Mileto, cuartel general de Antígono el Tuerto, el templo de Poseidón

Antígono el Tuerto tenía setenta y ocho años, era un monstruo desgarbado todavía fuerte, todavía rápido, poseído por tanta energía que los hombres hablaban de ello en susurros y hacían signos contra lo sobrenatural. Tenía el pelo del color del acero viejo, el acero de una buena espada, cuidadosamente mantenida. Seguía siendo ancho de espaldas, los tendones que le unían los brazos al cuello aún eran gruesos como sogas. Los hombres se juntaban para verle entrenar en el gimnasio.

Su hijo Demetrio tenía toda la gracia divina y la belleza de las que su bestial padre carecía: rizos rubios y un físico esbelto, perfecto. No en balde los hombres lo llamaban el Niño Bonito. Pero cuando se le encendía el genio y montaba en cólera, morían hombres.

La procesión acababa de llegar a la escalinata que ascendía a la Acrópolis de la ciudad. El templo de Poseidón se alzaba en lo alto de la empinada colina, siendo el mayor templo de Mileto y, según se decía, del mundo entero. Doce mil hombres y mujeres abarrotaban la escalinata, controlados en su entusiasmo por otros cuatro mil soldados de élite de Antígono, escudos de plata que habían servido con Alejandro. Aquellos veteranos de Arabela e Issos, de Jaxartes e India ya eran hombres mayores ahora; el más joven tenía casi medio siglo y el mayor bastante más edad. Sus escudos y su pelo eran plateados, pero sus cuerpos eran duros como el hierro.

Los sacerdotes, y Antígono había exigido la asistencia de todo sacerdote de la ciudad, iban con retraso. Desde lo alto de la escalinata, Demetrio vio a la sacerdotisa de Artemis, una figura fríamente bella, arrogante y distante. Demetrio se encaprichó de ella al instante y comenzó a preguntarse qué tendría que hacer para conseguirla, aunque solo fuese por una hora. Esa fantasía resultaba bastante placentera y le ayudó a matar el rato.

—Piensas que esto es una estupidez, ¿verdad, hijo? —gruñó el anciano.

Demetrio sonrió beatíficamente.

—Padre, rara vez cometes estupideces. Y has tenido razón muchas veces en las que yo estaba equivocado… —el Niño Bonito se encogió de hombros—. Si tu deseo es que seamos reyes, seamos reyes.

—Los símbolos son importantes, hijo. Tolomeo nos desbarató una marcha después de haberse hecho coronar. Eso contribuyó a reforzar las mismas lealtades que tanto trabajo nos costó intentar romper. —El anciano tosió, tapándose la boca con la mano—. Seamos reyes. —Volvió a mirar la procesión y el gentío—. De soldados rasos a reyes. Un buen ascenso. Como esta maldita escalinata interminable.

Debajo de ellos, a los pies de las columnas de la larga stoa que se extendía colina abajo, lugar donde los hombres más ricos de la ciudad se congregaban, construido y pagado por Antígono, Demetrio vio a un hombre con quitón militar que corría.

—Cuando acabemos todo esto, llevas la flota a Chipre mientras yo desplazo al ejército principal en transportes.

Antígono sonrió a su Niño Bonito. Sutil como una serpiente, vengativo, malvado, bestial, monstruoso… Antígono era llamado todas esas cosas, pero lo único que el mundo sabía con certeza sobre él era que amaba a su hijo.

La sonrisa que partió el radiante semblante de Demetrio sugirió que el afecto de Antígono no era en balde.

—¡Por fin! Esperaba que estuviéramos aguardando para ello; es decir, muy bien, padre. ¿Chipre?

Antígono hizo una pausa, saboreando sus palabras. Encima de ellos, la bella sacerdotisa de Artemis hizo un leve gesto con la mano, infinitamente elegante, y una larga hilera de trompeteros subió a una tarima. El sonido de sus trompetas era una mezcla de barritos de elefante y relinchos de caballo, y, por un momento, Demetrio tuvo la sensación de estar en batalla; batallar era su razón de ser, algo mejor que los suspiros de las mujeres debajo de él y que el clamor de cincuenta mil gargantas.

Las trompetas callaron y su eco regresó lentamente desde los acantilados que se alzaban al este de la ciudad, donde dos siglos antes los persas habían ubicado sus máquinas de sitio.

Antígono apoyó una mano en el hombro de su hijo.

—Chipre es importante. Necesito que venzas allí. Hay que desperdigar la flota de Tolomeo porque el objetivo es Egipto.

Demetrio, aun estando acostumbrado a la sagaz estrategia y los repentinos cambios de rumbo de su padre, se quedó desconcertado. Entre el público las cabezas se volvían hacia ellos. Parecía que el viejo monstruo y su hijo estuvieran discutiendo: un notición para la corte.

