En cuanto estuvieron a bordo, Sátiro y Neiron buscaron el viento de popa y la proa apuntó al sur, y prácticamente toda la tripulación del Halcón, excepto la de cubierta, se durmió tan deprisa como si la propia Circe los hubiera embrujado. Sátiro durmió tanto que cuando se despertó la nave estaba a oscuras y quieta, además de vacía, y estuvo sumamente desorientado un buen rato hasta que se dio cuenta de que la quilla debía de estar bien hincada en la arena.
Cármides dormía a su espalda y el hombre nuevo —¿realmente se hacía llamar Ax o solo era cosa de su sentido del humor?— estaba sentado en el banco del timonel rasgueando el aire con los dedos como si estuviera tocando un instrumento.
—Estás despierto —dijo Ax en voz baja.
—Así es —dijo Sátiro. Tenía ganas de seguir durmiendo.
Ax sonrió.
—Tu Neiron ha varado la nave al caer la noche, y te han dejado dormir.
Sátiro se las arregló para trepar a la popa, saltar a la playa y buscar su tienda. Luego se dejó caer sobre un montón de pieles y volvió a caer dormido.
Amanecía, y Cármides lo estaba obligando a despertar, y se encontraban de nuevo sobre el mar oscuro como el vino, navegando con rumbo al sur sureste hacia el mar abierto, como lo llamaban los marineros. Ya no había más islas entre ellos y Chipre, patria de Afrodita, la nacida de la espuma. Ninguna isla y ningún refugio.
Pero el tiempo era espectacular; altas nubes doradas por la mañana, y a media tarde un cielo de un azul tan deslumbrante que daba la impresión de que hubieran cruzado lo más alto del mundo. Sátiro sacrificó al único animal que había a bordo (salvo por el gato) en agradecimiento a Poseidón y Afrodita por el día y la navegación, y asaron el gallo en el hogar, una gran vasija de arcilla que los barcos usaban para trasladar el fuego de una playa a otra.
Volaron empujados por el viento, y ni un marinero tocó un remo entre el alba y el ocaso.
Avistaron Chipre bastante antes de que cayera la noche y navegaron hasta un puerto de la costa oeste, un puerto que había albergado a no pocos piratas, pues las únicas luces estaban en la montaña, a más de seis estadios en el claro aire vespertino. Y los pescadores, un puñado de valientes en cualquier tierra, acudieron al cabo de una hora para venderles langostas, pargos y salmonetes. Encendieron grandes hogueras con troncos y tablas que el mar había arrastrado hasta la playa y cocinaron. Y Sátiro se durmió otra vez.
Pero por la mañana los remeros tuvieron que ganarse el sustento. Ahora el viento soplaba del oeste, y al este siguiendo la costa era hacia donde tenían que ir, y remar hacia el ojo del viento era una tarea desalentadora, tanto más cuanto que ningún hombre a bordo se había recuperado de los tres días de combate sin dormir.
Sátiro pasó el día descifrando las circunvoluciones de la mente de Anaxágoras. Poseía un extraño sentido del humor, parecía que no tuviera ningún miedo de ofender y que para él una chanza fuese más importante que la carne o la bebida. Su bisabuelo había sido el famoso filósofo contrario a Sócrates, y conocía muchas anécdotas sobre los filósofos de Atenas que Sátiro no había oído jamás.
Había nacido en el seno de una familia de rancio abolengo y de joven había sido sacerdote de Némesis, época en la que se enamoró del canto y la música. Y de la danza.
—Bailé con armadura en dos Grandes Panateneas —dijo orgulloso—. Y participé en las carreras de carros de guerra en una tercera.
Sátiro sonrió. Todo aquello le parecía increíble.
—¿Carreras de carros?
—En Atenas. ¿Has estado en Atenas?
—Soy ciudadano. Mi padre era Kineas de Atenas.
Sátiro se recostó contra la hornacina del dios del mar, que entre un sacrificio y otro hacía las veces de respaldo para el timonel.
—Por supuesto. ¿Alguna vez has visto los juegos? —preguntó Anaxágoras.
Sátiro negó con la cabeza.
