La tormenta pronosticada no se desencadenó. Hacia el suroeste, las nubes se encumbraban desde el horizonte hasta lo más alto de los cielos, cerniéndose sobre el mar, de modo que un marinero supersticioso podía pensar que Zeus estaba presente con toda su ira. El sol se reflejaba en las nubes y en el ensombrecido mar, una lámina de bronce sobre un mar de sangre.
El Areté y el Atalante no eran las únicas naves tripuladas por héroes, y así lo hizo patente el hecho de que el titánico enemigo hubiese apagado el incendio a barlovento. El viento arrastraba consigo la columna de humo. Sátiro podía imaginar cómo había sido estar a bordo; las cubiertas de remo, un infierno, y un puñado de valientes obligándose a arrimarse al fuego para vaciar yelmos llenos de agua sobre las llamas. Pero el barco incendiado había cubierto su retirada, y la prisa de todas las naves antigónidas en auxiliar a su rey había salvado el centro de Tolomeo.
Sátiro, apoyado agotado entre los remos de su timón, no necesitó contar las naves de Tolomeo para ver quién había vencido. El resultado era evidente. La flota de Tolomeo estaba muy maltrecha; treinta barcos o más perdidos en combate y los demás avanzando lentamente, siguiendo la dirección del viento hacia Egipto, abandonando la contienda.
Lo peor de todo era que en comparación la flota de Demetrio y Plistias estaba prácticamente intacta y que sus naves más ligeras estaban organizando una persecución. Mientras las nubes de tormenta se apilaban en el oeste y el sol se ponía en la ira del trueno, el escuadrón de penteres, formado por naves del tamaño y el desplazamiento del Areté, que había pasado la jornada inactivo aguardando a las sesenta naves inactivas de Menelao, ahora iba a por ellos, remando con brío a la luz del ocaso, resuelto a capturar a una docena o más de los trirremes rezagados de Tolomeo. Y desde el centro de la formación de Plistias salieron otras dos docenas de trirremes, igualmente anhelantes de proseguir el combate.
Casi todas las naves de Tolomeo habían dejado sus mástiles y velas en tierra y ahora corrían con el viento, impulsados por sus agotados remeros. Iban despacio. Solo la noche los salvaría.
El Areté y el Atalante llevaban izada la vela de trinquete, se encontraban diez estadios al sureste de la flota de Tolomeo que se batía en retirada y ya estaban a salvo por virtud de la inexorable matemática del mar.
Pero al caer la tarde, cuando el último promontorio de Chipre se hundió en el horizonte, y cuando las nubes de tormenta comenzaron a parecer algo sobrenatural en el oeste, el vigía del Areté avistó velas en el este y sus gritos alertaron a Laertes, a media eslora del Atalante, que fue corriendo a popa en busca de Sátiro, adormilado en sus remos.
—Velas al este —dijo.
Sátiro tuvo dificultades para enfocar la vista. Le dolía todo el cuerpo y desde donde se había repantigado entre los remos, veía a los infantes de marina, o al menos al puñado de supervivientes, agachados en actitudes que expresaban el mismo cansancio y sufrimiento.
—Puedo llevar el timón —dijo Laertes.
—¿Lo has hecho alguna vez? —preguntó Sátiro.
Laertes negó con la cabeza.
—No, señor.
Sátiro asintió.
—El velamen tira bien. Los remeros descansan. Lo único que tienes que hacer es ir derecho. Estoy dispuesto a dejar que lo intentes si asumes la responsabilidad.
Laertes sonrió forzadamente.
—Será un orgullo intentarlo, señor.
Sátiro asintió.
—Pon las manos en los remos. Ahora di: «Tengo el timón.»
—Tengo el timón —dijo Laertes.
—Tienes el timón —respondió Sátiro, y pasó por debajo de sus brazos para salir de entre las varas y Laertes lo relevó, torpe por las ganas de hacerlo bien. La nave pareció dar un salto, la popa se movió el largo de un brazo a babor mientras Laertes intentaba equilibrar las dos varas, y por fin encontró la presión correcta, bastante correcta, y la nave se estabilizó.
Sátiro fue a la banda de babor y observó el canasto colgado del trinquete del Areté. Neiron estaba a los pies del mástil y los hombres del canasto gesticulaban y hablaban.
—No parecen asustados —comentó Sátiro.
—Ya no me quedan fuerzas para asustarme —dijo Apolodoro—. Señor, es una lástima que hayamos perdido cuando nosotros hemos luchado mejor.
