Capítulo 6

Heraclea. Una de las ciudades más poderosas del mar Euxino, con altas murallas y una población servil de campesinos conquistados por los griegos y convertidos en vasallos, como los ilotas espartanos. Dionisio de Heraclea era su tirano.

La flota de Sátiro fondeó sin pedir permiso; veinte barcos de guerra y cuarenta mercantes cargados de grano cabeceaban en el oleaje de finales de primavera.

—Y nos vamos a la mierda si se levanta tormenta. —Diocles negó con la cabeza—. ¿Por qué no llevamos las naves detrás del malecón?

—En primer lugar, porque Dionisio ya estará suficientemente preocupado —contestó Sátiro—. Y en segundo, porque la ciudad está plagada de espías y no quiero que nuestros marineros hablen.

La llegada de la flota de grano apenas sorprendió a Estratocles, que había aconsejado a Amastris y a su tío que mantuvieran sus propios mercantes y barcos de guerra en casa hasta que arribara.

—Sátiro vendrá raudo como el viento cuando se entere de que Demóstrate ha muerto —había predicho Estratocles, y ahí estaba la flota, haciéndole parecer lo que realmente era: un espía de primera categoría. Las naves llevaban un día entero ancladas ante la bocana del puerto.

Su aparición fuera del malecón —y su inactividad— habían sido motivo suficiente para que Estratocles fuese llamado a la presencia del tirano. El obeso gobernante estaba recostado, como de costumbre, sobre un recio diván reforzado con cuerdas de cuero debajo del colchón para soportar su corpachón. Su sobrina, Amastris, estaba sentada en el borde del kline, como si su belleza de algún modo pudiera contrarrestar la fealdad del tirano. Estratocles había bromeado con Lucio, su capitán, diciendo que le gustaba trabajar para el tirano porque siendo tan gordo le hacía parecer apuesto. Estratocles nunca había sido agraciado con las trazas que convierten en héroes a los hombres, y un corte de espada en el rostro que sufriera años atrás no hizo más que empeorar su aspecto.

Se lo había hecho la madre de Sátiro. Estratocles suspiró. «Qué error había sido asesinarla». No fue idea suya, por supuesto.

—Bien. —Dionisio sabía modular muy bien la voz, como si fuese un actor. No era lo que uno esperaba oír en boca de semejante corpulencia pero, por otra parte, Dionisio de Heraclea nunca era como los demás esperaban—. Bien, Estratocles de Atenas. Predijiste esta situación. ¿Y ahora qué?

Estratocles sonrió a su ama y señora. Era sin duda la mujer más bella que había conocido o, al menos, que había conocido bien, y su belleza se le antojaba nueva o, al menos, sutilmente distinta, cada vez que la veía. Amastris poseía una inteligencia notable y la dedicaba en buena parte a cultivar su apariencia.

—Mi señor —dijo Estratocles—, Sátiro necesita que tu flota apoye a la suya. Juntas serán lo bastante fuertes para transportar nuestro grano a través del Jónico hasta Grecia.

—Sátiro suele vender su grano en Rodas —repuso Dionisio.

—En efecto, mi señor. —«Al fin y al cabo, soy famoso como espía»—. Pero este año mi señor puede llevar la voz cantante. Sátiro no puede navegar sin tus barcos y tus infantes de marina. Y tú no quieres vender tu grano en Rodas, me figuro.

Estratocles jugaba a un juego peligroso. Por descontado era su deber, como ateniense, lograr que se transportara a Atenas tanto grano del Euxino como fuera posible. El exceso de oferta era bueno. La superabundancia significaría precios bajos y exportaciones. Pero no podía forzar el curso de los acontecimientos. Solo manipularlos.

Dionisio se encogió de hombros y le temblaron los carrillos.

—Sabes perfectamente que nosotros vendemos el grano a Atenas —dijo—. Defendiste esa política y me empujaste a apoyar a Antígono. Ahora él tiene todos los barcos de guerra. Sin duda mi flota podrá viajar sin contratiempos.

Estratocles negó con la cabeza.

—Ojalá fuese tan sencillo —comenzó.

—¡No me trates con condescendencia, ateniense! —replicó Dionisio—. En realidad, lo que quieres decir es que Dekas no está en condiciones de controlar a los piratas. O quizá que no quiere controlarlos. De modo que necesitamos que el joven Aquiles de ahí fuera nos ayude a abrirnos paso por los estrechos.

