—Los cascos están mojados —se quejó Neiron cuando estuvieron a bordo del Areté, con el disco rojo del sol naciente en el horizonte.
—¿Cómo dices? —preguntó Sátiro.
—Todos los cascos de Tolomeo están secos. Ligeros. Nosotros llevamos cuatro semanas seguidas en el agua; pesamos. Deberíamos disponer de un par de días para secar los cascos —agregó Neiron, y se encogió de hombros.
Sátiro observaba a sus remeros empujar la pesada nave hacia el agua, paso a paso, mientras el maestro remero marcaba el compás de sus empujones con un tamboril muy parecido al que tocaban las sacerdotisas del templo.
—No me gusta mucho el tiempo que se avecina por el oeste —dijo Neiron. Se rascó la barba—. Tengo un mal presentimiento.
—¿Qué te parece no compartir eso con el resto de la tripulación? —dijo Sátiro—. Nos superan en número, pero no por mucho. Anoche Tolomeo recibió a un mensajero de su hermano y lo único que debemos hacer es reunirnos ante el rompeolas. Insisto, apenas hay diferencia numérica… ¡Sagrada Deméter Madre del Grano! ¿Qué es eso? —preguntó en voz alta, volviéndose hacia sotavento.
Había más barcos en la playa, en la zona donde Plistias de Cos tenía su campamento. Quince barcos nuevos o más varados juntos, con los cascos relucientes al sol, negros de brea, y entre ellos un buque gigantesco como un inmenso caparazón de tortuga.
—Por las tetas lustrosas de Thetis, es enorme. —Neiron silbó—. Un cuarto de estadio. Más. Zeus Sator, no nos abandones.
Sátiro observó cómo lo echaban al agua. Los hombres trepaban por el casco como hormigas, y largas hileras de hombres empujaban con pértigas.
—Heracles —dijo.
—Nunca había visto un buque tan grande —dijo Neiron.
Bajo sus pies, su nave se liberó súbitamente de la tierra y cobró propia vida, y los hombres comenzaron a subir a bordo en tropel por las escalas de cuerda que colgaban en ambas bandas del casco, trepando en filas disciplinadas y corriendo a sus remos. Hacerse al agua y varar eran las maniobras más complicadas para las naves grandes, y cada vez era más frecuente que tales barcos fondearan ante la playa en lugar de amarrarse a tierra.
Anaxágoras trepó por la escala y se plantó de un salto en el puesto del timonel.
—Buenos días, señor rey. Y Neiron, gran consejero, domador de caballos.
Neiron, cuyo amor por la Ilíada había descubierto Anaxágoras, intentó darle un guantazo con la mano libre, pero Sátiro se rio.
—¿Eres el viejo jinete Néstor? —preguntó.
—Aguarda a tener mi edad y que los jóvenes se burlen de ti —contestó Neiron.
—¡Zeus Salvador! —exclamó Anaxágoras al tiempo que Cármides llegaba a la borda—. ¡Por favor, decidme que ese leviatán está en nuestro bando!
Sátiro negó con la cabeza.
—Me temo que no. Me da la impresión de que es el buque insignia de Demetrio. Supongo que el Niño Bonito ha arribado durante la noche, y eso significa que ahora nos superan en número —hizo una pausa para calcular—, a razón de unas doscientas veinte naves contra ciento noventa y cinco.
Anaxágoras miró hacia la playa enemiga haciendo visera con ambas manos.
—¿Eso es malo? —preguntó.
—Calla un momento, señor —dijo Cármides. Neiron y Sátiro estaban dando órdenes a la tripulación de cubierta. Entre los barcos que se estaban haciendo a la mar, el Areté era prácticamente el único que tenía el trinquete levantado y afianzado, y Sátiro gritó a Esteságoras que izara el foque.
Bajo la popa, un mensajero gritaba.
—Señor —dijo Cármides tirando del quitón de Sátiro—. Señor, un mensajero.
—Convocatoria a una reunión de mandos —comentó Sátiro—. Bota la nave por mí, Neiron. Cármides, conmigo, sin armas. Quizá tengamos que nadar. —Sátiro se encaramó a la baranda, agarró las cuerdas de una escala que estaban recogiendo, se dio impulso y saltó a la playa—. ¿Por qué no podíamos celebrar la reunión antes de que tuviera mi nave a flote? —preguntó a los dioses, y se echó a correr por la playa con Cármides pisándole los talones.
Amintas, uno de los cientos de Amintas que servían en los distintos ejércitos macedonios y a quien sus subordinados conocían como Amintas de Alejandría, estaba de pie junto a una mesa en la tienda de Tolomeo, con una carta de la bahía chipriota de Salamis. Sostenía un compás de puntas fijas con una mano, un utensilio que Sátiro solo había visto manejar a los arquitectos.
—Tres cuerpos, tres mandos. Todas nuestras naves pesadas en el centro para enfrentarse a las suyas. Según parece, Demetrio ha venido durante la noche y tiene un octorreme. Poseidón quiere volcar ese maldito casco en el oleaje. Es mayor que cualquiera de nuestras naves, y dos veces más pesado que nuestro hexarreme más pesado. Un espía de nuestro señor dice que lleva veinte máquinas a bordo.
Tolomeo habló desde su sitial dorado.
—Amintas, estás aquí para darnos órdenes, no para desmoralizarnos.
Amintas se encogió de hombros.
—Tampoco es momento para gilipolleces, señor. Muy bien. Todas nuestras naves pesadas en el centro; la tuya también, Señor Sátiro. Lamento separarte del resto de tus naves pero no puedo permitirme situar un solo barco pesado en los flancos. Muy bien, las naves más rápidas y con las mejores tripulaciones, los trirremes de Meleagro y del joven Sátiro, y todas las naves de la vieja flota con dotaciones profesionales, en el ala derecha. Y cuando establezcamos contacto con tu hermano, señor, Menelao formará nuestra ala izquierda, más cerca de la playa. Nuestra táctica debe ser simple y a la antigua usanza. Barco contra barco, nuestros enemigos tienen barcos más pesados, más infantería, más castillos y más máquinas. Por eso debemos combatir a la manera rodia; a la manera ateniense. Arremetiendo con los espolones para acto seguido retroceder a remo y huir deprisa. Nada de arrimarse. Una vez que nos sujeten con garfios, estamos perdidos.
Sátiro no estaba contento, de hecho estaba muy descontento con la idea de separarse del resto de sus naves. En resumidas cuentas, el hermoso Areté iba a ser enviado a vivir o morir a capricho de unos desconocidos. Pero tenía que reconocer que en todo lo demás Amintas, un hombre que nunca le había caído bien, proponía un plan sensato fundamentado en una apreciación racional de las fuerzas enemigas.
Sátiro levantó la mano.
Amintas le ignoró un momento, pero cuando vio que nadie más preguntaba, asintió.
—¿Cómo nos mantenemos alejados? —preguntó Sátiro—. Tenemos que acometer, aunque solo sea para unirnos a Menelao.
Menelao dio unos golpecitos en la mesa con su compás.
—Esa parte será la más crítica, sobre todo si Plistias intenta mantenernos separados. —Se encogió de hombros—. Estad atentos a las señales de la nave del rey. Ciaremos cuando nos aproximemos demasiado a ellos; quizás haremos que se retiren de la tierra.
Sátiro quería preguntar si todos ellos estaban suficientemente entrenados para ciar durante una hora. Tan solo unos pocos años antes había visto a Eumenes, su enemigo, perder toda cohesión, y la Corona, porque sus naves fueron incapaces de ciar a la vez. Pero no sería apropiado decirlo en ese momento.
Tolomeo se inclinó hacia delante. De repente parecía más viejo.
—¿Cómo formamos? ¿En columnas?
Amintas negó con la cabeza.
—Demasiado arriesgado. Esa clase de formación es poco flexible y la flota, muy numerosa. Apuesto a que Plistias hace lo mismo, formar líneas ante la playa. Haré que Filipo Creso forme nuestra ala derecha con las naves veloces y que la comande mientras yo organizo el centro. He anotado el orden de las demás naves, desde la playa hasta el mar abierto. Leed la lista y ocupad vuestras posiciones, caballeros.
Sátiro vio que sus barcos de guerra, al Maratón, el Troya y el Halcón Negro les habían asignado posiciones en el extremo derecho de la línea, junto al mar. Resultaba halagador. Amintas no era precisamente un admirador de León ni de Sátiro, pero estaba admitiendo que sus tripulaciones eran las mejores.
Sátiro iba justo en el centro, cuatro naves más hacia la playa que Tolomeo, que iba a bordo de un buen hexarreme enorme. Llevaba una gran tela roja ondeando en un asta sobre la popa, indicando que se trataba del buque insignia, otra innovación reciente.
Sátiro vio que Neiron mantenía el Areté a poca distancia de la playa. Se quitó el quitón por la cabeza y se lanzó al agua, nadando hasta llegar a la escala para encaramarse a bordo. Cármides bajó a la cubierta inferior y regresó con toallas limpias.
Sátiro sonrió a Neiron.
—Qué bien sienta.
Neiron negó con la cabeza.
—Reza para que sea el único baño de hoy. ¿Cuál es nuestra posición?
Sátiro escupió por la borda.
—Vamos con el rey —dijo—. Un lugar de honor, sin duda, pero Aekes y los demás irán cuatro estadios mar adentro, en el extremo de la línea.
Neiron asintió.
—Qué suerte la suya. ¿Vamos con el rey? —preguntó. Adoptó una expresión muy seria—. En el centro, donde el combate será más duro.
Sátiro miró a su alrededor. No albergaba el menor deseo de desalentar a sus hombres.
—Amintas ciará cuando estemos cerca del enemigo —dijo.
—¿Con esta gente? —preguntó Neiron en voz baja.
Sátiro se encogió de hombros.
—No llamemos al mal tiempo. Nuestra flota la componen mayormente profesionales alejandrinos y un puñado de mercenarios. Todos hablamos el mismo idioma y muchos de ellos, muchos de nosotros, ya hemos navegado juntos antes.
Neiron asintió.
—Sí, señor, y Plistias tiene una horda de asiáticos, cilicios y fenicios. Pero también tiene naves grandes. Y si no se complica la vida, nos resultará difícil vencer.
Sátiro volvió a encogerse de hombros.
—Plistias no es innovador, formará dos líneas y arremeterá contra nosotros, confiando la contienda a los dioses. Si nosotros logramos ciar y si Menelao sale a tiempo, saldremos bien parados. Recuerda, Neiron, que pese a nuestra pasión no tenemos que vencer. Ni siquiera tenemos que quedar en tablas. Plistias necesita una victoria aplastante.
