Capítulo 7

Días a vela y a remo, noches bajo lonas en playas desde el cuello del Bósforo hasta la costa de Asia. La segunda noche acamparon bajo las ruinas de Troya y Sátiro fue a ofrecer sacrificios a los espíritus de Aquiles, Patroclo y Héctor. La cuarta noche acamparon bajo las ruinas de Metimna, en Lesbos, y Sátiro bebió vino con el comandante de la guarnición, Filipo Xifos, un viejo amigo de Draco.

—Ese puto catamita te está aguardando en aguas de Quíos —dijo Filipo sin más preámbulo.

Sátiro asintió.

—Gracias por el dato —dijo.

Filipo se rio.

—Draco dice que era un buen hombre, por más que seas un griego afeminado además de un bárbaro —dijo. Filipo había perdido un ojo, igual que su tocayo, y tenía un par de cicatrices que parecían dedos que le cruzaran la cara. Su compañero de diván en la cena era un chico muy guapo con el cuerpo de un atleta olímpico, un descendiente de Safo.

—Soy descendiente de Safo y de Alceo —proclamó orgullosamente.

Después de cantar unos cuantos poemas de su antepasada y de tocar muy bien la lira, el chico fue a sentarse junto a Sátiro en su diván.

—¿Me tomarías como infante de marina? —preguntó—. Quiero ir a la guerra. Aquí no hago más que entrenarme.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Sátiro.

—Cármides —dijo el muchacho.

—¿Qué edad tienes, chaval? —preguntó Sátiro, sintiéndose como si tuviera mil años.

—Dieciocho… dentro de unas semanas.

—Meses —apostilló Filipo—. No será efebo hasta el Festival de Heracles. Y me refiero a mi festival de Heracles, en Pella.

—Sé a cuál te refieres —respondió Sátiro con tolerancia—. ¿Qué opinas de esto, señor? ¿Quieres que se haga a la mar como infante?

El viejo macedonio sonrió con ternura al muchacho.

—Espero que nunca vea el destello de una lanza en la mano roja de un enemigo —dijo—. Pero, por otra parte, tiene muchas ganas de verlo, igual que todos nosotros, ¿eh? —Filipo hizo una mueca—. Tú has visto mucha acción, para ser griego.

Sátiro se encogió de hombros.

—Podría enviarlo con Antígono, pero tiene fama de comer hombres —prosiguió Filipo—. Casandro quizá sea regente de Macedonia, pero me es imposible amarlo. Tolomeo siempre fue mi favorito, pero Egipto está muy lejos.

—¿Me estás pidiendo que enrole al chico? —preguntó Sátiro.

—Deja que lo piense —contestó Filipo.

Por la mañana, el apuesto muchacho estaba en la playa de arena negra de Metimna con un pesado petate y luciendo una buena armadura. Filipo estaba a su lado con una capa medio púrpura, medio parda. Sátiro sonrió ante el uniforme de los Compañeros del Rey Alejandro. Una fanfarronada magnífica. Y verdadera, por lo demás.

—Supongo que alguna vez tendrá que irse, ¿eh? —preguntó Filipo—. Había esperado enviarlo con Draco…

—Está defendiendo Timaea para mí —dijo Sátiro—. ¿Puedes decirme otra vez tu nombre, muchacho?

El joven miró tímidamente al suelo; realmente, demasiado bien educado para ser verdad.

—Me llamo Cármides —dijo.

El chico le recordaba a alguien a Sátiro, pero no sabía a quién. Se volvió hacia Apolodoro.

—Tenemos un nuevo infante de marina —le anunció.

Apolodoro sonrió.

—Un muchacho bien dispuesto, según veo. ¿Sabes lanzar la jabalina, chaval?

Cuando Cármides sonrió se le hicieron hoyuelos en las mejillas.

—Bastante bien —contestó con prudencia.

—¡Bastante bien para lanzarla en las competiciones de los Juegos Olímpicos! —terció Filipo—. Cuida bien de mi chico. He sido su padre en todo menos en linaje.

Sátiro estrechó la mano del anciano.

—Haré lo posible —dijo—. El mar no siempre es amable.

—Veamos si puedo hacer que lo sea un poco más —respondió Filipo—. Demos un paseo por la playa.

En unos pocos minutos de paseo, Filipo expuso las disposiciones de Antígono, Demetrio y el pirata Dekas.

—Dekas tiene sesenta naves —agregó Filipo—, incluidas cuatro mías.

Sátiro torció el semblante.

—No puedo enfrentarme a sesenta naves. Me gustaría. Creo que podría apresarlo, pero el riesgo es demasiado alto y mis mercaderes saldrían malparados.

—Pues aguarda unas semanas. Dekas no puede aguardar para siempre, Antígono lo necesita para expulsar a Tolomeo de Chipre. O para bloquear Rodas. —Filipo meneó la cabeza—. Puedes aguardar aquí. No te cobraré mucho —agregó.

Sátiro asintió.