Estratocles asintió.

—Mi señor, eso es exactamente lo que quería decir.

Dionisio asintió, y su gesto se extendió por la grasa de su cuerpo como las ondas que forma una piedra arrojada a una alberca.

—Pues bien, si esta es la situación, ¿dónde está el joven Sátiro?

Al oír esta pregunta, Amastris levantó la vista.

—Eso. ¿Dónde está?

Dionisio señaló hacia el malecón.

—Sus naves llevan ahí toda la noche, pero el chico aún no ha bajado a tierra. Y Néstor dice que unas cuantas naves han zarpado.

Estratocles sintió un escalofrío en la espalda.

—¿Zarpado? —preguntó. Fue hasta el borde de la terraza y escrutó la bahía. Poseía un excelente control de sí mismo, pero eso no impidió que soltara una maldición.

—¿Y bien? —preguntó Dionisio.

Estratocles no necesitó contar los barcos anclados bajo el resplandeciente sol primaveral. Había pecado al prever lo que deseaba ver. Negó con la cabeza.

—Mi señor, Sátiro se ha marchado con sus naves de guerra.

—¿Adónde? —preguntó Amastris. El lamento de su voz no auguraba nada bueno para sus doncellas ni para su espía.

Estratocles negó con la cabeza.

—¿No te ha pedido la flota? —preguntó al tirano.

—Sátiro de Tanais ni siquiera ha bajado a tierra —dijo Néstor desde la puerta.

Novecientos estadios al suroeste, la flota de guerra de Satiro al completo, excepto los dos trirremes que estaban en Olbia, navegaban a remo bajo el último resplandor del sol, con los mástiles abatidos sobre la cubierta. Detrás iban los seis descomunales cargueros de grano de construcción ateniense.

—Bien —dijo Diocles, observando el cielo—, el tiempo nos acompaña. ¿Alguna cosa más?

Sátiro miró a sus capitanes, congregados en la cubierta del Areté: Neiron, Sandakes, Aekes y Gelón de Sicilia.

—Hagamos un sacrificio —dijo Sátiro. Fue a la popa; de tan grande como era, caminar por su buque insignia todavía le daba la impresión de estar cruzando el ágora. Allí se encontraba el altar dedicado a Poseidón, sobre la toldilla que cubría la espalda y la cabeza del timonel. Agarró la cabeza de un cabrito negro y lo miró a los ojos. El animal tenía unos cuernos perfectos y le devolvió la mirada con sus ojos brillantes…

Desenfundó y le rajó el cuello con diestro movimiento, enseguida se apartó para que la sangre manara sin salpicarlo y el sacerdote de Poseidón, Leóstenes, recogió la sangre en un cuenco. Luego el sacerdote utilizó su propio puñal para destripar al animal.

Observó las entrañas con esmero, frotando el hígado con ambas manos. Acercó la nariz y lo olió, cosa que Sátiro jamás había visto hacer a un sacerdote. Acto seguido asintió.

—Victoria —dijo—. Completa, absoluta y tuya, señor.

Sátiro no estaba acostumbrado a oír tan enfáticos dictámenes.

—Ojalá estés en lo cierto —dijo Sátiro.

El sacerdote cortó el hígado del resto del cuerpo y lo alzó, aún chorreando sangre. Se volvió hacia los marineros, remeros e infantes de marina que aguardaban en la cubierta, manteniéndose a una distancia respetuosa. En un barco más viejo no se habrían aproximado tanto puesto que no habría habido cubierta en la que estar de pie, solo una pasarela entre las bancadas de remeros.

—¡Victoria! —gritó el sacerdote.

Los hombres rugieron de entusiasmo y, en otros veinte barcos, las tripulaciones se hicieron eco de su aclamación.

Noche cerrada. El Areté de Sátiro iba en cabeza, con la marea saliendo con fuerza del Euxino y la corriente empujándolos con brío hacia Bizancio, que quedaba a pocos estadios, en la orilla opuesta.

Sátiro y Diocles habían combatido una temporada entera en aquellas aguas. Conocían las mareas, que eran poco notables, así como los Dardanelos, que eran tan traicioneros como los piratas que los infestaban.