Sátiro sonrió.
Anaxágoras, que había permanecido callado todo este rato, habló.
—¿Por qué? Perdón, soy un novato en asuntos de guerra. Pero una victoria es una victoria, de eso no cabe duda.
Sátiro negó con la cabeza y lo mismo hizo Neiron. Tan exactamente simultáneo fue su gesto que los demás hombres presentes en cubierta se echaron a reír a carcajadas.
—No. Hazte una idea más amplia. Antígono es el atacante. Ha arriesgado mucho para armar esta flota tan grande. Ahora tiene que destruir la nuestra para que no podamos oponerle resistencia en el mar. A no ser que nos destroce, no podrá perseguir sus dos objetivos principales: Alejandría o Rodas.
Neiron sonrió, expresión que rara vez se veía en su semblante.
—Y como derrotamos a los piratas, lo tienen peor.
Anaxágoras dijo:
—¡Pero esto es tan complejo como una danza! ¿Por qué peor?
Sátiro se volvió para soltar una retahíla de órdenes mientras el Areté avanzaba por detrás de la primera línea y se situaba detrás del buque insignia con su gran enseña real, y comenzó a contar naves. La línea estaba formando bien, ni asomo del caos que había temido. De hecho, la flota alejandrina, pese a la legendaria parsimonia de Tolomeo, estaba bien entrenada, y sus remeros parecían bien alimentados, satisfechos con la paga y de buen humor. Todo ello levantó el ánimo de Sátiro. Sabía por experiencia, aunque no fuese tan dilatada como la de Neiron o la de Diocles, si bien ya tenía unos cuantos años a sus espaldas, que una flota que forma bien, combate bien.
A sus espaldas, Neiron explicaba la situación a Anaxágoras.
—Peor para ellos porque la flota pirata servía para impedir que Rodas participara en la guerra —dijo el viejo—. Antígono es un cabrón muy sutil. Utiliza a los piratas para aislar Rodas y se sirve de la diplomacia y del conservadurismo de los rodios para amenazarlos de modo que no se unan a la alianza de Tolomeo. Pero con los piratas fuera de juego, los rodios quizá decidan sumarse con sesenta naves; naves mejores, a decir verdad, que cualquiera de las que pueden mostrar los bandos que se enfrentan aquí.
Anaxágoras sonrió.
—Es como el argumento de una comedia de Meleagro —dijo.
—Solo es una comedia si vencemos —repuso Sátiro.
La flota alejandrina formó primero. Sátiro tuvo al Areté en la línea enseguida y tuvo que aguardar un buen rato. Iba de un extremo a otro de la cubierta, mirando los montones de proyectiles para las máquinas, los remos de repuesto en sus soportes, las tinajas llenas de agua. Bajó a las cubiertas de remo y charló con sus remeros; a aquellas alturas había bebido vino con muchos de ellos y ya no eran un mar de rostros desconocidos en la oscuridad de la bodega de los tranitas sino hombres a quienes conocía; divertidos, tristes, escandalosos, lascivos, simples. Su tranita número dos, situado en la bancada de proa, se llamaba Kronos porque aun siendo tan viejo para recordar el nacimiento de los dioses era lo bastante robusto para remar.
—Buenos días, abuelo —dijo Sátiro, y los hombres se echaron a reír.
Los remeros siempre se ponían nerviosos antes de entrar en acción, sobre todo allí, en las bancadas del fondo, donde la primera señal de derrota era el agua entrando a raudales hasta cubrirles el rostro. Remaban justo en la línea de flotación, cagados de miedo, como solían decir los veteranos. En la mayoría de las naves percibían la paga más baja aunque, igual que los rodios, León y Sátiro pagaban a sus tranitas lo mismo que a los demás remeros. Un espolón que penetrara en el casco mataría a los tranitas en el acto y muchos se ahogarían tanto si el barco sobrevivía como si no. Las otras cubiertas de remo no eran peligrosas. Muchos capitanes usaban esclavos en la cubierta de remo inferior.
—Estamos en medio de la línea, cerca del rey de Egipto —gritó Sátiro a la penumbra—. Avanzaremos un rato y luego ciaremos. Esta será la maniobra más importante de toda la batalla pero no hay motivos para que los hombres que servís aquí os preocupéis. Combatiremos a la manera ateniense. Para quienes seáis más jóvenes que Kronos, eso significa atacar y huir. —Asintió al silencio. Siempre le parecía mejor decir a sus hombres, tanto en tierra como en el mar, a qué debían atenerse—. Recordad que todas nuestras vidas están unidas. No os abandonaré. Vosotros, por vuestra parte, seguid remando. Si ponéis el corazón en ello, beberemos juntos en la playa y tendremos más plata en las gorras. ¿Entendido?
Dio el mismo discurso en la segunda cubierta de remo que en la superior. Cada vez lo hizo con la misma espontaneidad, había tenido buenos preceptores, y cada vez fue correspondido con un gruñido de aprobación por parte de los remeros.
En la cubierta principal encontró a Anaxágoras tocando una curiosa lira para los remeros de arriba. Era un instrumento pesado, con la base de madera pero recubierta de piel de borrego como un tambor o un tamboril, de modo que las notas resonaban. Emitía un sonido áspero, militar, y el ateniense tocaba el himno a Niké una y otra vez, y los hombres cantaban.
—¡Salve, Orfeo! —dijo Sátiro.
Anaxágoras sonrió y siguió tocando.
Sátiro se detuvo a escuchar y Esteságoras fue a su encuentro desde la proa.
—Ni a Neiron ni a mí nos gusta el tiempo que se avecina, señor. Y… no es mi intención enojarte, pero estamos en el centro. Si algo no sale bien… Estamos perdidos.
Sátiro se las arregló para sonreír.
—Dime lo que tengas que decir, oficial de cubierta. Esteságoras suspiró.
—Me gustaría afianzar el trinquete con sogas gruesas. Sogas recias como cables de ancla.
Sátiro se apartó del músico y levantó la vista.
—¿Por qué? —preguntó.
Esteságoras miró en derredor en busca de apoyo.
—Pienso… es decir, Neiron y yo pensamos que mantendrán el palo estable si tenemos que embestir. O si nos embisten. Incluso con la vela izada.
—¡Ajá! —Sátiro lo entendió—. Sobre todo dos de las sogas las aferramos en las bandas de popa. Tendréis que poner cuidado en dejar despejado el ángulo de tiro de las máquinas. Pero sí, y llevad otro estay bien a proa, junto al espolón. Hacedlo, Esteságoras. —Seguía mirando hacia arriba—. Y, ya puestos, colgad un canasto de la perilla tal como hacen los rodios. Con los nuevos cables, el mástil seguro que soporta el peso. Y poned a un par de arqueros en el canasto.
Esteságoras sonrió.
—Buena idea.
—¿Quién sabe? —preguntó Sátiro a los dioses—. Un vigía quizá nos diga algo bueno.
Una hora después la segunda línea de los antigónidas todavía bregaba para formar. Esteságoras había abatido el trinquete sobre la cubierta y toda la tripulación había estado clavando grapas de hierro en la corona del mástil para luego enrollar los cables móviles. Sacaron el hogar con cuidado y un par de espátulas de bronce al rojo vivo para untar de brea las sogas recién atadas a la perilla.
Anaxágoras tocó para ellos canciones de carreras ecuestres y simposios hasta que estuvieron listos para levantar el mástil, y entonces tocó una antigua marcha espartana con el ritmo muy marcado y el palo subió como si el propio Apolo hubiese agarrado la perilla con sus grandes dedos.
—Sería por esto que Orfeo era tan popular entre los argonautas —masculló Neiron.
Sátiro rara vez había visto a unidad tan poco nerviosa antes de entrar en combate, ni en tierra ni en el mar. En cuanto a él, era presa del nerviosismo a ratos. Se abstraía en el montaje de un estay o ayudando a coser trozos de cuero al canasto para que los arqueros tuvieran una mínima protección, y luego miraba por la borda y el corazón le latía más deprisa y se le secaba la boca.
Pero la música le hacía olvidar sus temores, fuese por la tendencia a cantar con los demás o por lo bien que tocaba el ateniense.
—Nos lo han enviado los dioses —dijo Sátiro.
Neiron asintió.
—Estoy de acuerdo —dijo—. ¿Y cuántas veces digo algo semejante?
Rieron juntos mientras el mástil se erguía, y luego cuarenta marineros y todos los infantes tensaron las nuevas sogas hasta dejarlas tensas como cuerdas de arco, atándolas a los recios postes que sostenían la baranda de combate. Resultaba tan feo como estiércol en una bailarina, pero el mástil parecía tan sólido como si hubiese crecido de una semilla, y el canasto forrado de cuero y brea subió mediante poleas hasta la perilla sin que el recio palo de roble crujiera una sola vez.
—Tu lira es la mejor arma de esta nave —dijo Sátiro a Anaxágoras, y este aún le estaba sonriendo a modo de respuesta cuando uno de los vigías llamó.
—¡Señor Sátiro! —gritó el hombre desde el canasto. Aun estando diez metros por encima de la cubierta, se percibía su excitación.
—Estáis seguros, muchachos —gritó Sátiro. En realidad, el canasto se balanceaba con cada movimiento del barco, pero eran voluntarios y a cada uno se le había prometido una recompensa de diez dracmas.
—¡El enemigo ya ha formado! —gritó el arquero jefe—. Y hay un gran escuadrón que rema alejándose.
—Deberías ponerte la armadura —dijo Cármides a su lado—. Señor, el rey está dando la señal de avanzar.
Sátiro se quedó paralizado un momento, pero sin duda el avance sería lento, y seguido por una ciada y una retirada. Le sobraba tiempo para ponerse la armadura.
—Ponle armadura al joven Orfeo, muchacho —dijo, señalando a Anaxágoras—. No quiero que vaya desnudo a este baile, quizá se encuentre con que su pareja no esté demasiado dispuesta a cooperar.
Entonces Sátiro se encaramó a los estayes que sostenían el mástil y comenzó a trepar a fuerza de brazos, agradeciendo a Poseidón que no hubiesen tenido suficiente brea para recubrir la nueva jarcia, con lo cual no se estaba manchando de negro.
Trepó hasta donde pudo agarrar los amarres del mástil y apoyar un pie en el canasto de los arqueros, haciéndolo balancear un poco.
—Leto, Madre del Arquero —murmuró Sátiro.