—Gracias —dijo—, pero no.

—¿Tienes intención de combatir? —preguntó Filipo, y la mirada que dirigió a Cármides, que ya estaba guardando sus cosas debajo de una bancada, fue de lo más elocuente.

—No —contestó Sátiro.

Sátiro zarpó de Metimna dirigiéndose al oeste, no al este para enfilar los Estrechos de Lesbos como tenía planeado. Estando a finales de primavera, ese rumbo era arriesgado, y su siguiente paso aún lo fue más, pues abandonó la seguridad de la costa de Lesbos en Ereso una mañana despejada, cruzando el mar abierto hasta la solitaria isla de Psara, al suroeste, alcanzándola al anochecer. Sus hombres comieron cangrejo y langosta en la playa y bailaron con los isleños que fueron a su encuentro cuando tuvieron claro que no eran asaltantes.

Zarparon encomendándose a Eos, la lujuriosa diosa del amanecer, cuando esta acarició el cielo con sus dedos rosados, y navegaron con rumbo sur todo el día, más de cien estadios de aguas profundas sin avistar una isla ni una gaviota una vez que dejaron a popa las rocosas laderas de Psara. Y luego cayó la noche, y con ella corrieron el mayor riesgo de todos; cuarenta naves surcaban el mar abierto a oscuras con las popas iluminadas como templos en un festival.

Por la mañana el escuadrón de Sátiro se había dispersado sobre cincuenta estadios de mar, pero él siguió adelante, aprovechando el viento fresco de popa que lo llevó hacia el sur hasta que, al salir las estrellas, Míconos apareció entre el mástil y el castillo de proa.

Neiron asintió.

—Buen avistamiento —dijo. Acto seguido sonrió como un chacal egipcio—. Excelente avistamiento. —Pocas cosas hacían sonreír al viejo y amargado Neiron, pero una buena navegación siempre merecía unas risas—. ¿Qué tienes en mente, jovencito?

Sátiro se molestó como siempre que lo llamaban jovencito, pero se encogió de hombros.

—El precio del grano —contestó—. Estos días siempre me ronda el pensamiento. —Dirigió la mirada hacia Míconos—. Tengo diez mil mythemnoi de grano; más, sospecho. Todo el grano de mis granjas, todo el grano de la mayoría de las granjas de meotes del Tanais y todo el excedente de Pantecapea. A cuatro dracmas por mythemna, precio ateniense, cubrimos gastos. Un mal año para los pequeños agricultores. A cinco dracmas y medio, sacamos un pequeño beneficio.

—Yo no soy granjero —dijo Neiron—. ¿Cuánto es un pequeño beneficio?

Leóstenes, el sacerdote de Poseidón, dio un resoplido. Estaba sentado en el banco del timonel, leyendo un rollo. Se levantó.

—¿Ni siquiera te criaste en una granja, viejo? —preguntó.

Neiron sonrió y negó con la cabeza.

—Barcas de pesca y mercantes.

Leóstenes asintió.

—Mi padre se las veía y deseaba para alcanzar su cuota de doscientos mythemnoi anuales. Doscientas medidas o más, y eres ciudadano de pleno derecho. Menos, y si el tasador quiere, puede quitarte el derecho a servir; muchos derechos. Si no satisfaces la cuota, tu hijo no puede entrenarse en el gimnasio.

Leóstenes se volvió hacia el mar, a todas luces recordando algo penoso.

Sátiro nunca se lo había planteado así. Por supuesto, salvo las pocas semanas en que fue un exiliado aterrorizado, nunca le había faltado dinero. Miró al sacerdote.

—¿Alguna vez sucedió?

Leóstenes rio forzadamente.

—Jamás. De vez en cuando teníamos un año de buenas cosechas de grano y aceituna y alcanzábamos la cuota holgadamente, y pagábamos los impuestos y apartábamos dinero para dotes. Un año de cada cinco. El resto, trabajábamos en los campos con los esclavos, espigando cada grano antes de que se lo llevaran los cuervos. En Atenas tienen un nombre especial para los granos de avena sucios.

Se encogió de hombros. Sátiro volvió a mirar a Neiron.

—Así pues, a cinco dracmas, sacamos un pequeño beneficio. Uno de mis agricultores meotes es afortunado si tiene doscientos mythemnoi como el padre de Leóstenes. Pongamos que tiene cuatro esclavos, un caballo, un buey y un arado, seis hijos… Bien, haz el cálculo. Doscientos mythemnoi de grano a cinco dracmas le suponen mil dracmas. Diez minas de plata. La sexta parte de un talento. Parece una cifra respetable hasta que alimentas a tus hijos, a los esclavos y al buey, por no mencionar al caballo.

Neiron asintió.

—Todo barco mercante sabe a qué atenerse, señor.

Sátiro hizo una mueca.

