La avanzada edad de León no se notaba lo más mínimo cuando deambulaba por las calles de la ciudad. Caminaba deprisa, hablando sin cesar. Los escribas lo seguían copiando cartas, mientras caminaban, en tablillas de madera y cera que llevaban colgadas del cuello.
No, Sátiro se fijó en que no lo hacían caminando sino cada vez que se detenían. Y hablar con León resultaba bastante frustrante porque cada vez que un escriba terminaba un documento, León lo leía.
—Tu gran penteres es magnífico. ¡Y llevas seis de esas máquinas nuevas a bordo! —León asintió con aprobación, y volvió a centrar su atención en un conocimiento de embarque—. ¿Has decidido el precio de tu grano? —preguntó.
—Todavía no hemos practicado con ellas… —comenzó Sátiro. Pero la atención de León estaba puesta en una carta que le acababan de entregar. El escriba dedicó a Sátiro una sonrisa de disculpa, como diciendo: aunque seas rey, si no hago esto querrá mi cabeza. La carta estaba escrita en una tablilla de cera que León se acercó a los ojos para leerla.
—Paideuo no es un verbo apropiado cuando se habla de dar instrucciones a un par, Epictetos. Paideuo significa «te enseñaré como si fueras un niño». —León le guiñó un ojo a Sátiro—. Cosa que en realidad es el caso, pero no lo digamos a las claras. Tal vez didasko. —León hizo una pausa, observó a su escriba hasta que el estilo borró la palabra vieja y la sustituyó por la nueva en la cera, y entonces se volvió de nuevo hacia Sátiro—. ¿No habéis practicado con las armas nuevas?
—Hemos estado un poco atareados —dijo Sátiro. León a veces le hacía sentirse como un niño aunque no fuera esa su intención.
—Se la jugaste a Dekas, y eso no es poco. —Los ojos negros de León buscaron los suyos—. ¿Has fijado el precio de tu grano? —repitió.
Sátiro asintió.
—Sé lo que necesitan mis agricultores —dijo, quizá con más brusquedad de la que pretendía.
León asintió, con la vista en otra tablilla.
—Te robarán el grano si no vas con cuidado. He venido para advertirte. Están desesperados, mucho más desesperados de lo que la situación justifica.
Sátiro encontraba amenazadora la presión del pueblo.
—Esto es peor que ser un músico famoso en Alejandría —dijo.
León asintió.
—Eres un hombre famoso. Yo soy un hombre famoso. Acabas de traer a esta ciudad noventa días de grano. Tal vez el doble. En resumidas cuentas, eres motivo de celebración, y nosotros dos juntos nos bastamos para organizar un buen desmadre. Ah, ya hemos llegado. —Se detuvo—. Envía a un mensajero a decir a los capitanes de tus naves que amarren y mantengan las tripulaciones a bordo —dijo.
Su escolta comenzó a entrar en un patio tapiado por una puerta muy alta. A la derecha había una sinagoga. Sátiro reconoció los símbolos del dintel, escritos en griego y arameo.
Abraham los estaba aguardando. De entrada Sátiro no lo reconoció porque esperaba ver a un navarco alto y atlético, y lo que tenía delante era un judío barbudo vestido con largos ropajes. Pero solo fue por un momento, tan breve que Sátiro dudó que alguien le hubiera visto titubear. Abrió los brazos y Abraham lo estrechó entre los suyos.
—¡Rey del Bósforo! —dijo Abraham—. Sé bienvenido en mi casa.
—¡El judío de Rodas! —dijo Sátiro con el mismo histrionismo—. ¡Ven a visitar mi reino!
Abraham se rio y le pegó un manotazo, un revés contundente como los de su adolescencia en el gimnasio de Alejandría.
—¡Estoy impresionando a mis vecinos, inútil aristócrata!
Sátiro lo abrazó otra vez, y entonces las puertas se cerraron detrás de los últimos infantes de marina de Sátiro, y Apolodoro se quitó el yelmo. Él y Helios cruzaron una mirada. Sátiro se percató.
—¿Problemas? —preguntó.
Helios se encogió de hombros.
—Mis disculpas, capitán.
Apolodoro se encogió de hombros.
—Ha ordenado que yo y mis infantes desembarcáramos. Es tu hipaspista, no mi oficial.
Sátiro sonrió forzadamente.
—Este no es momento ni lugar para eso.
Ambos hombres tuvieron el atino de mostrarse avergonzados.
Sátiro se volvió hacia su antiguo esclavo.
—Helios, por tus pecados, vas a hacerme un mandado. León, una tablilla, si tus escribas pueden prescindir de ella. —León se rio, le cogió una tabla de madera oscura a uno de sus hombres y se la dio con un estilo de hueso, y Sátiro escribió deprisa en la cera endurecida—. Directo a Neiron, y ni una palabra a cualquier otro hombre —dijo, sin dejar de sonreír.
Helios saludó a la manera macedonia y se marchó a la carrera, con la cabeza bien alta y el aspis todavía al hombro.
Sátiro se volvió hacia su anfitrión.
—Abraham, ¿te acuerdas de Apolodoro?
Abraham se rio y abrazó al oficial de infantes de marina.
—Demasiado bien.
Apolodoro también se rio.
—No hay muchos hombres con quienes haya jugado a «dar de comer a la flautista» en público —respondió.
Sátiro hizo caso omiso de este comentario para presentar a Helios.
—Mi hipaspista, Helios, es el hombre que acabo de enviar al puerto.
—Lo recuerdo muy bien —dijo Abraham.
—Yo no —apuntó León—. Aunque lo he visto varias veces contigo. Parece griego.
Sátiro asintió.
—Sí, señor, lo es.
—¿Un antiguo esclavo? —preguntó León.
—¡Ciudadano de Tanais! —proclamó Sátiro.
—¿Cómo se «da de comer a una flautista»? —preguntó una dulce voz.
Sátiro volvió la cabeza. Detrás de Abraham estaba su hermana Miriam. Sátiro la había visto una sola vez en casa de su padre en Alejandría. Sus miradas se cruzaron.
En esta ocasión Miriam no bajó la vista como hiciera cuatro años antes. Su mirada era la más atrevida que Sátiro hubiera visto jamás, con las excepciones de su hermana, Nihmu, la esposa de León y casi todas las mujeres sakje que conocía. Tenía los ojos castaños, de un castaño oscuro con motas doradas en el iris. Sus cabellos eran una profusión de marrones con los mismos reflejos dorados de sus ojos.
Todos los hombres se miraban las sandalias.