—¿Te arrepientes? —preguntó Neiron a Sátiro.

—Bah —respondió Sátiro. No sabía qué pensar del nuevo sacerdote y de su confiado vaticinio de victoria. Le parecía una muestra de hubris[3].

Al cabo de una hora los vigías le dijeron que Timaea estaba a la vista. Trepó al trinquete y escrutó la penumbra y vio luces, aunque podían ser de cualquiera de los pueblos pesqueros, tracios o griegos, o uno de los refugios de piratas que florecían en aquella costa.

¿Realmente era posible que Dekas hubiese dejado veinte naves en Timaea sin siquiera montar guardia? ¿O era una trampa? Tendría que ser una trampa muy minuciosa, habida cuenta de su testarudez.

Sátiro comenzó a tamborilear con los dedos sobre la baranda mientras barajaba las distintas formas en que podía fracasar su arriesgada empresa, pues el riesgo era colosal.

—En Timaea van a enterarse de quién eres —dijo Neiron levantando la voz—. Relájate, señor.

Una hora después iban a remo, avanzando con sigilo a un estadio de las orillas fangosas del estrecho, y resultó obvio para todos los hombres a bordo que el puerto de Timaea estaba abarrotado de naves. Más de veinte barcos, y al menos otros quince varados en la playa. Había mercantes atracados en los embarcaderos, y los que estaban varados descansaban sobre sus panzudos costados.

Sátiro se sopló las manos frías y se apoyó contra la plataforma de combate situada sobre el inmenso espolón del Areté.

—Cuento cuarenta y cuatro naves —dijo el vigía en voz tan baja como pudo.

Neiron chascó la lengua detrás de Sátiro, que silbó quedamente.

Sátiro guardó silencio durante cincuenta angustiantes segundos, durante los cuales vivió y murió de diez maneras diferentes. Tomó una decisión, luego otra y, finalmente, otra más. Luego respiró profundamente.

Sátiro percibió el brillo de los ojos de Neiron en la oscuridad.

—Hazlo —dijo.

La mirada de Neiron le dijo que estaba de acuerdo. Se volvió hacia Helios.

—Enciende el resto de los faroles —dijo—. A mi orden, velocidad de combate.

Se oyó un gruñido procedente de la cubierta de remo. Sátiro se levantó de su posición en la proa y se estiró para paliar el dolor repentino de las piernas; demasiado rato en una misma posición e insuficiente ejercicio durante los últimos tres días. Sonrió para sus adentros. Haría mucho ejercicio durante la hora siguiente.

Retrocedió hasta el pie del palo mayor y bajó a la abarrotada cubierta de remo. Tuvo que encorvarse para moverse, y los baos que soportaban la cubierta principal lo obligaban a agacharse al pasar debajo de ellos. Aun siendo una fresca noche de primavera, en la cubierta superior de remo el ambiente estaba muy cargado y hacía calor. En pleno verano, en combate, resultaría insoportable. Y aquella era la más fresca y ventilada de las tres cubiertas de remo. La cubierta superior estaba iniciando la palada, y los hombres gruñían, maldecían o charlaban, armando bastante ruido, pero no el suficiente para no oír al maestro remero o el compás del ritmo de estrepada.

—Buenas noches, amigos —saludó Sátiro. Caminaba por la pasarela central que discurría entre las bancadas. Un hexarreme como el Areté tenía tres cubiertas de remeros, con dos hombres en cada uno de los ciento setenta remos. Los remeros de la cubierta superior contaban con una especie de balancín con una caja para darles más estabilidad y permitirles hacer mejor palanca al bogar, y para dejar más espacio a los remeros de la cubierta intermedia, los zigitas, y a los talamitas, de la cubierta inferior. Solo la cubierta superior tenía suficiente espacio para disponer de pasarela.

Los remeros de la cubierta inferior completaban sus estrepadas y sus brazos se movían, cientos de hombres echándose hacia delante, deslizándose sobre sus cojines de cuero aceitado para sacar el mayor rendimiento a sus músculos. Estos talamitas eran remeros muy bien entrenados, en plena forma después de surcar las aguas del Euxino. Los hombres de la cubierta superior descansaban con los remos cruzados delante de ellos, de modo que Sátiro apenas veía el final de la cubierta en la casi oscuridad.

Le respondió un murmullo, casi un gruñido.