La aparente confusión del frente antigónida era como una parodia. Ahora podía ver más allá de la primera línea. En la segunda línea, el gigantesco buque tortuga ocupaba el mismísimo centro. Tuvo la impresión de que era mayor que un octarreme, quizás incluso que un decarreme aunque jamás hubiese oído hablar de tal cosa. Pero no fue la gigantesca máquina de guerra lo que atrajo su atención, sino un escuadrón de quince naves que se alejaba de la segunda línea de Plistias, dirigiéndose al noroeste, hacia Menelao. Eran naves de gran porte. Contó quince, quince cuadrirremes y penteres formando una ordenada línea.
Menelao tenía sesenta naves, pero eran naves más pequeñas al viejo estilo ateniense: trirremes sin cubierta y demás. Todavía estaba formando; llegando tarde al baile, como diría Neiron.
—Ojo avizor, caballeros —dijo Sátiro—. Escuchad, cuando nos aproximemos al enemigo tirad contra la cubierta de mando. No desperdiciéis una sola flecha con los marineros. Solo infantería y oficiales.
—No nacimos ayer, señor —contestó el arquero más veterano—. Podrías enviarnos más flechas, si te parece bien, señor.
Sátiro enroscó las piernas en torno al estay y se deslizó con cuidado por la gruesa soga, apartando con una mano el quitón para que la tela no se desgarrara con el roce. En cuanto sus pies tocaron la borda, echó a correr hacia popa.
—Otras doscientas flechas a la perilla —ordenó a Apolodoro—. Luego te reúnes conmigo en la cubierta de mando.
—Sí, señor —respondió Apolodoro, y saludó.
—Ha adelgazado el centro y enviado a sus naves más pesadas, las mejores, contra Menelao —dijo Sátiro a Neiron, que tenía a Thrasos en los remos de gobierno. ¿Qué significa eso, viejo consejero?
Neiron se mesó la barba.
—¡El enemigo avanza! —se oyó gritar en la perilla.
—Ese canasto es la mejor idea que he visto en diez años —dijo Neiron—. Los rodios piensan en todo.
Sátiro se volvió hacia Cármides.
—Busca al marinero que tenga los mejores pulmones y que pase los mensajes de nuestra perilla a las naves del centro; así el rey estará informado. El enemigo avanza.
—¡Espuma bajo sus proas! —gritó un vigía.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Anaxágoras.
—Significa que ya han alcanzado la velocidad de embestida. —Neiron dio una palmada—. Tomaré el mando. Dame los remos.
Thrasos asintió, se preparó y Neiron puso sus manos en los remos.
—Tienes el timón —dijo Thrasos.
—Tengo el timón —respondió Neiron, que se agachó bajo los brazos del corpulento celta y ocupó el puesto del timonel.
Cerca del oído de Sátiro una voz potente rugió al Poseidón de Hermeo, el barco que navegaba a su lado por la banda de tierra:
—Enemigo a velocidad de embestida.
Sátiro de pronto se dio cuenta de que las dos flotas se estaban acercando con la velocidad de dos caballos al galope y de que iba desarmado y sin armadura.
—¡Cármides! —llamó.
El joven estaba a su lado con los brazos cargados de bronce y hierro.
—¡Ármame! —ordenó Sátiro, con los ojos puestos en la línea enemiga o, mejor dicho, en lo que podía ver de ella. La vela de trinquete limitaba la visión hacia proa.
—¡Arriad la vela! —gritó Neiron, leyéndole el pensamiento—. Pero con las drizas a punto para volver a izarla.
Los marineros corrían descalzos por la cubierta. La principal ventaja de la cubierta corrida era la presteza con que los marineros podían acudir a cualquier parte de la nave sin tener que pasar por encima de los remeros.
Sátiro ya tenía el coselete en torno a la cintura y Cármides le ató los cordones antes de atar las ligaduras del pecho.
—Vamos a embestir —dijo Sátiro a Neiron—. Ya es demasiado tarde para ciar.
Neiron vigiló el arriado de la vela y de pronto pudieron ver el centro de la línea de Plistias a un estadio, viniéndoseles encima como un caballo de batalla.
Tolomeo y Amintas debían de haber pensado lo mismo porque la nave del rey aceleró hasta alcanzar la velocidad de arremetida.
Cármides terminó de atar las ligaduras superiores bajo las axilas de Sátiro, que se echó para atrás para cargar con el yugo de la coraza.
—¡Ponme las grebas! —dijo. Comenzó a abrochar los cordones del peto—. Heracles, Señor y Ancestro, no me abandones.
Cerca; muy cerca. Notó que el Areté aceleraba hasta su velocidad máxima. La nave tal vez fuese pesada, pero sus hombres estaban en plena forma: bien alimentados, bien entrenados y confiados.
Apolodoro le estaba atando las hombreras a las correas de la cintura.
—Tú sigue mandando —dijo en voz baja—. Nosotros te mantendremos con vida.
—¿Las máquinas están cargadas? —preguntó Sátiro.
—¿Tan idiota parezco, señor? —preguntó Apolodoro—. Eh, mejor no contestes.
Sátiro notó las grebas acoplándose a sus piernas. Alguien le estaba abrochando las hebillas de plata detrás de las rodillas y los tobillos.
—¿Brazales? —preguntó Apolodoro.
—Sí. —Sátiro no volvió la cabeza—. Neiron, a por el de la derecha, el buque que va al lado del Poseidón.
—Sí, señor. —Neiron tiró de los remos—. Thrasos, aquí, necesito tus brazos. Tú, el de los pulmones, di al Poseidón que voy a embestir a ese cabrón del toldo verde.
El corpulento marinero hizo bocina con las manos.
—¡El Areté va a embestir al del toldo verde! —rugió.
—Recibido —dijo el hombretón a Neiron—. El timonel ha hecho una seña.
—Pues no la jodamos. —Neiron miró a Sátiro—. Creo que tenemos problemas —dijo en voz baja.
—Arremete contra su centro y veamos dónde estamos —respondió Sátiro—. Lo digo en serio, Neiron: diekplous y cruzamos hasta la segunda línea.
Neiron asintió muy serio.
Sátiro notó el consabido peso de la armadura, flexionó los brazos, se agachó.
A sus espaldas, Neiron y Thrasos se apoyaron juntos contra los remos de gobierno.
Los hombres de la perilla comenzaron a tirar flechas.
Apolodoro miró a Sátiro, que asintió.
—¡Máquinas! ¡Fuego a discreción! —ordenó a voz en cuello.
Solo las máquinas de proa tenían objetivos a su alcance, y dispararon a la vez. El grave y resonante estrépito de un proyectil al golpear una de sus amuras demostró que el adversario también tenía máquinas pesadas.
Medio estadio.
Sátiro se volvió hacia Cármides.
—Ahora ya no hay segunda oportunidad. Que todos los hombres con armadura se unan a los infantes de marina. Apolodoro, si lo abordamos, hagámoslo como el rayo; hacemos lo que haya que hacerse y regresamos a bordo.
—Sí, señor.
Sátiro corría hacia proa, las correas de las grebas estaban demasiado prietas y le cortaban los tobillos. Demasiado tarde.
Demasiado tarde para un montón de cosas.
—¡Infantería! ¡Preparaos! —gritó Apolodoro, y las máquinas de proa dispararon otra vez, juntas, apresurándose para ser las primeras.
A babor, la nave del rey iba un largo de espolón por delante, apuntando a la nave mayor de la primera línea enemiga, un octarreme que era, tablón por tablón, prácticamente idéntico al del rey. Chocaron proa contra proa, con una explosión de madera, una tormenta de astillas y una lluvia de flechas. Entonces Sátiro agachó la cabeza, agarró sus mentoneras, las juntó y se las abotonó a la garganta.
El impacto no fue el peor que hubiera sentido; en realidad, si bien lo empujó contra la pared posterior del castillo, no lo tiró al suelo. Encima de su cabeza, el capitán de los arqueros gritaba órdenes mientras cargaban y tiraban sin cesar. El Areté transportaba un contingente de arqueros mucho más nutrido que la mayoría de las naves: veinte hombres, casi todos sakje, provistos de elegantes arcos de asta y tendón y flechas con la punta arponada de bronce. Los griegos eran alejandrinos o cretenses, y usaban arcos pesados que tiraban flechas largas capaces de atravesar el bronce.
La reacción de los arqueros desde el castillo enemigo llegó tarde y fue débil.
—¡Le hemos aplastado la proa! —se oyó gritar en el castillo.
El ánimo enardecido de Sátiro, listo para repeler un abordaje, decayó.
Neiron hizo la seña para que los remeros cambiaran de bancada y el maestro remero soltó un grito tremendo.
—¡Va a hundirse! —anunció un infante, y acto seguido una oleada de enemigos fue a por ellos, cincuenta infantes de marina que cruzaban por tres puntos distintos, allí donde los castillos de proa de ambas naves se habían quedado enganchados.
Sátiro llegó a la baranda de estribor antes que el primer infante enemigo. La suerte, buena o mala, le dejó solo salvo por Cármides mientras el enemigo intentaba saltar a la sección central posterior al castillo, donde estaba él, en lugar de ir a reunirse con sus camaradas; una táctica fruto de la desesperación.
Sátiro arponeó al primer hombre en el yelmo, asestándole un golpe limpio en la parte delantera del penacho de crin, y la cabeza se le dobló para atrás, perdió el equilibrio y cayó por la borda.
—¡Corta los garfios! —rugió Sátiro a Cármides, que no le hizo caso, soltó un grito de guerra y lanzó su lanza. Alcanzó al segundo infante enemigo justo encima de la nariz y la hoja ancha le destrozó la cara, aunque se llevó la lanza de Cármides al agua con él.
—¡Los garfios! —bramó Sátiro, ahora enfrentado a tres hombres. Corrió un enorme riesgo y atacó al del medio, contando con la tendencia de todos los hombres a estar seguros de haber afianzado los pies antes de dar un salto. Su acometida pasó por encima del escudo de su oponente y le dio en un lado desprotegido del cuello, abatiéndolo. Ahora Sátiro estaba demasiado cerca, no tenía más alternativa que luchar a la desesperada. Rugió, soltó la lanza, agarró el escudo del hombre que tenía a la derecha por la base y lo empujó hacia arriba contra las mentoneras de su yelmo, rompiéndole la mandíbula.
El tercer hombre golpeó la espalda desprotegida de Sátiro y lo tiró al suelo. Las escamas repelieron la punta, pero el dolor fue intenso; como un puñetazo en los riñones durante un encuentro de pancracio. El mundo se volvió blanco, luego rojo, y Sátiro cayó muerto.
