Capítulo 10

Hicieron noche en una playa de un islote al sur de Cos. Sátiro había cambiado su amado Areté por la velocidad del Halcón Negro y la flota se había desperdigado. Sátiro sospechaba que ahora había barcos desde Mileto hasta Rodas puesto que los piratas habían huido en desbandada. Sin embargo, el Halcón Negro y el Oinoe de Dekas seguían juntos.

Notaba el sabor del exceso de vino en la boca y la tensión en los hombros tras tres días y dos noches con la armadura puesta y sin dormir ni descansar. Había librado dos combates contra hombres desesperados que sabían que ellos no tendrían piedad. Y ahora, envuelto en su manto bajo la popa del Halcón Negro a punto de caer dormido, sintió un hormigueo en la cabeza; un pensamiento errabundo, un ruido en la orilla del agua. Se incorporó en la fresca brisa nocturna.

Pies corriendo. No muchos; solo un hombre, tal vez dos. Se levantó de un salto, dio una ligera patada a Helios, que yacía a sus pies, y se palpó el costado izquierdo para asegurarse de que llevaba la espada.

—¡El rey! ¡Llevadme ante el rey! —decía un hombre. Había antorchas. Los centinelas estaban despiertos y alerta y daban la voz de alarma, y un pelotón de infantes acudía trotando por la arena a sus espaldas. Sátiro se serenó.

Helios se incorporó.

—¿Señor? —preguntó.

—Una copa de agua, si tienes la bondad —dijo Sátiro.

Apolodoro apareció a su lado, todavía, o de nuevo, con armadura.

—Un pescador ha ido en busca del último piquete de la bahía. Dice que hay tres trirremes fondeados al otro lado del canal, frente a la costa de Asia. —Apolodoro se encogió de hombros—. Podrían ser Pantero o León, señor, pero también los malditos piratas. Y zarparán al amanecer.

Sátiro guardó silencio, el hombro le dolía, la promesa de las fatigas de la edad madura ya eran muy reales en su cuerpo joven. Le dolían las manos. Se frotó la mandíbula y la notó pegajosa tras tres días sin lavarse, sin aceite, sin…

—Hagamos lo que hay que hacer —dijo. Era una expresión típica de su padre. Hizo sonreír a Apolodoro a la luz titilante de las antorchas.

Helios se levantó con tanta gracia como una bailarina del templo, descansado y apuesto nada más despertar.

—¡Te has tendido con la armadura, señor! —dijo.

—Me pareció la manera más rápida de robar unas horas de sueño —respondió Sátiro con una sonrisa atribulada.

Alguien le puso una copa de vino caliente entre las manos y se la bebió de un trago, seguida por una cantimplora entera de agua, y luego arrimó el hombro contra el codaste y ayudó a sacar el Halcón Negro de la playa, empujándolo hacia el oleaje. Se mojó los pies, luego las piernas y de pronto el casco estuvo a flote. Se preguntó si tendría fuerzas para trepar a bordo.

No obstante, halló fuerzas para correr por la playa hasta donde Diocles tenía su nave lista para echarla al agua. Sátiro se detuvo debajo de la popa en el agua tibia como la sangre.

—¡Diocles!

—¡Aquí, señor!

El navarco estaba al timón de la nave.

—Deja que yo decida si son amigos o enemigos. Si voy hacia la playa, vamos todos, raudos como centellas. Desembarcamos a todo el mundo. A la manera de Tanais —concluyó con una sonrisa.

—Entendido. ¿Grito de guerra? —preguntó Diocles.

—Tanais —contestó Sátiro—. Si vamos errados y son amigos, Tanais debería dejárselo claro. De lo contrario, quiero prisioneros.

Diocles resultaba invisible incluso a un brazo de distancia, no era más que una sombra barbuda, pero Sátiro tuvo la impresión de que fruncía el ceño.

—Lo intentaremos —dijo Diocles.

—Quédate en mi popa hasta que yo maniobre —dijo Sátiro. Dio una palmada al casco del Oinoe, el barco de Diocles, y echó a correr playa abajo hacia su propio navío.