Sátiro esbozó una sonrisa.
—Tus hombres parecían dioses.
Apolodoro asintió, y Sátiro vio que le corrían lágrimas por el rostro aunque no sollozara; su expresión ni siquiera cambió.
—Ya van ocho muertos, y otros tres es probable que no sobrevivan.
—Y Esteságoras —apostilló Sátiro.
—Sí. —Apolodoro agachó la cabeza. Sátiro se dio cuenta de que aquel hombre menudo con su postura arrogante y su inagotable energía, su molesta superioridad, su destreza en la lucha, su casi perfección y su aparente desdén por sus hombres y cuantos lo rodeaban, estaba llorando desconsoladamente.
Sátiro agarró por los hombros al capitán de los infantes.
—A veces merece la pena recordar que estamos vivos —dijo Sátiro—. Hoy he estado convencido de que moría… dos veces, creo. —Se encontró con que también él lloraba—. Me parece que… que… que me esforzaré más en estar vivo. Y los hombres que han muerto… Por Zeus Sator, Apolodoro, lo menos que podemos hacer es que hayan muerto por algo.
—¿Por el Rey de Egipto? —preguntó Apolodoro con voz ronca—. ¿Por la gloria?
—Ni idea —contestó Sátiro. Respiró profundamente. En la cubierta de la otra nave los hombres vitoreaban y señalaban al este—. Ni idea, pero deberíamos hallar algo antes de que muramos.
Estaba divagando. Apolodoro no pareció darle importancia y de pronto se irguió.
—Estoy bien. Perdón, señor. Lo lamento. Por Poseidón, no me creía capaz de mostrar semejante debilidad.
Apolodoro se alejó tambaleándose, se agarró a la borda y vomitó en el mar.
Sátiro regresó al puesto del timonel, encontró su cantimplora debajo del banco y llenó de vino una copa de asta. Miró a Laertes, que estaba concentrado en su tarea con heroica intensidad, con todo su ser apremiando a la nave a mantener el rumbo. Laertes le echó un vistazo e intentó sonreír.
—Hago lo que puedo —dijo.
—Una muesca en tu estela —dijo Sátiro, y eso le hizo sonreír a pesar de todo—. Cuando me has mirado, has aflojado tu remo de babor.
Se volvió y regresó junto a Apolodoro.
—¿Vino? —le preguntó.
Apolodoro levantó la cabeza. Tenía la mirada más despejada.
—Gracias. —Se bebió toda la copa de un trago. Sacudió la cabeza; algo le había llamado la atención—. ¡Eh, vosotros! —gritó más allá de donde estaba Sátiro—. ¿Qué demonios creéis que estáis haciendo, Estilicón?
Neiron les hacía señas desde la otra cubierta, y Sátiro se inclinó sobre la borda para escuchar. Lo único que oyó fue el nombre de Diocles. Pero cuando volvió a mirar, lo entendió.
El Maratón se aproximaba por el este impulsado por la vela mayor, la de trinquete y los remos, con el Troya y el Oinoe y otra media docena de naves formadas en una línea detrás. Sátiro incluso vio que la tercera nave de la línea era la que habían capturado en la playa de la costa asiática, el hermoso trirreme largo y bajo de diseño fenicio.
—Bien —dijo Sátiro. Cerca de él solo estaba el infante de marina Necao. Necao era más joven de lo que Sátiro había esperado, y sin el yelmo no parecía en absoluto un veterano. De hecho, se le veía tan joven que daba pena. Tenía los ojos amoratados a causa de un golpe que le había clavado el yelmo en la frente y presentaba un aspecto espantoso. Espantoso pero vivo, y sus ojos brillaron al cruzarse con los de Sátiro.
—¿Señor? —preguntó.
—Bien —repitió Sátiro—. Me parece que vamos a vivir.
Durante la noche aumentó el oleaje y Sátiro temió por la suerte de los restos de la flota de Tolomeo, vista por última vez desperdigada sobre treinta estadios de agua y con el enemigo acechando en el norte. La escolta de Tolomeo había permanecido unida, de un modo u otro se las había arreglado para aparejar velas de trinquete que permitieron descansar a los remeros, y las naves grandes, capaces de resistir mejor el tiempo que se avecinaba, comenzaron a adelantarse hacia el sur.