Pero en el tiempo que tardó en pensar que estaba abatido y muerto se dio cuenta de que seguía teniendo control sobre sus miembros y rodó por el suelo, apoyó la espalda contra la pared del castillo de proa, afianzó los pies en la cubierta y empujó con las piernas. Una espada resonó en una de sus grebas. Cármides se puso de un salto delante de Sátiro y recibió la arremetida de lanza que iba dirigida a su amo, y Sátiro se sentó pesadamente, con la espalda contra el castillo y el peso de Cármides encima.
Apolodoro rugió, y los infantes del Areté cargaron desde el castillo. Cármides se encogió.
Un infante antigónida se plantó encima de ellos, alzó su lanza y sonrió de puro deseo de matar.
Anaxágoras le dio una estocada por la espalda, un golpe corto y brutal, y luego giró como un bailarín y clavó la contera de su lanza en el siguiente infante, usando el impulso del cuerpo al girar, y aunque el asta se rompió, el infante enemigo cayó derribado como un árbol delante de un leñador. Cármides chillaba, le manaba sangre de una herida, pero Sátiro no tenía tiempo para eso y se quitó al muchacho de encima de las piernas para ponerse de pie.
«Mano a la axila; puño de espada; desenvainar; ¡atacar!»
Sátiro clavó la punta de su espada en el ojo de un enemigo. El hombre cayó encima de otro infante, también muerto.
—¡Cortad los garfios! —gritó Sátiro desgañitándose.
Anaxágoras estaba en la borda, mirando cómo caía al mar su tercera víctima. Levantó la vista.
—El chico tiene razón. Esto es maravilloso.
Sátiro vomitó por la borda y vio que arrojaba sangre.
—Encárgate del chico —dijo.
Espadas y hachas golpeaban las cuerdas de los garfios, y la nave enemiga se estaba hundiendo con la proa destrozada tras la primera colisión; mala madera, carcoma, mal diseño… no tendría por qué haber sucedido, pero el espolón del Areté estaba enganchado en el casco del barco que zozobraba y Sátiro oía cómo se rompían las tablas de su propia nave.
—¡Remad! —gritó Fileo—. ¡Por vuestra vida!
La cuerda del último garfio se partió con un estrépito de rayos y truenos un día de tormenta, y la nave enemiga se separó de su espolón, deslizándose a regañadientes, y de pronto flotaron libres, alejándose a fuerza de remos.
Escupió y levantó la cabeza.
—¡Remos adentro! —gritó—. ¡Banda de estribor!
Fileo oyó la orden, Anaxágoras la repitió y los remos entraron como si la nave fuese una máquina construida por el forzudo Hefesto, y el pico de bronce del trirreme golpeó la parte baja del costado desprotegido pero las tablas resistieron.
Idomeneo condujo deprisa a sus arqueros hacia la banda comprometida.
—¡Todos a una! ¡Tirad! —gritó, y veinte flechas cayeron sobre los remeros indefensos del trirreme. Luego todas las máquinas de la banda de estribor dispararon a la vez; un, dos, tres proyectiles hacia abajo a bocajarro, atravesando hombres y bancadas y seguramente llegando hasta el mismísimo fondo de la nave enemiga.
El trirreme enemigo intentó ciar a la desesperada, pero tenía veinte remeros muertos o más y en las bancadas reinaba el caos. Su maestro remero estaba prácticamente partido en dos por un proyectil más grueso que el brazo de un hombre. El trirreme se bamboleaba con el oleaje e Idomeneo ordenó otra descarga, gritando junto al oído de Sátiro.
—El rey está aplastando a su adversario —dijo Apolodoro.
Sátiro notó que se le despejaba la cabeza.
—Dame agua.
—¿Vino? —respondió Apolodoro, y le puso la cantimplora debajo de la nariz.
Sátiro bebió, escupió y volvió a beber.
—Buen vino —dijo.
—¿Por qué morir con sabor de vino barato en los labios? —preguntó Apolodoro.
Anaxágoras estaba inclinado sobre el muchacho lesbiano. Sátiro se acercó a ellos tambaleándose.
—¿Vive? —preguntó.
—Volverá a bailar, si así lo disponen los dioses —contestó Anaxágoras—. Nunca he visto hacer esto… Nunca lo he hecho. Necesito ayuda.
Sátiro se agachó a su lado, y Apolodoro y dos infantes agarraron al muchacho por los hombros y lo sostuvieron mientras Anaxágoras buscaba con dedos resbaladizos.
—¡Lo tengo! —dijo. Tenía una lazada de tendón entre los dedos, un trozo de cuerda de arco—. Apolo, dame fuerza en los dedos. ¡Tiras! —le dijo a un infante, y este tiró del tendón como un cazador furtivo haría con el cordón de una trampa, y negó con la cabeza.
La sangre salpicó la cubierta.
Sátiro levantó la vista. Neiron le llamaba, señalando.
—¡Marineros, aquí! —gritó Sátiro, y pasó los pies de Cármides a dos hombres. Amaba al muchacho pero tenía cuatrocientos hombres a los que salvar.
—¡Está muy resbaladizo! —gruñó el infante.
Otros dos trirremes de escasa obra viva se acercaban desde la línea enemiga. Eran más pesados que el primero pero llevaban infantería a bordo.
—¡Déjalo! —gritó Sátiro a Idomeneo. Hizo una seña hacia el trirreme maltrecho que tenía a sus pies; podría apresarlo si lograra abordarlo con diez infantes, pero, ¿para qué?
Volvió la cabeza hacia arriba y vio que los dos arqueros de la perilla tiraban. Eran metódicos y rápidos para ser hombres que tiraban desde un canasto que se balanceaba. Uno dio un toque al otro en el hombro y señaló hacia proa.
Sátiro ya no podía ver nada.
—¡Todas las máquinas, todos los arqueros, a por ese! —gritó, y la voz se le quebró debido a la fatiga.
Señaló con una lanza, —¿de quién?, ¿de dónde había salido?—, al más cercano de los dos nuevos atacantes, y casi tan raudo como el pensamiento, un proyectil de hierro salió disparado y alcanzó de refilón la proa del trirreme para luego rodar por la cubierta de remo. Los remeros enemigos perdieron la estrepada y el barco cayó a estribor, dejando que el otro prosiguiera el avance en solitario.
Tuvo tiempo para fijarse en que las máquinas mataban relativamente a pocos hombres, pero los mataban de una manera espectacular y horripilante, de modo que socavaban la moral de toda la tripulación de una nave.
Sátiro regresó dando tumbos hasta el puesto del timonel. Thrasos estaba gritando doblado en dos, con una flecha mortal clavada en la parte baja de la espalda. Sátiro miró a babor por primera vez en lo que parecían horas y vio un penteres enorme, una nave tan grande como la suya, arremetiendo contra ellos. Sus arqueros le gritaban cosas. Mientras los observaba, una flecha rebotó en la chapa de bronce de su aspis y desapareció a sus espaldas.
—¡Tienes que hacer que Idomeneo ponga a los arqueros a tirar! —gritó Neiron, agachado detrás de su aspis.
Sátiro negó con la cabeza. Neiron no podía ver, pero el penteres que se aproximaba no era la mayor amenaza. Lo eran los dos trirremes. A media eslora, el grupo de hombres que atendía a Cármides dio un grito, y varios agitaron el puño en alto. Se produjo una estrepitosa colisión cuando el trirreme chocó contra el costado de estribor, y entonces todos los hombres de Idomeneo se asomaron por la borda y tiraron directamente sobre la proa de la nave enemiga.
—¡Tenemos que largarnos! —gritó Neiron—. ¡Se están concentrando en torno a nosotros! ¡Solo los dioses saben por qué!
En cierto nivel de su táctica, la idea de estar repeliendo el ataque de cinco naves enemigas complacía a Sátiro en grado sumo. Pero aquello no podía durar, y las tablas de su recia nave nueva no aguantarían muchas más arremetidas pese a las virtuosas maniobras de Neiron y el insignificante tamaño de los espolones enemigos. Aun así bendijo a los constructores del barco y cada óbolo que les había pagado.
Otra descarga de flechas cayó sobre ellos, alcanzando su escudo como el viento azotando el manto de un hombre en una tempestad, y dos le dieron en una greba y una tercera en el yelmo, de modo que trastabilló.
Dos infantes acudieron desde media eslora, portando grandes escudos.
—Apolodoro dice que nos permitas proteger el timón —dijo Filipo de Tarso. Era un viejo amigo, veterano de todas las batallas de Sátiro, y logró que el rey tuviera la sensación de dejar a Neiron en buenas manos.
En lo alto, los arqueros de la perilla habían cambiado de objetivo. Comenzaron a tirar contra el penteres de babor y daba la impresión de que cada una de sus flechas abatía a un hombre. Incluso Sátiro se agachó y retrocedió hacia popa, pasando por encima de un impresionante número de cuerpos. Polícrates, muerto con un par de jabalinas clavadas; ¿qué demonios hacía en la cubierta superior? Sátiro vio con el rabillo del ojo que el maestro remero enemigo caía, se ponía de pie y le clavaban otra flecha en el hombro, muriendo como la víctima de un sacrificio, y nadie gobernaba el timón de la nave enemiga.
Las máquinas de la banda de babor dispararon a quemarropa; de repente, todo ocurría en distancias muy cortas. Estaban diezmando los efectivos enemigos, disparando contra sus máquinas, una estrategia excelente que Sátiro deseó que se le hubiera ocurrido a él.
Bajó la vista y se dio cuenta de que estaba perdiendo sangre de mala manera, pues le manaba de la entrepierna.
—Mierda —dijo, y trastabilló.
—Resiste, Aquiles —dijo Anaxágoras metiendo su hombro bajo la axila de Sátiro—. Si tú caes, todos nos echaremos a llorar y no podremos seguir luchando.
—Estoy herido. Mierda. Mira cuánta sangre.
Sátiro no lograba discernir de dónde le manaba, pero la espalda le dolía tanto como si tuviera cinco heridas. La visión de su propia sangre lo debilitaba.
Flechas contra su escudo. Anaxágoras torció el gesto y bajó la vista hacia donde una flecha le había atravesado el muslo. Abrió la boca y se desplomó sin decir palabra sobre la cubierta.
Idomeneo había cambiado de objetivo. Desde lo alto del castillo de proa, sus hombres habían barrido las cubiertas de mando de los trirremes y ahora tiraba descargas cerradas contra el penteres de babor.
Sátiro echó un vistazo a estribor. Uno de los trirremes se había enredado con los remos del otro y no suponían una amenaza; al menos durante un buen rato.