—Cuando miro ahí atrás —señaló los mercantes que los seguían en formación de punta de flecha—, lo único que veo son las esperanzas y temores de mil pequeños agricultores. Si lo pierdo todo en una tormenta, ¿qué ocurre? Un ataque pirata, una mala elección de puerto, precios bajos al llegar…

Leóstenes se mostró interesado. Neiron frunció el ceño.

—Gajes del comercio, Sátiro. Cada cargamento soporta su peso en preocupaciones, o al menos eso decía mi padre.

Sátiro señaló con el mentón la isla de Míconos que ya se perfilaba claramente en el horizonte.

—De modo que no es solo un avistamiento. Es un riesgo superado. Se supone que hemos dado esquinazo a Dekas. Podría luchar contra él. Hades, cuánto me gustaría luchar contra él por más que nos supere en número. Pero este no es mi grano. O al menos la mitad no lo es.

Leóstenes asintió.

—Señor, deberías cruzar el estrecho y visitar al dios en Delos.

La idea atrajo a Sátiro, y le sorprendió no haber pensado en ningún momento en Delos, separado de Míconos por una estrecha franja de agua.

—He tenido la mente demasiado puesta en el mar —dijo—. Encontraré el momento para visitar al dios.

Pasaron la noche en las playas del norte de Míconos, adonde fueron arribando naves hasta el amanecer. Sátiro decretó un día de descanso y los marineros repararon cabos y velas mientras los remeros dormían y los infantes de marina hacían instrucción, ejecutaban danzas de guerra y lanzaban jabalinas hasta dolerles los brazos. El joven Cármides lanzó tan bien que Apolodoro se negó a hacerse responsable del chico.

—Los hombres o bien lo tirarán por la borda o bien se quedarán perdidamente prendados de él —dijo Apolodoro. Negó con la cabeza—. Es demasiado agradable.

Sátiro se rio.

—Sigo sin saber a quién me recuerda —respondió.

Se llevó a Helios y al joven Cármides con él, anduvo playa abajo en busca de Diocles y el Halcón Negro y dispuso que lo llevaran a remo hasta Delos, al otro lado del canal, para visitar el Templo de Apolo, el santuario más sagrado del mundo helénico. Sátiro no lo conocía, nunca había tenido ocasión de verlo. Y mientras conducía a sus naves dando un largo rodeo para frustrar la estrategia naval de Antígono, había tenido, quizás como consecuencia de su encuentro con Amastris y sus consecuencias, la sensación de estar contaminado, de haberse ensuciado.

¿Qué le debía a Amastris?

¿Por qué no se había asegurado de separarse de su hermana en mejores términos?

Los hombres de Diocles remaron con ahínco, tan ansiosos por ver el mercado de Delos, uno de los mejores del mar, como él por visitar el templo.

—Se estarán meando en los quitones —dijo Diocles con una carcajada, mirando la playa.

Sátiro salió de su ensimismamiento y vio la playa de desembarco del gran Templo de Apolo; el hieron del nacimiento de Apolo y su hermana Artemis. Había al menos cien sacerdotes y acólitos en la playa.

Sátiro los miró y negó con la cabeza.

—¿Todo eso es por mí? —preguntó.

Diocles volvió a reír.

—Tienes veinte naves de guerra a pocos estadios de aquí. Este templo ha respaldado a Antígono desde los albores de la guerra… y aquí estás tú.

Glaucón, el amo de Diocles, poseía una de las voces más agradables que Sátiro hubiera oído jamás. Señaló al otro lado del cabo, hacia donde se alzaba el gran templo junto al lago sagrado. Estando tan cerca, apenas era visible.

—Un botín de unos cuantos dracmas —dijo.

Sátiro dio un grito ahogado ante semejante blasfemia.

—¿Acaso somos piratas? —preguntó Sátiro.

Diocles negó con la cabeza.

—No, señor. Nosotros no somos piratas. Ellos, sí.

Sátiro sonrió.

—En mi familia se cuenta la leyenda de que a uno de nuestros ancestros lo trataron bastante mal aquí… aunque según se dice le hicieron una buena profecía.

—Que te engañen los sacerdotes forma parte del peregrinaje —dijo Diocles.

—Un botín de unos cuantos dracmas —insistió Glaucón con un aire ensoñador.

—¡Reacciona! —le dijo Sátiro, aunque riendo—. Olvido que soy un rey y un lobo de mar. Con un poco de esfuerzo, espero vengar amistosamente a mi antepasado.

—Apuesto a que vale mil talentos de plata —dijo Fileo, pero enseguida se tapó la boca.

Sátiro se llevó a Helios y Cármides playa arriba, donde besaron el suelo diligentemente y los sacerdotes los recibieron con entusiasmo.

Sátiro soportó varias horas de atenciones en exceso obsequiosas a cambio de unos breves momentos en la grieta sagrada y de su oportunidad para rendir culto al Señor del Arco de Plata, cosa que hizo, sacrificando un carnero con su propia espada, y otro por Melita en el altar de Artemis para gran regocijo de la suma sacerdotisa. Les dejó parte del botín de los piratas de Timaea, cosa que pareció complacerlos más que su devoción.