—Ahí fuera está oscuro —dijo Sátiro, enunciando como un orador profesional. «Para esto te preparan», pensó. «Para que tu voz se haga oír en la asamblea… o en las cubiertas de remo»—. Vamos a atacar a la flota pirata a oscuras —dijo, lenta y cuidadosamente—. Desembarcaremos a nuestros infantes de marina para que tomen la ciudad. Si vencemos, el botín se repartirá entre todos los hombres. ¿Entendido?

Esta vez el gruñido de respuesta fue sonoro, como el de una fiera lista para saltar. Algunos hombres dijeron «¡A por ellos!» y otros simplemente mascullaron «Sea pues».

Un tranita añoso que estaba al lado de Sátiro soltó una carcajada.

—Oímos el augurio —dijo—. ¡Plata en nuestras manos!

Sátiro le dio una palmada en la espalda y subió a la cubierta principal por la empinada escala. Había luz en la popa, habían encendido un triángulo de faroles de aceite, cincuenta lámparas, cuidadosamente preparadas y listas durante la noche, a la espera de aquel momento. En menos de cien latidos, se prendieron faroles semejantes en todas las demás naves, de modo que la pequeña flota de Sátiro parecía resplandecer.

—Ritmo de combate —dijo Neiron al tambor que marcaba la pauta. En un barco tan grande como el Areté, el maestro remero no podía dirigir las estrepadas sirviéndose solo de la voz. Antes de que terminara de halar, el barco pareció toser; una especie de chasquido cuando los sesenta y dos remos de la cubierta superior se separaron de los luchaderos a la vez.

El tambor había guardado silencio mientras navegaban con cautela por el canal, pero ahora resonaban tambores en todos los barcos.

Los remos se deslizaron por las chumaceras y se inclinaron bajo el empuje de toda una tripulación.

Incluso el Areté, con diferencia el buque más grande del escuadrón, dio un salto hacia delante.

Sátiro se dirigió a proa y se asomó sobre el espolón, observando el agua deslizarse, sintiendo la velocidad y la potencia de su nave. Echó un vistazo a la balista, desguarnecida y envuelta en lona pintada. Aún era oscuro para disparar, pero tenía ganas de usarla.

Neiron manejaba los remos de gobierno e hizo entrar al gran barco en primer lugar. La intención original había sido eliminar toda oposición, pero no había un solo barco enemigo guarnecido, y ahora el Areté avanzaba veloz, siendo su casco el de mayor calado y el que más probabilidades tenía de embarrancar. Viraron en dirección a la playa, pasando justo por detrás de los barcos amarrados que formaban largas filas con pesadas lonas echadas con descuido sobre las bancadas de remo.

—Piratas —dijo Sátiro con desdén—. Esos cabrones ni siquiera se molestan en mantener las naves que usan para asaltar a los demás.

Pero en su mente veía hombres ocultos bajo las lonas.

Helios dio un grito ahogado. El muchacho había sido secuestrado por piratas cuando era niño. Si por él fuera, habría matado a todos los piratas del mar. Él, por lo menos, estaba completamente a favor de la campaña que había decidido emprender su amo.

A un estadio de la costa oyeron gritos en la ciudad. Los hombres corrían hacia la playa, chillando de miedo.

—¡Estrepada final! —ordenó el maestro remero desde media eslora. Sátiro no mandaba nada esa noche; o, mejor dicho, estaba al mando de todo. Pero estaba dejando que su hermosa nave participara en su primer combate en manos de otros hombres, aunque ardía en deseos de entrometerse y dar órdenes, embestir un barco vacío por el puro placer de hacerlo…

—¡Preparados! —gritó Neiron desde los remos de gobierno, y todos los infantes y los tripulantes de cubierta se agarraron a algo.

El espolón golpeó uno de los barcos varados, proa contra proa, salvo que el espolón del Areté descollaba sobre la nave menor como un elefante ante un caballo, y la proa del barco pirata varado se aplastó como si estuviera hecha de papel. Entonces el barco mayor tocó tierra, deteniéndose amortiguado por el destrozo causado en armazones y tablas.

Sátiro se levantó, se puso el yelmo en la cabeza y trincó las mentoneras.