Sátiro se rio.
—No has cambiado —dijo.
Abraham carraspeó.
—Mi hermana Miriam —dijo—. Deberíamos entrar.
—Mis disculpas por los soldados —dijo Sátiro—. No he tenido elección. La muchedumbre era… ingente.
—Y los necesitarás en todo momento mientras estés aquí. —Abraham levantó el brazo y señaló—. Mira, tengo torres en mi patio. Arqueros en las torres. Barracones para cincuenta hombres, y siempre tengo contratados un mínimo de treinta a jornada completa. Puedo alimentar a tus hombres. Además —agregó con su característico sentido del humor—, estás pagando.
—¡Qué generoso de mi parte! —reconoció Sátiro. El patio no era muy bonito, ciertamente; pavimentado con gruesos adoquines pero sin estatuas ni jardín. Unos arcos conducían a los almacenes; arcos lo bastante grandes para el paso de carros, así como a la vivienda. Sátiro tardó un poco en darse cuenta de que era más grande que su palacio en Tanais. Entonces se rio y siguió a su anfitrión a través de un arco.
Al otro lado del arco, bien podría haber estado en otro mundo. Entraron en una rosaleda con senderos de mármol blanco y arbolillos; manzanos, al parecer. Todo el jardín olía a jazmín aunque Sátiro no veía una sola flor de jazmín en parte alguna.
La casa era típicamente griega, con una columnata que rodeaba la rosaleda. Pero en las paredes, aunque estaban decoradas con dibujos geométricos y flores en vivos colores, no había dioses, diosas ni bailarinas.
Todo aquello daba que pensar. León hizo una reverencia a Abraham.
—Tengo mucho que hacer, Abraham. ¿Me disculpas?
Y se marchó envuelto en una nube de escribas, lanzando a Sátiro una mirada que este no supo interpretar.
Hicieron pasar a Sátiro a la sala principal de la planta baja, semejante a un andrón con un suelo nuevo de mosaico. Sátiro se rio ante tanto engreimiento; estaba cubierto de restos de comida, mendrugos de pan, huesos y un cráneo de cordero, todo ello representado en el mosaico como si acabara de celebrarse un banquete.
—¡Qué bonito! —dijo.
—Somos judíos —dijo Miriam a sus espaldas—. No empleamos representaciones de personas, en nuestra religión. Pero esto nos pareció inocente… y encantador.
Sátiro asintió. Un esclavo acudió para llevarse su clámide y su espada. Abraham le alcanzó una copa de vino.
—Una vez más, bienvenido a mi casa, hermano.
Sátiro alzó la copa hacia ellos.
—Es un placer ser tu invitado.
Se preguntó por qué Abraham se mostraba tan judío de pronto, pero optó por no mencionarlo. Lo achacó a la presencia de la hermana. Desde luego a él lo afectaba.
—¿«Dar de comer a la flautista»? —preguntó ella.
—Por favor, cambiemos de tema, Miriam —dijo Abraham.
Debía de tener diecinueve años, tal vez veinte. Un poco mayor para seguir soltera. ¿O acaso eso solo era así entre los griegos? De repente Sátiro tuvo ganas de averiguarlo, y dudó que Helios supiera a quién preguntar.
Sátiro sonrió con malicia a su anfitrión.
—Podría explicárselo —dijo.
—Solo si estás dispuesto a buscar otro alojamiento —repuso Abraham.
—¿Debo adivinarlo, entonces? —preguntó Miriam—. Me parece injusto que mi hermano tuviera una educación tan liberal y que a mí siempre se me retenga en casa, preguntándome qué dijo Platón y cómo se da de comer a las flautistas.
Sátiro se dio cuenta de que aquello era un juego; que Miriam sabía perfectamente en qué consistía el dar de comer a la flautista; que estaba avergonzando a su hermano en público y que un astrólogo podría haber marcado aquel día con tinta roja para prevenir humillaciones sociales diversas.
—Tengo grandes cantidades de grano para vender —dijo Sátiro—. Debo ponerme manos a la obra.
Abraham asintió.
—Iba a decirte que te puedes quitar las sandalias.
Hizo una seña a su hermana para que se marchara. No obstante, Sátiro notó que alguien se sentaba en su kline.
—¡Miriam! —exclamó Abraham.
Sátiro volvió la cabeza. Estaba bastante cerca. En realidad, estaba a una distancia perfectamente respetuosa, tanto así que no habría suscitado comentario alguno entre griegos. Pero estaba lo bastante cerca para que viera el modo en que la luz jugaba con su mata de pelo castaño. No pudo evitar sonreír.
—Soy viuda —dijo Miriam, y se encogió de hombros—. No cabe esperar que permanezca escondida. Además, Abraham, soy tu anfitriona. Sátiro, el rey, es una responsabilidad tan mía como tuya. No estamos en casa de nuestro padre.
Sátiro pensó que Abraham parecía a punto de estallar. Alargó el brazo y tocó a su amigo.
—Grano —dijo—. Si mis naves están descargando, no es buen momento para peleas.
Sátiro se volvió hacia Miriam.
—Estoy encantado de volver a verte, Despoina, pero tu hermano y yo tenemos que hablar de negocios, y tus tomaduras de pelo no lo ayudarán a concentrarse en el asunto que nos traemos entre manos. ¿Podéis hacer una tregua mientras yo esté en la casa?
Miriam se ruborizó.
—Mi vida con mi hermano no es asunto de tu incumbencia —dijo.
Abraham se mostró herido.
—¡Miriam!
Sátiro se obligó a sonreír.
—Dado que eres mi anfitriona, seguro que puedo pedirte una copa de vino y un poco de intimidad para tratar cierto asunto.
Miriam se contuvo de demostrar su genio. Lo miró un momento, y sus ojos hicieron amago de sonreír. Se puso de pie y se fue muy ofendida sin decir palabra. Era muy esbelta, observó Sátiro. Sin duda tenía las piernas muy largas. Apartó ese pensamiento. Considerándolo fruto de la abstinencia y de una insuficiente devoción a la Nacida de la Espuma.
Era un pensamiento difícil de apartar ya que la lana transparente de su quitón perfilaba el contorno de sus caderas y su cintura, que la tela sedosa apenas ocultaba. Y Miriam sonreía; no provocativamente sino con la sonrisa de una persona a quien le gusta otra.
—Bien, pues me encargaré de tu vino y comodidad. Y, puestos a hablar con franqueza, ¿quizá luego podamos pasar juntos un rato? Podría tocar para ti, por ejemplo.
