Anochecía ante la costa de Gaza y la playa estaba atestada de hombres, antigónidas, y había casi cien naves varadas. Sátiro se aproximó desde el sol poniente con todos los mástiles abatidos y sus naves en columna a sus espaldas, a remo.
—Debe de ser el propio Antígono —dijo Neiron. Escupió por la borda, tal vez indicando lo que opinaba sobre el plan de su rey.
—Setenta y cinco, setenta y seis, setenta y siete —contaba Sátiro.
—Mira las naves de grano —dijo Jubal.
—Calla y déjame contar —replicó Sátiro. Estaba de pie en lo alto del castillo de proa—. Ochenta y tres, ochenta y cuatro. Me salen ochenta y cuatro. Y ninguna nave mayor que un trirreme.
Neiron se encogió de hombros.
—Pues entonces las probabilidades son de ocho a uno. Tan fácil como comer pescado. Vayamos a por ellos.
Sátiro asintió.
—Exactamente.
El escuadrón alejandrino maniobró para pasar de ir en columna a navegar en fila con la elegancia de un hipopótamo del Nilo saliendo del fango del río. El Ramsés reaccionó tarde y viró en el sentido equivocado, y Sátiro alcanzó a oír la furia de Dionisio a través de las aguas. El Amón Ra fue tan lento que no parecía formar parte de la línea.
No importaba puesto que nadie los estaba vigilando. La flota de Plistias creía que tenía los mares de Gaza y Palestina para ella sola, y todavía se estaba recuperando de la peor tempestad de los anales náuticos. De ahí que cuando la desdibujada línea de Sátiro acometió y comenzó a forcejear con los cascos vacíos, las tripulaciones tardaran mucho rato en dar crédito a lo que estaban viendo, así como en reaccionar, y cuando los hombres armados llegaron a la playa de guijarros y los arqueros comenzaron a cargar flechas en sus arcos, los alejandrinos ya habían regresado al mar, remolcando tras ellos una captura por nave excepto el Amón Ra, que había llegado tan tarde a la playa que tuvo que invertir los remos y alejarse con las manos vacías.
El escuadrón de Sátiro desapareció en la noche, remando entre risas.
—Tenemos que quemarlos —concluyó Sátiro la mañana siguiente después de examinar cada uno de los cascos capturados.
Neiron estuvo de acuerdo.
—Me parte el corazón —admitió—, pero si hay que dotarlos de tripulación, estaremos convirtiendo a los tranitas del Areté en trierarcas antes de la primavera. Y todos seguiríamos igual. Igual de malos. —Se encogió de hombros—. Tal como están las cosas, creo que la calidad de la flota ya está bastante mermada, señor.
Apolodoro asintió.
—Somos como un desayuno de esclavos, señor; muy poco aceite de oliva y demasiado pan seco.
Sátiro se rascó la barba.
—Esos dos son particularmente buenos; esos dos barcos largos. Llamémoslos Amón Ra y Avispa y quememos las carracas en las que habéis remado esta última semana.
Dionisio meneó la cabeza.
—Tanto trabajo desperdiciado me da ganas de llorar.
—¿De qué desperdicio hablas? —dijo Sátiro, implacablemente alegre—. Nos han traído hasta aquí. Ahora tenemos cascos mejores. Hacedlo, caballeros.
En medio de tanta confusión como si los estuvieran atacando, cientos de remeros trasladaron sus cojines y pertrechos a lo largo de la playa: vasijas para el fuego, comida, ánforas de vino, todos los cachivaches para la vida en el mar. Al amanecer el Avispa zarpó para patrullar frente a la playa, efectuaron el traslado sin ser molestados y desvararon las naves, mientras un grupo permanecía en tierra para quemar las que no podían dotarse de tripulación y regresar a nado, dejando seis columnas de humo que se alzaban a los cielos como piras funerarias para héroes de la Ilíada.
Neiron miraba África haciendo visera con la mano mientras Sátiro vigilaba que los últimos nadadores subieran a bordo.