—¡Infantes! —gritó, y Draco rugió a sus espaldas, y acto seguido estaban saltando por la borda al buque destrozado y corriendo por su pasarela central, usando el barco pirata como puente entre el descomunal Areté y la playa.

El Empeño de Heracles, un penteres, hizo lo mismo, varándose abarloado a un trirreme varado que utilizó como desembarcadero, pero el resto de la flota se varó sin más, excepto cinco trirremes que permanecieron en la oscuridad, desembarcando infantes de marina en los barcos amarrados.

—¡Los embarcaderos! —gritó Sátiro en cuanto puso un pie en la playa—. ¡Tomad los embarcaderos!

Los infantes de marina habían recibido la consigna de luchar sin cuartel y no estaban siendo demasiado quisquillosos en cuanto a quién mataban. Era un trabajo desagradable, pero así se aplastaba enseguida la primera resistencia, y era preciso tomar los embarcaderos. Eran cruciales para el plan de Sátiro.

El Rey del Bósforo iba en primera línea por la simple razón de que necesitaba tomar los embarcaderos deprisa, y nadie estaba mejor preparado que él para llevar a cabo esa misión. O eso fue al menos lo que Sátiro se dijo a sí mismo. Fue uno de los primeros hombres en llegar a los embarcaderos, y oyó a los suboficiales gritando órdenes a los infantes, que en su mayoría estaban acostumbrados a trabajar en grupos de no más de diez o quince hombres, para que formaran una línea a través de la plaza adoquinada.

Sin embargo, los piratas no tardaron en reaccionar. Los callejones que quedaban al oeste de los embarcaderos de pronto se llenaron de hombres y jabalinas, dardos y flechas que surgían de la oscuridad. Una pesada teja lanzada desde el tejado de un almacén cercano alcanzó el yelmo de Helios.

Entonces, antes de que Sátiro, Draco y Apolodoro tuvieran a los infantes dispuestos, llegó el primer contraataque. Había más de cien hombres, casi todos con lanzas, algunos con hachas, y acometieron a los infantes como si fueran tracios, con gritos de desafío.

Los infantes de marina eran veteranos y casi todos portaban el pequeño aspis macedonio y lanza larga. Todos llevaban buenas armaduras. Armadura que, incluso de noche, les daba seguridad. Solaparon sus aspis, las filas segunda y tercera se pegaron a la del frente, y los piratas fueron recibidos con una descarga cerrada de jabalinas lanzadas a bocajarro. Con pocas armaduras y menos escudos, las jabalinas abatieron a una quinta parte de los enemigos, y el resto huyó.

Sátiro condujo a sus infantes por el laberinto de callejones del oeste de los embarcaderos, siguiendo a los hombres vencidos en el primer contraataque. Algunos de sus hombres se detenían para ejecutar a los heridos, pero Sátiro nada hizo por impedirlo.

Una jabalina surgió de la oscuridad y el astil le golpeó el yelmo. Sátiro tuvo que hincar una rodilla en tierra de tan intenso como fue el dolor.

—¡En el tejado! —gritó Apolodoro a sus espaldas—. ¡Arqueros! ¡A mí!

La incursión por los callejones había perdido empuje cuando llegaron a los pasajes más estrechos y las largas paredes negras de la segunda calle de almacenes, tiendas y residencias. Allí el aire olía a humo y sangre.

Helios se abrió paso y cubrió la cabeza de Sátiro con su aspis.

—¿Señor?

—Dame un momento —gruñó Sátiro. Se desabrochó las mentoneras para quitarse el yelmo, se quitó el bonete y se palpó el cráneo. Sangre; tenía el pelo lleno. Luego volvió a ponérselo todo—. ¡Ay! —dijo.

A su alrededor, los hombres rieron.

Seguían cayendo jabalinas desde los tejados circundantes y no había un solo arquero a la vista.

—O bien tenemos que retroceder y cederles esta calle, o se la arrebatamos —dijo Sátiro.

Apolodoro puso mala cara y Draco gruñó.

Sátiro miró en derredor. En el callejón, y en el cruce que tenía a sus espaldas, había unos cuarenta infantes de marina.

—Arrebatémosela —dijo—. A los tejados. Sin cuartel. Procurad no matar a cautivos y esclavos pero, ante la duda, dadles muerte.

El yelmo tracio de Draco brillaba dorado a la luz de las llamas de los edificios incendiados más al sur.