—El rey a bordo —anunció Neiron en cuanto Sátiro puso un pie en la cubierta, y los marineros empujaron la popa de la nave y el maestro remero cantó los primeros compases del peán para que todos los hombres comenzaran a la vez, y se hicieron a la mar.

En la playa había hogueras desperdigadas como ascuas caídas de un hogar. Demasiadas hogueras. Había cinco naves, no tres, y el campamento era demasiado caótico para que fuera el de León.

Resultó fácil tomar la decisión, pero una vez que hubo ordenado a los infantes de marina que avanzaran y que se armara a los remeros, tuvo mucho tiempo para preguntarse si se había equivocado y lanzado un ataque desesperado teniéndolo todo en contra, o si estaría atacando a su tío y sus amigos morirían a oscuras.

Regresó al banco del timonel, donde el propio Neiron llevaba los remos de gobierno.

—Cinco naves —dijo Sátiro.

Neiron escupió.

—Escoria —dijo—. Huyeron cuando nos tenían en sus manos. Ahora les entrará el pánico.

Curiosamente, Sátiro se tranquilizó.

—¿Piensas que estoy haciendo lo correcto?

Neiron hizo un ruido extraño en la oscuridad, desorientando a Sátiro, que tardó un poco en identificarlo como una risa, no un ahogo.

—¿Cómo voy a saberlo? —le soltó Neiron, y se echó a reír otra vez—. El rey eres tú.

Para hablar de tranquilidad. Sátiro se dirigió a proa. El Halcón Negro carecía de castillo y de cubierta entera, y Sátiro se agazapó apoyado contra la familiar mole de la cabina de los marines, ubicada encima de la proa. Su hombrera izquierda estaba mal acolchada y el bronce le cortaba la piel donde el aspis se apoyaba con todo su peso, y tenía el brazo izquierdo condenadamente cansado para poder sostener el escudo de modo que no se le clavara en el hombro. Y podría haber dejado que aquellos cabrones se largaran al amanecer.

Se arrebujó con su manto y olió el tufillo a gato mojado; y el corazón se le aceleró, sus ojos se abrieron, sus brazos recobraron la fuerza.

La proa hendió suavemente la arena. Neiron los había llevado a tierra muy despacio.

Sátiro se levantó.

—Seguidme —dijo a los infantes de marina, y saltó al agua por la borda, agua solo hasta los tobillos, y corrió a oscuras por los guijarros. Se oyeron gritos procedentes de las fogatas. Sátiro estaba a un cuarto de estadio de un trirreme enemigo, una bonita silueta recortada contra el resplandor de las hogueras, larga y baja como una serpiente mortífera: un diseño fenicio o tal vez siciliano; en todo caso, nada parecido a las naves de su improvisada flota.

—Alabado seas, Señor Heracles —dijo en voz alta. Y corrió arena arriba.

Aún había hombres durmiendo. Sátiro no se dignó matarlos sino que los dejó bajo la vigilancia de Helios y Cármides y condujo a los infantes de Apolodoro y Diocles a través de la playa. Dos veces tropezaron con puñados de hombres en la oscuridad, y el brazo de Sátiro estaba caliente a causa de la sangre derramada, pero abatir hombres que huyen no es combatir, y después de que el segundo grupo suplicara clemencia aun sabiéndose condenado a la esclavitud, pues ningún pirata podía esperar otra cosa, la lucha cesó. El miedo, la sorpresa y la osadía habían librado el combate por ellos.

Los remeros y los infantes lo aclamaron en la playa como si fuera un dios.

Diocles lo abrazó y Neiron le ayudó a tirar el escudo a la arena.

—No lo olvides —dijo Neiron—. No siempre será lo mismo, pero cuando vences así, los hombres no lo olvidan. Esta sensación de invencibilidad es lo que recuerdan hasta que son viejos.

Sátiro tuvo que abrazarlo de nuevo, y luego corrió al mar a lavarse mientras salía el sol. Bañado en sal, sacrificó tres corderos al alba, y Helios le llevó su mejor quitón y sandalias como si fueran a ir al templo a rezar.

—Es un día especial —insistió Helios.