Miró a su hermano enarcando una ceja. Abraham cedió enseguida.
—¡Por supuesto! En cuanto hayamos arreglado el destino del mundo, querida. Y, por favor, cena con nosotros. Eres la anfitriona y estamos en Rodas, no en Atenas.
Una vez que el ruido de sus sandalias se perdió en el peristilo, Abraham se dio una palmada en el muslo.
—Si alguna vez abdicas, ven a vivir conmigo y la metes en cintura. Por Jehová, Sátiro, lo has hecho muy bien. —Frunció el ceño—. Desde que murió su marido, no hay manera de controlarla.
Se interrumpió, con el aire de quien ha hablado más de la cuenta.
Sátiro sospechó que había algo más que una chica incontrolable, y le constaba que su hermana Melita no dejaría pasar la palabra «controlar» sin hacer un comentario. Pero tenía grano que vender.
Se encogió de hombros.
—Siempre me ha caído bien, y mi hermana apreciaba su compañía —dijo—. Y habida cuenta de las opiniones de mi hermana sobre mujeres aisladas, tendrá que permitirme que me ponga de su parte.
Abraham sonrió de oreja a oreja como en sus años mozos.
—Ahora es viuda. Y bastante rica. Y a decir verdad, he estado tentado de enviarla con tu hermana para que le enseñara a montar y a tirar. Es demasiado inteligente para desperdiciar el tiempo. Podría dirigir mis almacenes sin mí, y lo digo en serio. —Se encogió de hombros—. Si no fuéramos judíos le compraría un puesto en el templo, y bien podría convertirse en suma sacerdotisa de Artemis o Atenea. Entonces sí tendría una vida propia. —Se encogió de hombros—. Pero es judía. Más judía, me parece, que yo mismo. ¿Hablamos de ese grano? ¿Cuánto tienes?
—No lo sé con toda exactitud —dijo Sátiro—. Más de diez mil mythemnoi, en cualquier caso. ¿Cuánto vale una mythemna de grano en el puerto?
Abraham enarcó una ceja.
—Seis dracmas y pico.
Sátiro sonrió y se le levantó el ánimo, casi como si hubiese obtenido una victoria. Y tal vez fuera así.
—¡Voy a hacer felices a un montón de agricultores!
Abraham asintió.
—Me gustaría comprarlo todo. —Enarcó una ceja—. Si mi crédito tiene validez. No guardo tanto metálico aquí. Esta ciudad puede caer, o pueden requerirle que aporte multas excepcionales para aplacar a Antígono. —Se encogió de hombros—. No voy a regatear. Me quedo tu cargamento entero a seis dracmas y tres óbolos por mythemna, peso ateniense.
—¿Es más segura Alejandría? —preguntó Sátiro. Se encogió de hombros—. De todos modos, me parece estupendo vendértelo a ti.
Abraham negó con la cabeza.
—Ningún lugar es seguro, de modo que repartimos nuestro oro y nuestra plata entre todas nuestras casas.
Sátiro asintió.
—Pues entonces paga a León en Alejandría. Pero cobra tu tarifa por mis barcos y mis hombres; y tengo una lista de cosas que me gustaría comprar aquí.
Abraham se mostró interesado.
—¿Qué quieres que te consiga?
Sátiro hizo una mueca.
—Es una lista muy larga, hermano. Vivo en los confines de la civilización. Especias, metal y mano de obra cualificada. Sobre todo herreros y curtidores. Me gustaría comprar suficientes de ambos oficios para montar una industria. Puedo prometer la libertad y empleo a todo esclavo que compre. Tienen que ser libres en Tanais.
Abraham silbó.
—La mano de obra cualificada es barata de un tiempo a esta parte. Antígono toma muchas ciudades y vende mucha gente a los tratantes de esclavos. Veré qué puedo encontrarte.
—Helios tiene la lista completa —dijo Sátiro. Recordó su promesa al dios—. Me gustaría hacerme con un músico, un profesor de música. Para mí.
—¿Cítara o lira? Muy bien, hazme llegar esa lista. Haré que se la pasen a mi factor. ¿Algo más? —Abraham sonrió—. Me estás haciendo un favor enorme. Me encargaré de que tengas el mejor profesor de música que alguna vez haya ido a la guerra.
Sátiro asintió.
—Bien. —Rio a carcajadas—. He estado temiendo este momento durante todo un mes, y por fin ya ha pasado. Ay, mis agricultores están salvados.
Abraham negó con la cabeza.
—Todavía no hemos terminado. En primer lugar, solo debería quedarme la mitad. Así mantengo la amistad con mis competidores. Además, si entran todas tus naves, estamos hablando de… ¿Cuánto has dicho? ¿Diez mil methymnoi?
Sátiro asintió. Abraham también.
—Cualquier otro año, tan solo ganarías dinero. Este año, puedes montar una matanza. Tú y yo, por supuesto.
Un esclavo entró silenciosamente, le dijo algo a Abraham al oído y se marchó.
—Tenemos visita —dijo Abraham—. Nicanor es el Arconte Basileo de Rodas. ¿Lo conoces?
—Coincidimos brevemente en el consejo de los cincuenta cuando Rodas aprobó prestarme un escuadrón el último año olímpico.
Sátiro se levantó.
Nicanor hijo de Eurípides era un hombre menudo con un apretón de manos un tanto húmedo. Lanzó su clámide a un esclavo.
—¡Has venido con todo tu grano! —dijo en cuanto le sirvieron una copa de vino—. ¡No sabes lo que eso significa para nosotros!
Sátiro sonrió.
—Me prestasteis un escuadrón cuando era un aventurero prácticamente sin un céntimo —dijo.
Nicanor frunció el ceño.
—Sí, sí. Las cosas están realmente mal, pero debo decirte que la boulé acaba de votar quedarse con todo tu grano a cuatro dracmas por mythemna. Hemos aprobado una ley.
Abraham permaneció inmóvil un momento y luego suspiró profundamente.
—Perdón, ¿habéis aprobado una ley para prohibir que Sátiro del Bósforo venda su propio grano?
Nicanor asintió.
—Sí. Nosotros, es decir, la ciudad, vamos a comprarlo todo. A un precio muy razonable: cuatro dracmas por mythemna. No hay nada que temer.
Abraham, atónito, guardó silencio.
Sátiro vio que el suelo se hundía bajo sus pies.
—Salvo que el grano vale mucho más, y lo sabes. Y si haces esto, Nicanor, ningún hombre volverá a traer su grano aquí durante el sitio, si es que realmente os sitian. Nadie. No puedes hacerlo.