—Por el miembro palpitante de Poseidón, me parece que se nos viene una buena encima otra vez —dijo Neiron.
Jubal escupió.
—Arena —dijo—. Odio la arena.
Sin los dientes delanteros, pronunciaba las erres como des, de modo que dijo «adena».
Sátiro miró primero hacia África y luego hacia Asia.
—¿Estás seguro? —preguntó.
Neiron se encogió de hombros.
—No —contestó.
—Estupendo —murmuró Sátiro, y Jubal se echó a reír.
Navegaron rumbo al este, hacia Alejandría, hasta que el horizonte se tragó la tierra y estuvieron a salvo en la neblina diurna con una brisa africana abrasadora soplando de babor, y entonces Sátiro ordenó izar las velas y formar en una línea bien amplia, separando las naves seis estadios entre sí a fin de cubrir una distancia enorme. El mar era de un azul fangoso y brillante bajo un cielo mortalmente blanco, y el sol se abatía sobre ellos como un enemigo despiadado, pero el viento africano hinchaba sus velas mayores manteniéndolos de empopada, barriendo el mar hacia el norte a lo largo de la costa de modo que el Areté, la nave más cercana a Asia, podía ver tierra más allá del oleaje y el Oinoe, setenta estadios al oeste, veía las imponentes columnas de nubes sobre el delta del Nilo.
Navegaron hacia el norte durante una hora por un mar vacío incluso de barcas de pesca. La flota pesquera de Alejandría estaba varada en las playas de Faros, y los pescadores remaban para Sátiro.
Era casi mediodía cuando el vigía gritó.
—El Amón Ra acaba de hacer la señal: hay algo al este. Está virando en esa dirección —informó desde el canasto en lo alto del palo. Tenían señales muy simples, cuatro maniobras y dos avistamientos.
Sátiro acababa de formular mentalmente las palabras «Vayamos a ver qué han encontrado» cuando el vigía informó de nuevo.
—Vela en la banda de tierra.
La dirección opuesta, por supuesto, y todas sus naves ya se dirigían veloces a ver qué sucedía en el este. Si enfilaba al oeste, hacia el enemigo, estaría solo.
Se encaramó a la borda. La herida de la espalda ya había cicatrizado pero aún gritaba su presencia cada vez que intentaba trepar a algún sitio. Comenzó a trepar por un obenque a pulso, enrollando los pies en la soga, despacio en comparación con los marineros, pero seguro. En casa solía pasar tres horas al día en la arena de palestra. Allí, trepaba a la jarcia.
En lo alto de la jarcia, casi en la perilla del trinquete, afianzó las piernas en torno al mástil, apoyó las manos en el borde del canasto del arquero y escrutó el mar resplandeciente mirando hacia el oeste, hacia el ojo del sol.
Dos velas grandes, cuadradas. Naves de grano.
—Estate ojo avizor. Avísame cuando veas velas; dime si son triángulos o cuadrados. ¿Entendido?
Sátiro se puso contento al constatar que ni siquiera estaba jadeando.
—Sí, señor —dijo el hombre del canasto.
Sátiro bajó por el obenque sin quemarse las manos. La brea y la resina de la jarcia firme estaban pegajosas por culpa del sol abrasador, y le quedó una raya negra como la mala miel en las piernas.
Helios se rio a carcajadas.
—¡El rey de las cebras! —proclamó. Él y Cármides se rieron, y Sátiro decidió que bien podía ser objeto de un poco de humor. Pero a Neiron le dijo:
—Naves de grano para Antígono. Pon rumbo noreste, las alcanzaremos en una hora.
Igual que los hombres de la playa el día anterior, los tripulantes de los dos grandes buques de grano, cargueros de cascos redondos y altos costados con ojos pintados en las amuras de proa, ambos atenienses, se quedaron consternados al descubrir que tenían enemigos en aquellas aguas.