Sátiro cruzó su nave hasta la banda de babor, pero el penteres ya había tenido suficiente. Sus remeros estaban intactos aunque su cubierta superior estaba bañada en sangre; algo sobre lo que a los poetas les resulta fácil cantar, pero en este caso los arqueros y las máquinas habían masacrado a los marineros y arqueros enemigos, y no quedaba una sola armadura a la vista. Alguien estaba diciendo a los remeros que bogaran, pero no había nadie al mando.
Sátiro levantó la vista hacia la perilla.
—¿Dónde está el rey? —preguntó a voz en cuello.
—Avanza hacia el sur. Con una presa a remolque —fue la respuesta.
—¿Dónde está el buque insignia? ¿Ese enorme cabrón? —gritó Sátiro.
—¡Medio estadio al norte! —le contestaron.
Sátiro se volvió y la espalda le hizo daño. Pero aún no había muerto y había llegado la hora de hacer algo más que sobrevivir, por mas noble que eso pareciera habida cuenta de las circunstancias.
Apolodoro. Tenía a sus infantes de marina formados bajo el castillo de proa; a salvo, al menos por el momento.
—Apolodoro, ¿ves el penteres? No hay tripulación en cubierta. Es una buena nave. —Sátiro sabía cuándo tocaba hacer un poco de comedia—. Me gusta bastante. Tomémosla.
Los hombres armaron un buen jolgorio.
Sátiro corrió a popa.
—Voy a tomar el penteres y a darle media vuelta. Pasa por el hueco y pon rumbo al sur.
—¿Al sur? —preguntó Neiron.
Sátiro asintió.
—Si estamos ganando, tú y yo les romperemos la línea. Si estamos perdiendo, estaremos huyendo hacia nuestras naves con el viento a favor. En todo caso, vamos al sur. Si me pierdes y nos están derrotando, dirígete a Alejandría. ¿Entendido?
—¡Sí, señor! —contestó Neiron—. ¡Ve con los dioses!
—¡Esteságoras! —Sátiro consiguió llamarle la atención. Apolodoro tenía a media docena de hombres lanzando garfios, y Neiron ya había sacado los remos—. Esteságoras, tú y todos los marineros que no se precisen para manejar la vela de trinquete. Y una vela de trinquete de repuesto y una driza. Ahora mismo.
Esteságoras asintió y bajó corriendo por una escalera de mano.
Sátiro se volvió hacia el penteres. Mientras lo observaba, Neiron y Fileo sacaron los remos, solo los de popa, un milagro de mando y control, y arrimaron suavemente el espolón del Areté a la popa de la nave enemiga, facilitando así el paso de los infantes de Apolodoro. Se abalanzaron sobre el puñado de infantes enemigos que quedaban a bordo; uno fue abatido mientras salía de su escondite. Sátiro había tenido intención de dirigir el abordaje y en cambio fue el último hombre con armadura que cruzó, encontrándose con que ya no había nadie vivo en cubierta, una cubierta muy parecida a la suya pero solo con una máquina en cada banda, instaladas a proa y ahora destrozadas. Todo esto lo asimiló de un vistazo y acto seguido tuvo los remos de gobierno en sus brazos.
Esteságoras cruzó detrás de él, con veinte marineros con un gran fardo de lona y una driza larga.
—Levanta el palo de trinquete —dijo Sátiro—. Luego iza la vela. Te necesito al timón. —Se volvió hacia Apolodoro—. Asalta las cubiertas de remo —dijo—. No aceptéis resistencia, y diles que si reman los liberaremos y que si luchan los hundiremos aquí mismo.
Apolodoro sonrió de oreja a oreja, estaba ileso en medio de la vorágine, sin una señal en el cuerpo.
—Sí, señor —dijo—. Dame un momento para convencerlos y apuesto a que remarán tan bien como cualquier remero del Pireo.
Acto seguido bajó en tropel con todos sus infantes de marina hacia las cubiertas inferiores.
Los imbornales del Areté escupían sangre, y una de sus máquinas de babor estaba inutilizada; desde allí alcanzaba a ver los daños en la cubierta y la borda, así como tablas rotas del casco que sin duda dejaban entrar agua, pero Neiron lo tenía arrumbado y avanzando bien, ya a media eslora de distancia, dispersando los pequeños trirremes como un tiburón dispersa a los pargos.
—Necesito un maestro remero —dijo Sátiro—. Esteságoras, ¿a quién cojo?
Esteságoras meneó la cabeza.
—De entre los míos el mejor es Laertes, pero está levantando ese mástil. Patroclo es el del vozarrón de cuando íbamos a iniciar el combate.
Sátiro asintió.
—Bueno, se hace oír. Ponlo a media eslora.
Se asomó por la popa, escupió sangre al agua y sus ojos repararon en el nombre de la nave, escrito en griego asiático con letras de oro bajo las tablas de popa: Atalante, la cazadora, la amada de Artemis, la heroína de su hermana Melita. Sátiro decidió tomarlo como un buen augurio aunque cuando alzó la cabeza vio estrellas y tuvo que escupir sangre otra vez para quitarse de la boca el amargo sabor a cobre.
Decidió permitirse creer que le manaba menos sangre de la espalda. En realidad, si la herida fuese tan grave como había temido, ya tendría que haberse desmayado. Puesto que seguía de pie, lo más probable era que sobreviviera a no ser que el dios del contagio y la infección le lanzara un dardo envenenado. Dedicó una plegaria a Apolo, otra a Poseidón e incluso una tercera a Hefesto por la buena construcción de su nave, y de pronto Apolodoro había regresado, resoplando como un fuelle pero sonriente.
—¡Esclavos! —dijo—. ¡Es un milagro de Ares, señor!
Abrazó a su rey y, habida cuenta de las circunstancias, fue un abrazo al que Sátiro correspondió de buena gana.
Remeros esclavos significaba hombres que serían libres si su nuevo bando ganaba la batalla; hombres sin la menor lealtad a sus amos muertos.
—Escucha —dijo—. Ve abajo y déjales esto bien claro. Vamos a ciar dos esloras y luego haremos un viraje cerrado a babor con los remos de babor bogando. Ciad cuarenta estrepadas, invertid las bancadas de babor, quince estrepadas avante.
—Cuarenta atrás, inversión a babor, avante a toda —repitió Apolodoro—. Ares, soy infante, no marinero —y se esfumó.
El nuevo maestro remero tenía una lanza. La partió con las manos para deshacerse del contrapeso del regatón, y se puso a marcar el ritmo golpeando la cubierta.
—¡Remad! —gritó Sátiro—. ¡Todas las bancadas, atrás!
Fuese por el miedo, la pasión o la valentía, poco importaba, pero los remeros estaban motivados y la nave se movía, pesadamente las cinco primeras estrepadas y luego como el proyectil de una máquina, de modo que Sátiro se dio cuenta de que su estimación de cuarenta estrepadas era excesiva. Pero también sabía lo que podía conllevar dar contraórdenes a una tripulación nueva. La popa salió disparada «avante» y la nave comenzó a virar a babor, simplemente porque sus remos de gobierno no podían corregir el rumbo desde la «proa» temporal. No obstante, estaba virando en la dirección deseada. Solo que se estaba adentrando mucho más en la segunda línea enemiga de lo que había pretendido.
Allí no había una sola nave. En el sur vio al gigantesco decarreme que, tras destrozar uno de los penteres de Tolomeo, virando para atacar a un par de cuadrirremes, naves que por lo general se consideraban pesadas pero que, en este caso, distaban mucho de dar la talla. Y en el norte, ruina. Tolomeo no estaba venciendo.
Ahora bien, Sátiro disponía de tiempo: el centro enemigo estaba desierto, despojado de las naves destacadas para enfrentarse a Menelao y por la derrota de las naves de menor porte al arremeter contra el Areté.
El Areté estaba cerca, veinte largos de caballo a babor, virando para dirigirse hacia el sur. Pero la separación entre ellos se iba agrandando a causa de la velocidad de la retirada de Sátiro.
«Treinta y ocho, treinta y nueve…»
—¡Invertid las bancadas! —gritó Sátiro—. ¿Aún te queda vino? —preguntó a Apolodoro.
Sin decir palabra, este le puso la cantimplora en las manos.
La proa comenzó a virar… demasiado deprisa.
—¡Todos sentados para bogar! —ordenó Sátiro a voz en cuello. Intentar compensar el viraje excesivo con los remos de gobierno hacía que le doliera la espalda como si tuviera hielo y fuego sobre la piel desnuda. Había cometido un error de cálculo de varios grados. El rumbo que ahora llevaban los conducía derechos al costado del distante leviatán, el buque insignia enemigo, que descollaba por encima de la batalla como un elefante entre un cuerpo de infantería.
El nuevo maestro remero estaba al quite.
—Banda de estribor, ¡clavad los remos! —rugió con todo su vozarrón—. ¡Y ahora remad, cabrones!
Por fin se movían. Sátiro se había alejado de la línea enemiga y estaba avanzando, justo a lo largo de las popas de las naves enemigas, demasiado cerca para que resultara reconfortante. Podría causar daños devastadores con su nave una sola vez, pero Sátiro tenía la impresión de que la batalla estaba perdida. A barlovento, Tolomeo retrocedía, alejándose del combate, cubierto por las pesadas naves de su escolta. El Poseidón ciaba lentamente, con las máquinas todavía disparando contra los trirremes que el Areté había inutilizado. Pero por lo demás, apenas se oían vítores en el bando de Tolomeo. Menelao o bien no había llegado a zarpar o bien lo habían vencido, y de ahí que el centro egipcio se hubiese desmoronado desde la parte más cercana a la costa; este había sido desde el principio el punto más débil del plan de Amintas. Más al sur, el buque insignia enemigo intentaba dar alcance al de Tolomeo, que ciaba desesperadamente para librarse de la trampa.
Pero mientras observaba lo que sucedía alrededor, el trinquete de la proa de su nueva captura comenzó a subir, sujeto por cuatro obenques que se fijarían más a popa. Los infantes tiraban de las sogas como marineros, al parecer no era el momento para viejas rencillas, y el palo subió y fue amarrado con la misma suavidad que si se hubiese hecho en un astillero.
Neiron se estaba rezagando, manteniendo el Areté a poca velocidad. Aguardaba a su rey. Cuando Sátiro se situó a su lado, con los nudillos blancos de agarrar los remos, temeroso de enredar sus remos con los del Areté, Neiron gritó a través del agua.
—¿Luchamos, señor? ¿O huimos? —preguntó.
Sátiro volvió a apoyarse sobre los remos de gobierno.