Sátiro sintió que el agotamiento le nublaría la consciencia pero hizo de tripas corazón y caminó entre sus hombres, dándoles trozos de carne del sacrificio y concediendo lo que se le ocurría conceder. Había un buen botín: veinte copas de oro que por sí solas eran casi una señal de Poseidón por la que había tirado por la borda en Quíos. Había plata en lingotes y más en trocitos, así como un poco de oro. Sátiro lo repartió todo allí mismo; el salario de dos meses para los marineros y el doble para los infantes. Los oficiales de infantería y de la armada, dieciséis hombres en total, recibieron una copa cada uno, y en su mayoría nunca habían bebido en copa de oro. Apolodoro se rio al saberse propietario de otra granja. Thrasos, el celta pelirrojo que se había convertido en el timonel de Diocles, tuvo el atrevimiento de abrazar a su rey, y Esteságoras, el oficial de cubierta de Sátiro, llenó su copa de vino de un odre capturado antes de llenar las copas de los demás.

—Debemos hacer una libación de agradecimiento todos juntos —dijo.

Fileo, el maestro remero del Areté, no hacía más que sonreír a todos bajo la luz rosada del alba.

Derramaron libaciones de vino capturado en honor de todos los dioses de Olimpia y de unos cuantos más: dioses asiáticos del mar y la costa, una o dos ninfas y Niké, una y otra vez. Finalmente, Sátiro insistió en que bebieran por Kineas, su padre.

Apolodoro lo dejó pasmado al mostrarle un amuleto.

—Venero a tu padre cada día —dijo el marinero—. Kineas, Protector de los Soldados.

De modo que Apolodoro dirigió la libación.

Cuando el frenesí de la victoria comenzó a bajar de tono y estaban bebiendo vino en lugar de tirarlo a la arena, Diocles rodeó a Sátiro con un brazo y señaló con el mentón las cuatro filas de hombres arrodillados en la playa.

—¿Y ahora qué? —preguntó Diocles arrastrando las palabras—. ¿Qué hacemos con todos esos prisioneros de mierda?

Helios, una paciente sombra siempre a su vera, intervino.

—Señor, hay algo que deberías oír. Cármides y yo…

Diocles se rio.

—Tenemos los infantes más lindos del mar, señor. Quizá por eso los dioses te aman tanto. Mira la delicada curva de su mandíbula. Y sin embargo tiene la mano roja; no es un blandengue, tu chico. Un asesino, más bien. —Y se echó a reír otra vez.

Helios procuró hacer caso omiso de Diocles.

—Señor, debes oír lo que estos hombres tienen que decir.

Sátiro asintió.

—Tráelos.

Cármides llevó a dos piratas ante los oficiales, empujándolos con la lanza.

—Decid al rey lo que nos habéis dicho a nosotros —ordenó.

Uno de los piratas se había meado encima y apestaba. El otro simplemente se dejó caer en la arena con un abyecto agotamiento que Sátiro entendía demasiado bien.

Sátiro se mantuvo erguido y caminó hasta los dos hombres.

—Juro ante los dioses que ambos viviréis y marcharéis libres. Hablad y nada temáis.

El hombre agotado asintió.

—La bendición de Poseidón es contigo. Así pues, tienes que ser Sátiro.

Sátiro asintió.

—Tus infantes quieren que te digamos que Dekas ha muerto, señor. Nuestro capitán, Spartes, lo mató anoche por ser un idiota. Nadie protestó, señor. —El hombre se encogió de hombros—. Y ahora parece que Spartes no es mejor que él, ¿eh?

—Dile al rey lo otro —instó Cármides.

—Anoche Spartes nos dijo que fuéramos a Chipre —comentó el pirata. Se encogió de hombros—. Yo soy… era timonel. Por eso nos lo dijo.

Sátiro miró a Diocles.

—Chipre… para reunirse con Antígono el Tuerto.

El hombre se encogió de hombros.

—El nombre que oí fue Plistias de Cos.

Neiron habló:

—El almirante de Demetrio.

Cármides pinchó al hombre con la punta de su lanza, lo bastante fuerte para que un hilillo de sangre apareciera en su cadera desnuda.