—Llevábamos escolta —dijo un capitán con amargura—. Anoche nos perdió.
Sátiro tomó a los capitanes como rehenes y envió las naves a Rodas con un puñado de infantes en cada una, a las órdenes de Draco y Amintas porque no tenía otros hombres de confianza. Para entonces se encontraba prácticamente en el rompiente de la playa de Antígono en Gaza y, una vez más, los hombres de la playa lo ignoraron como si no estuviera allí.
El Areté tuvo que remar contra el viento para regresar a la costa de África y, puesto que hacía tanto calor, Sátiro ordenó que se remara despacio, avanzando lentamente, tan solo con la velocidad mínima para poder gobernar la nave.
A última hora de la tarde el vigía avistó algo en el agua delante de ellos, y una hora de remo los condujo hasta un trirreme volcado que flotaba bocabajo justo debajo de la superficie del agua. Las gaviotas picoteaban los cadáveres.
—No es de los nuestros —dijo Cármides desde la proa con la crueldad propia de un veterano. Regresó cojeando a la baranda trasera del castillo de proa—. Acaba de ocurrir. Todavía hay tiburones comiendo.
Siguieron adelante, hacia el sol abrasador y contra el viento. Sátiro había sudado a través de su quitón más ligero durante su turno a los remos de gobierno. No podía imaginar lo que estarían soportando los tranitas, de manera que bajó a las sofocantes profundidades de su nave.
El aire estaba tan viciado y caliente en la cubierta del fondo que parecía sopa de cilantro, solo que olía mucho peor. Sudor, orina, heces y queso rancio.
—¿Todo el mundo sigue vivo? —preguntó Sátiro.
—¡No, estamos todos muertos! —gritó un veterano.
—Ojalá estuviéramos muertos —dijo otro.
—¿Ya hemos llegado, padre? —gritó un tercero.
Sátiro no pudo menos que sonreír a pesar del hedor. Si los tranitas mantenían aquella buena disposición de ánimo, él estaba en plena forma.
Una hora después las nubes de África eran inequívocas. Neiron se las señaló a Sátiro, que estaba departiendo con Idomeneo, el capitán de los arqueros. El cretense no lo sabía, pero era candidato para convertirse en el capitán de la captura siguiente. Sátiro lo estaba examinando sobre sus conocimientos de navegación.
—¿Y de Chipre a Rodas? —preguntó Sátiro.
—¡Soy de Gortina! —dijo Idomeneo riendo con ganas—. Nací en el mar. De Chipre a Asia y derecho al oeste costeando, oeste sudoeste para doblar el cabo de Cos, y luego cruzar el estrecho hasta Rodas. Un niño podría hacerlo.
—Si tomamos más naves, Cármides tendrá un mando —dijo Sátiro—. Y él es lo más próximo a un niño que hay a bordo de esta nave.
Neiron señaló el cielo broncíneo del sur.
—El viento refresca —dijo—. Igual que la otra vez.
—Deberíamos ir a la playa —dijo Jubal.
Caía la noche y vieron hogueras al oeste, a lo largo de la costa, y Sátiro soltó un suspiro de alivio cuando reconoció el Avispa y el Ramsés varados de popa. Diocles los estaba aguardando; todo el escuadrón ya había cenado y alineó a los hombres en la playa para que lanzaran amarras a bordo del Areté, que se bamboleaba con el creciente oleaje, y tiraran del gran buque hasta que su proa de bronce descansó sobre la arena seca. Todas las naves del escuadrón reposaban sobre la arena.
—Cuento doce —dijo Sátiro cuando tuvo la espalda apoyada contra un arcón y una copa dorada de vino en la mano.
—Hundimos dos, tomamos una —dijo Diocles—. La acción de combate más fea que hayas visto alguna vez, si te gusta ceñirte a un plan. Pero nuestras naves han ido llegando y finalmente los hemos enviado a pique. Tu joven Dionisio lo ha hecho muy bien, sus hombres han ciado casi como auténticos remeros.