—Era demasiado joven para asistir y luego… —Sonrió—. Luego fui un exiliado, un soldado y un rey.
El rostro de Anaxágoras se ensombreció.
—Los reyes hacen furor en Atenas. —Su rostro volvió a iluminarse—. En cualquier caso, yo era corredor de carros. Eso significa que, vestido con armadura completa, subes y bajas a saltos de un carro mientras avanzas a toda velocidad.
Sátiro sonrió.
—Parece peligroso. —Hizo una pausa—. ¿Alguna vez… has combatido? ¿Cuerpo a cuerpo?
Anaxágoras negó con la cabeza, deshinchado.
—No. Cuando los putos piratas nos apresaron yo estaba durmiendo, y luego fui un mero cautivo. Nunca me he enfrentado a un hombre a punta de lanza.
Sátiro enarcó una ceja. Cármides sonrió al ateniense.
—¡Yo sí, dos veces! Es aterrador… y bonito, señor. Te encantará.
Sátiro alcanzó su copa a Cármides para que se la rellenara.
—Nadie, y me refiero a nadie que conozca, ha llamado bonito a un combate.
Sátiro aceptó que Anaxágoras era un enviado de los dioses. Lucía la marca de Apolo, el pelo rubio del dios, y era músico. ¿Qué más podía pedir Sátiro? Y Sátiro lo había rescatado de los piratas así como su padre había rescatado a Filocles del mar.
—A veces las cosas son sencillas —dijo Sátiro tras beber un poco más de vino.
—Casi nunca —respondió Anaxágoras.
—Mi padre rescató a Filocles del mar, y fueron amigos de por vida —explicó Sátiro, mientras los remeros que estaban bajo sus pies maldecían su necesidad de ir deprisa.
—Apostaría a que en eso hubo mucho más —dijo Anaxágoras—. Alguna semejanza fundamental, una apreciación parecida de las cosas y alguna experiencia compartida, tal vez compartida justo después del rescate. Aceptémoslo, los hombres rescatados rara vez aman a sus salvadores.
Le guiñó el ojo a Cármides, que había estado escuchando embelesado.
—¿Por qué? ¡Qué descortesía!
—Tal vez, pero así son los hombres. —Ax se rio—. Escucha, chaval, nada mancilla más la imagen de un hombre que estar en deuda por su vida. Los mitos están llenos de ejemplos.
—Pero Filocles era un gran hombre —señaló Cármides.
Sátiro miró al muchacho lesbiano.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Sátiro—. Quiero decir, ¿has oído hablar acerca de él a los mayores?
Cármides negó con la cabeza. Apartó la vista y, cuando volvió a mirar a Sátiro, estaba sonrojado.
—Durante tiempo combatió en Lesbos.
Sátiro asintió.
—Sí, por supuesto. Eso fue antes de que mi padre lo conociera. En Metimna.
—Si ese tal Filocles superó el amor propio por amor a su salvador, sin duda era un hombre noble. ¿Estamos hablando de Filocles el filósofo? ¿De Alejandría?
Ax parecía interesado.
—Fue mi preceptor. Y uno de los hombres más nobles que haya pisado la faz de la tierra. Pero tú, señor, ¿acaso eres un desagradecido? Te salvé, y das la impresión de tomártelo de buen grado.
Sátiro sonrió. Era un placer tener a alguien a quien tomarle el pelo.
—Creo que eso solo demuestra lo muy noble que soy —respondió Anaxágoras, sonriendo lentamente.
—Me parece que llevas media hora preparándome para soltar esa frase —repuso Sátiro.
—Pues sí —dijo Ax, y sonrió de oreja a oreja.
El día era lluvioso y siguieron costeando hacia el este, todavía con el viento de proa, recorriendo menos de dos estadios. Sátiro tuvo la tentación de ir a tierra y tomar un caballo, estaba impaciente por reunirse con Menelao de Alejandría.
Sin embargo, ante la costa de Lampasis, donde el santuario de Afrodita descuella sobre el mar, encontró otras dos naves amarradas para pasar la noche: su Maratón y el Troya. Y esa no era la única buena noticia. Sandakes, el mercenario jonio al mando del Maratón, re torció el bigote y señaló hacia el este.