Al anochecer Sátiro bajó a las cubiertas inferiores del Atalante y paseó entre las bancadas, deteniéndose a hablar con algunos hombres. «Hemos sobrevivido» era el meollo de lo que tenía que decir, y los remeros se alegraron de oírlo.
—Vosotros no me conocéis —dijo—. Soy Sátiro del Euxino y, al menos de momento, sois mis hombres. Me ocuparé de que recibáis paga y comida, y ningún hombre será esclavo en esta nave siempre y cuando mantengáis alejada la esclavitud remando como es debido. Si alguno de vosotros quiere abandonar esta nave, podrá hacerlo cuando lleguemos a Alejandría. Hasta entonces, ¡necesito que reméis!
Sus palabras no fueron acogidas con vítores y ovaciones, pero su discurso tampoco había sido gran cosa, y Sátiro tuvo la impresión de que, en conjunto, los hombres estaban bastante contentos —vida y libertad son sensaciones fuertes—, aunque también temió que Esteságoras se hubiese llevado consigo a los auténticos líderes en su demencial carga hacia la gloria. Los remeros no parecían estar especialmente mustios. Necesitaban refuerzos, oficiales, jefes de sección, y el puñado de infantes y marineros exhaustos no estaban por la labor. Tampoco lo estaba él.
Al pasar a bordo del Oinoe se cayó a la cubierta desde la borda pues las piernas ya no lo sostenían, y Diocles y Helios tuvieron que recogerlo.
Pero a cambio, decenas de marineros, suboficiales y remeros pasaron a bordo del Atalante. Trasladaron al Atalante un trinquete de repuesto del Oinoe que se izaría como palo mayor provisional cuando llegara el alba.
Mientras caía la noche todas las naves del Euxino encendieron lámparas de aceite que metieron en faroles de bronce colgados en sus popas. Todos los capitanes preferían las comunicaciones al sigilo. Con las velas de proa desplegadas, los portillos de los remos cerrados y los tranitas fuera de sus bancadas porque en la cubierta inferior de remo siempre había filtraciones de agua, con los hombres haciendo cola en las cubiertas para turnarse en las bombas de achique, el escuadrón mantuvo el rumbo al sur. El Oinoe retrocedió hasta ocupar una posición central.
Sátiro intentó escuchar a Diocles pero le fue imposible. Cayó dormido.
Se despertó al amanecer, con el cielo teñido de rojo. El sol salía por el este y su luz broncínea se reflejaba de una forma extraña a su alrededor.
—Estás despierto —dijo Diocles.
Sátiro ya no llevaba armadura; vestía un desastrado quitón de lana encima de un grueso vendaje de lino que le envolvía el torso, dándole tantas vueltas que no podía doblar la cintura, y en cuanto pensó en su espalda sintió una punzada de dolor.
—¿Y qué? —gruñó Sátiro. Notaba la boca como si alguien se la hubiese pintado con óxido.
—Hueles a sangre. Dejamos que te pierdas de vista unos días y vas e intentas hacerte matar. ¡Justo lo que dije! —Diocles negó con la cabeza.
Helios le estaba lavando los pies y las piernas. Los tenía cubiertos de sangre seca.
—Tenía miedo de despertarte, señor —dijo.
Sátiro lo apartó de un empujón, le dio una patada, para ser más exactos, se puso de pie trabajosamente y fue a la borda de sotavento. Se levantó el quitón y orinó a favor del viento. Y sintió que el corazón se le paraba cuando vio que orinaba sangre roja.
—Oh, Apolo —dijo Sátiro a media voz. Cuando terminó, los riñones le dolían lo indecible, y los orines fueron tan rojos al principio como al final. Sátiro se sintió débil.
—Tuve un amo que me pegaba con un palo —dijo Helios en voz baja—. Siempre meaba rojo después de una paliza.
Sátiro se tumbó sobre las pieles de cordero que habían apilado para él. Tenía frío y Helios lo tapó con una manta. Las palabras de Helios hicieron que se sintiera mejor.
—No lo sabía. No había meado sangre hasta hoy. Bueno, una vez sí, después de un combate en la palestra, pero no… no tanto.
—Te curarás —dijo Helios con amabilidad.
Sátiro volvió a dormirse mientras el tono del viento en los estayes subía una octava.
—Tenemos que ir a tierra —dijo Diocles, interfiriendo en un sueño en el que Sátiro iba a lomos de un monstruo alado. Sátiro se esforzó en salir a la superficie del sueño como un hombre revolcándose bajo una ola rompiendo en la playa y consiguió sacar la cabeza de la pesadilla para abrir los ojos. Había la misma luz que antes.