De pie junto al lago sagrado, estuvo un rato mirando las aguas negras, pero el dios no le habló. Y en la grieta sagrada oyó murmullos y un chillido, un chillido muy teatral, pero la voz del dios permaneció muda para él.

El lugar en sí mismo era de una dramática belleza, antiguo y con la pátina de mil años de culto, y quizá de dos mil. Y cuando se volvió para marcharse del lago sagrado, donde tenía la impresión de haberse quedado demasiado tiempo, se encontró con que el gerofante lo estaba aguardando.

—Mi señor —dijo a media voz—. ¿Te ha hablado el dios?

Sátiro negó con la cabeza.

—No. La grieta y el lado han guardado silencio por igual. Confieso que mis pensamientos suelen dirigirse a mi antepasado Heracles, y quizás haya descuidado al Señor de la Lira.

Sátiro se encogió de hombros. Lamentó el impulso que lo había llevado allí.

El gerofante negó con la cabeza.

—No has ofendido al Señor Apolo. —Hizo una pausa—. No de un modo concreto.

—¿Pues entonces cómo? —preguntó Sátiro. A los dioses los adoraba pero los sacerdotes a veces lo sacaban de quicio.

El gerofante lo miró con dureza. Curiosamente, eso hizo que a Sátiro le cayera mejor; eran los sacerdotes demasiado obsequiosos lo que lo fastidiaban.

—Soñé contigo, mi señor. Cargas con la impureza de una enorme culpa de sangre. Has matado a muchos hombres; a muchos hombres, mi señor, y sin excusa. Tu linaje es de asesinos hasta la generación de Heracles, alabado sea su nombre. —Los ojos del gerofante lo miraron de hito en hito, sin pestañear—. Debes plantearte una expiación.

—¿Un sacrificio? —preguntó Sátiro. Aun siendo un hombre piadoso, estuvo tentado de preguntar si un donativo generoso limpiaría su supuesta culpa de sangre.

El sacerdote entrecerró los ojos.

—Tienes fama de ser un hombre amante y temeroso de los dioses —dijo—. Te comportas como un sofista ateniense.

Sátiro se avergonzó.

—Ambos hombres pueden habitar un mismo cuerpo —dijo.

El sacerdote asintió.

—Incluso el cuerpo de un sacerdote. Escucha mi sueño, y la palabra de Apolo, y obra en consecuencia o no, porque los dioses otorgan a los hombres libre albedrío para hacer o dejar de hacer, y esperan que los hombres asuman las consecuencias, diría yo. Apolo pide que sacrifiques parte de tu tiempo y que aprendas a tocar la lira. Mi sueño dice que de niño te dedicaste poco a la música. Apolo ordena que aprendas a tocar su instrumento y, mediante este, tal vez veas cosas que todavía no has visto.

Sátiro se quedó atónito ante la sencillez y la sutileza del requerimiento del dios.

—Te doy las gracias, señor sacerdote. Tomaré en consideración la exigencia del dios. Obraré en consecuencia.

En efecto, un levísimo olorcillo a piel de gato húmeda alcanzó su nariz, la primera señal de su dios ancestral en muchos ciclos lunares, y se conmovió. Abrazó al sacerdote, que asintió gentilmente.

—Los maestros acudirán a ti —dijo el sacerdote de súbito.

—¿Un maestro de música? —preguntó Sátiro.

El sacerdote se encogió de hombros.

—Yo… algún daimon se ha manifestado. He hablado sin pensar.

Sátiro se sintió satisfecho. Los dioses habían hablado, su visita no había sido en balde. Culpa de sangre; sí, Sátiro admitió que la muerte de muchas víctimas permanecía justo debajo de la superficie de su mente, aguardando a que él se sumergiera en aguas más profundas. La chica sakje que había matado en su primer combate. Los marineros que una vez ejecutó en una playa para mantener la disciplina. Los muertos de sus batallas. Las mujeres masacradas cuando sus infantes saqueaban una ciudad. Un rey enseguida apilaba un montón de cadáveres.

De vuelta en la playa, Cármides le agradeció con gracia que le hubiera permitido acompañarlo.

—¿Eres piadoso, Cármides? —preguntó Sátiro. Estaba sumergido, viendo a todos sus muertos.

El joven se sonrojó, una habilidad llamativa en un hombre capaz de lanzar la jabalina a medio estadio.

—Creo… creo en los dioses, señor.

Sátiro asintió.

—¿Y tú, Helios?

—Creo más en los dioses siendo hombre libre que cuando era esclavo —dijo Helios—. Los dioses tienen muy poco que ofrecer a un esclavo.

Sátiro volvió la vista hacia popa.

—Helios, ¿sabes tocar la lira?

Helios se mostró incómodo.

—No, señor.

Sátiro miró a Cármides, que se sonrojó y masculló algo.

