—¡Velas! ¡Velas al este! Diez cuadradas… ¡Cincuenta triángulos!
La voz del vigía sonó como si el pánico la hubiese desprovisto de los registros más graves.
Sátiro subió corriendo al castillo de proa sin sentir una punzada de dolor en la espalda. Lejos, hacia el noreste, había una gran flota, con todas las velas izadas, navegando hacia el sureste con el furioso viento del oeste.
Navegando hacia la costa de Asia.
Sátiro permaneció inmóvil un momento, contando velas. Las naves del escuadrón más próximo se veían enteras sobre la línea del horizonte, grandes naves en perfecta formación, y Sátiro supuso que se trataba del escuadrón de penteres que le había hecho frente a Menelao. Más allá había otros dos escuadrones de triángulos con los cascos hundidos tras el horizonte, y tal vez otro todavía más lejos. Y como mínimo veinte barcos mercantes, y otros tantos más al norte.
Sátiro dirigió la mirada hacia el oeste, lejos del enemigo, donde una línea de turbiones abarcaba todo el horizonte.
Helios subió la escalera.
—Neiron pregunta cuántos son y qué vamos a hacer.
Sátiro sonrió.
—Seguro que lo ha dicho de una manera más directa.
Anaxágoras subió al castillo, todavía con la cítara en la mano.
—Se han mencionado actos sexuales —apostilló el músico riendo.
Helios dio una manzana a su amo.
—No has comido, señor.
Sátiro cogió la manzana y le dio un mordisco. Miró la flota enemiga, que ahora llenaba el horizonte. Luego miró de nuevo hacia el frente tormentoso.
—Vayamos a popa —dijo, y cuando llegó junto a Neiron, al timón, ya había tomado una decisión.
—Vamos a luchar aun con tormenta —dijo Sátiro.
Todos asintieron, incluso Neiron.
Pese a que nadie puso objeciones, Sátiro sintió que debía explicarse.
—En cualquier caso el viento nos va a alcanzar —dijo—. Los tripulantes son todo lo buenos que pueden ser. Y si esta tarde los alcanzamos, cualquier nave que sufra daños se hundirá durante la noche.
Neiron asintió.
—Pero nada de embestidas ni abordajes —dijo.
—Exactamente —respondió Sátiro—. Rastrillos de remos, arqueros, las máquinas si podemos hacerlas funcionar. Y el miedo. No olvidéis el miedo.
Miró en torno a sí y todos parecían confiados, les estaba proponiendo un combate naval en plena tormenta y al parecer estaban de acuerdo.
Asintió, masticó el último trozo de su manzana y tiró el corazón por la borda.
—Formación en fila. Remaremos otra media hora, izaremos las velas de trinquete y a correr, con los portillos de los remos cerrados. El Areté irá al frente. Si lo hacemos bien, deberíamos pasar por detrás del penteres y alcanzar de cabeza los barcos de grano. —Les sonrió; apenas sentía sus habituales temores previos a la batalla—. Porque, amigos míos, todo esto es por el grano. Quememos el grano y Antígono no podrá invadir Egipto.
—¡Por el grano! —gritó Anaxágoras. Pese a su evidente ironía, los demás hombres lo secundaron.
Una hora después, impulsados por las velas de trinquete, ya se precisaban dos hombres para mantener al Areté en su rumbo, uno en cada remo de gobierno, tan fuerte era la presión de la velocidad. El Oinoe seguía su estela y ahora el resto se había perdido entre los rociones, y el frente tormentoso estaba tan cerca de su popa que sería una carrera muy reñida si Sátiro alcanzaba a los barcos de grano antes de que la tormenta, con toda el agua que parecía traer, se les echaba encima.
Todas las naves iban en la misma dirección; al este, hacia la costa de Asia. Pero las naves enemigas de abastecimiento eran más lentas, incluso a vela y con el viento de empopada, que los esbeltos barcos de guerra, que en su mayoría habían izado sus velas mayores y surcaban raudos las aguas. Hacia el sur dos penteres acechaban como monstruos marinos en la luz gris. Detrás de ellos había otras naves, más al suroeste.
Los cascos de Sátiro estaban limpios y secos tras haber pasado por el astillero y, por una vez, era él quien tenía la ventaja de la velocidad, una ventaja que quedó tan clara como el día que se desvanecía cuando el Areté dio alcance al barco de grano como un corredor olímpico adelantando a un hombre gordo.
—Encended las vasijas de fuego —ordenó Sátiro. Estaba, literalmente, jugando con fuego—. Poseidón, perdóname por usar esta llama extranjera en tu mar; mi necesidad es apremiante.
No tenía nada a mano que ofrecer como sacrificio personal.
El barco de grano era un mercante, probablemente tirio, de costados abombados como pompas de jabón de madera, prácticamente insumergible. Arbolaba dos altos mástiles pero solo llevaba un poco de trapo en el trinquete. Cuando se abarloaron, el capitán saludó a Sátiro con la mano suponiendo, como tantos otros habían hecho, que Sátiro pertenecía a su escolta.