—Supongo que apenas he dormido —dijo a Helios, antes de darse cuenta de que el muchacho dormía.
Diocles sonrió.
—Has dormido todo el día, señor. Ahora el sol se está poniendo. Y el viento refresca, y estamos en medio de ninguna parte. —Negó con la cabeza—. El viento rola en redondo, lo tendremos de cara y habrá que arriar todas las velas, y además trae arena de África. Se avecina una mala noche.
—¿Dónde está Egipto? —preguntó Sátiro.
—A unos cien estadios a proa —contestó Diocles, y no se molestó en disimular su resentimiento—. Lo mismo podría estar a diez mil estadios, Sátiro. Estaremos en el ojo del viento dentro de diez minutos y no podemos remar contra eso. Y no hemos tomado una comida caliente en tres días. Los remeros no han descansado, la comida escasea y se está acabando el agua potable; y no hay un puerto excepto Alejandría a barlovento o si regresamos a Chipre, de cabeza a las garras del enemigo.
En algún momento de la perorata de Diocles, Sátiro se despertó. Tenía que orinar pero le daba miedo hacerlo. Le daba miedo el chorro de orina rojo oscuro. En algún momento del combate ante la costa de Salamis en Chipre había descubierto cuánto amaba la vida y que había muchas cosas que deseaba hacer. Y ahora se preguntaba cuán malherido estaba. Eso le daba más miedo que cualquier batalla, más que la amenaza de una tempestad.
Enfrentándose a sus temores, se puso de pie, fue tambaleándose hasta la borda y orinó. El chorro era tan rojo como el tinte tirio.
—¿Dónde está el enemigo? —preguntó Sátiro. Se sentía desfallecer pero no iba a rendirse.
—Justo al norte. Si te ves capaz de encaramarte a la popa deberías poder verlos —contestó Diocles.
—¿Cuántas horas de luz quedan? —preguntó Sátiro.
—Una como mucho. Es difícil decirlo con esta luz tan extraña. —Diocles negó con la cabeza—. Lamento haber llegado tarde. Los hombres andan diciendo que faltó muy poco. Quizá podríamos haber vuelto las tornas.
Sátiro rio con amargura.
—¿Cinco naves? Diocles, no seas tan engreído. Perdimos sesenta naves. Menelao se quedó en el puerto y nos dejó morir. Teníamos las de perder en ese combate, amigo mío, y lo único que hubieseis hecho habría sido morir.
—Sin embargo capturaste una nave, una nave bien bonita —dijo Diocles.
—Soy un zorro astuto y mi padre va camino de convertirse en un dios —respondió Sátiro, intentando resultar gracioso. Trepó a la baranda de popa, manteniendo el equilibrio sobre la resbaladiza madera que cubría el puesto del timonel.
Alcanzó a verlos, justo detrás de su estela a la luz mortecina del ocaso. Contó quince naves antes de hacerse un lío. Saltó de nuevo a cubierta sintiéndose torpe y un tanto mareado.
—Abarlóanos al Areté —dijo—. ¿Alguna vez has visto un tiempo como este? —preguntó.
Diocles se encogió de hombros.
—No. Pero hay un infante egipcio que dice haberlo visto río arriba y que anuncia una tormenta de arena.
Se miraron a los ojos. Sátiro había visto pequeñas tormentas de arena en oriente, en el Sinaí.
—Por eso hemos visto el cielo cobrizo —dijo.
Diocles se encogió de hombros.
—Si tú lo dices, seguro que sí. ¿Alguna idea?
—Sí —contestó Sátiro—. Mi idea es preguntar a Neiron.
Draco, que había sido compañero de Sátiro desde la infancia, que una vez había confundido al Rey del Bósforo con un niño prostituto en los barracones macedonios de Heraclea, fue a su encuentro y lo abrazó.
—Me han dicho que ha sido un buen combate —dijo—. Según parece, el joven Necao piensa que tú y Apolodoro sois dioses.
—Los dioses no resultan heridos tan a menudo como yo —se quejó Sátiro.
—Eso es más o menos lo que le he dicho. Toma, bebe un poco de vino caliente. Siempre sienta bien cuando tienes una herida. Los muchachos dicen que meas sangre.
Draco siempre fue el auténtico rey de la franqueza.
—Es verdad —farfulló Sátiro.
