Tocaron tierra en una playa a pocos estadios al oeste de Cirene, una ciudad griega que distaba cientos si no miles de estadios de Alejandría. Sátiro, por lo general buen navegante, había perdido el rumbo por completo.
Neiron tampoco había sido mejor, pero después de un banquete de ganado, vino y agua fresca ningún hombre de ninguna nave parecía tener presente que se hubiese cometido algún error. Charlaban de pie en torno a las hogueras escrutando el mar en busca del Maratón y se contaban lo cerca que habían estado de morir, por cuán poco se habían librado de volcar, de la catástrofe… y acto seguido se apresuraban en expiar este pecado contando lo buen navegante que era Sarpax, cuán difícil era que cometiera una equivocación.
Por un curioso giro temporal, la batalla parecía haber tenido lugar mucho antes, tanto así que resultaba extraño encender piras funerarias para los muertos que no habían amortajado y tirado por la borda en los momentos más endemoniados de la tempestad.
Sátiro recorrió la larga hilera de muertos, en su mayoría infantes de marina del Areté. Ahí yacía un hombre que había estado en Gaza cuando lucharon contra los elefantes. Allá otro que había resultado herido en la Batalla del Tanais. Ahora, muertos. Muertos por él.
Llevaba oro a bordo de sus naves y lo gastó como agua en la construcción de una estela funeraria del tamaño de un monumento egipcio para sus marineros y sus infantes.
Hubo tres sorpresas felices, hombres a quienes había dado por muertos pero que seguían vivos. Cármides, el guapo muchacho de Lesbos, nunca volvería a serlo tanto como antes puesto que cojearía para siempre. Pero estaba vivo y su sonrisa levantó el ánimo de Sátiro. Y Anaxágoras, el músico, había sobrevivido a cuatro heridas gracias a que ninguna de ellas se había infectado. Sonrió a Sátiro de oreja a oreja.
—Es un milagro —dijo Sátiro, viendo la manera en que una espada había desgarrado la carne de la pierna y el costado derechos del músico.
Anaxágoras sonrió de nuevo.
—Me temo que lo pasé en grande. Toda buena noche pasa factura por la mañana.
—Sospecho que habrá que esperar una temporada para que puedas enseñarme a tocar la lira —dijo Sátiro.
—Puesto que ambos estamos vivos, al menos sigue siendo posible —contestó Anaxágoras.
Y el valiente muchacho que había cubierto la retirada de Demetrio también estaba vivo. Necao le había golpeado con la contera de su lanza, dejándolo inconsciente. Había recobrado el sentido en plena tormenta, levantándose para ayudar a trincar la vela de trinquete. Laertes, que tenía unas ojeras que le conferían el aspecto de un niño rico libertino, fue al encuentro de Sátiro llevándolo del brazo.
—Clearco de Creta —dijo—. Le he prometido que no lo esclavizaríamos, señor. Ha sido como un oficial para mí.
El cretense hizo una reverencia.
—Señor.
Sátiro no sintió animadversión por aquel hombre tan serio. Había dejado atrás la mediana edad y tenía las sienes y la barba canosas.
—¿Eres mercenario? —preguntó Sátiro.
—No, señor. —Clearco se encogió de hombros—. Era voluntario. He servido con el Tuerto desde que era joven, desde poco después de la muerte del Gran Rey.
—Siendo así, querrás regresar con ellos —señaló Sátiro.
—Tengo dudas —dijo el cretense, y titubeó—. Dudo que yo valga un rescate, señor.
Sátiro asintió.
—Bien, a veces la excelencia debe ser su propia recompensa; tuya y nuestra. Vamos a ir derechos a la guerra otra vez, Clearco. Contra tu Demetrio, que ahora mismo debe de estar recuperándose de la tormenta. Así pues, enfila la playa y al final gira a la izquierda. Al cabo de pocos estadios llegarás a Cirene. Allí podrás encontrar un mercante que te lleve con tu gente.
Clearco hizo una reverencia y dio las gracias con voz entrecortada. Los soldados rasos rara vez eran rescatados o liberados. Generalmente se vendían como esclavos o se mataban.
Sátiro negó con la cabeza.
—Aguarda.
Con la ayuda de Helios, se sentó y escribió una larga nota para Demetrio, a quien se dirigió como «Mi noble adversario». Ensalzó al cretense y dijo que pensaba que, de no haber sido por su valentía y lealtad inquebrantable, él, Demetrio, habría terminado el combate como prisionero, o muerto. «Esto lo enojará», pensó Sátiro, pero no creía que Demetrio el Rubio fuese la clase de hombre que castigaba a los mensajeros.