—Debemos impedir que cunda el pánico y que se produzca una escalada en el precio del pan —respondió Nicanor—. La seguridad de la ciudad está en juego. Antígono y el inútil de su hijo tienen agentes infiltrados en la ciudad; entre los esclavos, entre las clases bajas. Agitadores. Casi ha habido disturbios en los muelles cuando has llegado.
Abraham soltó otro suspiro.
—Obligasteis a todos los hombres de clase baja de la ciudad a trabajar en las murallas a un precio fijo, sin embargo no fijasteis el precio del pan —dijo—. No se necesitan agitadores forasteros para que surjan problemas cuando haces algo así.
—Si no les gusta trabajar para nosotros, pueden marcharse —repuso Nicanor.
Sátiro se encogió de hombros.
—Os venderé la mitad de mi grano a siete dracmas —dijo—. La otra mitad la venderé al precio que me parezca mejor y a quien yo decida vendérselo, y eso incluye al factor de León en Alejandría. Y si os metéis conmigo, señor, cogeré mis naves de guerra y mi grano y me largaré.
El silencioso esclavo había vuelto a entrar con sigilo y le susurró algo a su amo.
Nicanor se puso de pie para protestar.
—Necesitamos ese grano. En el pasado te hemos beneficiado, joven. Eres, según creo, ciudadano honorario de esta ciudad. Tienes obligaciones…
Pantero apareció en el umbral.
—Nicanor, ¿acaso eres idiota? —bramó en cuanto entró.
—¡Estamos fijando el precio del grano! —dijo Nicanor.
—¡Estás desestabilizando la ciudad! —replicó Pantero.
Sátiro fue mirando a uno y a otro mientras discutían; una discusión prolongada y con antiguos antecedentes, según dedujo. Interesante. Rodas siempre había parecido ser la más unida y poderosa de las ciudades. Pero ahora, con la amenaza de un sitio inminente y el enemigo en sus puertas, las líneas divisorias no solo eran obvias, eran peligrosas.
Mientras los dos políticos discutían, Abraham comentó en voz baja:
—En realidad, aquí todos son oligarcas. No hay un solo partido digno de ser llamado democrático, aunque con cada nueva generación, los estudiantes importan un poco de democracia de Atenas. Pero la gente de Nicanor quiere ostentar un control directo; en realidad, la posesión de todo lo que tenga que ver con la polis. Muy platónico. Por cierto, también quieren limitar el derecho a voto a unos dos mil hombres, los dos mil más ricos. —Abraham tomó un sorbo de vino y soltó una desagradable carcajada—. Son tan idiotas que creen que pueden utilizar la amenaza del sitio para privar a las clases de sus derechos. Todo el mundo sabe perfectamente qué tienen en mente. Y pinta mal. —Se recostó. Nicanor hizo una pausa para tomar aliento y Pantero le hizo callar a gritos. Abraham sonrió—. Si los pulmones son las armas de la oratoria, la atronadora voz de Pantero ganará cada vez. Pantero en realidad no pertenece a un partido. Es marino y militar. Pero entiende de comercio. Y la armada no quiere que los oligarcas hagan algo que ponga en peligro el comercio. La armada necesita remeros libres con interés en remar bien; dicho de otro modo, una clase baja con derecho a voto.
Sátiro removió el vino de su copa.
—Me parece que debería regresar a mi nave —dijo. Sentía el enojo de un hombre que había estado a punto de obtener una victoria importante pero se la habían arrebatado.
Abraham asintió.
—Lo siento. Lo siento mucho. Tenía muchas ganas de verte, pero sí. Reforzarás tu baza si regresas a bordo. —Se encogió de hombros—. También lo lamento por tus agricultores. —Sonrió con amargura—. Y por mi hermana que, si te soy franco, esperaba con ilusión tu visita para que aliviaras el tedio de su vida. Lleva una semana haciendo preparativos.
Sátiro asintió a su vez.
—¿Puedes llamar a mis infantes? Y me gustaría ver a León.
Abraham gruñó.
—León ha tenido la amabilidad de dejarnos juntos para que retomáramos nuestra vieja amistad. Y yo no soy más que un meticuloso extranjero aquí, no puedo intervenir en esta discusión. Pero te garantizo que si Nicanor se sale con la suya, perderás tu grano y sus amigos lo venderán sacando pingües beneficios.
—Siempre tengo la opción de unirme a Antígono —dijo Sátiro.
Abraham le dio un manotazo.
—Eso, ni mentarlo —replicó.
Nicanor dejó de hablar con Pantero.
—No puedes negociar con el consejo, seas o no seas rey.
—Al contrario —dijo Sátiro—. Voy a regresar a mi nave y me marcharé. No negociaré en absoluto; llevas toda la razón.
—¡Habrá disturbios! Lo prohíbo. —Nicanor se subió el quitón al hombro—. Si el populacho ve que todo ese grano se va…
León llegó desde el jardín. Esta vez no lo acompañaban sus escribas.
—Nicanor, ¿has perdido el juicio? —preguntó.
—Os venderé la mitad, tal como he dicho —terció Sátiro—. La mitad, a siete dracmas por mythemna, peso ateniense. El resto, a quien yo decida. Así tendréis grano barato para mantener bajo el precio del pan y los mercaderes pueden sacar un beneficio del resto.
—¿Dices que siete dracmas es barato? ¡El grano debería costar menos de tres dracmas! —Nicanor estaba rojo de ira, y señaló bruscamente a Abraham—. ¡Mercaderes como este judío obtienen ganancias a costa de caballeros!
Pantero se rio.
—Nicanor no es consciente, según parece, de que somos una ciudad llena de mercaderes. Vamos, Nicanor, entra en razón. —Se plantó delante de él—. El grano iba a tres dracmas la mythemna cuando toda la costa de Asia competía para vendernos su grano. Bien, hoy Antígono es el amo de Asia. Si Sátiro no nos hubiese traído grano del Euxino, no tendríamos nada.
—Aun así, eso no es lo que ha votado el consejo, jovencito. Quizá seas rey allí arriba en el Bósforo, pero aquí, en Rodas, solo eres un extranjero. —Nicanor sonrió—. Cuatro dracmas es un precio justo.
Sátiro alargó el brazo y un esclavo de Abraham le pasó el cinto de la espada por encima de la cabeza mientras otro le ponía la clámide sobre los hombros.