—¡Cierra el pico, gilipollas! —dijo Dionisio imitando la jerga marinera—. Somos tan buenos como cualquiera, y mejores que algunos, para que te enteres.
Gruñó para sus adentros.
Sátiro se rio con los demás.
—No es mi Dionisio. Al fin y al cabo, era a los pechos de mi hermana a quien escribía los poemas.
Apolodoro se rio.
—Apuesto a que no ha tocado un pecho en su vida.
Dionisio entrecerró los ojos.
—Mejor eso que violar cadáveres para disfrutar del sexo, corintio.
Sátiro intervino.
—¿Acaso somos piratas, amigos? Estamos hablando como piratas.
Diocles asintió.
—Los muchachos están excitados. Ha sido un buen día. Permitidme decirlo, y dejémonos de más apartes.
Apolodoro enarcó una ceja.
—Mis disculpas, Dionisio. Mis comentarios pretendían ser chanzas, nada más.
Dionisio sonrió y ceceó.
—Disculpas aceptadas, oh Don de Apolo. Y te presento las mías. Seguro que algunas de tus víctimas de violación siguen vivas.
Apolodoro se contuvo. Sonrió.
—Quizás encuentre el momento para convencerte de lo contrario, hijo del Dios del Vino.
Sátiro clavó un soberano codazo en las costillas de Dionisio con toda la energía del gimnasio, y Dionisio derramó vino encima del fuego.
—Apolodoro, debes perdonarlo. Siempre ha sido así. Creo que el término técnico es «capullo insufrible». Y no voy a consentir que os peleéis. Reservad la mala uva para Demetrio.
Dionisio se partía de risa.
—Echaba esto de menos —admitió, frotándose las costillas.
Apolodoro dio la mano al petimetre.
—Dejemos que cuente su historia.
Diocles abrió las palmas de las manos.
—Dionisio localizó a dos y fue a por ellas. Luego retrocedió; recibió una ligera embestida, metió los remos. Y el Amón Ra y el Avispa llegaron y se pusieron a perseguirse en círculos…
Apolodoro se rio.
—Fue lastimoso. Mis remeros se equivocaron, di una orden errónea…
Dionisio se rio.
—Ordené a mis hombres que invirtieran las bancadas y solo un tercio aproximado lo hizo, de modo que nos quedamos abarloados a una de las naves enemigas…
Sátiro hizo una mueca. Diocles negó con la cabeza.
—Entonces llegué con el Oinoe y aquello parecía un circo naval, con barcos girando en círculo, persiguiéndose la cola como gatos. Y de pronto la nave enemiga más grande sale del círculo para embestir al Ramsés…
—Y mis muchachos dejan de hacer el tonto y de repente volvemos a ser una nave como es debido, y clavo mi espolón en el suyo —dijo Dionisio—. Vamos más despacio que un viejo caminando…
—Y ese enorme trirreme se empala en el Ramsés —dijo Diocles—. Su proa debía de estar podrida o carcomida, o los dioses han bendecido a Dionisio, pero ese barco se hundió en el acto.
—Y al verlo, los otros dos han perdido todo su brío y los hemos apresado en menos tiempo del que se tarda en decirlo —dijo Apolodoro.
—Y mis muchachos, que habían estado remando con ese calor infernal como héroes para socorrer a estos idiotas, se quedan como el grupo de animadores. Para entonces ya hemos visto las nubes de tormenta encima de África y hemos corrido a la playa. —Diocles volvió la vista atrás hacia la pared gris, casi negra, que atravesaban los relámpagos—. Compadezco a cualquier hombre que esta noche esté en el mar. Amigo o enemigo.
—Sin duda habréis tomado prisioneros —dijo Sátiro.
Apolodoro asintió.