—Aquí tienes una carta para Demetrio, y aquí un darico de oro para que llegues hasta él —dijo Sátiro—. Puedes conservar tus armas.
Clearco lo sorprendió haciendo una reverencia a la manera persa y besándole la mano.
—Eres el digno hijo de un padre divino —dijo Clearco. En su garganta relució una cuenta azul; la misma cuenta que llevaba Apolodoro.
Sátiro ya no estaba muy seguro de que le gustara la creciente deificación de su padre, pero sonrió al cretense hasta que dio media vuelta tras saludar y se echó a caminar por la playa.
—Ha sido una buena acción —dijo Diocles.
—Eres demasiado blando —dijo Draco.
—Es más que probable que ambos llevéis razón —dijo Sátiro—. Y ahora, antes de que esto se convierta en un debate, dejadme dar unas órdenes. He pagado a los mercaderes de este lugar por provisiones para seis días y tenemos los tanques de agua casi llenos. ¿Estamos listos para zarpar?
—¿Cuándo? —preguntó Diocles.
—Cuando salga el sol —contestó Sátiro—. Ahora mismo, Demetrio y su almirante están igual que nosotros: escrutando el mar en busca de supervivientes, preparándose para hacerse a la mar. El primero que zarpe…
Diocles negó con la cabeza.
—¡Estás loco! —exclamó.
Llegó Neiron, que había ido a bañarse. Un esclavo le llevó una toalla y se secó junto al fuego mientras bebía vino.
—Claro que está loco, pero además tiene razón.
Sátiro se pasó los dedos por la barba.
—Si Demetrio llega sin oposición a la costa de Egipto, Tolomeo está acabado.
Diocles negó con la cabeza.
—¿A quién le importa un comino?
Sátiro no se enojó. Resultaba curioso cómo lo habían centrado los últimos días, pero no le molestaban la intemperancia y desobediencia usuales en Diocles, como tampoco ninguna otra cosa. Veía claramente lo que era preciso hacer y estaba decidido a hacerlo.
Sátiro apuró el vino de su copa.
—Diocles, valoro tu opinión, y cuando seas rey podrás hacer lo que se antoje. Pero ahora mismo tengo intención de arriesgar vuestras vidas para mantener Egipto independiente de Antígono el Tuerto. ¿Por qué? ¿Por alguna magnífica razón última? ¿Por una moral que el viejo Aristóteles consideraría encomiable? No, caballeros. Vamos a combatir, y tal vez a morir, para que los precios del grano en el Euxino permanezcan estables. Para que no vengan soldados extranjeros a nuestras costas. Porque tenemos un aliado y, si él cae, nosotros seremos los siguientes. —Sátiro los miró con satisfacción—. Ningún otro equipo me serviría. Vosotros, caballeros, sois mi equipo, incluso el lechuguino Gelón y el tirano Apolodoro. —Estos dos últimos acababan de salir de la oscuridad que los envolvía—. Puedo entender perfectamente que un hombre vacile ante la perspectiva de dar su vida por la estabilidad de los precios del grano en el Euxino, pero, amigos míos, eso es por lo que luchamos. Y si no queréis hacerlo… Bueno, Cirene está justo allí. Por la mañana me llevaré este escuadrón y todas las demás naves que pueda reunir y saldré a hostilizar a Demetrio mientras él intenta apoyar el ataque de su padre contra Egipto.
Diocles se rio.
—Maldita sea. Muy bien hablado, señor. —Alzó su copa—. ¡Por los precios del grano del Euxino!
Gelón, el siracusano, se rio.
—¡Por el grano! —dijo, y bebió.
El sol salió sobre un mar ligeramente encrespado por un viento fresco, y el astro era una bola roja en el horizonte oriental, pero Sátiro ya tenía todas sus naves en el agua, navegando en la dirección del viento, rumbo al este, en una línea muy abierta, rastreando las aguas en busca de amigos, de enemigos, de noticias.
El primer barco que encontraron era amigo, el Artemis Efesia, la captura de construcción fenicia que el Halcón Negro había hecho al norte de Chipre. Sátiro apenas conocía al hombre que estaba al mando, Niceas hijo de Draco de Pantecapea, que había iniciado la campaña como suboficial de cubierta a bordo del Halcón Negro que ahora capitaneaba. Según él, ni el Halcón Negro ni el Maratón ni el Troya habían sufrido daños en el combate de la Salamis chipriota, noticia que fue recibida con agrado. Las cuatro naves habían tratado de permanecer juntas en la desbandada, pero el desorden de la flota de Tolomeo en su huida hizo imposible cualquier intento de formación.