—Para mí no. Lo siento, Nicanor. Hay personas para las que tengo responsabilidades; pequeños agricultores, terratenientes, mercaderes. Y no soy, como has dicho, un xenos, un extranjero. Si intentas ponerme trabas a mí, que soy ciudadano, sospecho que serás linchado. —Sátiro le dedicó una calculada sonrisa—. Te lo diré a las claras. Si un hombre me pone la mano encima a mí o a mis infantes, correrá la sangre.
Nicanor frunció el ceño.
—¿Esta es tu gratitud? —Escupió—. ¡Te dimos tu reino, muchacho!
—Traslada mi generosa propuesta al consejo —dijo Sátiro amablemente.
—¡Necesitamos tu grano! —dijo Pantero—. Por más necios que se muestren Nicanor y el consejo, necesitamos ese grano.
—Soy un hijo consciente de sus deberes —respondió Sátiro—. Entiendo que Rodas quiera disponer de un buen suministro de grano a precios bajos. Sé que me ayudasteis a conseguir mi trono, ayuda que se tradujo en un mar despejado de piratas y mejores precios para el grano. Ayuda por la que pagué en plata. Pero olvida eso. Traslada al consejo mi contraoferta. La mitad, cinco mil mythemnoi, a siete dracmas. Y por supuesto, incluso a ese precio me daría mucha vergüenza descubrir que ese grano se hubiera utilizado para rebajar otros precios y obtener beneficios a título privado.
Nicanor negó con la cabeza.
—No me entiendes en absoluto, Señor Sátiro. —Se irguió—. Ningún rey va a darle órdenes al consejo.
—Muy bien. Pero, por favor, presenta a la boulé mi contraoferta. La mitad, a siete. —Sátiro cruzó los brazos—. O nada a ningún precio.
Nicanor estaba enojado e inseguro, y era consciente de que la postura de Sátiro no era un farol.
—Llamaré al portavoz —dijo, y salió majestuosamente de la habitación.
—Presuntuoso de mierda —masculló Pantero. Se volvió hacia Sátiro—. Entenderás que no puedo permitir que abandones el puerto.
Sátiro se quedó estupefacto.
—Pantero, no lo dirás en serio.
—Me temo que sí. —Pantero meneó la cabeza—. Lo siento, señor. Pero nuestra supervivencia depende de tu grano.
—Pues confiemos en que el consejo entre en razón —dijo Sátiro—. Porque de lo contrario habrá un combate dentro del puerto. Y solo saldrán beneficiados Antígono y los piratas. —Miró a León—. Me voy a mi nave.
Le tendió la mano a Pantero, que se la estrechó.
—Debo anteponer el deber a la amistad —dijo Pantero.
—Antepón el sentido común a ambas cosas —terció León.
—Creo que tu pueblo es presa del pánico —dijo Sátiro—. Creo que si todo el mundo respira hondo, todo saldrá bien.
Pantero asintió, recogió su manto y se marchó presurosamente de la habitación.
León levantó una mano.
—Estoy contigo. Permite que me haga traer mis cosas. —León habló con un esclavo y asintió—. Nicanor es tan estúpido como un demócrata ateniense… pero mejor luchador. —Miró a Sátiro—. Te has manejado bastante bien.
Sátiro se rio.
—Eso me parece a mí pero, ¿se avendrán?
León se encogió de hombros.
—Podrías haber sido un poco menos agresivo. Abraham sin duda te dirá que la cuestión es el trato, no quién tiene los huevos más grandes. ¿Verdad, Abraham?
Abraham se sonrojó pero enseguida enarcó una ceja.
—Sí, yo habría sido menos hostil. Pero tienes que regresar al puerto antes de que alguien, incluso Pantero que es amigo, decida impedirte subir a bordo de tus naves. Esto puede ponerse feo. Sobre todo si interviene la muchedumbre. Por cierto, ¿la otra mitad es para mí?
León enarcó una ceja.
—Pensaba que era para mí.
Sátiro asintió.
—Podéis repartiros la mitad a siete dracmas y haremos lotes a ocho dracmas para los demás mercaderes.
—Seis y tres óbolos. ¡Lo acabas de aceptar! —protestó Abraham.
—Las circunstancias han cambiado un poco durante la última hora —dijo Sátiro, y se encogió de hombros—. Muy bien, vosotros dos al precio de hoy en el mercado. Todos los demás a ocho.
Abraham pareció relajarse.
—Perdona. La vida en Rodas ha sido un tanto excitante últimamente. —Meneó la cabeza—. No has cedido terreno, por mí y mi precio. No lo olvidaré.
—¿Y esto lo dice un hombre que solía tener por hobby ser la primera espada en abordar una nave enemiga? —preguntó Sátiro—. Somos hermanos de corazón, Abraham. No tengo tantos amigos como para permitirme forzar un trato con ellos.
Lo abrazó.
—Arriesgar mi vida es más fácil que arriesgar el dinero de mi padre. —Abraham se mesó la barba después del abrazo—. ¿Seis y tres óbolos?
—Sí —dijo Sátiro.
—Corre a tus naves —dijo Abraham—. Si Nicanor transige, regresa. Hemos preparado un buen banquete en tu honor.
León negó con la cabeza.
—Pantero iba a decirnos que en Esmirna y Mileto no hay nadie —dijo—. La flota de Antígono se ha ido. ¿Adónde habrá ido, a Chipre, seguramente?
—¿O sea que no hay riesgo de sitio —preguntó Sátiro— y el precio del grano caerá?
León chasqueó la lengua.
—Rodas será sitiada, amigo mío. Este verano o el que viene. Las murallas y el grano no se desperdiciarán. Pero si Plistias, a saber, el almirante de Antígono, Plistias de Cos, no está aquí, sin duda se ha ido a Chipre en busca de Menelao.
—¿El hermanastro de Tolomeo? —preguntó Sátiro—. ¿Tolomeo ha confiado una flota a su medio hermano?
—De eso se trata precisamente —respondió León—. De confianza. Tolomeo no puede dar la flota a uno de sus macedonios, podrían entregársela a Antígono. O a Demetrio. El Niño Bonito tiene espías por todas partes, y paga buen dinero por una pequeña traición. Es uno de los motivos por los que todos llevamos guardaespaldas.
Sátiro asintió.
—Doy gracias a los dioses por los hombres que mi padre y mi madre me dejaron —dijo.
—Nunca confíes en un macedonio —dijo León—. En cualquier caso, si Plistias está en el mar camino de Chipre, nada se interpone entre nosotros y Dekas. Si zarpamos de inmediato, podemos alcanzarlo en aguas de Quíos o atacarlo mientras navega hacia el sur para reunirse con Antígono.
Sátiro sonrió.