—Muchos. No todo es miel sobre hojuelas para Demetrio. La mitad de su flota está aquí y la otra mitad, dispersa entre Chipre y Alejandría. Fijó un punto de encuentro y Plistias, su almirante, fijó otro. Antígono necesita comida enseguida; sus hombres cruzaron el Sinaí en pleno verano y necesitan de todo. Al menos esto es lo que se decía en Tiro hace cinco días. Fue allí donde esos dos pasaron la última tormenta.
Neiron llegó y se plantó al lado de su rey.
—Estáis conspirando —dijo.
Una racha de viento esparció carbonilla y brasas por la playa, y buena parte cayó encima de Sátiro.
—Siempre estoy conspirando. Con el tiempo me convertiré en una especie de Estratocles.
—¡Los dioses nos libren! —exclamó Diocles.
—La última tormenta sopló tres días —señaló Sátiro.
Neiron asintió.
—Si nos hacemos a la mar en cuanto deje de volar arena… —dijo Sátiro, y Neiron lo interrumpió.
—Estaremos zarpando hacia la mar más gruesa de todo el verano. —Neiron negó con la cabeza—. El tercer día fue mejor, pero solo por comparación.
Sátiro negó con la cabeza.
—Todo depende —dijo. Se encogió de hombros—. Pregúntame dentro de un día o dos.
Dos días de tormenta de arena, rayos y lluvia.
A media mañana del primer día de tormenta Sátiro estaba tendido en su catre de pieles observando cómo se movía y agitaba la vela que tenía encima de la cabeza y preguntándose si arrancaría las estacas que la sujetaban a la playa, cuando Anaxágoras se agachó bajo las pesadas alfombras que cerraban la abertura de la tienda y entró, derramando arena de su clámide roja.
—Toca lección de música —dijo.
Sátiro se incorporó con una carcajada, vencido el aburrimiento, y pasó una hora espantosa intentando que sus encallecidas manos imitaran los gestos de su maestro sobre las cuerdas de la cítara; diez cuerdas, todas dispuestas desde un palo de ébano sujeto entre las puntas de los cuernos de madera hueca del instrumento, hasta cruzar la caja de resonancia. La cítara de Anaxágoras era una preciosidad, como correspondía a un músico profesional, toda de limonero y ébano con incrustaciones de marfil.
—Puntea las cuerdas con la derecha —dijo Anaxágoras por octava o novena vez—. Modifica el timbre con la izquierda.
Sátiro no tenía problema en usar el plectro para rasguear las cuerdas con la mano derecha, le resultaba bastante natural, pero la insistencia de su maestro en que amortiguara el sonido de algunas cuerdas al tiempo que dejaba que otras sonaran lo desconcertaba sobremanera.
—Pero si dices que has estudiado las matemáticas de Pitágoras —dijo Anaxágoras, a todas luces nervioso y tal vez a punto de enojarse con un alumno testarudo.
Sátiro suspiró.
—Cuando veo una nave navegando en diagonal a mi rumbo, veo las matemáticas de Pitágoras —respondió—. Puedes hablarme sobre la longitud de las cuerdas hasta que se te congestione la cara, que no entenderé nada.
Anaxágoras respiró profundamente y forzó una sonrisa, una sonrisa muy falsa.
—Tengo entendido que el dios te ordenó que aprendieras a tocar —dijo Anaxágoras.
Sátiro se disponía a decir a Anaxágoras exactamente qué podían hacer él y el dios con una cítara cuando se oyeron gritos en el exterior.
El viento había volcado uno de los trirremes capturados y sus costados se rompían con el balanceo de la nave. El mar se fue encrespando hasta que Sátiro temió que el Avispa fuera arrastrado por la resaca, de modo que pusieron a los hombres bajo el azote de la lluvia arenosa para que tiraran de la nave playa arriba; y luego soportaron otras dos horas de lo mismo para subir también el Oinoe y el Areté.
—¿Navegasteis con este tiempo? —preguntó Dionisio la noche del segundo día—. Me da miedo incluso en la playa.
Apolodoro y el alejandrino habían alcanzado cierto grado de entendimiento.