Neiron ladró una orden y la proa del Areté viró varios grados. Los remos estaban dentro, y el castillo de proa del enorme penteres hacía honor al francobordo del mercante en cuanto a altura. Los mejores atletas, Anaxágoras, Cármides, Necao, lanzaron vasijas a través de los escasos metros de agua que los separaban, y acto seguido lo adelantaron, con las máquinas de babor y los arqueros disparando contra el buque indefenso. El malicioso viento del oeste avivó las brasas y las llamas parecieron explotar en la proa del barco herido mientras su capitán caía en cubierta con una de las saetas de Idomeneo clavada en el cuello.
Todas las naves del escuadrón dispararon contra el desventurado mercante, pero el daño estaba hecho; perdió el rumbo, atravesándose al viento, sin que nadie atendiera el timón.
Otros dos barcos cayeron en rápida sucesión y luego el enemigo comenzó a reaccionar tal como reaccionan los peces ante una manada de delfines. Los barcos de grano se fueron desperdigando, girando sus timones bruscamente a babor y estribor, prefiriendo los peligros de navegar de través a la inmediata y clara amenaza de las naves que los alcanzaban tan deprisa por popa, pero el viento había refrescado y soplaba con fuerza detrás de ellos y el frente de la tormenta resultaba palpable en la estela del Avispa.
Sátiro vio cómo volcaba un barco de grano; demasiado trapo, demasiado brusca la virada. Escoró hacia babor, la borda se sumergió en el agua y Poseidón se lo llevó; así, sin más. Desaparecido.
Se volvió hacia Neiron.
—Hecho. Y ha merecido la pena: aunque ahora nos vayamos todos a pique, Egipto está a salvo.
Neiron hizo una mueca.
—¿Y eso hace que valga la pena?
Y entonces arremetió la tormenta.
Cuando los hombres contaban la historia años después, no fue gran cosa como batalla. Ninguna de las naves de Sátiro recibió siquiera un flechazo. Fue más bien como tomar una ciudad por asalto; un trabajo feo, una masacre de los casi inocentes.
Pero la guerra es un tirano malvado y las tácticas del terror y la muerte eran las únicas que le quedaban a Sátiro. Sus naves salieron de la tormenta abalanzándose como tiburones sobre pescadillas, como furias vengando una ofensa a los dioses, y todos los barcos que estos obligaron a atravesarse al viento se hundieron.
Como batalla, fue más bien una masacre.
Pero como tormenta, fue toda una tormenta. Los hombres que sobrevivieron hablaron sobre la tormenta el resto de su vida.
Nadie sobrevivió a bordo del Avispa. Una inusitada ola cruzada alcanzó al Avispa antes de que cayera la noche, lo hizo escorar demasiado y el despiadado viento sentenció a la nave y sus doscientos remeros a la misma pena a la que había sentenciado a los buques de grano atenienses; muerte sin indulto para Sarpax y toda su tripulación. Sátiro los vio perecer y algo más crudo que la ira, algo como la culpa, le hizo un nudo en la garganta. Perder a los hombres que apreciaba por Ares formaba parte de la guerra, pero el mar era más limpio y peor; doscientos hombres en un suspiro.
Nadie sobrevivió a bordo del Ramsés. El Ramsés iba justo detrás del Oinoe al atardecer, navegando hacia el oeste con un retazo de vela, y se hundió tan cerca que los hombres al timón del Areté oyeron los gritos cuando una ola lo llenó de agua, o las tablas del casco no resistieron, o la proa se rajó al chocar contra los restos de un naufragio o un tronco flotante. Poseidón tenía mil maneras de ahogar a un hombre, y Dionisio se fue al fondo con sus hombres.
Y cuando el sol salió en algún lugar sobre Asia, tan a ras de sus proas que pudieron ver el oleaje con las primeras luces del alba, los demás habían desaparecido. El Areté corrió al oeste hasta que no hubo más agua, y en el mar detrás de su estela no había señales de vida. Neiron acercó la nave a la playa, arrió el último trozo de vela al borde del rompiente y lanzó el gran navío a la costa de proa, arriesgándose contra el dios del mar para mantener a sus hombres con vida, haciendo caso omiso de las protestas que el rey le gritaba al oído. Y bajo el azote de la ira de Neiron, Sátiro saltó al agua con su tripulación de cubierta, sus infantes y sus remeros y se pusieron a tirar una y otra vez hasta que el penteres salió del agua.
No todas las naves habían tenido tanta suerte. En la playa había restos de naufragios, naves que habían embarrancado de noche para morir allí. Sátiro contó cuatro solo en aquella playa. Tenía que visitarlas. Caminó, solo, de una a otra. Ninguna era suya.
Los hombres encendieron fogatas.
Los hombres cocinaron comida.
El mar estaba vacío. A mediodía apareció el sol, y el viento, el viento asesino del oeste que había mandado a más de mil hombres a reptar por el fondo del mar con Anfítrite, con los pulmones llenos de agua, finalmente se calmó, y el mar adoptó el azul oscuro de la inocencia: estaba vacío como el monedero de un borracho.
Sátiro echó a caminar solo, se sentó en una roca y lloró.
Neiron fue a su encuentro.
Sátiro levantó la vista, inseguro.
—¿Y bien? —preguntó Neiron—. ¿Ha merecido la pena? Porque los has perdido a todos.
El anciano dio media vuelta y se marchó.