—Tengo veintidós naves.
León asintió.
—Yo solo tengo ocho. Pero si Pantero nos presta una docena, tendremos suficientes.
Abraham negó con la cabeza.
—Puedo deciros lo que dirá Pantero. Tiene que sacar cruceros al mar para proteger nuestro grano y puestos a ser franco, amigos míos, y esto no debería decíroslo, la boulé está negociando con… con Antígono el Tuerto. Rodas no puede permitirse que una nave suya parezca hacer la guerra contra el Tuerto.
La piel oscura de León palideció y acto seguido se puso colorada.
—¿Rodas está traicionando a Tolomeo? —dijo—. ¡Por eso Nicanor cree que puede ponerse tan gallito con Sátiro!
Abraham enarcó una ceja.
—Rodas no es parte del reino del Señor Tolomeo —dijo—. No es una traición. De hecho, el invierno pasado nos advirtieron de que habría que intentarlo.
León se dejó caer en un diván.
—¡Por el Tártaro! —exclamó—. ¡Titanes del mundo inferior! Presenciad la confusión de un anciano. ¿Tolomeo estuvo de acuerdo con esto?
—Tolomeo no tenía elección —dijo Abraham—. No puede imponerse a Rodas, del mismo modo que Antígono, si no es mediante un sitio. La muerte de Demóstrate fue la gota que colmó el vaso. Rodas necesita paz.
León apoyó la cabeza en las manos un momento. Sátiro rara vez había visto tan hundido al hombre que llamaba su tío.
—¿León? —preguntó—. ¿Qué podemos hacer?
—Podemos dar alcance a Dekas —dijo León levantando la cabeza—. Si lo derrotamos, ponemos a Rodas de nuevo en el tablero, allí donde estaba antes de que Demetrio muriera. —A los dioses les dijo—: Tenían una oportunidad; atacar a los piratas ellos mismos y decir a los embajadores del Tuerto que la piratería no era asunto suyo.
Abraham se encogió de hombros.
—Hace dos años, tal vez. Pero Antígono crece y Tolomeo decae. Incluso yo pienso que el Granjero está casi acabado.
León frunció el ceño.
—Muy bien. El rey y yo tenemos mucho que hablar.
Abraham asintió.
—Lo siento.
León se levantó y abrazó a Abraham.
—Yo también. Sabes que amo Rodas casi tanto como Alejandría.
León se volvió hacia Sátiro.
—Te he metido en esto. Si decides coger tus naves y marcharte, lo entenderé.
Sátiro negó con la cabeza.
—No. Me gusta el riesgo. Y los rodios se están comportando… irracionalmente. Antígono quiere su ciudad. No su alianza. O eso tengo entendido.
León se sirvió vino.
—De acuerdo. Así pues, atacamos. ¿Estás listo para zarpar?
—Todo depende de si mis trierarcas han dejado bajar a tierra a los remeros. —Sátiro vio a Helios en el umbral—. ¿Has dado el mensaje? —preguntó.
—Sí, señor —contestó Helios, y saludó. Asintió y se esfumó.
León se levantó trabajosamente.
—La vejez es una maldición. Si zarpamos hoy, esta noche podemos acampar en Tilos y atacarlo por la mañana.
—Voy contigo al puerto —dijo Sátiro, poniéndose la vaina de la espada bajo el brazo.
—Como en los viejos tiempos —dijo León.
—Mejor, espero —respondió Sátiro. La última vez que habían combatido juntos habían perdido de mala manera.
Apolodoro tenía a todos los infantes de marina formados en el patio. Sátiro sonrió a Cármides, tratando de recordar a quién se parecía.
—¿Abraham? —llamó Sátiro. Como por arte de magia, Abraham apareció a su lado.
—Ojalá te pudieras quedar.
—Volveré a venir —dijo Sátiro—. Tengo un navarco que no vale nada en un trirreme grande. ¿Seguro que no te gustaría venir a librar una batalla naval?
Abraham titubeó el tiempo que un músico tarda en tocar tres notas.
—No —dijo finalmente—. Mi lugar está aquí.
Sátiro se decepcionó pero procuró que no se le notara.
—Lo entiendo. Saluda a tu hermana de mi parte, por favor.
—Tienes que enseñarme a hablar con ella.
Abraham le dio un abrazo.
—Habla con ella como si fuese un muchacho —dijo Sátiro—. Y consíguele un preceptor. Un buen preceptor.
—Los demás judíos se escandalizarían si lo hiciera —dijo Abraham, pero se echó a reír—. Tendría que habérseme ocurrido a mí. —Miró en derredor—. ¿Cómo es de grande la nave?
Sátiro trató de disimular su sonrisa.
—Si te diera mi propio penteres, ¿vendrías?
Abraham vaciló.
—Conste que la oferta sigue en pie —dijo Sátiro. Pese a las prisas de la última hora y el profundo desengaño a propósito del grano, fue consciente del gran afecto que sentía por Abraham; el corazón le latía como si estuviera en combate—. ¡Ven conmigo!
Abraham eludió la parte más íntima del abrazo y retrocedió con torpeza.
—No —dijo—. No, mi sitio está aquí.
Y acto seguido Sátiro estuvo al otro lado de la verja, rodeado de sus marines y avanzando a paso ligero.
«¿Qué le ha pasado a mi Abraham?», pensó, y luego enterró ese chasco con las demás decepciones, un hábito que estaba adquiriendo con demasiada facilidad, la rápida compartimentación del enojo, el fracaso social, cualquier cosa que se interpusiera entre él y su siguiente cometido. Se preguntó si los rodios recurrirían a la fuerza o harían alguna otra estupidez para impedirle partir. Ese era el peligro inmediato. Abraham tendría que esperar.
Había gente en las calles, muchos hombres de clase baja, unas cuantas mujeres. Pero solo profirieron algunos vítores y no hicieron nada para entorpecer el paso de Sátiro, de modo que vio el muelle en el tiempo en que un hombre tarda en correr dos estadios. Un hombre veloz.
En el gran embarcadero se encontró con que Abraham le había enviado provisiones; un almacén lleno de vino, aceite y queso. Diocles estaba debajo de una grúa, vigilando la carga de las canastas llenas de tinajas de aceite a bordo de las naves del Bósforo.
—Estaremos listos para zarpar dentro de una hora —dijo—. He recibido tu mensaje. Helios ha corrido como el viento. —Diocles sonrió—. He ordenado que las naves se dirijan al cabo y practiquen con las máquinas en cuanto estén cargadas.
