Al sur de Quíos, con un viento frescachón que levantaba las popas con todas las velas desplegadas y sin resaca del vino de la víspera, Sátiro estaba tan contento como el mar azul, salpicado de borregos de espuma blanca que se separaban de los costados de su barco como el más fabuloso manto que alguna vez se hubiera importado de la remota Qu’in.
Veintidós naves en tres columnas. Sátiro encabezaba la del centro a bordo del Areté porque era la nave de más porte y, en consecuencia, la más lenta. A estribor, León encabezaba su columna, y a estribor, el Anfítrite de Pantero, el barco de mayor eslora de los mares, un cuadrirreme construido con remos adicionales a lo largo en vez de a lo ancho a la manera en que solo Rodas, hasta la fecha, construía navíos.
Sátiro admiraba el Anfítrite cada vez que sus ojos se topaban con él, como el más educado de los hombres admiraría los pechos de una mujer sin intención de ofenderla.
El penteconter explorador de León los había advertido de que Dekas estaba delante de ellos con cuarenta y cuatro trirremes y dos penteres pesados tan grandes como el Areté. Sátiro se mesó la barba y miró a Neiron, que estaba manipulando la máquina de guerra de estribor.
Durante el camino, habían practicado en dos ocasiones, enviando ambas veces veloces hemiolas con objetivos flotantes que sujetaron, o intentaron sujetar, manteniéndose al pairo. Sátiro no creía que fueran a acertar un solo disparo, pero los proyectiles con la punta de hierro que lanzaron valían tanto como una granja pequeña. Neiron seguía insistiendo en que eran un arma inútil, pero de todos modos siguió ajustándolas.
—¡Nave en proa! —se oyó gritar al vigía.
Sátiro renunció a llamar la atención de Nicanor. Fue hacia proa alejándose del timón hasta la cubierta de mando situada a media eslora. Atrás quedaban los días en que él mismo debía llevar el timón.
Apolodoro saludó.
—La proa informa de un enemigo a la vista —dijo. Con la vela mayor y la de trinquete completamente desplegadas y el viento en popa, nadie veía qué ocurría delante salvo los hombres apostados en el castillo de proa.
Sátiro había reparado en que los rodios, innovadores natos, ahora llevaban pequeños canastos, como nidos sujetos a los mástiles, desde donde los vigías, al estar más altos sobre la superficie del mar, advertían a sus oficiales de cualquier peligro con más antelación.
Sátiro se dirigió hacia la parte delantera de la amplia cubierta, se agachó para pasar por debajo de la vela de trinquete y subió por la escala hasta el castillo de proa. Aquel barco era muy diferente de un trirreme. El Areté nunca había entrado en combate, y Sátiro se preguntaba si todo aquel dinero sería una locura de juventud. Las naves grandes no garantizaban la victoria y podían convertirse en objetivos mayores y más lentos.
Escala arriba y al castillo de proa, y una vez allí, oteando el horizonte, Sátiro vio al enemigo. Hizo visera con la mano y observó aquellas naves hasta que no soportó el resplandor del sol.
—Están todas ahí —le dijo a Apolodoro. Detrás de él, Helios subió al castillo. Sátiro dejó que mirara un momento.
—Ponte la armadura —le dijo en voz baja—. Y trae la mía.
Habían hecho planes en la playa de Tenedos, cuando los exploradores les llevaron noticias del enemigo. Los superaban en número a razón de dos a uno, y se disponían a atacarlos con una táctica en absoluto ortodoxa. Una táctica que haría correr un gran riesgo al Areté.
Todo era cuestión de sincronización, suerte y la voluntad de los dioses, y Sátiro bajó del castillo con una tensión en los brazos y las piernas que no acababa de ser fruto del miedo físico sino tal vez miedo a un error de cálculo, excitación e incluso regocijo, todos ellos comunicados a través de sus músculos.
Helios y Cármides le ayudaron a ponerse la armadura. Se la puso entera: peto y espaldar de pesado bronce, grebas profusamente labradas, protecciones para los muslos y los brazos y hombreras también de bronce, así como el yelmo plateado de Demetrio con el penacho blanco, negro y rojo. Antes de coger su aspis recubierto de oro, fue hasta la borda con una pesada copa de oro llena del mejor vino de Chian y la alzó a los cielos.