—El Areté está en la bahía siguiente con el Platea —anunció.
Sátiro se fue a dormir aliviado y se despertó para mandar un escuadrón de poderosos navíos. Por la mañana trasladó a todos sus oficiales de regreso al Areté y el moreno Aekes, a la sazón navarco del Halcón Negro, fingió enojarse con ese cambio.
—¡Todas esas cubiertas tan altas! —dijo Aekes, que era un retaco—. ¡Podía caminar entre las bancadas de remo sin agacharme!
Pero a juzgar por el modo en que sus ojos miraron el Halcón Negro, saltaba a la vista que estaba contento de regresar a su propio barco y de verse libre de la responsabilidad de tan esforzado mando provisional.
Laertes, el segundo de Apolodoro, había organizado prácticas con las máquinas a diario mientras estuvieron separados, disparando trozos de madera para no desperdiciar proyectiles de hierro.
—¿Cómo se explica que llegaran aquí antes que nosotros? —preguntó Sátiro a Neiron.
—Aekes supuso que vendríamos a Chipre —contestó Neiron—. Es un buen hombre.
Al día siguiente los hizo avanzar tan deprisa como pudo, todavía contra el viento, porque se estaba aproximando al frente de guerra, y la exigencia de mantener a sus remeros en forma para combatir aconsejaba un esfuerzo general para alcanzar el fondeadero de Salamis, donde tanto los pescadores como los rumores coincidían en que había dos flotas enemigas ancladas; la de Tolomeo, para ayudar a su hermano que tenía sitiada la ciudad, y la de Antígono el Tuerto, que intentaba salvar la ciudad o al menos capturar una parte de los buques de Tolomeo.
Aquella misma tarde avistaron un convoy mercante que resultó estar compuesto por tres naves: un trirreme y dos grandes cargueros. Sátiro reflexionó un momento y decidió que su necesidad de información era más acuciante que la de llegar, de modo que les dio caza.
El trirreme huyó en cuanto los vio, sin hacer el menor intento por proteger a sus compañeros, y Aekes desapareció en el horizonte en su persecución. El Maratón y el Troya alcanzaron las naves de grano; no podían navegar contra el viento y los barcos del Bósforo lo tenían a favor, de modo que no tuvieron ocasión de zafarse. Eran barcos asiáticos de Tiro, con cargamentos para la flota de Antígono, y Sátiro los confiscó con íntimo regocijo. Los grandes cargueros valían una fortuna en el Euxino, suponiendo que lograra llevárselos a casa.
El amanecer siguiente trajo al Halcón Negro con su enemigo en la popa, un trirreme de poco porte, recién pintado, con bellos ornamentos y una hornacina consagrada a Ba’al en la cubierta de popa. Sátiro puso a bordo de la nave apresada una exigua dotación de remeros del Areté y condujo su flotilla en torno a la larga punta de Chipre y luego hacia el sur, rumbo a Salamis.
Llegaron al cabo, donde se alzaba el principal templo a Artemis de la isla, poco después de que el sol cruzara el cénit, y Sátiro soltó un profundo suspiro de alivio al ver los cascos negros varados en tres lugares: sesenta naves de Menelao bajo las murallas de la ciudad; más al oeste, en el campamento de Antígono, no menos de cien naves y algunos buques de mayor porte; y todavía más al oeste, otras tantas en el campamento fortificado de Tolomeo Sator, el Rey de Egipto.
Tres flotas. Cientos de naves. No había llegado demasiado tarde.
No había llegado demasiado tarde, pero en cuanto constató el poderío del armamento enemigo sintió como si le apretaran la espalda con un trozo de bronce frío.
—Cuento… —comenzó Sátiro. Hizo una pausa. Estaban bastante alejados de la orilla y Plistias de Cos no dio muestra alguna de considerar que mereciera la pena molestarse por ellos. Ni un solo barco salió del fondeadero—. Cuento doscientos dieciséis buques. Diecinueve penteres. Y otros que todavía parecen mayores.