—Eres un príncipe —dijo Sátiro. Volvía a estar a bordo de su nave, y las últimas horas le parecieron un sueño—. Aunque tendrán que permanecer amarradas salvo si todos zarpamos juntos.
—Necesitamos agua —dijo Neiron en cuanto se puso la armadura.
—Esta noche en la playa. En un lugar que conoce León. —Sátiro estaba ensimismado—. Si zarpamos.
—¿Vamos a luchar? —preguntó Neiron.
—Sí —contestó Sátiro—. Tal vez aquí mismo, en el puerto.
—¿Probabilidades? —preguntó Neiron.
—Dos a una. Piratas —contestó Sátiro—. O seis a una contra la armada rodia.
—Yo no combatiré contra Rodas —dijo Neiron—, y Diocles tampoco.
—¿Ni siquiera si pretenden robarnos el grano? —preguntó Sátiro.
Neiron se sentó pesadamente en el banco del timonel.
—¿Así de mal están las cosas?
—Así de mal. Es como si esos hombres hubieran perdido todo el nervio —dijo Sátiro. Dio un palmetazo contra la baranda—. ¡Mierda! He estado tan cerca de vender nuestro grano y zanjar el asunto…
Neiron lo miró.
—¿Qué pasa? —dijo Sátiro—. ¡Estoy harto de estúpidos, emboscadas y avariciosos! —Se encogió de hombros—. Estoy harto… —comenzó, pero se mordió la lengua. Había estado a punto de decir que estaba harto de ser rey y de estar solo, sin pares ni amigos, solo subordinados, seguidores y críticos.
Neiron apartó la vista, desconcertado.
—Viene alguien —dijo, sonando aliviado—. Alguien importante.
Sátiro miró más allá de su trierarca y vio a Nicanor bajando al puerto con un manto púrpura ondeando a sus espaldas y un séquito de otros doce mantos, cada uno del valor de una nave pequeña. La boulé.
—Ha llegado la hora de dejar de ponerme gallito —dijo Sátiro—. Nada de séquito. Helios, dame el manto que guardas debajo del banco. Toma el mío. Mostrémonos amistosos.
Sátiro se puso un sencillo manto militar de color pardo sobre su mejor quitón, saltó a tierra y se dirigió a grandes zancadas hacia los consejeros, a todas luces solo y desarmado.
Ahí estaban Pantero y Herion, y otro par de hombres a quienes Sátiro recordaba de anteriores visitas a Rodas.
Antes de que Nicanor tuviera ocasión de hablar, Sátiro levantó la mano derecha como un orador y sonrió forzadamente.
—La juventud a menudo habla acalorada —dijo—, por eso os ruego, caballeros, que perdonéis mi deseo de ser un buen rey para mi pueblo y un mercader listo en estos muelles. Os ofreceré la mitad de mi grano a seis dracmas, no a siete. Cinco mil mythemnoi a seis dracmas lo convertirán en el grano más barato de Rodas. Y tal vez sirvan para resolver todo resentimiento.
Nicanor enarcó una ceja.
—Eres menos adusto y agresivo de lo que esperaba.
Sátiro asintió.
—No busco conflictos aquí. Igual que vosotros, no estoy en guerra abierta contra Antígono, pero sí contra los piratas. Y cualquier división entre nosotros será motivo de regocijo para nuestros enemigos.
Nicanor dirigió un gesto de asentimiento a los demás consejeros como diciendo: «¿Lo veis, acaso no es como os he dicho?» Cruzó los brazos.
—Ya que pareces dispuesto a negociar, tal vez aceptes nuestro precio. Que sigue siendo de cuatro dracmas por tu cargamento entero.
Sátiro no dejó de sonreír. Se sentía como cuando se enfrentaba a un nuevo oponente en un combate de pancracio.
—A ese precio, me marcharé. O lucharé contra vuestra armada en vuestro puerto, causando todo el daño que pueda. Y esto no es una fanfarronada. Será el resultado de que tratéis mi oferta con desdén, con hubris. Mi grano no procede de diez estadios más allá de los Estrechos. Mi grano procede de miles de estadios de distancia y requiere una flota para defenderlo, y a cuatro dracmas mis agricultores pierden dinero. Pierden dinero después de cuatro años de guerra.
Sátiro trató de mirar a los ojos a los demás consejeros, trató de conmoverlos con su sinceridad.
Nicanor metió los pulgares en el cinturón y sonrió.
—No lucharás —sentenció.
Sátiro miró a los demás mercaderes, a los almirantes de la armada, a los aristócratas terratenientes.
—Este hombre está poniendo en peligro vuestro futuro y el mío por una suma de dinero que es vital para mi pequeño reino y que, seamos francos, apenas es nada para vuestra ciudad. Y os digo que lo hace por su propio interés…
Nicanor escupió.
—Saca la armada al mar y apresa a estos bárbaros —le dijo a Pantero.
Sátiro notó que la ira se adueñaba de él; una mezcla de frustración y enojo. Que aquel hombre se opusiera a él sin más motivo que su avaricia y sus ansias de poder… La tentación de partirle el cuello fue tan grande que se puso a temblar, y Nicanor de repente dio un paso atrás.
Pantero negó con la cabeza.
—Nicanor, te suplico… —comenzó, y entonces apareció León, corriendo a lo largo del muelle como un hombre mucho más joven.
—Nicanor —dijo León.
Nicanor estaba demasiado enojado para responder.
—Exijo —comenzó.
—Nicanor, Demetrio está en el mar. Tal vez vaya tras de ti o tras Menelao y Tolomeo. Pero hay una guerra, Nicanor. Y si le haces esto a Sátiro, por todos los dioses te prometo que ningún mercader independiente volverá a poner rumbo a este puerto. Ya has perdido Atenas. ¿Perderías Alejandría y el Euxino también? Y el resto de vosotros, no soy más que un meticuloso acaudalado pero, por los poderosos caballos de Poseidón, ¿acaso Zeus os ha hecho perder el juicio? ¿Creéis que podéis imponer vuestra voluntad de esta manera? No soy un jovenzuelo, Nicanor, te llevo bastantes años, ¡y te digo que estás socavando los cimientos de esta ciudad más concienzudamente que Demetrio y sus trescientas naves!
Los hombres de la boulé se revolvieron incómodos, y el rostro de Nicanor se puso tan rojo que parecía púrpura. Escupió.
—¡Tú también! ¡Tú también nos traicionas en nuestra hora de necesidad!
—¿De qué traición hablas? —León negó con la cabeza—. Nicanor, actúas como Agamenón en la playa, tratando de agarrar la brida de Aquiles. Piensa en el resultado, Agamenón. Y transige.