—¡Escuchad al rey! —dijo—. En un combate casa por casa caen más hombres que en el campo de batalla. Permaneced en vuestra fila y no aflojéis la presión una vez que comencéis.

Sátiro miró primero en derredor, luego callejón abajo y, por último, hacia el humo.

—Antes teníamos un almacén al final de esta calle —dijo Sátiro—. Al otro lado hay una avenida perpendicular. Ningún avance más allá de ese punto.

—Sí, señor. —Draco miró en derredor—. ¿Todo el mundo se ha enterado?

Apolodoro se rio.

—Veo que el taxiarca y el navarco van a dirigir una carga despiadada en plena noche —dijo—. Tal vez el rey debería mantenerse al margen, ¿no?

Draco se rio.

—Buenos tiempos, señor. Mi espada no ha tocado más que madera en tres veranos.

—Por Ares y Heracles —dijo Sátiro—. Estoy aquí.

Estaba asustado y exaltado a la vez.

Los infantes se apretujaron en torno a él con los escudos levantados contra una lluvia de proyectiles, apiñados en las esquinas de dos edificios y aguardando la siguiente descarga de jabalinas que, atentamente, les cayó encima desde delante.

—¡Avanzad! ¡Avanzad! ¡Avanzad! —gritaron los oficiales. Cuando los proyectiles resonaron contra el tejado de escudos, los hombres estaban de pie y corriendo, una fila de seis hombres hacia cada una de la media docena de casas y almacenes del estrecho callejón. No fue una maniobra bien planeada y algunos hombres cayeron o se enredaron con sus armaduras, pero hicieron bastante ruido.

Sátiro iba al frente, Draco corría a su lado, y sus filas se dirigían calle arriba, más allá del punto desde donde les habían lanzado las jabalinas.

Una mujer chilló y una teja enorme se hizo añicos junto al pie de Sátiro. El dolor casi lo hizo caer pero se las arregló para no perder pie. Él y Draco alcanzaron juntos la puerta de la puerta de la casa que habían elegido e irrumpieron en el interior. El patio estaba lleno de gente, faltó poco para que Sátiro partiera en dos a una muchacha. Ella al verlo gritó, y acto seguido el patio entero se puso a gritar.

«El patio de un tratante de esclavos», pensó.

—¡Al suelo y no os mataremos! —rugió. Se abrió paso entre la multitud mientras los esclavos se tiraban al suelo como si cayeran muertos. Sátiro llegó al pie de la escalera de la vivienda principal mientras Draco se llevaba a su fila al almacén. Se oyeron gritos. Chillidos. Los sonidos de la desesperación y la muerte.

De pronto Sátiro pensó que tenía pocos hombres desplegados, eran como el borde de una burbuja que podía estallar en cualquier momento. Por eso necesitaba que los embarcaderos estuvieran despejados, pues sin ellos sus hombres iban a empezar a morir.

En la escalera había un hombre con un hacha. La blandió contra Sátiro, que paró el golpe con el escudo y se resintió en la vieja rotura, pero escudo y brazo resistieron. Entonces Sátiro lo golpeó con el escudo, agarró el filo del hacha, lo empujó y arremetió por debajo del escudo hasta que el hombre cayó muerto.

Una flecha alcanzó su escudo.

—¡Necesito ayuda aquí! —gritó.

No hubo respuesta. Otra flecha alcanzó su yelmo, y esta atravesó el revestimiento de bronce, asomando tres dedos en la cara interna de su aspis.

—Heracles, Hijo de Zeus —rugió Sátiro. Acto seguido pegó el escudo contra la pared que tenía al lado para parar las flechas y corrió escaleras arriba, manteniéndolo delante de él.

Otra flecha más alcanzó el escudo cuando estaba a medio tramo de la escalera, y por fin llegó a lo alto.

Eran tres.

Uno le disparó a bocajarro. El tipo estaba casi detrás de él, pero con la excitación se dejó llevar por la prisa y erró un tiro que podía haber sido mortal, y la flecha se perdió en la noche.

«Dispongo del tiempo que tarde en cargar de nuevo el arco», pensó Sátiro.

Sátiro dio un salto adelante, estampó su escudo contra el hombre más corpulento y dio un potente derechazo con la espada a la vez, contra el otro oponente. Su filo acertó; alto, en algún lugar de la cara o la cabeza, y luego Sátiro enseguida hacia la izquierda, sin dejar de empujar con el escudo a su adversario.