—Ya, bueno, deja de portarte como si esto fuese el final. —Draco se rio—. ¿Cómo es posible que un cabronazo como tú haya librado tantas batallas y nunca haya meado sangre? —Volvió a reírse, un tanto cruel en su actitud—. La primera vez, pensé que iba a morirme. Y me duró varios días. ¡Días!
Draco rio por tercera vez.
—Señor —dijo Diocles señalando al Areté, que ahora tenían a sotavento.
—Gracias —contestó Sátiro. Se apoyó en la borda, hizo bocina con las manos y llamó a Neiron levantando tanto la voz que la espalda y los riñones volvieron a dolerle.
Neiron apareció y saludó con la mano.
—¿Tormenta de arena? —preguntó Sátiro a voz en cuello. Hizo una pantomima de desconcierto como si fuese un actor trágico.
Neiron asintió.
—¡Sí! —rugió, y su voz profunda como el mar salvó la distancia como la voz de Poseidón.
El problema era que Sátiro tenía que mantener aquella conversación a gritos, de manera que todos los hombres de cubierta y la mayoría de los remeros podían oírle. La confianza en su rey no aumentaría con lo que oirían.
—¿Qué sugieres? —preguntó Sátiro.
Neiron lo miró con cara de no comprender.
—¿Qué hacemos? —gritó Sátiro.
Neiron se llevó las manos a la boca.
—¡Rezar! —contestó.
—Vaya, menudo consejo de mierda —murmuró Diocles al lado de Sátiro.
—¿Deberíamos enfilar al norte? —gritó Sátiro. Esperó, rezó para que Neiron interpretara su sugerencia: rumbo norte, de modo que los impulsaran las velas con el mar de popa y la arena a sus espaldas. Pero derechos hacia el escuadrón enemigo.
Neiron se mostró sorprendido, incluso pasmado.
El viento aullaba, y la primera racha cargada de arena los alcanzó, y todo el mundo se apresuró en buscar mantos y quitones de lana fina para envolverse la cabeza.
Sátiro permaneció junto a la borda, observando a su navarco, un hombre que tenía diez veces más experiencia que él navegando con mal tiempo. Neiron habló con alguien que llevaba el timón, el hombre situado entre los remos.
—¡Sí! —gritó a modo de sucinta respuesta.
De repente Sátiro notó que se le aceleraba el pulso y que tenía náuseas. Estaba todo muy bien cuando solo era una idea atrevida. Ahora era real: hacer virar las seis naves con sus tripulaciones exhaustas y lanzarlas de cabeza contra una fuerza enemiga mayor. Pero la noche estaba al caer.
—Al frente de la línea, por favor, Diocles —dijo Sátiro. No tenía sentido aguardar—. Pon la vela de trinquete junto al palo y que todos los marineros que tengas la sujeten, listos para izarla. ¿Entendido?
Diocles se rio.
—Fui yo quien te enseñó este truco.
Sátiro correspondió a su sonrisa.
—Ciertamente. Quiero que las demás naves te vean hacerlo y capten el mensaje.
Diocles asintió. Dio órdenes, una serie de órdenes rápidas que pusieron a correr a los hombres en todas direcciones.
—Helios, el aspis dorado a la popa. Tan deprisa como puedas.
Sátiro se dirigió al puesto del timonel. Helios, que llevaba poco rato despierto, se las arregló para sacar el enorme escudo de su funda y se plantó a su lado.
—Álzalo para que sepan que vamos a emitir señales —dijo Sátiro.
—Vela de trinquete a punto. Listos para dar media vuelta. Los remos están avisados. —Diocles asintió—. Cuanto antes mejor. Costará lo suyo que las naves de más porte viren en redondo con este viento. Apenas avanzamos con los remeros bogando a tope.
Sátiro se volvió hacia Helios.
—Indica «PREPARADOS».
Cuatro o cinco naves emitieron un destello a modo de respuesta. La sexta, el Atalante, probablemente ni siquiera tenía un escudo de señales.
—Indica «VIRAR EN REDONDO POR ORDEN».
Sátiro enarcó una ceja mirando a Diocles, que sonrió.
—Lo hemos practicado cincuenta veces —dijo.
