiento. De hecho, diría que sus espíritus me convirtieron en Sócrates el Sofista . Tuve que buscar respuestas.

Arimnestos miró a Sócrates y sonrió, aunque la suya no fue una sonrisa muy agradable.

Estoy seguro de que la sofistería te honra —dijo el guerrero—. Perdí amigos como los niños pierden juguetes. ¿Cómo no iba a ser así? Para mí el lugar donde luchar siempre era el lugar donde el combate era más reñido; dioses, cómo me gustaba. Y si mis amigos me seguían, si me seguían donde Ares bailaba, muchos de ellos morirían. ¿Era culpa mía? No soy un loco, Sátiro. Eso me preocupaba tanto como a cualquier comandante que valga dos pedos. Pero no me preocupaba más de la cuenta. Cuando el bronce resuena y el hierro reluce, matas o te matan. Y luego haces las paces contigo, si puedes, o te vuelves —el guerrero miró al sofista— loco como una cabra. —Se encogió de hombros—. O pierdes contacto con lo divino y te conviertes en un animal.

Filocles hizo una mueca.

Sátiro, estoy sentado entre estos dos por una razón, como tú, que siempre fuiste un chico brillante, habrás adivinado ya. Veamos, por favor. ¿Cuál es tu veredicto?

Sátiro miró fuera del templo y vio los espíritus de miles de hombres, estaban Ataelo y Samahe, y el propio Filocles, y la chica sármata a la que había disparado, la primera persona a quien había matado a sangre fría, y estaba el macedonio al que había hecho morder el polvo en Gaza… Ares, había moles. ¿Aquel del fondo era Diocles? Fantasmas, volutas, y sin embargo parecían extenderse por la Vía Panatenaica. Murmuraban. No los oía pero no obstante le infundían mucho miedo.

Las tres estatuas se mantenían inamovibles delante de él. Y detrás de ellas tres estaba Niké, hecha de mármol, dorada y pintada, que le sonrió.

¿Quiénes son? —preguntó Sátiro, molesto por el miedo que traslucía su voz. Señaló con el pulgar a los fantasmas.

El jurado —contestó Niké—. Ni se te ocurra sobornarlos. ¡Están muertos!

Y se echó a reír, y su risa fue un sonido fluido como un arroyo en primavera, ligero y cantarín.

Volvía a flotar en la habitación y observaba a Aspasia, así se llamaba. Ya lo había curado en otra ocasión, descubrió su adicción al jugo de amapola y lo ayudó a superarla.

Aspasia se movía por la habitación con determinación, como un trierarca en la cubierta de una nave de guerra surcando los mares a remo. Callada y confiada, preparó una tisana de hierbas y fármacos con agua caliente y se la fue dando a cucharadas.

Sátiro, viéndose a sí mismo, se preguntó por qué se molestaban. Tenía la piel transparente como el pergamino más caro, y el tono del pergamino era amarillo, un color espantoso. Mientras arrugaba la nariz ante semejante color, la figura raquítica de la cama se retorcía y gritaba.

Aspasia le susurraba palabras cariñosas, apartándole el pelo de la cara con ternura. De pronto, mientras le peinaba los rizos desordenados, se detuvo, murmuró algo inaudible y le apoyó el dorso de la mano en la frente y luego en la mejilla. Acto seguido lo destapó y le metió la mano en la entrepierna.

—Ay —dijo, y volvió a taparlo hasta cubrirle la cara.

Troya… El sitio de Troya… Interminable. Sátiro luchaba y luchaba día tras día; era Menelao, era Aquiles, era Héctor y Eneas. Diomedes

Aspasia regresó con Abraham, que ya lloraba, y Miriam, Helios, Anaxágoras y Neiron. Neiron lucía un quitón completo, como un propietario acaudalado camino de la asamblea. Aspasia llevaba un espejo de plata en la mano y lo frotó contra su pecho hasta sacarle brillo.