Apolodoro lanzó una sonrisa al hombre más joven.
—No diré que esta tormenta no sea peor, querido. Pero sí, navegamos con un tiempo así durante tres días y tres noches.
Al alba del tercer día Sátiro reunió a todos sus hombres en la playa; más de dos mil entre marineros, remeros e infantes. Pero el viento que soplaba de África no había amainado y el sol no salió de entre las nubes hasta mediodía.
—Hoy ya es demasiado tarde —dijo Sátiro mientras el viento comenzaba a aflojar y los mosquitos de las marismas del este se levantaron de su descanso forzoso para encontrar una rica fuente de sangre en la playa. Hicieron que aquella fuese la peor noche de las tres. Su agudo zumbido acabó siendo un sonido terrible, como la lejana respiración de un maligno dios insecto. No los dejaron en paz ni siquiera en plena noche, y hacía calor y el aire no se movía.
Sátiro desvaró sus naves al amanecer en un mar absolutamente llano, pero se levantó una fuerte brisa costera que desterró a los insectos y envió al escuadrón hacia el norte por un mar tan calmo que parecía cerámica vidriada bajo el nuevo sol.
—Raciones completas para tres días —informó Jubal, y escupió—. Eso después de dividir todo lo que tomamos de las capturas.
Sátiro asintió.
—Izad la mayor. Rumbo a Chipre. —Negó con la cabeza—. Veamos si podemos causar estragos.
Su primera captura tuvo lugar dos horas después; una veloz nave mensajera que la última tormenta había desarbolado y que flotaba a la deriva en su proa, y que hundieron para que no fuera capturada por otros. Los remeros cautivos informaron de que la tormenta había perjudicado seriamente la línea de abastecimiento de Antígono, pero que había mandado aviso a Chipre reclamando la presencia de su hijo y de todas las naves de los escuadrones victoriosos.
Sátiro pasó el día en el canasto del vigía, protegiéndose los ojos del resplandeciente sol, escrutando el norte y luego la larga línea de nubes oscuras que se estaban apilando en el horizonte occidental. Las tempestades del oeste eran algo desconocido en el mar de Chipre, pero también lo eran las tormentas de arena fuera de África.
—Quizás haya hecho un mal lanzamiento —dijo Sátiro, de regreso en cubierta, conversando con sus oficiales e imitando el gesto de lanzar las tabas—. No tenemos una sola playa a sotavento y esa tormenta… viene hacia aquí.
—Pues naveguemos hasta que refresque el viento —dijo Neiron—. Y luego remamos. Eres demasiado amable con los remeros, señor. Pueden hacerlo.
Sátiro se acostó preocupado y se despertó con el primer trueno. Ya era por la mañana, una mañana entre gris y blanquecina, calurosa y en la que no corría el aire. Los remeros gruñeron pero se pusieron a remar a velocidad de crucero, y Sátiro dispuso su pequeña flota en dos columnas de seis naves, rumbo al norte.
El sol estaba alto en el cielo y ya había pasado el mediodía cuando los alcanzaron las primeras rachas de viento del oeste. Al llegar la tercera vieron que el turbión se les venía encima, y Neiron ordenó arriar todas las velas, abatir todos los palos y aparejar la nave para resistir el mal tiempo.
—¿Dónde nos sitúas, viejo lobo de mar? —preguntó Sátiro a Neiron.
Neiron hizo una seña para conjurar el mal.
—A cien estadios al sur de Chipre, más o menos. Es difícil decir cuánto norte ganamos anoche.
Jubal escupió.
—Más al sur que eso —dijo confiado—. Anoche no soplaba ni un pedo, señor.
Sátiro se dirigió más a proa con Anaxágoras.
—Enséñame —dijo.
—Solo si aprendes —respondió Anaxágoras.
Sátiro suspiró. Pidió banquetas y se sentaron a la sombra del castillo de proa. De ahí que él fuese el oficial más próximo cuando el vigía gritó.