—Apuesto a que toca la mar de bien —dijo Sátiro a Helios—. Todos los habitantes de la isla de Safo deberían ser músicos.

Cármides negó con la cabeza.

—No, señor. Nunca… Nunca le dediqué el tiempo suficiente. La música es difícil. —Se encogió de hombros—. Pasaba el tiempo corriendo y aprendiendo a luchar.

Sátiro frunció los labios.

—Según parece me he rodeado de no-músicos. Y sin embargo tanto a Terón como a Filocles les encantaba tocar y cantar. Apolo me ordena que aprenda a tocar la lira, caballeros. Cuando haya contratado a un maestro, os invitaré a aprender conmigo.

Ambos muchachos sonrieron complacidos, y eso alegró a Sátiro a su vez.

Sátiro pensó en la música durante toda la travesía a Míconos.

Rumbo sudeste, bajando por la «garganta» entre las Cícladas y las Espóradas. Una noche en una playa sin nombre de un islote ante la costa de Astipalea, comiendo provisiones en torno a pequeñas fogatas, y por la mañana volver a zarpar hacia el oeste de Cos. Esa mañana avistaron dos naves en el horizonte al norte, a sesenta estadios o más.

—Mileto está por la aleta de estribor —dijo Neiron.

—Con casi todas las naves de guerra menores de Antígono, si Filipo de Metimna llevaba razón —respondió Sátiro—. De todos modos, deberíamos estar al sur de Dekas.

—A no ser que esos sean sus exploradores —dijo Neiron.

—No tocaremos tierra hasta que oscurezca —dijo Sátiro, y se fue de nuevo a escrutar el mar. El ocaso los encontró costeando ante un cabo que tendría que haber sido Tilos pero que se veía extrañamente diferente.

—Nos quedamos en el mar —dijo Sátiro—. Enciende las luces de popa y sigue adelante.

De noche, las estrellas comenzaron a desvanecerse en lo alto durante la segunda guardia, y Neiron despertó a Sátiro para que iniciara su turno en los remos de gobierno. En la toldilla había una lámpara de aceite parpadeando, pero el resto era tan negro como la grieta de Apolo.

—Poseidón, no nos abandones —susurró Sátiro al viento.

El viento sopló constante durante toda su guardia y el barco avanzó deprisa, quizá demasiado. Aunque ya tenía que ser el momento de virar al este para pasar entre Simi y Halki, ¿o acaso no?

Sátiro aguardó tanto tiempo que se sintió capaz. Estaba preocupado por las naves que lo seguían, cuyas luces observaba sin cesar, y por el silencio del dios en Delos, y por el enojo de su hermana y, sobre todo, por Amastris. En una guardia nocturna reina la oscuridad, y todas sus responsabilidades le acudían a la mente, el peso de cada relación, el número de muertos en su haber.

Finalmente se apoyó en los remos de gobierno y el Areté viró al este, hacia una noche tan negra como la brea recién derretida. Vio que el Halcón negro de Diocles viraba detrás de él, o, mejor dicho, conocía suficientemente bien el Halcón para saber que era el barco que llevaba a popa. Después de eso contó luces, seis, siete, ocho, y luego la oscuridad pudo más que su vista. Le constaba que algunos de su barcos iban detrás de él. Deseó haber tocado tierra en Cos. Deseó haber desembarcado al menos para cenar y hablar con sus capitanes. Casi todos eran sus mayores y habían navegado por aquellas aguas mucho antes de que él naciera.

Se inclinaba hacia delante, buscando bajíos, atento a cualquier cambio en el ruido del mar. En dos ocasiones pasó los remos a Helios, que estaba acurrucado en cubierta pero despierto porque su señor también lo estaba, y fue a proa para comprobar que sus vigías estuvieran alerta, pero ambas veces los encontró despiertos, escrutando las aguas con ojos de lince e inquietos como solo pueden estarlo los hombres en el mar en una noche oscura.

—Nunca volveré a mantener un escuadrón en el mar durante la noche —dijo Sátiro a Helios. El muchacho estaba sentado con la espalda apoyada en la de Sátiro, compartiendo el calor corporal. El viento húmedo y fresco los enfriaba más que el viento invernal en el Mar de Hierba.

Helios se rio.

—Lo que tú digas, señor —dijo—. ¡Pero no lo jures, que los dioses te oirán!

Sátiro asintió a la oscuridad. ¿Era eso la primera luz gris del alba?

—Lo digo en serio —dijo.

—Sí, claro, señor. Hasta la próxima vez que parezca la mejor decisión —respondió Helios.

Amanecer y lluvia; primero un ligero chubasco y luego un aguacero con viento, de modo que Sátiro ordenó arriar las velas. La visibilidad era de una eslora, tal vez un poco más.

—No oigo rompientes —dijo Neiron al despertar—. Deduzco que seguimos vivos…

Sátiro se puso en cuclillas junto al timonel.

—No cuentes tus dracmas todavía —le dijo—. La bruma matinal es tan densa que no me veo la nariz.