El Artemis Efesia había perdido a los demás en cuanto la arena comenzó a salir volando. Su tripulación había remado con ahínco, remado hasta el agotamiento absoluto, y aún fueron capaces de dar unas cuantas estrepadas más. Habían pasado un día entero casi a la vista de Cirene pero sin fuerzas suficientes para remar hasta la costa. No obstante, cuando tocaron tierra comieron y bebieron, y al punto zarparon en busca de amigos. Estaba claro que semejante coincidencia era obra del cielo, y al anochecer todos los hombres estuvieron dispuestos a hacer un sacrificio.
Del Halcón Negro, el Maratón o el Troya, por otra parte, no había ni rastro.
Al amanecer del segundo día dieron alcance a un trirreme de Tolomeo. Todos los infantes de marina y los oficiales habían muerto a manos de los remeros, y se habían cometido actos nefandos a bordo. Apolodoro cruzó a la otra nave con todos sus infantes, colgó a un par de hombres de la driza del trinquete, y Sátiro sacó a todos los remeros de la nave para distribuirlos entre las suyas, ordenando que el Areté remolcara el trirreme.
Al sur, sobre África, se estaba formando otra tormenta. Sátiro varó las naves para pasar la noche, exhortó a todos los remeros a redoblar sus esfuerzos y al día siguiente arribaron a Alejandría.
Tal como esperaba y temía, el Puerto Real estaba vacío. Envió un esquife a tierra para llevar a casa de Diodoro un mensaje para Safo, diciéndole que ocuparía su dársena y pidiendo noticias de León. Luego condujo a su escuadrón a los embarcaderos sitos entre los almacenes que tan bien conocía, el hogar de su adolescencia, de su primer amor, de su primera guerra. El olor de Alejandría era el aroma de su hogar.
Las instalaciones portuarias de León eran las mejores del océano porque era un hombre rico con una buena flota mercante y se podía permitir lo mejor. Su factor era Nicodemo, y Sátiro y él se abrazaron como viejos amigos.
—Dos combates y una tempestad —dijo Sátiro a modo de saludo—. Necesito una reparación de la quilla a la perilla en todas las naves; raspar la suciedad, secarlas durante un día como mínimo. Los cascos pesan tanto que los remeros las pasarían moradas para alcanzar la velocidad de embestida aun después de un buen descanso.
Nicodemo hizo una reverencia.
—Estamos a tu servicio —dijo—. Tanto más cuanto que eres un cliente de pago.
Sátiro aprovechó la ocasión para descargar los arcones de oro y plata de Rodas y guardarlos en los sótanos vigilados del Templo de Poseidón. Abrazó al sumo sacerdote medio egipcio, que había servido con él en la primera guerra antigónida en Gaza.
—Hermano, necesito hombres —dijo Sátiro—. Necesito de todo: remeros, soldados, oficiales. Naves, si tu gente tiene alguna escondida por ahí.
—¡Ay! —respondió el sumo sacerdote de Poseidón—. ¡Ay! Naves no tenemos pues de lo contrario a vosotros los griegos os tiraríamos al mar y seríamos un pueblo libre —dijo, haciendo una mueca—. Pero entretanto, tú y Tolomeo sois infinitamente mejores que Antígono. Remeros e infantes de marina, los encontraré; hombres que sirvieron con nosotros en Gaza.
Sátiro asintió.
—Estamos, si cabe, más desesperados —dijo—. Tolomeo perdió la batalla saliendo malparado; tan mal que temo por el propio rey.
—Nada temas —dijo el sacerdote—. Tolomeo vive, y él y sus naves de escolta están de camino; un camino bastante tortuoso. Tocaron tierra en Gaza hace cuatro días y el viento les ha soplado en contra, y ya han tenido una refriega con Demetrio.
—Debe estar bien servir a un dios omnisciente —dijo Sátiro.
—No sabría qué decirte. Tengo un buen servicio de inteligencia. Y el Viejo Gales y yo intercambiamos información. Deberías ir a verle, quizá tenga noticias más recientes. Por supuesto la versión oficial es que el rey ganó la batalla.
A Safo la abrazó como a una madre reencontrada y, por un momento, envuelto en sus brazos, no pensó en cordajes, en dardos de hierro para sus lanzadores de proyectiles, en yelmos de cuero para los nuevos infantes ni en pan seco. Ni en ánforas para el aprovisionamiento de agua. Se limitó a vivir el momento.