Al empezar la tormenta de arena Helios había llevado a Sátiro su mejor manto, de un espléndido púrpura tirio con bordados de águilas, cuervos y estrellas. Era grueso y le abrigaba la garganta cuando lo abrochaba con el cuervo de oro que hiciera Temerix el herrero, un regalo para su madre. Lo estrechó en torno a sí un momento. Recordaba a su madre luciendo el broche del cuervo para administrar justicia en Tanais cuando él era niño. El recuerdo le dio una punzada como las del dolor de los riñones. Luego se quitó el manto por la cabeza, se plantó en la baranda de popa y ofreció el manto al mar.
—¡Poseidón, Señor de los Caballos, toma esto como muestra de la hecatombe que te enviaré y salva mis naves! —le gritó al viento, y soltó el manto. El viento lo hinchó y lo hizo subir antes de dejarlo caer abierto sobre la superficie del mar como si una ninfa se dispusiera a tomar un picnic, y de pronto se hundió como si una mano invisible tirara de él.
—Indica «VUELTA EN REDONDO» —dijo Sátiro.
El Oinoe, temporalmente en cabeza, estaba preparado y los remeros de la banda de babor arrastraron sus remos mientras sus compañeros de estribor siguieron bogando avante, y la nave viró tan deprisa que Sátiro apenas tuvo tiempo de temer por su estabilidad cuando toda la fuerza del viento africano la azotó de costado, pero los remeros bogaban por su vida y la proa giró en redondo en un abrir y cerrar de ojos, y sin antes de que Sátiro tuviera ocasión de formular las palabras, Diocles ordenó que izaran la vela, y toda la tripulación de cubierta y todos los infantes de marina jalaron de la driza, y el viento hinchó la vela, aun estando muy cazada, y de pronto el avance de la nave fue completamente distinto, más suave, menos agitado.
El Areté era el siguiente de la fila y viró en redondo después del Oinoe con estilo, aunque su banda de babor escoró en el viraje y sin duda entró agua a todas las cubiertas. A bordo del Oinoe, las tres bombas de achique ya estaban trabajando, y el agua salía disparada al viento mientras los hombres subían y bajaban las palancas; hombres valientes, hombres que debían encaramarse a la borda para manejar las bombas de madera.
—Remos dentro y portillos cerrados —dijo Sátiro a Diocles, sin apartar los ojos de las naves que lo seguían.
—¿Vamos a combatir a vela? —preguntó Diocles.
—No tengo mucho combate en mente, amigo mío —contestó Sátiro—. Tengo intención de pasar derecho entre sus escuadrones, pero si quieres disparar las máquinas, adelante. Piénsalo, Diocles, ¿qué alternativa tienen? ¿Atravesarse a este viento para intentar detenernos?
Estaban adelantando al Atalante. Sus poco experimentados oficiales habían cometido un error y estaban virando sobre sí mismos en lugar de seguir al de delante y dar media vuelta en orden. Los remeros estaban cansados, y la lluvia de órdenes raras e inesperadas los habían pillado desprevenidos, y los remos se agitaban como aspas de molino. Mientras la nave viraba lentamente, una ola rompió contra su costado y el buque entero se estremeció.
Alguien había trepado al trinquete y cortado las trincas de la vela, que se abrió con un chasquido que sonó como un relámpago, y las escotas aguantaron bien. Una se rompió, pero las demás simplemente se tensaron y de repente la proa de la nave en apuros giró como un caballo inquieto montado por un jinete diestro.
Por alguna razón, el Troya replicó los movimientos del Atalante y todavía complicó más la maniobra al virar por estribor en lugar de hacerlo por babor, de modo que faltó poco para que chocara con el Atalante, y su proa pasó rozando la popa y los timones del Atalante y, por la gracia divina, se detuvo en el punto de máxima aproximación.
Diocles fue hasta la borda y lanzó su espada al mar, con su empuñadura de oro, la vaina y todo, el fruto de una temporada entera de combates el año en que Sátiro y su hermana habían ganado sus reinos.
—¡Poseidón, no nos abandones! —le gritó al agitado y rojizo mar.
No obstante, las seis naves habían virado en redondo. Por voluntad de los dioses formaban dos columnas, con el Oinoe y el Areté siguiendo al Platea mientras que, bastante más al oeste, al Troya y al Atalante lo seguía de lejos el Maratón, cuyo confundido navarco había probado una mezcla de ambas formas de girar. Se había rezagado seis estadios o más.
Pero habían invertido el rumbo. Llevaban las velas izadas y tenían la tormenta en la popa, y el creciente oleaje rompía contra la parte de la nave diseñada para soportar una tempestad mediterránea.