—Poseidón, Señor de los Caballos y de todos los abismos, danos tu fuerza, protege nuestros frágiles cascos de los peligros del mar y el espolón, y permite que volemos sobre la faz del mar tan veloces como tus caballos. —Sátiro derramó el vino tinto al mar y luego lanzo al agua la copa, que valía tanto como una nave pequeña—. Para ti, Dios del Mar.
Los marineros murmuraron su aprobación. Un sacrificio tan costoso como aquel, un sacrificio en el que incluso un rey tendría que reparar, era la mejor manera de propiciar la voluntad del susceptible dios de las olas. Sátiro oyó que Polícrates, el conocido abogado criticón del remo número tres mascullaba «bien hecho» con su espantoso acento, y supo que había hecho lo correcto pese a que la copa se la hubiese regalado su hermana y fuese su favorita.
Después de la libación Sátiro notó en el vientre y los músculos que estaba más sereno y se plantó a media eslora, desde donde no podía ver los movimientos del enemigo, satisfecho de parecer despreocupado. Apolodoro ya lo avisaría si maniobraban, y los mensajeros iban y venían cada tanto, asintiendo o saludando y dándole el parte de novedades.
—El enemigo está formando en una línea, señor —dijo el primer mensajero.
—El enemigo ha formado en dos líneas —dijo el segundo, transcurridos unos minutos.
—Las líneas enemigas han formado una media luna con las puntas adelantadas como las de la luna nueva —dijo el tercer mensajero. Su comportamiento indicó a Sátiro que estaban cerca.
Sátiro tenía sus propias reglas de conducta, y una de ellas era que no debía mostrar nerviosismo ante sus hombres. Así pues, ahora que el combate era lo bastante inminente para que sus mensajeros estuvieran nerviosos, se dirigió a proa con la dignidad de un sacerdote, subió por la escala y dirigió la mirada al mar.
En el tiempo en que un hombre correría una carrera de seis estadios, todo había cambiado. Tal como le habían informado, el enemigo había formado en una media luna amplia y profunda con las puntas bien adelantadas, y su intención de envolverlos era tan clara como despejado era el día.
Sátiro miró a León, todavía en la popa de su hermoso Loto Azul, y miró a babor donde vio a Pantero observándolo desde el Anfítrite. Aguardó un rato en lo alto del castillo de proa, mirando hacia atrás y hacia delante, deseoso de que los barcos que lo rodeaban se mantuvieran en posición y no mostraran su baza.
Cuando los tres buques insignia estuvieron justo a la altura de las puntas de la media luna envolvente (y qué clarividente le parecía ahora León, dado que el viejo númida había predicho que Dekas usaría precisamente aquella formación), Sátiro alzó su aspis y lo agitó, de modo que el sol del mediodía se reflejara en el rodel dorado y refulgiera como el fuego.
El efecto fue casi instantáneo y muy semejante al que causaría un niño al dar una patada a un nido de avispas caído en un camino. Las naves de la retaguardia de las tres columnas, en realidad todas las naves que iban detrás de los busques insignia, diecinueve barcos en total, giraron como bailarinas, o como galgos, y, atravesándose al viento, se alejaron de los flancos. Pudo haber sido un caos; de hecho, Sátiro observó la maniobra con el pulso palpitándole en la garganta.
El segundo barco de León pasó tan cerca de la popa del Halcón Negro que destrozó un remo, pero no hubo más accidentes y las tabas de la guerra fueron lanzadas ante la mirada de los dioses.
Sátiro se dio cuenta de que su sonrisa era tan feroz que le partía el semblante en dos.
—Por los dioses —dijo al aire que lo rodeaba.
Saltó por la baranda del castillo a la cubierta principal aterrizando como un atleta, gozando del puro regocijo del momento, y corrió hasta el centro de la nave, olvidando toda pretensión de dignidad. Se detuvo bajo el palo mayor, tomó aliento y se obligó a contar hasta diez.