Nicanor respiraba pesadamente. Sátiro le tendió la mano.
—Cinco dracmas y seis óbolos, y la mitad de mi grano. Me es imposible hacer una oferta mejor. Por favor, señor. Puesto que soy el más joven, pido disculpas por mi intemperancia. No convirtamos esto en algo personal, hagamos lo mejor para nuestra ciudad.
Aquella era la última flecha de su arco, y la tiró bien. Al instante percibió que ahora la boulé estaba de su parte. Y Nicanor no solo sería descortés sino idiota en caso de negarse. Y seguiría obteniendo un beneficio que pintaría una sonrisa en el rostro de Gardan. Lo miró a los ojos y se obligó a sonreír, pestañear y actuar como si él fuese un hombre de menos valía.
Nicanor le estrechó la mano.
—Tienes buenos modales, para ser un rey —dijo. Pero no sonrió, y Sátiro tuvo claro que no eran amigos—. Ordena que descarguen tu grano.
León se plantó al lado de Sátiro.
—Lo acostumbrado es firmar antes el contrato —dijo con una cordial sonrisa—. Y da la casualidad de que tengo a un escriba aquí mismo.
Nicanor se encogió de hombros.
—Menudo hatajo de verduleras sois los extranjeros —dijo—. Pantero puede firmar en nombre de Rodas. Tengo amigos que atender.
Asintió, la mínima cortesía que no fuera una ofensa directa, y se marchó haciendo ondear su magnífico manto. Sátiro reparó en que media docena de representantes de la boulé se fueron con él.
La media docena más rica.
Pantero le echó un vistazo que distaba poco del puro odio.
—Y ahora figura mi nombre en este contrato. Y esto lo protegerá cuando quiera recortar el presupuesto de la armada. Menudo bellaco.
—Lamentablemente —dijo León con el ceño fruncido—, mi escriba ya ha encabezado el documento poniendo «El señor Nicanor y la boulé» y no tenemos más papiros. De modo que si simplemente firmas «en nombre de la boulé de Rodas», creo que todos —y aquí León sonrió como el león que realmente era— podremos regocijarnos discretamente. Y dejar que nuestros muchachos desembarquen y se vayan de parranda.
Sátiro asintió.
—¿Qué pasa con Dekas? —preguntó.
—Ahora es demasiado tarde. Hemos perdido mucho tiempo regateando. Zarparemos al alba. —León sonrió a Pantero—. Diez naves, y la victoria está garantizada.
Pantero negó con la cabeza.
—No puedo prestar ni una —dijo. Acto seguido sonrió—. Bueno, una sí. La mía.
—Lo tenemos crudo —dijo Sátiro.
León asintió.
—Debemos hacerlo. De lo contrario Rodas se irá a pique.
Sátiro tardó en olvidar la cena de aquella noche en casa de Abraham. Volvieron a recibirlo como si hubiese vuelto a estar un par de años fuera. La cena consistió en pollo númida y atún ateniense, langostas, sutiles especias, sutiles cambios de textura y temperatura, cuencos de hielo tras una sopa que quemaba la lengua y vinos cada vez más exquisitos. Los bailarines, que no eran las bailarinas eróticas al uso sino apuestos jóvenes de ambos sexos que bailaban como los bailarines del templo, y acróbatas que ejecutaban saltos prodigiosos, y un par de hombres con armadura que comenzaron a luchar como si estuvieran en un combate a muerte para luego irse acobardando, siendo los mejores mimos que Sátiro había visto desde su última estancia en Alejandría. Se rio tanto que le saltaron las lágrimas y tuvo que sonarse la nariz, incapaz de salir de su asombro.
Sus ojos se cruzaron con los de Miriam. Ella también se estaba sonando y se echó a reír de nuevo.
—Eres un buen invitado —dijo desde su diván—. Toda anfitriona sueña con complacer a sus invitados en la medida en que tú estás complacido. —Señaló a su mayordomo—. Este es Jacob, un primo mío; fue quien encontró a buena parte de estos hombres y mujeres.
Jacon hizo una reverencia desde donde dirigía el espectáculo.
—Encantado de complacerte —murmuró.
Abraham se recostó junto a Sátiro.
—Los eligió ella misma —dijo—. Se le dan muy bien estas cosas, y lo hizo sin quebrantar nuestras leyes. Jacon ayuda, por supuesto. Nada de lascivia, ni asomo de religión helenística. Yo jamás habría tenido tiempo para ocuparme de esto, y mis cenas tienen fama de ser aburridas.
—Después de esta noche, eso cambiará —dijo Sátiro, y alzó una copa de oro hacia Miriam. Volvió a dirigir la mirada a Abraham. Estaba un poco borracho de vino, y necesitaba tener la cabeza despejada para mandar sus naves por la mañana, pero no pudo seguir mordiéndose la lengua por más tiempo.
—Antes no te preocupaban tanto estas cosas, hermano. Solías asistir a fiestas que jamás de los jamases cabría tachar de aburridas por más que acabaran en un caos.
Abraham asintió.
—Sin duda pensarás que soy un hipócrita, Sátiro, pero la sangre es más espesa que el agua y he hecho una promesa a mi padre: vivir con arreglo a ley durante tres años. No está tan mal, salvo cuando el hombre que amo más que a nadie me ofrece una nave de combate y una espada. —Abraham se recostó—. Dios, cuánto añoro el mar.
Sátiro estaba lo bastante bebido para insistir en su opinión, pero el respeto por los padres era una creencia esencial para Sátiro, tanto más cuanto que no había llegado a conocer a su propio padre, que muchos hombres idolatraban como un héroe, e incluso como un dios.
—Una promesa a tu padre es sagrada —dijo Sátiro cuando se le hubo pasado la tentación de aprovechar el momento.
Abraham lo abrazó.
—Gracias —dijo.
Cuando Abraham se levantó del kline para ir a hablar con Pantero y León, enzarzados en una discusión sobre un combate naval, Sátiro buscó con la mirada a Miriam, con ganas de elogiar sus arreglos, según se dijo a sí mismo. Tal vez con demasiadas ganas de ver sus ojos castaños y constatar una vez más el placer que al parecer le causaba su placer.
Pero su diván estaba vacío. Y no reapareció.
Bebió una copa más de vino, del que derramó una discreta libación para no ofender a nadie. Pasó la copa a sus capitanes y a los de León, y Abraham también bebió, volviendo a ser, por unos instantes, uno de los suyos.