Se oyó un gran estrépito en popa, y gritos, maldiciones; sonaba tan cerca que parecía que viniera de su propio barco.

Sátiro oyó a Diocles gritándole a alguien.

—Alguien ha chocado con el Halcón —dijo Neiron—. Mal asunto.

—Los hombres tienen hambre —dijo Esteságoras a su lado—. Hay que llevarlos a tierra cuanto antes.

—Lo sé —respondió Sátiro. Reflexionó sobre las causas del miedo; a plena luz del día, si estaban donde esperaba, sus hombres estarían tranquilos, respetuosos, con ganas de llegar a puerto. Pero en medio de la bruma del amanecer, la preocupación los angustiaba.

—Deja de ir de aquí para allá —le dijo a Neiron.

Neiron dejó de caminar de un lado a otro de la cubierta de mando.

—Sí, señor.

Sátiro se tumbó en el cobijo que proporcionaba la toldilla, al lado del banco del timonel.

—Despertadme cuando la bruma se disipe y tengamos Rodas a la vista —dijo. Se tapó la cabeza con la clámide y se acostó a solas con sus miedos, fingiendo dormir, atento al primer presagio de desastre.

Pero había sido una noche muy larga y se durmió.

En su sueño, se le apareció Heracles y le puso una mano en el rostro.

—Si tuvieras cuanto deseas —dijo el dios—, no podrías ser considerado un héroe, ¿verdad?

Entonces se encontró en el ágora, el ágora de la Tanais de su infancia. Estaba atestada de hombres y mujeres, sakje, griegos y meotes.

Y allí estaba Ataelo y Filocles, uno al lado del otro.

—No para tener todo —dijo Ataelo, y se encogió de hombros—. Tienes que estar para elegir.

Filocles asintió.

—Cuando llegue el momento —dijo despacio—, sospecho que la elección será obvia. —Sonrió como atribulado, una sonrisa que Sátiro recordaba tan bien que incluso en su sueño lo invadió la emoción—. Confía en el músico, chico.

Entonces, de súbito, había dos caballos en un cercado; un caballo negro y una yegua zaína con una bonita crin.

Estratocles se acercó, luciendo el gorro de fieltro rojo como los que llevaban los tratantes de caballos sakje.

—Te quedes el que te quedes, yo me quedaré el otro —dijo con una mirada lasciva.

—Esta muerde —dijo Ataelo, señalando la yegua zaína.

—Tócale la cabeza y caerás a tierra… —comenzó Estratocles, pero la palabra «tierra» hizo que ocurriera algo en el sueño, y Sátiro se despertó.

—¡El cabo de Rodas! —gritó Neiron desde la proa.

Sátiro sonrió y lo saludó con la mano. Estaba al borde del llanto, de tanto como lo había conmovido el recuerdo de Filocles y Ataelo. Deseó dormirse de nuevo aunque no recordaba lo que había soñado.

El sol estaba en su apogeo cuando doblaron el cabo para dirigirse al puerto de Rodas. Neiron señaló las murallas.

—¿Habéis visto eso? —preguntó.

—Por la lanza de Ares —dijo Esteságoras. Sus marineros estaban por toda la cubierta principal, preparándose para arriar la vela mayor y luego abatir el mástil. Él, como siempre, mantenía los pies bien separados y no salía de su asombro—. ¡Están construyendo una muralla sobre el mar!

Las cuadrillas de obreros trabajaban tan febrilmente que las murallas de Rodas parecían crecer ante sus ojos. En el lado norte del puerto, estaban levantando una torre de pesados sillares con una grúa gigantesca accionada mediante una rueda de transmisión movida por hombres; esclavos, sin duda. Mientras miraban, la grúa levantó un sillar del tamaño del pecho de Sátiro, sostenida con una eslinga de cuero, y lo depositó donde indicó un capataz sentado a horcajadas sobre la muralla en construcción. Obedeciendo sus órdenes, el sillar se asentó, encajando a la perfección con sus hermanos y hermanas.

En el extremo sur de la gran curva del puerto crecía una segunda torre imponente y a sus pies ya habían construido un largo embarcadero de madera, y entre sus postes estaban vertiendo escombros de relleno. Buena parte del embarcadero estaba terminada, de modo que ya había barcos amarrados.

En todo el tiempo que hacía que Sátiro conocía el puerto de Rodas, había estado desguarnecido, pues tácitamente se consideraba que la gran armada de Rodas era el baluarte contra cualquier intento de invasión por mar. La última vez que Sátiro había arribado a aquel puerto se veía el gran Templo de Apolo en medio de la curva de la bahía, junto al templo de Poseidón, y la rosa de bronce dorado que constituía el emblema de la ciudad, centelleando a lo lejos en dirección al ágora. Ahora había una muralla que crecía a lo largo de todo el frente marítimo, salpicada de puertas y torres almenadas.