—¡Arriad las velas! —bramó. La tripulación de cubierta llevaba diez minutos lista y las velas cayeron sobre la cubierta como si hubiesen cortado las drizas. Se volvió a derecha e izquierda. Ahora tenía una visión clara del enemigo, que ya estaba virando hacia dentro para encerrarlo, cazadores que habían tendido una trampa y solo conocían una manera de usarla. El plan de León se fundamentaba en que los piratas carecían de instrucción, cosa que les permitiría cambiar la formación. Era todo un riesgo. Pero un riesgo calculado.
Mientras el último trozo de pesada lona caía sobre cubierta y el barco viraba, Sátiro asintió a su maestro remero.
—Velocidad de embestida, por favor —dijo. Se volvió hacia Apolodoro—. Abre el fuego. Concentra todos tus proyectiles en las naves de nuestros flancos.
—Derroche de dinero —criticó Neiron por criticar—. Los dioses quieran que me equivoque.
—Te necesito al timón —dijo Sátiro—. Elige un barco del centro de su línea y arremete proa contra proa.
Neiron asintió con aire adusto.
—Se echarán sobre nosotros como los cerdos en la mierda —dijo.
—Pues procuremos ser un cerdo engrasado —repuso Sátiro.
En proa la primera máquina disparó, y el ruido sordo que causó se transmitió al buque entero de tan violenta como fue la vibración.
El resultado, según pudo ver Sátiro con el rabillo del ojo, fue tan espectacular que los remeros de la banda de estribor perdieron palada y la nave se estremeció.
Justo a estribor, a una distancia de algo más de un estadio, el trirreme insignia del enemigo daba la proa al Areté y el proyectil, guiado por la mano de Apolo o de Tiké, pasó por encima de la proa del trirreme y se inclinó ligeramente para desaparecer en las desprotegidas cubiertas de remo. El cuerpo de un hombre salió volando por los aires y la rociada de sangre fue visible incluso a esa distancia, y el barco enemigo de súbito viró bruscamente, demasiado bruscamente, hacia su banda de babor dado que sus remeros de estribor murieron cuando el pesado proyectil de hierro golpeó su cubierta. El viraje involuntario atravesó el barco herido ante la proa de otro barco pirata que se acercaba, y el estrépito de la colisión pudo oírse claramente por encima de los gritos de los remeros atrapados.
—¡Por la gloria de Poseidón! —dijo Sátiro asombrado. Sus artilleros no habían alcanzado un solo objetivo en dos días de prácticas.
La repentina muerte de un trirreme, aparentemente a causa de un rayo caído del cielo, afectó a toda la flota pirata, y sus naves aminoraron la marcha en toda el ala de estribor. El ala de babor, por descontado, no podía ver nada.
Todas las demás máquinas disparaban y su estrépito ahora alentaba a la tripulación en tanto que la noticia del éxito del primer disparo se extendía entre los remeros que no lo habían visto. La velocidad de la nave aumentó espectacularmente.
Sátiro miró en derredor. Ningún otro proyectil había hecho diana, pero el remolino causado por el primer disparo había paralizado el ala izquierda del enemigo a su banda de estribor. Justo enfrente, un penteres enemigo rehusó arremeter proa contra proa y viró, dejando que un trirreme de menos porte afrontara su arremetida. Una descarga cerrada de flechas procedente del castillo de proa del penteres cayó sobre la cubierta del Areté mas no sobre remeros desprotegidos, y Sátiro sostuvo su aspis encima de Neiron y notó los tremendos impactos de dos saetas cretenses.
La máquina de proa del Areté disparó contra el penteres enemigo a una distancia de menos de un estadio y no falló. El proyectil de hierro levantó una lluvia de astillas al hacer añicos la borda de la nave enemiga y luego siguió hasta la plataforma de mando dando vueltas en el aire, y Sátiro vio cómo partía por la mitad a dos hombres que lucían espléndidas armaduras.
Sátiro levantó el puño al cielo.
El navío enemigo siguió su curso con la cubierta de mando repentinamente silenciosa.