—Y el resto.

El hombre miró a su mugriento compañero.

—Pínchalo a él. Yo lo he dicho todo.

El otro hombre lloraba.

—Nos matarán —dijo.

Sátiro se encogió de hombros.

—Podría mataros ahora mismo.

El hombre sollozó.

—Hay otros seis barcos en el puerto de Duria, y más a lo largo de la costa. Nos lo dijo anoche un pescador.

Neiron gruñó.

—No podéis. No podemos.

Sátiro echó los hombros para atrás, sintiendo el peso de cada escala de su peto.

—Debemos. Diez naves más; incluso escoria como esta; podría ser el fin de Menelao. Tenemos que ir a Chipre.

Diocles miró playa adentro, hacia los prisioneros.

—¿Y ellos? —preguntó—. No los esclavos; a ellos podemos liberarlos o incluso usarlos para reemplazar a los nuestros que han muerto. Me refiero a los putos piratas.

La palabra «mátalos» llegó a formarse en la garganta de Sátiro. Pudo notar su sabor a vino agriado en los labios. Medio millar de piratas, dos días de trabajo para llevarlos a remo hasta Rodas. Lo más inmundo de la humanidad; hombres inclinados a hacer el mal; violadores, asesinos.

Notaba el sabor de esa palabra, la facilidad de deshacerse de ellos; veinte minutos de trabajo sanguinario, como un gran sacrificio en el templo, y asunto resuelto. Sus hombres lo harían gustosos; aquella mañana eran suyos de un modo que sus otras victorias, libradas a sangre y fuego, no siempre habían conseguido hacerlos suyos. Hoy era como un dios. Podía ordenar que mataran a los piratas. Y así tendría vía libre para navegar hacia Chipre. Cada minuto contaba.

A su lado, tan claro como el sol en el cielo, estaba Filocles.

—Sé fiel —dijo, y desapareció.

Sátiro se dio cuenta de que le temblaban las manos. Escupió aquel sabor para quitárselo de la boca.

—Ve a Rodas con el Oinoe y algunos de nuestros barcos de grano, vacíos, y todos los soldados que Abraham te pueda prestar. Deja a tus infantes de guardia. Y luego te los llevas de regreso a Rodas.

Sátiro escupió otra vez.

Diocles enarcó una ceja.

—Matarlos sería más rápido y, además, permaneceríamos juntos. —Se encogió de hombros—. Escucha, sé que está mal. Pero no son hombres. Son animales.

Sátiro hizo acopio de energías para sonreír.

—Estoy de acuerdo. Pero a veces la areté hace sus propias exigencias, Diocles. Si sabemos que obramos bien y nuestros enemigos, mal… —De pronto tuvo claro que su decisión era la correcta—. Tener razón significa actuar correctamente. Nosotros somos mejores, debemos obrar en consecuencia.

Diocles soltó un resoplido.

—A veces eres un beato gilipollas, señor. —Acto seguido dio un paso atrás—. Podría encargarme de hacerlo si te vas a dar un paseo por la playa.

Sátiro negó con la cabeza.

—Tienes tus órdenes —dijo, y sus propias dudas hicieron que su tono fuese más frío de lo que quería.

Diocles dio una especie de saltito para mantener el equilibrio y echó un brazo a los hombros de Sátiro. Estaba borracho, pese a la indulgencia de que gozaba por ser un hombre de mar.

—Te irás en una nave y morirás. ¡Y te amamos! Mata a los putos piratas y deja que nos quedemos contigo. —Miró en derredor—. Ve a lo alto de la playa y mira a los cautivos. Mira a la chica que han violado tantas veces que ha enmudecido. Mira al labriego que vio cómo mataban a toda su familia por deporte. Habla con ellos. Te convencerán.

Sátiro prefirió no ofenderse.

—Diocles, ponte en marcha. Estaré bien. Y tienes tus órdenes.

Pero un perverso sentido del deber le hizo caminar por la arena, más allá de las largas filas de piratas cautivos. Cármides y Helios fueron con él. Sabía con qué se encontraría. Conocía la guerra, había visto ciudades saqueadas y había vivido con piratas cuando los había necesitado. No le gustaba demasiado hacia dónde conducía ese pensamiento.