—Pero… ya hemos perdido un cuarto de la temporada. Y no estamos mejor aprovisionados que cuando yo…

Demetrio rara vez se quedaba sin saber qué decir, pero estaba sorprendido.

—Tengo provisiones almacenadas. Nos abasteceremos desde el mar, una vez que hayas derrotado a Tolomeo. Usaremos el mar para flanquear sus defensas en Gaza. Avanzaremos tan deprisa que estaremos en Alejandría antes del invierno.

La procesión comenzó a moverse.

—Eres brillante… o estás loco. —Demetrio sonrió, saludó con la mano a la multitud—. Por eso no estamos siendo coronados en Atenas.

El anciano asintió a un Escudo Plateado tan viejo como él; el saludo de un veterano a otro.

—Exactamente, muchacho. Necesitaba la primavera para hacer acopio de grano. Cuando Dekas me traiga el grano del Euxino, estaré listo.

—Menudo idiota afeminado —dijo Demetrio. Dekas lo sacaba de quicio.

Antígono hizo una pausa con el pie en el último peldaño de la escalinata triunfal que ascendía diez veces la estatura de un hombre desde las calles de abajo en un esfuerzo consciente por superar la escalinata de la Acrópolis de Atenas.

—Muchacho —dijo, y volvió la cabeza de modo que todo el peso de su imponente mirada recayera sobre su hijo—. Muchacho, deberías estar por encima de esas preferencias y manías. Dekas tal vez no sea un héroe épico. Quizá no lo invitarías a un simposio selecto celebrado para recompensar a tus mejores hombres, tus amigos más leales. Pero es nuestra herramienta. Su odio al arribista del Euxino y a Tolomeo es la oportunidad que hemos estado aguardando cuatro veranos. Desprécialo si quieres, pero recuerda que nos lo enviaron los dioses y que es un instrumento de los dioses.

Demetrio se enfurecía cuando su padre hablaba de los dioses. Demetrio era un hombre moderno, un racionalista. La superstición de su padre le molestaba. Y Dekas era detestable. Mientras que Sátiro, el «arribista del Euxino», era un digno adversario, la clase de hombre cuya medida te hacía más grande. «Héctor para mi Aquiles.»

Demetrio consiguió esbozar una sonrisa porque si podía creer que Sátiro era su Héctor, era señal de que era tan supersticioso como su padre. Y su padre era cualquier cosa menos tonto.

—Trataré a Dekas con el debido respeto —concedió Demetrio—. Los sacerdotes nos están haciendo señas. Deberíamos cuadrar los hombros y avanzar.

Sin embargo, el corredor de la túnica militar casi los había alcanzado. Saltaba a la vista que era un mensajero, y a tan corta distancia advirtieron que llevaba uno de los tubos del mensajero personal de Antígono; un rollo de hierro chapado en oro macizo, la única insignia que necesitaba el corredor.

—Esto no será bueno —dijo Antígono, sin dejar de sonreír a la multitud—. Ningún oficial mío enviaría a un mensajero entre el gentío con buenas noticias. Prepárate y no manifiestes nada, sea lo que sea.

Su padre pensaba en todo.

Demetrio dominó su expresión y se mantuvo junto a su padre. El corredor no aminoró la marcha al llegar a la escalinata, moviéndose con una gracia y agilidad semejantes a las de la sacerdotisa de Artemis. Subió los escalones saltándolos de tres en tres hasta plantarse ante el viejo strategos para entregarle el tubo con la mirada en el suelo.

—Cuéntame, chaval —dijo el Tuerto con brusquedad.

—Los rodios y el príncipe del Euxino han derrotado a Dekas, señor.

El corredor hizo una reverencia. Nunca era bueno ser portador de malas noticias. Por otra parte, los antigónidas eran soldados profesionales, no tiranos mezquinos.

Demetrio sonrió y tocó el rostro del corredor con la mano derecha.

—¿Qué regimiento? —preguntó.

—Lanzas de Isis —contestó el joven.

—Corres bien —comentó Demetrio para que el muchacho se relajara.

Antígono se encogió ligeramente de hombros, sin que la muchedumbre se percatara de nada.

—Ven, hijo mío —dijo—. Convirtámonos juntos en reyes.

Tomó la mano de su Niño Bonito y la levantó por encima de su cabeza como si fuese el atleta vencedor de una competición, y el gentío rugió su aprobación. Empezó a caer una copiosa lluvia de pétalos de amapola y rosa.

—Puta Rodas y puto Sátiro de Tanais —dijo Antígono entre dientes—. Los destruiré.

A Antígono no le gustaba que le desbaratasen los planes. Pero Demetrio estaba encantado de ser él, y no Dekas, quien fuera a derrotar a Sátiro.