En proa, el trirreme enemigo que quedaba para enfrentarse al Areté intentó maniobrar. Su trierarca o bien no había combatido en formación hasta entonces o bien perdió la cabeza, sabiendo que no podía atacar de frente a un titán, y su última maniobra confundió a sus remeros situando su nave de lado ante la veloz proa de bronce de un leviatán. Sus remeros eran buenos, obedeciendo órdenes entraron los largos remos, acostumbrados como estaban a combates contra naves menores en los que el peligro residía en los destrozos del espolón en un costado, matando a los remeros con sus propios remos.
Pero esos remeros estaban tan equivocados como su trierarca. El Areté nunca fue una nave veloz y tenía sus defectos, pero era a un tiempo ágil y pesado, y Neiron, ayudado por Helios, apoyó todo su peso sobre los remos de gobierno a tan solo un largo de caballo del costado del enemigo y su proa se movió, quizá la longitud de un brazo, pero la inexorable matemática de Pitágoras y Poseidón hundió su macizo pico de bronce de pleno en el tajamar. En una nave menor, habría sido un viraje perfecto.
Sátiro, con buena visibilidad, estaba más horrorizado que eufórico. Su espolón destrozó el tajamar como si estuviese hecho de cerámica fina y el avance del Areté pareció no disminuir al aplastar la esbelta nave pirata con la pata delantera. La parte alta del espolón alcanzó la borda enemiga, tal como debía hacerlo según su diseño, pero en lugar de volcar el barco enemigo, el espolón lo atravesó, arrancando la proa del buque enemigo tal como la esposa de un granjero parte el cuello de un pollo antes de un festín familiar.
El trirreme enemigo se llenó de agua en un abrir y cerrar de ojos, tan deprisa que los marineros de Sátiro sintieron tanto pavor como los enemigos que se ahogaban. Y de pronto desaparecieron, engullidos bajo las olas de tal manera que en años posteriores los marineros de Sátiro afirmarían haber visto cómo Poseidón había hundido el barco, agarrándolo con una mano enorme.
Y el Areté siguió adelante, todavía a una velocidad superior a la de crucero a remo, como si la muerte de doscientos hombres no fuera asunto de gran importancia para su majestad.
—¡Poseidón! —rugió Sátiro.
Las máquinas hablaron de nuevo, sin causar más estragos pero sembrando el terror. A babor, el largo Anfítrite de Pantero había embestido el penteres sin mandos a media eslora mientras a estribor León había optado por cruzar intacto el enorme hueco de la línea enemiga, de modo que ahora sería el primero en alcanzar la segunda línea enemiga.
Salvo que la segunda línea enemiga se había quedado atrás y en lugar de lanzar contraataques estaba rompiendo la formación para huir.
Parecía imposible, y Sátiro era demasiado piadoso para maldecir el éxito, pero habían vencido al enemigo atacándolo con la osada arremetida de tres naves pesadas sin recurrir a la trampa tendida por los veloces rodios, alejandrinos y del Bósforo que corrían en sus flancos. La repentina destrucción de cuatro de sus naves les había arrebatado todo coraje, y ahora huían.
—¡Cobardes! —gritó Neiron—. ¡Malditos sean! ¡Ya eran nuestros!
Todos los hombres de a bordo, desde el último remero hasta el navarco, sentían lo mismo, pero Sátiro los refrenó.
—Agradeced la victoria —gritó Sátiro, y bajó corriendo a las cubiertas inferiores para repetir la consigna.
A babor y estribor, los rodios y alejandrinos más veloces dieron alcance a los piratas más lentos. Su ejecución fue rápida, aunque también lo eran los demás piratas, contentos de salvar la vida a expensas de sus camaradas.
La nave de Sátiro era la más lenta de la flota, y pasar de ser atacante a mero observador resultaba doloroso. Pero aún había una cosa más que podía hacer, y la hizo. Se encaramó al castillo de proa y emitió señales mediante los destellos de su escudo.
—Persecución sin cuartel —fue su mensaje.
Y acto seguido ordenó que el Areté izara de nuevo el velamen con la esperanza de no perder de vista al enemigo.