El lado de tierra tampoco se quedaba corto en cuanto a nuevas fortificaciones. Hacia el sur, Sátiro vio una torre enorme que ya había subido tres pisos. Parecía tener un cuarto de estadio de anchura, la longitud de veinte caballos en fila.

La parte de su mente capaz de calcular el precio de cualquier construcción nueva en Tanais corría como un potro un día de primavera, y Sátiro no daba crédito a la cantidad de dinero que estaba viendo gastar.

—Por el Arco de Plata del Señor Apolo —dijo—. Esa muralla por sí sola vale tanto como toda nuestra ciudad.

Neiron negó con la cabeza.

—Deben de estar cagados de miedo —dijo. Señaló hacia el nuevo malecón—. Ahí hay buenas noticias.

Sátiro no había reparado en los barcos de León agrupados en torno al nuevo embarcadero; estaban construidos siguiendo un patrón casi idéntico al de los cruceros rodios, y habían atracado junto a la marina rodia, de modo que se confundían entre las largas hileras de naves de guerra cuidadosamente ancladas.

—Cuento ciento sesenta buques, con los de León incluidos —agregó Neiron.

—Los nuestros son más pesados —dijo Sátiro.

—No seremos tan rápidos ni maniobrables —señaló Neiron—. Pero si tenemos tiempo de probar esas máquinas nuevas, quizá podamos enseñarles un par de cosas a mis primos.

Se volvió hacia popa para mirar la larga hilera de naves de guerra y mercantes que estaban arribando.

—Mejor será cerrar la punta de flecha —dijo Sátiro, e hizo una seña a Helios, que alzó el aspis dorado de su amo y lo hizo destellar varias veces. Todavía les faltaban seis barcos, pero era lógico que una larga noche en el mar y una mañana brumosa hicieran perder el rumbo a algunas naves. El resto había vuelto a la formación de punta de flecha mientras Sátiro dormía, y ahora los hizo formar en columna para cruzar la bocana del puerto de Rodas.

En tierra los hombres dejaron de trabajar para observarlos. Muchos levantaron los brazos y los vitorearon.

—Sienta bien, ser popular —dijo Sátiro, sin dirigirse a nadie en particular. A lo largo de la cubierta asomaron cabezas; el ritmo perfecto de los remos falló mientras los hombres miraban a la orilla. Los marineros se encaramaron a las barandas para ver mejor y el barco escoró dado que todos estaban en la banda de tierra.

Helios sonrió y miró a Cármides, que se sonrojó.

Neiron miró con el ceño fruncido a todos los presentes en la cubierta de mando.

—Esta es una nave de trabajo —ladró.

Todo el mundo regresó a sus tareas.

El desembarco fue bastante bien, sobre todo porque la barca del práctico que salió a su encuentro los vitoreó y les hizo señas para que en lugar de varar las naves en la playa pedregosa se dirigieran al nuevo embarcadero. Como si quisieran enmendar el momento de descuido, los remeros fueron tan precisos como una cuchilla en la aproximación a las piedras y los maderos. Los remos de la banda de tierra entraron en el casco como si los empujara la mano de un dios, y la nave se arrimó a los postes forrados de cuero como un ave marina al posarse en el agua.

El primer hombre que los recibió en tierra fue Pantero, Gran Almirante de la Armada de Rodas, y el segundo fue León. Sátiro no veía al númida desde hacía más de un año, y su piel morena contrastaba vivamente con su pelo canoso.

Había multitudes, multitudes inquietas, supuso Sátiro, que salían en tropel de las calles laterales hasta el embarcadero principal y los vitoreaban. Pantero iba rodeado por cuarenta infantes de marina rodios, mercenarios en su mayoría y de aspecto temible. León llevaba consigo a ocho de sus hombres, cuatro negros de África y cuatro bárbaros rubios del remoto norte; sin embargo, casaban como hermanos, luciendo idénticas corazas de bronce y yelmos áticos a medida con plumas rojas y blancas. Tal vez fueran los ocho hombres más corpulentos que Sátiro había visto jamás. Abrió la boca para hacer un cumplido pero León se le adelantó. Acto seguido Pantero gritó.

Lo que ambos dijeran quedó ahogado por el barullo de la muchedumbre.

Sátiro se aproximó a ellos aguzando el oído.

—No quiero oír ni una palabra acerca de mi pelo —gritó León, y sonrió. Estrechó la mano de Sátiro y se abrazaron.

—Da un poco de miedo —dijo Sátiro—. ¿Necesitamos llevar tanta escolta?

—Espera a que te ocurra a ti —dijo León. Y se echó a reír—. Pensaba que te referías a mi pelo blanco. ¿Escolta? Sí. Aquí el pueblo no es feliz.

—El pelo blanco no está tan mal —dijo Sátiro.

—Mejor que no tener —agregó Pantero. Lo alto de su cabeza relucía al sol como un yelmo bien pulido.

Sátiro abarcó con un ademán la actividad que se veía en las murallas.