—Mi pobre hijo —dijo Safo. Había envejecido. Sátiro se sorprendió al constatar el cambio que había sufrido en cuatro años.
Y luego tomó prestado su numeroso y bien engrasado servicio para que fuera la máquina de su personal, y lo usó para llenar las naves de provisiones mientras los sacerdotes sustituían a los remeros e infantes muertos, al tiempo que él reclutaba la tripulación de las naves capturadas y del trirreme egipcio que se había amotinado.
En la dársena real había dos trirremes tan podridos que los habían dejado atrás. Tras dos días y dos noches de trabajo bajo el sol y a la luz de las antorchas por parte de carpinteros de ribera a quienes los sacerdotes habían prometido redención eterna, ambos estuvieron en condiciones mínimas de navegar, con tripulaciones improvisadas al mando de oficiales reclutados entre capitanes mercantes de la ciudad. Sátiro trabajó como un esclavo pero envió mensajeros a todas partes, y los hombres acudían a verle y él daba órdenes como si fuese un rey y era obedecido. Madera de Levante que valía su peso en especias, donada por los judíos. Vasijas de cerámica para el fuego como la que había usado contra el buque insignia de Demetrio, ahora cada nave llevaba una docena, y sacos de carbón para llenarlas, donados por los carboneros. Alejandría era una ciudad que se amaba a sí misma, y si bien muchos, la mayoría, fingían desdeñar al viejo Tolomeo, luchaban por él, el menor de todos sus males.
Uno de los primeros hombres que fue a verlo a la dársena fue Dionisio, todavía guapo, todavía dado a ponerse quitones de lana transparente y perfume caro. Pese a lo cual Sátiro, cubierto de hollín de brea de calafatear el Amón Ra, lo abrazó.
—Necesito un capitán —le dijo.
Dionisio arrugó la nariz, aunque resultó difícil saber si lo hizo por el maloliente sudor de Sátiro o por el estado del Amón Ra.
—No en este barco —dijo Sátiro—. Uno de los de Tolomeo. Está en el embarcadero, a la derecha del Areté. ¿Lo ves?
—Es más pequeño que el Avispa.
Dionisio dejaba de cecear cuando hablaba de barcos.
—Es exactamente igual que el Avispa. Creo que ambos salieron del mismo astillero; Éfeso o Mileto, diría yo. —Sátiro estrujó la mano del joven petimetre—. Vamos, hermano. Olvida tu agenda social y ven al mar.
—¡Por supuesto! —dijo Dionisio. Se quitó por la cabeza el quitón hecho en la India que valía como cuatro esclavos fuertes y se lo lanzó a su criado—. Consígueme un quitón de trabajo —dijo al criado. Y se puso a embrear el casco.
Ocho días después de la derrota en la Salamis chipriota, a pesar de los contratiempos de la tormenta y los antigónidas, Sátiro se hizo a la mar con diez naves en su popa, dotadas de las mejores tripulaciones que había podido reclutar. Los hombres estaban descansados y sus preciados cascos habían gozado de casi tres días fuera del agua.
Echaba en falta el escuadrón que había comandado desde Tanais. En su estela había solo cuatro de sus naves, el Oinoe, el Platea, el Tanais y el Avispa. Todas las demás naves eran capturas o reemplazos. Extrañaba algunos de sus mejores barcos, el Tetis, el Niké y el Ariadna, cuadrirremes armados con máquinas y dotados de remeros entrenados y nutridos contingentes de infantes de marina. Solo Poseidón sabía dónde estaban.
Diocles, por supuesto, iba al mando del Oinoe. El Platea y el Tanais los comandaban los hermanos de Siracusa, Anaxilao y Gelón, y el Avispa, el trirreme más pequeño de sus fuerzas y quizá de todo el océano, seguía a las órdenes de su veterano capitán Sarpax, el mayor de los trierarcas. A la nave egipcia que había asesinado a su navarco y a sus infantes la rebautizó Ramsés para complacer a sus tripulantes egipcios, y Dionisio capitaneaba ese barco y a una tripulación de voluntarios entusiastas con muy poca experiencia en navegación de altura. Al Amón Ra y al Avispa los había encontrado pudriéndose en la dársena, y los tripulaban egipcios a las órdenes de trierarcas desconocidos; el Amón Ra tenía su propio capitán de infantería, con Apolodoro al mando, y el Avispa llevaba a bordo a Fileo, su apreciado maestro remero. El Artemis Efesia había sobrevivido a la tormenta a las órdenes de Niceas de Pantecapea, y no cabía imaginar mejor carta de recomendación sobre las aptitudes de un marino. Y que Laertes fuera a bordo del Atalante obedecía a la misma lógica, aunque ahora contaba doce suboficiales elegidos entre los mejores marinos del Avispa y el Oinoe.