Neiron puso a Thrasos al timón mientras contaba.
—Doscientos once, según mi recuento. Pero sí, muchacho, aquello es un monstruo, no cabe duda.
Contemplaron en silencio la enormidad de los preparativos de Antígono y al cabo estuvieron corriendo por las playas bajo control de Tolomeo. Tolomeo tenía menos naves aun con las fuerzas de su hermano que sitiaban la ciudad, y además eran de menor porte.
—Ojalá tuviéramos aquí el Oinoe —se permitió decir Sátiro. El gran cuadrirreme era casi tan poderoso como el Areté y resultaba patente que Tolomeo carecía de suficientes buques importantes.
—¿Dónde está el resto de la flota egipcia? —preguntó Sátiro.
—¿De qué parte de los mares ha sacado tantas naves Antígono? —preguntó Neiron.
—Rodas debería estar aquí —dijo Sátiro—. Cincuenta naves rodias derrotarían a Antígono para siempre.
—Humm —dijo Neiron—. Eso será si vencemos. Y no creo que Rodas quiera correr un riesgo semejante.
—Si Tolomeo vence, nunca habrá un sitio en Rodas —respondió Sátiro—. Por los dioses, Neiron, hemos desmantelado la flota pirata y ahora, con el favor de los dioses, un poco de suerte y el beneplácito del mar, veremos a Tolomeo hacer lo mismo. ¡Y luego podremos regresar a casa!
—Sí, a lo mejor —dijo Neiron.
Tolomeo se veía avejentado. Solo tenía una franja de pelo en torno a la cabeza calva, casi como Pantero de Rodas. Seguía frunciendo los labios con un gesto involuntario de sorna (que contradecía su agradable disposición de carácter) y tenía manchas de vejez en las manos; y llevaba una diadema.
—Supongo que ahora ambos somos reyes —dijo a modo de saludo—. Parece que solo haga unos veranos que me senté en la tumba de Alejandro y te relaté la historia de su vida. Y ahora eres rey.
—Bueno —dijo Sátiro, arrodillándose—, soy rey de unos cuantos caballos y ovejas. No me avergüenza postrarme ante ti, poderoso señor de Egipto.
Tolomeo se levantó y lo abrazó.
—En realidad nunca creí que lograras tomar el maldito palacio, muchacho. Pero lo hiciste. La única victoria en mi favor en estos cuatro años de guerra maldita por los dioses. Corre el rumor de que este verano has luchado contra los piratas.
Sátiro le refirió sucintamente la actividad de su escuadrón.
Amintas, el almirante de Tolomeo, asintió.
—Los derrotaste, ¿pero cuántos destruiste?
Sátiro contó en voz alta.
—Hundí cuatro. Me quedé cinco y hundí otros dos al cabo de unos días. Solo me cabe esperar que León y Pantero apresaran más.
Amintas asintió.
—Así lo espero también yo. Pero debes reconocer que es posible que otros treinta barcos podrían unirse a Plistias cualquier día de estos.
Sátiro se encogió de hombros.
—Es posible. Pero, de igual modo, el resto de mi escuadrón podría llegar. Diocles reunirá cuantas naves encuentre en Rodas. Debería ir un día detrás de mí, dos como máximo, y quizá no haya encontrado el maldito viento de proa que nos ha rezagado mientras costeábamos la isla.
—Mi señor, con el debido respeto, debo preparar la guerra con lo que tengo ante mis ojos. Con tus cuatro naves, tu hermoso penteres, estamos más igualados que nunca. Ciento noventa y cuatro contra doscientas siete naves que se enfrentarán en la línea de combate.
Amintas levantó los brazos hacia Tolomeo de Egipto.
—En mi opinión no podemos arriesgarnos a aguardar más naves del señor Sátiro. Hay las mismas probabilidades de que mañana a mediodía veamos llegar treinta barcos piratas para unirse a Plistias.
Sátiro no podía discutir al respecto.
—Mis tripulaciones están cansadas —dijo.
Tolomeo sonrió con picardía.
—Ofréceles una paga en metálico —dijo—. Mañana lanzamos las tabas.