—¿Tan inminente peligro corre Rodas? —preguntó. El gentío se apretujaba en torno a ellos, coreando el nombre de Sátiro.

A sus espaldas, Helios llamó a Apolodoro. Sátiro no pudo menos que reparar en que Helios había desarrollado potentes pulmones.

Pantero negó con la cabeza.

—Este no es lugar —dijo—. Cuando te hayas instalado, iré a verte.

Miró el escuadrón de Sátiro. Las últimas naves acababan de doblar el cabo y a lo lejos se veían los mástiles de otros dos. O al menos Sátiro esperó que fueran suyos. El resto estaba siendo conducido a los atracaderos por oficiales del puerto rodio.

—¿No has tenido contratiempos? —preguntó León.

Sátiro levantó la voz lo justo para que ellos le oyeran.

—Tomé Timaea a los piratas —dijo—. Me llevé quince naves y quemé otras tantas.

Pantero sonrió.

—Sabía que eras un buen aliado —dijo. Miró en derredor, localizó a su filarco y le dijo algo.

—¡Haced sitio! —gritó el filarco—. ¡El Almirante Pantero va a hablar! ¡Atrás, atrás!

Pantero subió a una paca de tela.

—¡Escuchad, ciudadanos! Sátiro, Rey del Bósforo, ha atracado con veinte naves de guerra y cuarenta mercantes cargados de grano del norte. ¡No habrá más escasez de pan! ¡Además ha derrotado a los piratas y tomado una de sus bases! ¡Me encargaré de que estas noticias se anuncien detalladamente en el ágora! ¡y ahora por favor regresad a vuestras tareas!

—¿Y Dekas? —preguntó León mientras Pantero hablaba a la muchedumbre.

—Ni idea. Los últimos datos de inteligencia, cortesía del tirano de Metimna, es que me está aguardando en aguas de Quíos. —Sátiro se encogió de hombros—. Di un rodeo. Tenía que pensar en mis cargamentos de grano.

Miró al gentío. Le pareció que había más esclavos y mujeres que ciudadanos.

—Hiciste bien —dijo León. Pantero bajó de la paca de tela y León le asistió.

—Esto debería bastar, al menos por un tiempo. —León indicó el Areté con un ademán—. Si Dekas sigue en Quíos —dijo en voz baja—, podríamos darle una sorpresa.

—¿Con toda la flota? —Pantero negó con la cabeza—. No me puedo arriesgar tanto. La boulé, la pequeña asamblea, se reúne y debo asistir.

—El Señor Tolomeo…

—Cuéntamelo mañana —interrumpió Pantero—. Señor Sátiro, has hecho bien, muy bien, trayendo tu flota de grano aquí. Os recompensaremos a ti y a tus capitanes como a héroes. Hasta mañana.

Sátiro lo abrazó, y el almirante rodio reunió a sus amigos, infantes y cortesanos y enfiló hacia la calle, cruzando una puerta tan nueva que el enlucido de los ladrillos todavía no estaba seco, aunque los hombres ya estaban haciendo bosquejos con carboncillo.

—Son demasiado cautos —dijo León—. Y Tolomeo es demasiado severo. Me temo que… —Miró en derredor—. Bueno, no todo son malas noticias. Tengo aquí a tu amigo, el joven Abraham.

—¿Su padre le dejó venir? —preguntó Sátiro.

—Su padre le hizo venir —respondió León—. Ben Zion ha trasladado buena parte de su negocio a Rodas durante los dos últimos años. Abraham está aquí para… bueno, para dirigirlo. He alquilado parte de su casa para ti.

Sátiro se rio.

—Me siento más como un rey que como un mercenario —dijo—. ¿No hay palacio? —Echó un vistazo al muro de infantes de León y a los suyos propios. Helios había desembarcado al contingente entero del Areté. Apolodoro le frunció el ceño desde las últimas filas, todavía abrochándose las mentoneras. Detrás de los soldados, la multitud permanecía serena y disciplinada, pero muchos alargaban el brazo para tocarlo. Sátiro lo encontró desconcertante—. ¿Llevamos escolta a todas partes?

León sonrió.

—Has estado alejado de la civilización mucho tiempo, hijo mío —dijo—. Incluso en Alejandría, no voy a lugar alguno sin una docena de espadas. ¿Puedo decir sin ánimo de ofender que te veo… muy adulto?

Sátiro se rio, olvidando la sensación de extrañeza.

—Caray, gracias, tío de mi juventud. —Se detuvo y echó un brazo a los hombros de León—. Tuve un sueño en el que aparecían Filocles y Ataelo —dijo—. Me hizo llorar.

—¿Intentaban decirte algo? —preguntó León.

—Creo que sí —contestó Sátiro. Pero no recordaba el qué—. ¿Nihmu está aquí? —preguntó.

—En Alejandría —respondió León. Su rostro reflejó un pensamiento desagradable.

«Si ahora soy un adulto, tú te sientes viejo», pensó Sátiro.