Gaza, Palestina
Antígono el Tuerto no necesitaba un taburete de marfil para parecer importante. Estaba sentado en un taburete de hierro forrado de corderillo y mantenía los hombros tan cuadrados como los de un hombre de cincuenta años. O de treinta. Tenía ochenta.
Su hijo entró. No parecía él mismo: el pelo seco y descolorido, no la llama de oro que solía parecer. Tenía ojeras como magulladuras y la piel parecía más una imagen de cera que la de un hombre activo.
—Un asiento para el Rey de Egipto —dijo Antígono a un esclavo.
Demetrio se rio.
—El rey de Egipto es Tolomeo, padre.
Un esclavo le puso una copa de vino en la mano y se la bebió de un trago.
—¡Los dioses lo maldigan! —gritó Antígono—. ¡Putas y cabrones! ¡Dos años de trabajo perdidos en una tormenta! ¡Una tormenta! ¡Egipto estaba desnudo, aguardando a que marchara sobre él!
Demetrio se preguntó si su padre estaba perdiendo el juicio. Lo abrazó.
—Padre… Padre. Nada de hubris.
—¿Esto tengo que oír de tus labios? ¿Quién sostiene ser un dios personificado? —El viejo no había perdido el juicio. Se echó a reír. Revolvió el pelo de su hijo y luego lo apartó—. Los maldigo a todos. Debemos comenzar de nuevo. Si no ordeno la retirada esta noche, perderé hombres capaces, macedonios, dentro de pocos días. La marisma es hedionda; el miasma del Tártaro, y los hombres ya están enfermando. Aguarda a que hayas pasado una noche aquí. Los mosquitos son peores que los partos. Peores que los malditos sakje.
Demetrio bebió una segunda copa de vino.
—¿No hay reprobación? Fui yo, padre, quien dijo que podría abastecer desde el mar.
—Bah —respondió Antígono—. Reuniste las naves que prometiste. Incluso esa ramera, Atenas, puso de su parte. Y venciste a Tolomeo en Chipre. Me figuro que Menelao se rindió, el muy maricón.
—En cuanto las naves de su hermano se perdieron en el horizonte —dijo Demetrio—. Mi único éxito del verano, me temo.
—¿Cuántas naves nos quedan? —preguntó Antígono.
—Al menos cien. Todas grandes; fueron las que capearon mejor el temporal. Tal vez más. A decir verdad, el mayor error que cometí fue fijar un punto de encuentro distinto al de Plistias. En realidad no sé lo que me queda. Y él tampoco. Ahora estarán diseminadas entre Siracusa y Tiro.
—¿Y Tolomeo? —preguntó Antígono.
—Menos. —Demetrio se recostó en la cama—. ¿Sabes quién intervino para derrotarnos, padre?
—¿Poseidón? —preguntó Antígono.
—Sátiro de Tanais. Casi me vence en Chipre. —Demetrio sonrió—. Me cae bien. Quiero matarlo en combate singular.
—Hijo, a veces, cuando los hombres me dicen que estás loco tengo tentaciones de creerles. Nosotros no luchamos en combates singulares. Ganamos imperios. —Antígono chasqueó los dedos para que les sirvieran más vino—. Ojalá pudiera intercambiar a Sátiro por alguno de nuestros inútiles aliados, de todos modos. ¿Por qué conseguimos Heracles cuando Tolomeo consigue Tanais? ¿Eh? No podré confiar en Dionisio de Heraclea mientras no pueda derrocarlo. Y está más gordo que Milos.
El anciano escupió.
—Dispondremos de todo el invierno para reagrupar la flota —dijo Demetrio. Contemplaba el tapiz de seda que colgaba del techo de la tienda.
—Si puedes evitar que los jodidos rodios transporten más tropas a Alejandría, podremos regresar en primavera —dijo el anciano—. Malditos sean todos los dioses y las putas de sus madres. Estaba a las puertas de los fuertes del río, ¿lo sabías? Y no se le ocurre nada mejor que alinear su artillería a lo largo de la orilla. Una de sus máquinas mató un elefante. De no haber llegado la tormenta, podrías haber rodeado su flanco por el mar…
—Si los deseos fueran pan, los mendigos nunca pasarían hambre. Padre, deja que me lleve la flota y ataque Rodas. —Demetrio se levantó de la cama de un salto, súbitamente rebosante de energía—. Rodas es la clave. Egipto resistirá o caerá con Rodas, y Rodas es la nuez más fácil de romper.
—Rodas es un forúnculo en nuestro culo. Egipto es la llave del mundo.
Antígono miró fijamente los ojos azules de su hijo y se preguntó cómo era posible que hubiese engendrado un hijo tan apuesto.
—Saja el forúnculo —dijo Demetrio—. Saja el forúnculo y tendrás la llave.
Antígono hinchó las mejillas y soltó el aire de golpe.
—Tengo dolor de barriga y mis entrañas se disuelven —dijo—. Las piernas me duelen todo el puto tiempo. La mitad de las noches, mi pequeña persa no consigue ponerme duro el miembro ni con un tonel de aceite de oliva y los mejores pechos del océano oriental. Detesto ser viejo, y lo único bueno que tiene mi edad es que es mejor que la muerte. —Antígono miró a su rubio y maravilloso hijo—. ¿Sabes qué me mantiene vivo?
—¿El amor a los dioses? —preguntó Demetrio.
—Tú, y el dominio. Y el maldito Tolomeo. Lo odiaba cuando era el catamita de Alejandro y ahora quiero verle morder el polvo. Antes de que me muera. Quiero ser el amo de Egipto.
—El camino a Egipto pasa por Rodas —dijo Demetrio.
Antígono envolvió a su hijo con sus brazos todavía fuertes.
—Pues entonces, adelante. Saja el forúnculo. Consígueme la llave usando la metáfora que más te plazca, hijo, pero consíguemela pronto.
Demetrio sonrió con la cabeza apoyada en el hombro de su padre y, en su mente, los engranajes que urdían sus planes comenzaron a girar.
—Será increíble —sentenció.