Y justo enfrente tenían las naves antigónidas. El giro mal realizado significaba que las naves de Sátiro no formaban un todo cohesionado sino que estaban desperdigadas en varios estadios de mar. No había posibilidad de comunicarse ni de maniobrar más, con el viento aullando y ululando, las velas de trinquete hinchadas como burbujas de lona duras como piedras en la proa y los remos de gobierno repiqueteando como si tuvieran vida propia.
—Si embistiéramos… —dijo Sátiro, e hizo una pausa.
Diocles abrió ojos como platos.
—Moriríamos. La proa estallaría. Señor, nunca hemos navegado en un barco de este tamaño a esta velocidad. Corremos más que un caballo al galope.
Sátiro asintió. Tal vez. Tal vez no. A aquella velocidad, el espolón podría partir en dos una nave enemiga, rompiendo todas las tablas, y seguirían navegando…
Una locura.
Sátiro sonreía de oreja a oreja.
—¡Sonríe, Diocles! Esto va a funcionar.
Diocles tuvo que gritar para hacerse oír.
—Es el mejor plan, habida cuenta de dónde estamos —dijo—. Pero todavía no es de noche.
Sátiro se encaramó a la borda y los rociones lo dejaron empapado; incluso tan a popa, la espuma que levantaba la proa mojaba a todo el mundo. Echó de menos su manto. Por un instante no localizó las naves antigónidas, pero enseguida las tuvo delante; tan cerca que las había tomado por las suyas.
Mientras miraba, los infantes de Neiron abrieron fuego con sus máquinas. Sátiro vio volar los proyectiles, negros sobre el cielo color bronce, aunque eran demasiado pequeños para seguir su trayectoria una vez disparados.
Pero los antigónidas, al menos algunos de ellos, habían decidido virar. Sátiro observó a uno de los penteres que iba en cabeza iniciar su virada bogando con los remos de babor y ciando con los de estribor. Fue una maniobra impecable, y la nave dio media vuelta como un autómata, invirtiendo su rumbo con una profesionalidad digna de admiración.
La segunda nave optó por clavar los remos y virar por babor, pero alguien entendió mal la orden y las cañas de babor entrechocaron en un desbarajuste de estrepadas, perdiendo el ritmo al tiempo que la nave perdía impulso y se bamboleaba en la cresta de la última ola.
La ola siguiente, llegada desde África, impactó primero contra los remos lanzándolos hacia arriba, y sin duda murieron hombres cuando los remos entraron a la fuerza en la nave, saliéndose de los escálamos, aunque apenas importaba porque un instante después la ola chocó contra el casco y la nave escoró, y alguien en proa soltó un puño de la vela de trinquete rizada; la vela entera fue arrancada de las manos de los tripulantes y en un abrir y cerrar de ojos la nave había desaparecido, volcada y hundida bajo la gran ola que justo en aquel momento empujaba al Oinoe. Pero los restos del naufragio todavía estaban allí, justo debajo de la superficie como siempre ocurría en una batalla, y la primera nave que había dado media vuelta tan valientemente la golpeó con toda la fuerza de la tempestad a sus espaldas.
Y el escuadrón del Euxino siguió navegando hacia el norte, avanzando tan raudo como una manada de caballos espantados en el Mar de Hierba. Pasaron entre los brazos extendidos de dos escuadrones antigónidas y siguieron rumbo a Chipre.
Cuando Draco fue a cargar la máquina de la banda de babor, Sátiro envió a Helios a detenerlo.
—Dile que esta noche todos somos marineros —dijo.
Draco fue a la popa.
—Eres demasiado blando —dijo—. Una vela de trinquete rasgada y se pueden dar por muertos —agregó, señalando al trirreme antigónida más cercano, que solo estaba a un estadio.
—Acaban de morir mil hombres —dijo Sátiro—. Hasta ahora Poseidón ha salvado a los nuestros. Dejemos que se vayan y veamos si el dios nos deja marchar a nosotros también.
Draco asintió.
—Eres blando —insistió—. Estarán locos de ganas de matarnos por la mañana.
Sátiro notó una racha cargada de arena en la espalda.
—¡Helios! —llamó—. ¡Otra clámide!
Fue la noche más larga de la vida de Sátiro. O quizá la segunda o la tercera más larga. Esas noches son incomparables; mientras las vives son eternas y cuando terminan no recuerdas más que el miedo, las ráfagas de arena, miedo y viento, miedo y agua, miedo y el sabor arenoso del vino bebido apresuradamente.