—¡Dame espacio! —gritó—. ¡Quiero apartarme de sus popas! —El enemigo estaba demasiado cerca—. ¡Huimos!
Neiron hizo una seña conforme lo había oído.
El Areté viró a babor y Sátiro intentó hacer lo mismo, alejando su vulnerable banda de estribor del enemigo, pero el remo de gobierno de babor se rompió, probablemente deteriorado a causa de la primera colisión y el abordaje. A continuación imperó el caos, sus infantes trataban de encontrar un remo de repuesto en un barco desconocido, y sus nuevos remeros tenían miedo; miedo a una masacre, a la derrota. Neiron cayó a babor, manteniéndose tan solo a un cuarto de estadio de distancia. Ambas naves llevaban izada la vela de trinquete y con el viento portante comenzaban a avanzar bien, pese a tratarse de naves pesadas.
Sátiro se tomó un momento para echar un vistazo en derredor. Vio problemas en el sur; o bien había nuevos barcos o alguien había dilucidado que no era de su bando. Pero en la retaguardia de la flota de Demetrio reinaba la confusión; la confusión de la victoria, pero ninguna nave los desafió cuando comenzaron a alejarse. Laertes trataba de compensar la ausencia del remo de gobierno frenando con los remos de la nave, primero en una banda y luego en la otra, pero como consecuencia la nave aminoraba y los enviaba en una perezosa curva de regreso hacia las popas del enemigo. Ningún barco reaccionó, ningún barco pareció reparar en ellos.
Ningún barco excepto el gran decarreme, el poderoso navío que había comenzado la batalla detrás del centro. Sátiro supuso que aquella nave era el buque insignia de Plistias, y no tenía la menor intención de atacarlo. Sin que fuera voluntad suya, tenía que pasar cerca de la popa del leviatán, y justo cuando comenzó a pasar, con el rostro crispado por estar tan cerca de un peligro tan grande, el buque insignia enemigo comenzó a separarse de los dos cuadrirremes con los que estaba combatiendo, abordándolos simultáneamente, tan nutrido era su contingente de infantes comparado con el de ellos; cien hombres masacrando a unos quince en cada cuadrirreme, dejándolos a la deriva, con regueros de sangre corriendo por la cubierta que parecían el intento de un niño por escribir en un pergamino, tras asesinar a los remeros para ganar tiempo. Y la inmensa mole de la nave enemiga cio bajo control, con sus remos batiendo el agua como las patas de un desgarbado milpiés.
Neiron vio que el buque insignia enemigo se movía al mismo tiempo que Sátiro, y ambos gritaron órdenes a sus respectivos maestros remeros. Las mismas órdenes.
—¡Velocidad de embestida! ¡Todos los remos! —gritó Sátiro, y Neiron dio la misma orden.
Sátiro notó el aumento de potencia a través de las plantas de los pies, pero el inmenso navío enemigo ya estaba avanzando y su popa se alzaba junto a su costado, y ahora la tripulación enemiga era consciente de su presencia; les gritaron suponiendo que eran de los suyos hasta que se dieron cuenta de que estaban equivocados.
Sátiro se mantuvo erguido junto al remo de estribor, empujándolo con todo su peso.
—¡Quiero desviarme! —gritó a su maestro remero novato a través de la cubierta.
Laertes asintió y gritó por la escotilla de media eslora a los remeros de las cubiertas inferiores. Sátiro negó con la cabeza. Sus manos agarraban el remo de gobierno pintado de rojo como un luchador de pancracio en el último forcejeo de un combate, y tenía la frente empapada en sudor. Había sangre en su costado derecho y en la espalda y tenía frío.
Apolodoro se plantó a su lado, protegiéndolo con su aspis. La gigantesca nave enemiga llevaba arqueros a bordo, y estaban tirando contra él.
—Gracias —dijo Sátiro.
—¿Por qué no viramos? —preguntó Apolodoro, agarrándose a la borda.
—Estamos demasiado cerca —contestó Sátiro—. Si viro a babor, nuestra popa no se aleja de la suya. Si viro a estribor, voy de cabeza a su costado… ¡Mira esas máquinas de guerra!
El decarreme se erguía imponente sobre ellos como un adulto sobre un niño. Sus bandas eran como acantilados, y ante el Atalante tenía la misma ventaja que el Areté había tenido ante los trirremes. Neiron, un cuarto de estadio detrás de ellos, tenía una ventaja, no obstante: todas sus máquinas de estribor podían disparar y las del enemigo, por el momento, no.
Sátiro agarró el hombro del quitón de Apolodoro.
—Que la máquina de proa empiece a disparar —dijo.
Apolodoro asintió.
—Voy a probar —respondió.
Tan cerca.
Sátiro dio un tirón al remo de gobierno que quedaba y en estas un infante apareció en el tambucho principal arrastrando un remo. Sátiro consiguió empujar suavemente la proa hacia babor y volver a enderezar el rumbo varias veces seguidas, tratando de escabullirse de la popa del enemigo sin perder velocidad. Y el infante, a quien Sátiro en realidad no conocía, tenía bien amueblada la cabeza. Se puso a amarrar el nuevo remo de gobierno en su sitio, asegurándolo en la borda con nudos rápidos y profesionales.
Pero el remo nuevo llegó un pelo demasiado tarde.
—¡Remos dentro! ¡Ahora! —rugió Sátiro, y Laertes repitió la orden al instante. Estaban demasiado cerca, no había manera de evitar la colisión, y Sátiro ya veía, como si de una lección de matemáticas se tratara, que si la nave enemiga le golpeaba la popa, ambos barcos quedarían abarloados tras pivotar sobre sus respectivas popas, aplastando sus remos entre sus cascos.
Volaban garfios. El decarreme los quería abordar. Uno se enganchó en la borda de popa a tan solo un largo de brazo del hombro de Sátiro, y otro en la cubierta un poco más adelante, y acto seguido la popa enemiga golpeó su popa; el ángulo era demasiado agudo para que el buque enemigo les causara daños, pero la arrancada y los garfios los hicieron girar a estribor de tal manera que mientras el mamut se deslizaba, con sus remeros tratando de recoger los remos a la desesperada, el pequeño Atalante chocó de lado como un potro atado contra una cerca, astillando remos y ensuciando el magnífico trabajo de pintura de la nave enemiga.
Los remeros del Atalante metieron los remos de babor en su sitio antes de que los cascos se rozaran.
Una descarga cerrada de flechas cayó en torno a Sátiro, pero por suerte o por voluntad de los dioses ninguna le dio.
Sátiro tuvo ganas de maldecir. Sentía que lo invadía la desesperación, el pariente espiritual de la sensación de la espalda y el frío en la espina dorsal, pero sacudió la cabeza. «Hemos estado a punto de escapar», pensó. Mientras lo miraba, su trinquete se vino abajo, astillándose, y la vela oscureció la cubierta entera. Hubo una pausa.
«¿Rendirse?»
Pero no había rendición que valiera en un combate naval. Si se detenía a pensarlo, los regueros de sangre que teñían los costados de los dos cuadrirremes abandonados un poco más al este hacían elocuente lo que le aguardaba en caso de ceder.
En proa, Apolodoro puso a disparar una máquina pesada de la banda de babor. La nave entera se estremeció cuando el enorme arco lanzó el proyectil, que entró en el casco enemigo por el portillo de un remo, dando la impresión de desaparecer en la piel de una gran bestia, como una flecha en un elefante.
Justo en su popa, el Areté disparó las tres máquinas a la vez y los proyectiles impactaron contra el decarreme, aunque no surtieron más efecto del que la honda de un niño tendría contra un toro bravo.
Sátiro soltó los remos y se colgó el aspis del hombro. Lo fastidiaba contra toda lógica tener que morir allí, en una batalla perdida por un monarca que no merecía su sacrificio. Nada en aquella situación era siquiera remotamente heroico, solo se encontraba en aquella posición porque había calculado mal el tiempo de su virada al retirarse de la batalla, y era su hubris por apresar el Atalante lo que le había conducido a la muerte.
Agarró la correa de su yelmo con la mano derecha y la tensó.
—Solo es culpa mía —dijo—. Heracles, no me abandones.
El olor a piel mojada era penetrante, acre, embriagador. El olor lo alentó, significaba que seguía en contacto con el otro mundo, el mundo de los héroes. Pero lo afectó de otra manera; nunca había olido el gato tan claramente, y sospechó que los velos entre este mundo y el mundo de los héroes se estaban adelgazando.
«Voy a morir», pensó. No era un pensamiento nuevo pero nunca le había transmitido tanta inmediatez, y la duda le provocó un escalofrío mientras pensaba en cincuenta cosas intrascendentes que le hubiera gustado haber hecho. Pensó, entre otras cien estupideces, en las caderas de Miriam bajo su quitón. La idea le hizo sonreír.
—Todavía no estoy muerto —dijo en voz alta; tan alta que el infante que tenía al lado le sonrió.
—No, no lo estamos, señor.
El soldado se irguió un momento, se colgó el aspis al hombro y alzó su lanza.
—Aquí vienen —dijo.
Sátiro deseó ser capaz de recordar cómo se llamaba. Le había traído un remo nuevo de la bodega, lo había amarrado en su sitio y luego había protegido a Sátiro de las flechas enemigas. Nada de eso era digno de un pasaje de la Ilíada, pero todo lo hizo deprisa y bien, y ese tipo de cosas eran las que podían inclinar una batalla hacia un lado o el otro, tanto o más que las decisiones de un comandante.
Participaron cincuenta infantes enemigos en el primer asalto, cincuenta soldados profesionales. Apolodoro tenía a sus veinte en formación, y Sátiro y su compañero… —«Se llama Necao», Sátiro recordó su nombre entre un maremágnum de recuerdos— se echaron a correr juntos, abandonando el puesto del timonel como si estuvieran huyendo. Los infantes enemigos que trepaban a la popa se burlaron de ellos.
Cuando se encontraron con Apolodoro a media eslora, el capitán de infantería naval estaba dando sus órdenes; con calma y sin levantar la voz para que no lo oyera el enemigo.
—Mostraos asustados. Retroceded. Que parezca que estáis poco dispuestos a luchar… y cuando dé la consigna, cargad. Cualquier hombre que rehúya su deber es hombre muerto. —Hizo una pausa—. ¡Pareced el hatajo de cagaos que no sois! —dijo. Señaló hacia popa, más allá del enemigo—. El Areté está en camino. Demostrad lo que valéis.
Su discurso pareció levantar el ánimo de los infantes de marina que, por descontado, estaban acostumbrados a Apolodoro y sus mordaces comentarios. Ningún hombre que lo siguiera esperaría un saludo a los dioses o un discurso florido.