Cármides dijo:

—Señor, no sabía que realmente hubiera hombres como tú.

—Cállate, Cármides —dijo Sátiro. Se preguntaba si Diocles, en cierta medida, tenía razón. Pero Filocles… se le había aparecido.

Aun así caminó hacia los cautivos, doscientos hombres y unas cuantas mujeres que habían sido apresados como remeros, esclavos sexuales o cocineros, o las tres cosas a un tiempo. Sátiro se detuvo en medio de ellos y les hizo una seña para que se callaran.

—Soy el Rey Sátiro de Tanais. Todos sois libres. ¿Preferís que os liberemos aquí o en Rodas?

Miró a su alrededor. Muchas de aquellas personas estaban destrozadas, pero no todas. Vio esperanza, preocupación, ira y desesperación en otros tantos rostros.

Nadie le contestó o, mejor dicho, todos lo hicieron.

—¡Silencio! —rugió a voz en cuello—. Debo zarpar antes de que el sol se haya alzado un palmo más. Dentro de pocas horas habrá rodios aquí. Mis infantes de marina se encargarán de que cada uno de vosotros reciba… —miró a Helios y articuló las palabras «veinte dracmas», y Helios negó con la cabeza discretamente—… diez dracmas para viajar a vuestra casa. Tenéis que decidir si queréis ir a Rodas o si viajaréis desde esta playa.

Una muchacha con un bebé en el pecho cayó de rodillas, llorando. Otras personas tuvieron otras reacciones: alegría, terror…

Algunas simplemente tenían la mirada perdida. Una mujer demacrada le palmeó el manto de un modo que le dio más miedo del que jamás hubiera sentido ante un hombre enojado. La pobre había perdido el juicio por obra y gracia de los dioses. Apolo, ni siquiera era vieja. Solo estaba destrozada.

Diocles lo había seguido por la playa y se puso a su lado. Señaló a la muchacha que lloraba arrodillada.

—Eso lo hicieron los piratas. Y esta «cosa» antes era una dama de Lesbos. Y este hombre era granjero. Mata a los putos piratas de una vez.

Sátiro lo miró a los ojos.

—Siguiendo esa lógica, mejor sería que también la matara a ella —dijo—. Y al bebé, ya que no tiene padre. ¿Qué puede esperar de la vida? Pero no soy un dios. Y tú tampoco. Sin embargo, soy tu rey. Estás convirtiendo esto en un asunto entre tú y yo. Obedéceme.

Diocles sonrió, no tan borracho como un rato antes.

—Tenía que intentarlo, señor. Realmente pienso que te estás equivocando. Pero obedeceré. Por otra parte, si te vas y te matan lejos de mí, iré en persona al inframundo y vaciaré un cubo de estiércol sobre tu espíritu.

Alargó los brazos y Sátiro lo estrechó entre los suyos.

Y acto seguido se volvió hacia la gente de la playa.

—¿Alguien puede hablar en nombre de los demás? —preguntó.

Un hombre, un hombre con chispa en los ojos y el acento propio de las personas educadas y acostumbradas a mandar, se adelantó.

—Yo era cautivo, no esclavo —dijo con cuidado—, pero hice lo que pude por algunos de ellos, y todos me conocen. Creo, si es que hablas en serio, que preferirían permanecer juntos.

Sátiro miró en derredor.

—¿Juntos? —preguntó.

Un hombre asintió.

La chica del bebé escupió en la arena. Sin dejar de llorar, dijo:

—Señor, ¿piensas que debería regresar a mi pueblo?

A su lado, Helios dijo:

—Tanais podría acogerlos, señor, y no estaría peor. Quizá mejor.

—Apolo —dijo Sátiro—. ¿Una nave a Tanais? Eso costará mucho.

Helios alzó su recién adquirida copa de oro.