Cuando salió el sol, no fue más que un disco blanco perdido en la arena volante. Sátiro tuvo la presencia de ánimo de ordenar que se revisaran todos los cabos de la vela de trinquete y que se sustituyeran los que la arena hubiese desgastado.
—Cae al oeste si crees que puedes virar a babor —dijo Sátiro al timonel cuando se hizo de día. Había arena por doquier, se amontonaba en la sentina y se le metía en la boca. Tanto de qué preocuparse, y ahora debía sumar la preocupación de que pudieran llegar derechos a Chipre sin ser consciente de ello.
A mediodía, según supuso, llegó la lluvia. Los golpeó como un puño cuando los azotó en forma de turbión, arrancando la vela del trinquete y arrojándola al mar, haciéndolos escorar tanto que los hombres cayeron de las bancadas.
Pero Poseidón aceptó sus sacrificios y los dejó proseguir, y enderezaron la nave y aparejaron en el trinquete otro trozo de lona como buenamente pudieron y navegaron al mismo ritmo de pesadilla hasta la segunda noche. Iban tan escasos de agua potable que Diocles estaba repartiendo vino. El vino tampoco duraría mucho y la arena no hacía más que empeorar las cosas. Recogieron un poco de agua de lluvia y se la bebieron toda. Los hombres extendían sus quitones sobre la cubierta, quedando desnudos bajo la lluvia en plena noche, y luego retorcían las prendas hasta casi secarlas en su boca, bebiendo sudor de tres días, sangre, orina y sal además de agua.
El segundo amanecer; para la mayoría de ellos el cuarto en el mar sin descanso, y esto para unos remeros que estaban acostumbrados a varar las naves cada noche para cocinar su comida. Los remeros tenían tanta hambre que apenas podían hablar, y estaban tan deshidratados que cuando abrían la boca salía bien poca cosa.
A mediodía del segundo día el viento comenzó a amainar entre rachas, y Sátiro pensó que quizá cesaría, ya no había arena en el aire, bendito alivio, y los hombres sacaron la cabeza de sus envolturas para contemplar el sol en un mar embravecido. Pero el mar todavía no había acabado con ellos, y a última hora de la tarde cambió de dirección, soplando de nuevo del norte y enfriándose, y Sátiro puso a los remeros a bogar e hizo virar la nave otra vez, suponiendo que se encontraba a trescientos estadios al sur sureste de Rodas, que ahora estaba en el ojo del viento. Podría haber sido divertido si no hubiese estado tan cansado.
Estaba tan cansado que cuando orinó por la borda ni siquiera se fijó en que la orina le salía de un marrón amarillento en lugar de roja. Helios sí reparo en ello, no obstante, y se rieron juntos como chiquillos. El triunfo está hecho de tales cosas, cuando llevas tres días de tormenta tras un día de batalla.
Pero lograron sobrevivir a aquella noche, aunque había remeros que empezaban a reaccionar mal por causa del hambre, y Diocles puso infantes de marina en los tambuchos por si acaso.
Sátiro llevaba los remos de gobierno. El Oinoe estaba trágicamente desprovisto de oficiales tras haber enviado a los mejores al Atalante. En aquel momento le pareció una mala decisión puesto que no había avistado otra nave en tres días.
Pero una hora después Sátiro vio al Areté navegando hacia el sur con la vela mayor y la de trinquete izadas, a diez estadios de su banda de estribor, y los hombres se pusieron a vitorearlo haciéndose eco de su grito. El Areté maniobró y se situó en su popa.
En plena noche encontraron al Atalante y al Platea remando pacientemente contra el viento. En cuanto vieron a quién habían encontrado, las otras dos naves dejaron de remar, dieron media vuelta e izaron sus velas. El viento amainaba hacia un confortable rugido, y Sátiro calculó su posición, empujó el timón y ordenó que levantaran el palo mayor e izaran la vela.
El amanecer encontró a las cuatro naves navegando deprisa de empopada. A mediodía vieron que el Troya estaba desarbolado, bamboleándose en las olas pero todavía a flote, y Sátiro le envió infantes porque habían surgido problemas, y el Platea echó mano de sus pertrechos para proporcionar drizas con las que aparejar una vela de trinquete provisional.
Doce horas después un infante de marina mató a un remero que le había atacado para robarle la cantimplora vacía.
Y una hora después de ese incidente la costa de África surgió ante la proa.