Los infantes enemigos treparon por la popa y Apolodoro los dejó subir a bordo, a casi todos. Hacía ver que estaba aterrorizado, que sus hombres se quedaban atrás.
Lanzó una mirada a Sátiro, que asintió. Apolodoro era un soldado nato y Sátiro no era más que un rey. Su asentimiento permitió que Apolodoro tomara el mando.
—¡Cobardes! —gritó Apolodoro. Una flecha procedente de la popa enemiga le dio en el yelmo y rebotó—. No cedáis terreno, quedaos conmigo… ¡Ahora! —bramó, dejando ya de fingir, y corrió por la cubierta en pos de la aglomeración de infantes enemigos.
Sátiro habría dicho que era imposible sorprender a unos soldados en guerra declarada, sobre una cubierta despejada en medio de una batalla, pero resultó obvio que los infantes enemigos se quedaron pasmados cuando su contingente los atacó como un solo hombre. Tal vez habían contado con una negociación, una rendición, una masacre…
Sátiro estampó su aspis contra el primer hombre que encontró, un oficial con un ornamentado yelmo ático azul y dorado con dos penachos de plumas, y el hombre cayó para atrás, derribando a su compañero de fila que también cayó a su vez, y Sátiro clavó la contera de su lanza en un ojo del segundo hombre, la arrancó y arremetió con la punta de acero afilado contra el cuello de un tercer hombre. Entonces empezaron a llover golpes contra su escudo como olas de tormenta contra la proa de una nave; tres, cuatro, cinco y dio un traspié hacia atrás cuando un sexto golpe amenazó con hacerle perder el equilibrio. Arremetió a ciegas con la lanza, sus ojos bajo la visera del yelmo eran una tormenta de dolor, y notó que la punta afilada como una aguja cortaba, se deslizaba, se hundía como un cuchillo en carne asada, y acto seguido un golpe por la derecha le partió el asta y se encontró empuñando un trozo de fresno con una contera. Paró un golpe alto de hacha con el asta rota, el hacha segó parte de su penacho causando una lluvia de crines azules y blancas, y lanzó la contera contra un gigante sin armadura que tenía delante, haciéndolo retroceder, y entonces Apolodoro tuvo al hombre a su alcance y lo apuñaló veloz como el pensamiento una, dos, tres veces, y el corpulento infante enemigo se dobló sobre sí mismo y desapareció del limitado campo de visión de Sátiro. Lo que pareció un puño con armadura golpeó el yelmo de Sátiro, que se balanceó y trastabilló pero no llegó a caer porque estaba apretujado entre otros combatientes; dio un traspié, recobró el equilibrio y bendijo las largas jornadas de entrenamiento en la palestra. De manera inconsciente se llevó el brazo derecho a la axila y desenvainó su espada, dio un paso al frente y dio un mandoble en lo alto al primer hombre que tuvo a su alcance, dándole tal porrazo en la cresta del yelmo que cayó inconsciente.
El enemigo rugía, gritaba y los infantes saltaban a bordo en tropel, pero Sátiro y Apolodoro habían despejado la cubierta a su alrededor, y la primera tanda de infantes enemigos acabaron acorralados en la popa, aterrados y pidiendo ayuda a gritos, pidiendo algo…
—¡Salvad al rey! —gritaban una y otra vez unos a otros.
Sátiro bajó la vista y se dio cuenta de que entre sus piernas estaba el comandante enemigo, a quien había derribado con el golpe de escudo en los primeros instantes de la melé. Le bastó con mirarlo un momento para reconocerlo.
—¡Demetrio! —dijo.
—Sátiro del Euxino —contestó el hombre tendido debajo de él. Demetrio el Rubio le agarró un tobillo y lo tiró al suelo con una llave muy practicada, y Sátiro se vio sobre la cubierta con el movimiento del brazo izquierdo entorpecido por su escudo, un instrumento maravilloso en un combate naval pero una impedimenta en un forcejeo, y Demetrio alargó los brazos buscando su tráquea, pero Sátiro golpeó con la empuñadura de su espada la visera y el bronce plateado se abolló con el impacto y Demetrio gruñó. Salió sangre a borbotones. Aun así, Demetrio encajó un buen golpe en la garganta de Sátiro justo cuando este se estaba levantando, y cayó rodando hacia atrás. La negrura le limitaba la visión y respiraba entrecortadamente cuando un segundo grupo de infantes enemigos cargó.
Los hombres de Apolodoro los repelieron como dioses cargando contra ellos; los superaban en número, pero estaban desesperados y cargaron con el sereno coraje de Apolodoro, alentados por la visión del trinquete del Areté aproximándose. Demetrio retrocedía como un cangrejo a cuatro patas, intentando ponerse de pie. Sátiro consiguió no perder el sentido. A Demetrio le chorreaba sangre de debajo del yelmo pero Sátiro debía suponer que tan solo se había roto la nariz. «Por eso están mandando a todos los infantes a mi nave —pensó—. Salvad al rey, desde luego.» Se puso de pie y Demetrio hizo lo mismo, quedando separados por un largo de lanza.
—Tú eres el hombre con quien quería luchar —dijo Demetrio. Desenvainó la espada con una floritura mortífera. Dentro del yelmo, el muy cabrón sonreía—. El Héctor de mi Aquiles. Un héroe digno de ser vencido por mí, no como el pobre Tolomeo.
Sátiro era consciente de que Demetrio estaba más descansado e ileso, y pensó, como si lo hiciera a distancia, que si hubiese atacado sin soltar el discurso sobre Héctor podría haber terminado el combate en el acto. Sátiro iba desarmado. Al abollar el yelmo de Demetrio había hechos añicos la empuñadura de hueso de su espada. La soltó, dio un paso atrás y su mano vacía encontró una lanza encajada en la borda a su lado. Agarró el arma, pasó de contestar a Demetrio, afianzó los pies, tomó aire entrecortadamente y lanzó.
La lanza no era ligera. Era una pesada lonche, el arma que portaban casi todos los infantes de marina, y Sátiro se dio impulso hacia delante al lanzarla, imprimiendo todo el peso de sus caderas en el proyectil, y dio al rey antigónida justo en medio de su torso, derribándolo sobre la cubierta. Pero los reyes llevan buena armadura, y el mejor lanzamiento de Sátiro no lo penetró sino que resbaló hasta la cubierta, impidiendo que el golpe fuera mortal.
Sátiro dio un par de pasos tambaleándose. Los infantes enemigos de su primera arremetida se habían reagrupado y se pararon en seco al ver a su gallardo rey tumbado en el suelo otra vez. En lugar de emprender una carga que habría matado a Sátiro, se estaban reuniendo en torno al caído Demetrio. Se colocaron en posición de atacar a la retaguardia de los hombres de Apolodoro…
De las cubiertas inferiores surgieron remeros encabezados por Esteságoras, que blandía una enorme hacha de dos filos. El bronce refulgía como el fuego…
«Como el fuego.»
Sátiro tragó otra bocanada de aire mientras consideraba el ridículo plan que le había salido de la cabeza como Atenea saliera de la de Zeus, y otra más mientras Esteságoras se abría camino a través del frente enemigo con el hacha antes de lo inevitable: una lanza en el vientre que supuso su muerte.
Fue una de las decisiones más difíciles de la vida de Sátiro porque la decisión natural, la decisión heráclita, era lanzarse a luchar y morir con sus remeros recién liberados, con Esteságoras, un hombre aguerrido que acababa de morir como un héroe.
Pero en el destello del hacha de Esteságoras, Sátiro había visto la manera de salvarlos a todos; las probabilidades de tener éxito eran pocas, pero alguna tenía.
Bajó de un salto la escalera central de la nave y cayó al suelo cuando un golpetazo la sacudió. Se puso de pie, procuró ignorar su propia sangre, que formaba un charco en torno a él, y fue trastabillando hacia proa por el pasillo central. Había remeros allí abajo. Solo los más valientes, los más desesperados y los menos cuerdos se habían unido a Esteságoras. Se abrió paso entre ellos dirigiéndose a proa, más allá de las bancadas de la media eslora, más allá de los remeros de la sección siguiente, más allá de los remeros de élite que se sentaban en la proa, hasta el tabernáculo, el reducido espacio bajo el castillo de proa y encima del espolón donde los marineros guardaban el fuego que les permitía calentar el hierro o encender hogueras en la playa. Un pesado recipiente de arcilla cuidadosamente protegido, del tamaño de la cabeza de un hombre, lleno de brasas dispuestas en un lecho de hojas y pedazos de corteza para que se consumieran lentamente. Sátiro lo cogió por el envoltorio de lino grueso, los marineros temen el fuego como Ares teme a Atenea, y se irguió, fue a la escalera de proa y trepó a la cubierta, encontrándose a menos de dos largos de caballo detrás de la lucha. Fue tambaleándose hasta la borda de la nave y levantó la vista hacia el inmenso costado del buque enemigo, y su corazón pareció detenerse para morir dentro de su pecho. En plena forma e ileso jamás habría sido capaz de lanzar la pesada vasija por encima de la borda enemiga.
Respiró estremeciéndose y se irguió. Una flecha le golpeó el yelmo y rebotó, y una segunda le dio en el pecho con tanta fuerza que se tambaleó, pero la punta no perforó su armadura y Sátiro se mantuvo de pie y levantó la vasija de la cubierta con la bolsa de lino, y en un arrebato de inspiración la hizo girar por encima de su cabeza. El daño en la espalda se intensificó como si las brasas hubieran prendido fuego en ella, pero Sátiro hizo caso omiso del dolor concentrándose en el movimiento, en la pureza del círculo sobre su cabeza, y giró sobre sí mismo moviendo los pies con destreza, y entonces, cuando le pareció oportuno, cuando el dios le habló, soltó la vasija del fuego.
Jamás pasaría por encima de la borda enemiga. Por un instante, en el momento perfecto del giro, había pensado que tal vez, por la gloria de Heracles… pero su lanzamiento había sido demasiado bajo.
Demasiado bajo y demasiado fuerte, sin trazar un arco, salió disparado como un proyectil de las máquinas de guerra, derecho como una flecha a través de la cubierta y el agua, hasta el agujero que había roto en el casco el primer proyectil de hierro de Apolodoro, matando a todos los remeros. La vasija entró por el agujero y se hizo añicos, esparciendo brasas sobre la madera reseca de las bancadas, y allí no había nadie para apagarlas con una cantimplora de agua o de vino.