Él había regresado a la cubierta del Areté. Con la excepción de Neiron, los oficiales eran todos nuevos. El Areté había perdido a muchos hombres en dos combates y luego había cedido oficiales a las demás naves. Neiron parecía indemne tras dos batallas y una tormenta, y los hombres nuevos en realidad no eran tan nuevos. Sátiro había tenido todo el verano para descubrir su valía o, mejor dicho, ocho días de acción incesante que ahora daban la impresión de haber durado lo mismo que toda una temporada de guerra.
Laertes, el marinero con los pulmones de bronce que había reemplazado a Esteságoras y que ahora era trierarca, fue sustituido como oficial de cubierta por Jubal el Africano. Apolodoro eligió a Necao para comandar a los infantes. Andrómaco de Atenas era el remo número uno, en el extremo de proa y en la banda de estribor, en sustitución de Polícrates. Sátiro no estaba seguro de saber los nombres de todos los marineros de cubierta pero sabía la mayoría porque había trabajado con ellos a la luz de las teas, ayustando cabos y clavando estacas en la nueva cubierta en el astillero de León, amén de haber hecho guardias con ellos. Jerjes, un nemeo, era tan espeso como una roca y había que decirle que hiciera cualquier cosa con un elaborado lenguaje de signos, pero era fuerte y servicial y los demás hombres lo apreciaban. Y Jubal, antaño el tercer oficial de cubierta casi invisible de Esteságoras, era alguna clase de norteafricano; había perdido todos los dientes en un combate y tenía la manía de mirar a Sátiro entornando los ojos como una coqueta flautista. La combinación de la mirada desviada, la ausencia de dientes y la profunda cicatriz ritual en su semblante marrón oscuro causaba una impresión indeleble que a menudo era motivo de mofa por parte de los demás marinos, pero era inteligente y sabía navegar orientándose con las estrellas. Quirón, un corintio barrigudo, era el nuevo maestro remero, ascendido desde el primer puesto de la banda de babor. Era dado a reírse y hacía cantar a los hombres aunque, no obstante, era temido por su genio, nada que ver con el amable Fileo.
Sin embargo, pese a todos los nuevos oficiales, los tripulantes ya no eran un grupo de profesionales que compartían el reducido espacio de los cascos negros. Eran tripulantes y punto, para bien o para mal. Si sobrevivían al verano, aquellos hombres se sentarían en las tabernas y burdeles de Alejandría a Pantecapea y asentirían y dirían: «Este es Jubal, es un hijo de perra, no le lleves la contraria, compañero. Nos embarcamos juntos a las órdenes de Sátiro, que entonces era el Rey del Norte, ¿sabes? Y nos dio por el culo el capullo de Demetrio; oh, hizo pedazos nuestra línea pero cumplimos, ¿verdad, amigos? Sí, y quemamos sus diez hileras de remos, menudo incendio, por poco capturamos al muy cabrón. Nuestro maestro remero, Esteságoras… Por cierto, ¿no era tu tío, joven León? Murió en ese combate rugiendo como un león.»
En todas las naves había sucedido lo mismo, de modo que Diocles tenía una tripulación mejor en el Oinoe, y Sarpax en el Avispa, que aquellas con las que habían comenzado el verano. Cada nave era distinta, cada nave tenía su personalidad y unas eran mejores que otras: la Oinoe y la Areté eran tan buenas o mejores que las rodias, mientras que Dionisio y su Ramsés respondían bien al formar en línea recta. El Amón Ra tenía filtraciones como el proverbial cedazo de Sísifo.
Y allá fuera, al noreste, detrás del horizonte estaba el enemigo: doscientas naves o más, en su mayoría más pesadas que la más pesada de las suyas.
Y quizás algunas suyas. Quizás el rey. Quizá León.
Más a proa, junto al palo mayor, Jubal gritó algo y sus pocos dientes brillaron, y los hombres que lo rodeaban rieron.
—Gaza —dijo Sátiro a Neiron.
—Gaza —repitió Neiron.
Y detrás de su hombro derecho las columnas de nubes seguían creciendo sobre el desierto africano, anunciando una tormenta que se avecinaba como un castigo tramado por el dios de los judíos.