—¿Hay noticias de su hermana? —preguntó.

—No —contestó Neiron—. Y ahora su hijo es rey, supongo. Un festín de cuervos si los heraclianos…

—¿Es que no tenéis corazón los gentiles? —preguntó Miriam—. ¿Acaso Sátiro no era un hombre? ¿Vuestro amigo? ¿Y solo queréis hablar de su herencia?

Neiron se encogió de hombros.

—Despoina, era rey. De haber vivido, hubiese querido que su reino viviera, no que lo descuartizaran como hace un carnicero con un cerdo.

«¡Zeus Sator! Cuánta razón llevas, viejo.»

Miriam se sentó en el borde de la cama y le acercó el espejo a los labios.

—Nunca está de más asegurarse —dijo con total naturalidad—. Está frío —agregó, y suspiró estremeciéndose—. Neiron, perdón.

—No hay nada que perdonar, Despoina. Lo apreciaba. Más, me temo, de lo que le permití saber, pero soy lo bastante viejo para no querer que el mundo vea todo lo que cruza el puente de mis pensamientos.

Abraham negó con la cabeza. Levantó los puños al cielo. Luego recobró la compostura. Miriam le agarró un brazo y su hermano la abrazó.

Helios lloraba.

Anaxágoras se sentó en la silla y se puso a tocar una pequeña lira.

Aspasia le lanzó una mirada adusta.

—Trabajé para Orfeo —dijo Anaxágoras, sonriendo.

—Al Hades con tu blasfemia —respondió la médico sacerdotisa.

Pero la sencilla melodía que tocó fue como un canto fúnebre, como una marcha, como un himno. Sus manos parecían fluir sobre las cuerdas de la lira, que sonaba más fuerte de lo esperado, ralentizando las notas hasta que caían una por una como gotas de agua en un desierto, y luego Anaxágoras acarició todas las cuerdas como si limpiara una pizarra y comenzó a marcar el ritmo con una sandalia contra el suelo, un ritmo tan pegadizo que Miriam, arrebujada entre los brazos de su hermano, se sorprendió dándoles palmaditas en la espalda mientras Helios lo hacía contra el brazo de la silla y el mentón de Neiron se movía levemente de arriba abajo.

—Ven y ocupa tu lugar, Sátiro —dijo Anaxágoras—. Aquiles dijo —y aquí el ritmo fue más marcado—, Aquiles dijo que era mejor ser el esclavo del peor amo entre los vivos que ser rey entre los muertos.

Y entonces su mano derecha reanudó el movimiento y las notas comenzaron a caer y fluir más rápidamente y con más insistencia…

Anaxágoras se puso a cantar, y la voz ronca de Neiron se le unió al instante, lo mismo que Aspasia, con los ojos brillantes, y que Helios, vacilante…

¡Hijas de las musas que recorréis las laderas boscosas del Olimpo!

Tal era la letra del peán para Apolo, la canción que cantaban las doncellas al dios recién nacido y que los hombres rugían a modo de desafío cuando se disponían a vender cara su vida.

Las notas caían como una cascada de sonido y gloria, y Sátiro se encontró con que podía elegir si así lo deseaba, y eligió caer con la cascada de regreso a la profunda charca de su cuerpo…

Y la música siguió, la magia más potente del hombre contra las tinieblas, la salvación del remero, la ayuda del guerrero, la luz de la bailarina doncella hasta que la cabeza de Sátiro estuvo más llena de notas que de fiebre.

Y cuando la música terminó, hubo silencio y oscuridad.

Lejos, muy lejos, oyó decir a la curandera:

—Mira esto. Me he equivocado, y todo este alboroto por nada, querida. ¿Ves que su aliento ha empañado la plata? Siempre es mejor asegurarse.

Pero respiró entrecortadamente y faltó poco para que sollozara mientras detrás de ella Helios y Anaxágoras terminaron el himno.