Y entonces Sátiro tuvo que dar media vuelta porque había actuado movido por la desesperación, aunque al menos los dioses vieron que su lanzamiento alcanzaba la nave enemiga, si bien sin resultados: ni humo ni una sola lengua de fuego.
Tenía la espada rota, perdida en alguna parte. Su aspis estaba apoyado contra el podio donde solía descansar la vasija del fuego dentro del tabernáculo, justo bajo sus pies pero tan lejano como la Hiperbórea.
No obstante, la cubierta estaba infestada de enemigos y Sátiro recogió una espada corta, pesada como una maza de hierro, y un aspis, ambos de uno de sus infantes muertos.
«Ahora a muerte.»
Estaba detrás de los infantes enemigos y mataría a unos cuantos antes de que ellos, desesperados, se volvieran contra él. Suspiró profundamente, estremeciéndose, y la espalda le dolió. Se preguntó qué importancia tendría el número de infantes que matara; iba a morir y ¿acaso ellos no eran tan hombres como él? tal vez hombres mejores. Tal vez hombres con amores, con vidas en tierra firme. Lo entristeció, mientras se quitaba el peto del cuello y liberaba su brazo para un combate más, descubrir que tenía muy poco por lo que vivir. «Mi hermana —pensó—. Y su hijo. Me echarán en falta, y yo a ellos. Padre, he fallado y lo lamento.»
Entonces, en un acto de voluntad, apartó la duda, apartó la autocompasión, sacudió la cabeza para quitarse el sudor de los ojos y cargó contra la retaguardia de los infantes del antigónida.
Paró en seco, tampoco era cuestión de suicidarse, y dio un tremendo mandoblazo a la parte trasera de una cabeza provista de yelmo, y su oponente cayó. Sátiro se tomaba su tiempo; el hombro le dolía. Derribó a un segundo hombre y a un tercero, y de pronto repararon en él.
Pero en lugar de cerrarse en torno a él como una manada, Sátiro vio, como desde el fondo de un túnel, cómo una de esas cosas que los hombres comentan mientras beben vino —los auténticos veteranos, los hombres que han resistido en los combates más reñidos y que saben hallar humor en el horror, o al menos espacio para vivir con él— vio que los infantes del antigónida se desplazaban hacia la derecha y que los hombres de Apolodoro, exhaustos, los dejaban marchar como si el enconado enfrentamiento hubiese terminado de mutuo acuerdo. Cada bando miraba al otro como gallos de pelea pero no se movía un arma, y Sátiro se sumó a aquella tregua tácita aun estando en posición de liquidar a uno o dos hombres más. Fue, de hecho, el momento más extraño que alguna vez hubiese visto en un combate.
Sátiro fue al lado de Apolodoro, que se mantenía erguido, ileso y magnífico, en medio de un puñado de sus hombres, los supervivientes de la lucha.
La tregua se rompió cuando los infantes enemigos comenzaron a caer como si los cortaran con una hoz; flechas que aparecieron en el aire mientras Sátiro se desplomaba porque el daño de la espalda se impuso a su entrenamiento y ya no pudo mantenerse erecto. El Areté, luchador hasta el final, se había abarloado, y sus arqueros estaban diezmando al enemigo. Mientras Sátiro observaba, Idomeneo se inclinó por la borda y tiró contra un oficial que estaba intentando forzar otra arremetida.
En la popa del Atalante, un grupo de infantes enemigos, cubriéndose desesperados la cabeza con los escudos, levantaba a Demetrio el Rubio de la cubierta donde yacía como si estuviera muerto para izarlo por el costado de su grandiosa nave. Los marineros y los remeros habían entrado en acción y Sátiro ya no podía determinar qué bando iba venciendo, pero los infantes enemigos morían y saltaba a la vista que ya habían tenido suficiente, y se dio cuenta de que el equilibrio de fuerzas cambiaba. Lo vio claramente.
—¡Un ataque más! —logró gritar. Alzó su espada prestada y Apolodoro juntó su escudo con el de Sátiro.
Como carga cerrada no fue gran cosa, avanzaron en formación dando traspiés, pero Sátiro había interpretado bien al enemigo. Su rey estaba abatido y los arqueros los estaban matando sin que ellos pudieran reaccionar. Por alguna razón, todos los arqueros de poderosa nave habían dejado de tirar. El corto muro de escudos de Sátiro empujó al enemigo hacia popa, hasta arrinconarlo en el puesto del timonel. Un valiente no cedió terreno para cubrir la retirada de sus camaradas y durante unos instantes que se hicieron eternos repelió a Apolodoro y a Sátiro, moviendo el escudo como un loco. Logró hacer un tajo a Sátiro en la pantorrilla y clavó la punta de su lanza en un hombro de Apolodoro, y entonces Necao, desde la segunda fila, lo abatió con su contera y la melé se abalanzó sobre él, pero Demetrio se había ido y casi todo el resto de infantería enemiga había escapado gracias a la soberbia valentía de un solo hombre.
—¡Cortad los garfios! —bramó Sátiro, o quizá lo bramó dentro de su cabeza porque lo que se oyó fue un gemido y un chillido. No obstante, Apolodoro, ileso, le oyó y corrió a la banda. Sátiro permaneció a su lado, aporreando a un marinero herido enemigo cuando intentó oponer resistencia al capitán de infantería, y luego levantó su escudo para proteger a Apolodoro de las flechas enemigas.
Dos veces se movieron para cortar otra guindaleza, y cada vez serraron la soga como niños cortando un cordón con cuchillos romos, hasta que el movimiento del dañado Atalante cambió al liberarse. Sátiro no podía creer que estuvieran vivos, que estuvieran a flote, que no estuvieran soportando los destrozos de la inmensa hilera de máquinas de guerra que se cernían sobre sus cabezas a un largo de caballo, diez máquinas solo en aquel costado.
Al levantar la cabeza después de cortar el último garfio olió el humo. El leviatán enemigo echaba humo como una bestia herida chorrea sangre; humo desde el tambucho de proa y más humo a media eslora, saliendo por los agujeros para los remos de tal manera que toda la increíble bestia parecía estar perdiendo sangre.
—¡Empujad! —graznó Sátiro, y Apolodoro repitió la orden. Sátiro se apartó del costado de la nave, olvidando el dolor en un arrebato de esperanza, de auténtica esperanza. Cruzó la cubierta hasta la banda de babor y se agarró a la regala.
—¡Pasadnos un cabo para remolcarnos! —gritó.
—¡Salid de ese cascarón! —contestó Neiron a voz en cuello—. ¡Abandonad la nave!
Sátiro sintió a dios dentro de él y se irguió cuan alto era, sobreponiéndose al daño que le hacía la espalda.
—¡No! ¡Danos un cabo y tira de nuestra popa!
El fuego en la nave enemiga ya estaba ardiendo, las llamas eran visibles a lo largo de todo su costado, y Sátiro percibió un curioso cambio de actitud entre sus hombres, héroes agotados tras el combate. Les entró el pánico, como si el fuego fuese un enemigo demasiado espantoso para enfrentarse a él; o tal vez, tras tan prolongado estrés, simplemente no pudieran soportar otra crisis. Muchos hombres, hombres valientes, se alejaban del costado, corrían por la cubierta y se agachaban arrimados al mamparo de babor. Un marinero se atrevió a saltar al Areté pero no logró sujetarse, y cayó entre ambos cascos para ser aplastado como un insecto cuando las olas los juntaron.
Si las llamas se propagan a bordo…
Sátiro agarró el cabo que le lanzó un marinero y corrió hacia proa con él, amarrándolo a la base del trinquete.
—Vamos, muchachos —graznó—. Ya casi estamos. No moriremos abrasados. Vamos a vivir. ¡Venga!
Hizo una seña y los dos hombres que tenía más cerca confiaron en él; abandonaron la ilusoria seguridad del mamparo y lo ayudaron a asegurar el cabo de remolque.
—Poned a la tripulación de cubierta en marcha y volved a izar la vela de trinquete —dijo Sátiro. Ambos estaban demasiado apabullados para contestar. Sátiro se alejó dando traspiés. Ahora todo era cuestión de segundos.
El cabo de remolque comenzó a tensarse.
Sátiro vio a Necao agazapado junto a la borda.
—¡Necao! ¡De pie, hombre! Ve a hacer que esos marineros cumplan con su deber. ¡Vamos! —gritó Sátiro. Le dio una palmada en el hombro como un camarada a otro, y el rostro de Necao se despejó al recobrar el coraje.
—¿Mi señor? —dijo, como si acabara de despertar.
—¡Trinquete arriba! ¡Y la vela apartada para que no se encienda! —gritó Sátiro tan fuerte como le permitía su garganta, y Necao dio la impresión de comprenderlo. Entonces Sátiro se fue a popa. Notaba que el cabo de remolque inclinaba el Atalante a babor y supo que se estaba moviendo; no deprisa, pero su proa se estaba apartando del buque enemigo.
Apolodoro no sintió pánico en ningún momento. Él y Laertes estaban en la popa, empujando la del enemigo con lanzas para intentar apartarla. El calor del fuego era tan intenso allí que Sátiro sintió otro momento de terror. Había chispas que saltaban a bordo, apagándose con un siseo en la sangre que formaba charcos como los que deja un chubasco donde el combate había sido más reñido.
Otros hombres habían seguido a Sátiro y se pusieron a empujar con lanzas y pértigas, empleando las pocas fuerzas que les quedaban. Cuando un marinero más se unió a ellos la popa se movió, y de pronto estuvieron deslizándose sobre el agua con la proa trazando una curva hacia babor para seguir al Areté, y Sátiro notó que sus remos de gobierno cobraban vida. El valiente, el hombre que había luchado contra ellos hasta el final, yacía atravesado a los remos de gobierno entorpeciendo su manejo, y Sátiro le agarró los pies y Apolodoro la cabeza y lo apartaron un poco, dejándolo de nuevo en el suelo con tanto cuidado como pudieron en una tácita muestra de respeto por su heroísmo.
Entonces Sátiro cogió los remos.
—¡Laertes! —dijo con la poca voz que le quedaba—. Todos los remeros a sus puestos. Remos fuera.
—Sí, señor —contestó Laertes. Tenía un corte en la frente y le chorreaba sangre por la cara.
A Apolodoro, Sátiro le dijo:
—En cuanto los remeros nos den impulso, corta el cabo de remolque.
Apolodoro asintió.
—¿Vas a desmayarte? —preguntó.
Sátiro consiguió sonreír a pesar de todo.
—No si puedo evitarlo. Y ahora manos a la obra. Pareceríamos idiotas si ahora un vulgar crucero nos impidiera escapar.