—Pagaré yo, señor. Fui uno de ellos, tiempo atrás. Señor, no tienes ni idea de la vergüenza… el terror. —Los ojos de Helios se arrasaron en lágrimas—. Ninguno de nosotros fue capaz de regresar a su casa, señor. Ese mundo ha desparecido. ¿Quién querrá casarse con ella? ¿Quién dará trabajo a este hombre en su forja o su granja? ¿Y los que vieron cómo mataban a sus familias? ¿Quién los entenderá? —agregó Helios muy erguido.

—Seguramente la gente sabe que los dioses nos aman cuando cuidamos de… —Sátiro hizo una pausa. Eso era lo que creían los pitagóricos.

Helios lo interrumpió; tal vez fue la primera vez en que interrumpiera a su amo.

—Señor, tú quizá puedas vivir así, lo mismo que tus compañeros. Pero los campesinos dirían que esta mujer trae mala suerte. Que ese hombre está maldito. Vivió con piratas… es un pirata. Y ella, una puta.

Sátiro miró al hombre cultivado que se había erigido en su portavoz.

—¿Es verdad? —preguntó.

El hombre asintió.

—Tu hipaspista habla por ellos mejor de lo que podría hablar yo, señor. Si tu corazón estuviera dispuesto a llevarlos juntos a alguna parte, sería lo mejor. Algunos morirán de todas formas, pero otros quizás empiecen una vida nueva. Y cualquiera que no esté de acuerdo siempre podrá marcharse por su cuenta.

Sátiro tuvo la sensación de tener el cerebro lleno de pegamento, pero se las arregló para hacer girar un poco los engranajes.

—Helios, te encargarás de que toda esta gente vaya a Rodas en un barco distinto al de los prisioneros, ¿de acuerdo?

Sonrió a su hipaspista.

Helios asintió.

—Ocúpate de que los alojen en casa de Abraham a mi costa, y júntalos con los libertos que viajarán a Tanais como colonos. Resuelve todo esto y luego únete a Amintas como infante de marina a bordo del Oinoe y aguarda mi regreso. —Sátiro sonrió—. Piensa en esto como en una manera de reinsertarlos en la vida.

Helios sonrió.

—¿Pero quién se ocupará de ti, señor?

Sátiro enarcó una ceja.

—Ya vivía antes de conocerte, muchacho. Además, Cármides apenas hace nada…

Enderezó la espalda, alentado. Sintiéndose moralmente bueno. Una sensación rara en un soldado.

—¿Vas a perseguir al resto de los piratas? —preguntó el hombre que había sido cautivo.

Sátiro asintió.

—¿Puedo ir a bordo como voluntario? —preguntó el hombre—. Soy bueno con la lanza. Y me encantaría meter hierro en unos cuantos vientres. Y toco la lira; soy músico. Podría tocar para tus remeros…

—¿Crees en los dioses? —preguntó Sátiro de improviso.

—Solo los locos no lo hacen —contestó el hombre.

—Pues sé bienvenido. ¿Alguna vez has enseñado a tocar la lira? —preguntó Sátiro. Vio que el Halcón Negro y el Oinoe ya estaban casi cargados, con el botín hasta la borda, los prisioneros conducidos como ganado bajo el ojo vigilante de Amintas el Macedonio, que sostenía una lanza con una mano y una copa de vino con la otra.

—Alejandro nunca me dio una copa de oro —gritó—. ¡Bebo a tu salud, señor rey!

«Así es como deben de sentirse los dioses», pensó Sátiro.

—La lira y también la cítara. Algo de danza y manejo de la espada, sí. Enseño a hijos de hombres ricos. Soy Anaxágoras de Atenas. Los amigos me llaman Ax.

Sátiro alargó el brazo y se dieron un apretón de manos.

—Casi todos mis amigos han muerto —dijo Sátiro—. Casi todos los hombres me llaman señor.

No había tenido intención de mostrarse tan amargado.

Anaxágoras asintió.

—Es natural, yo mismo soy un cabrón excesivamente obsequioso. ¿Debo llamarte Aquiles divino? ¿O tal vez Alejandro redivivo?

Sátiro se rio.

—¿Y los piratas no te destriparon? —dijo—. O sea, ¿hablabas así y has sobrevivido?

Anaxágoras se encogió de hombros.

—Hay quien me encuentra entretenido.