Este blandió su espada por debajo del escudo y Sátiro no pudo hacer nada al respecto puesto que su aspis estaba enredado y su espada, en otra parte. Sus grebas recibieron el golpe y, de repente, la espinilla derecha le estalló de dolor y trastabilló hacia atrás, se apoyó sobre el pie bueno e hincó una rodilla en tierra con el escudo de cara al arquero.

—¡Dejadme tirar! —gritaba el arquero, pero el primer atacante de Sátiro había bloqueado al otro hombre que también estaba gritando; los tres actuaban descoordinados. Sátiro dio un paso atrás, y el hombre que tenía más cerca lo atacó, bloqueando al arquero.

Sátiro dejó que se aproximara y luego lo golpeó con el escudo, apoyando su peso en el hombro, empujó y dio un golpe alto, y sus espadas entrechocaron. El otro hombre retrocedió un paso y Sátiro volvió a acometerlo, otro potente golpe alto, y el hombre se agachó y lo paró, pero su espada, mucho más ligera y barata, ya había tenido bastante, y la hoja se partió y él perdió algunos dedos. Gritó de dolor y cayó de espaldas, procurando mantener su escudo en posición defensiva, empujando con los pies para arrastrarse por el tejado hasta que chocó con el arquero.

Sátiro no les daba respiro para recuperarse sino que daba mandobles a cualquier cosa que estuviera a su alcance, golpes demasiado rápidos para contarlos a oscuras, y de súbito giró sobre sí mismo, preguntándose adónde había ido el tercer hombre.

Estaba arrodillado con la cabeza entre las manos.

—¡Estoy ciego! —aullaba con la descarnada intensidad de una mujer dando a luz. La hoja de Sátiro le había cortado la zona de los ojos y la nariz. Había sangre por todas partes, negro brillante sobre el negro mate de la noche.

Sátiro lo decapitó.

El tejado estaba tranquilo. Las mujeres chillaban en el patio pero el tejado estaba despejado, y gracias a los juegos que ardían en los embarcaderos pudo ver que los grandes mercantes atracaban.

No iban llenos de grano.

Los llenaban dos mil veteranos macedonios que saltaron a los embarcaderos recién asegurados, formaron aproximadamente en su orden habitual de combate y procedieron a tomar la ciudad por asalto.

Eran despiadados, eran concienzudos, y los piratas no tenían nada para ponerse a su altura.

Hubo más lucha, pero Sátiro no participó. El tobillo le ardía, tenía un corte de mal aspecto en la pierna y había que separar la greba estropeada de la herida.

Se marchó del tejado dando traspiés, y su sandalia derecha hacía ruido de succión a cada paso que daba. En el patio los esclavos estaban tendidos bocabajo en medio de tanta sangre que parecía que los hubieran masacrado a todos.

Un hilo de sangre salía del patio hasta la alcantarilla del medio de la calle.

Sus macedonios abarrotaban la calle entre bramidos, oliendo la victoria y una ciudad que saquear. Sátiro tuvo que aplastarse contra una pared para evitar que lo arrollaran, o algo peor, al toparse con un taxeis que avanzaba arrasando con todo por la madeja de callejones hacia el ágora y los edificios públicos de la ciudad. Sátiro vio que Draco salía del almacén. El oficial macedonio esbozó un saludo y se zambulló en el río de falangistas gritando órdenes y desapareció, dejando al Rey del Bósforo sangrando en una relativa paz.

Sátiro se tambaleaba, apoyándose en la pared de un almacén fue renqueando por la calle adoquinada hacia los embarcaderos. Estaba perdiendo sangre pero veía dónde habían caído hombres: un infante de marina con la cara destrozada por un adoquín, otro con una jabalina clavada en la espalda. En la esquina donde habían comenzado la carga, Helios estaba tumbado encima de su aspis. Su yelmo presentaba una profunda hendidura.

Sátiro se agachó y recogió al chico. Incluso con armadura, no pesaba mucho. Helios tosió, escupió y maldijo. Varios pasos después soltó una especie de grito ahogado.

Sátiro lo llevó hasta los embarcaderos, donde los itairoi, los curanderos, estaban reuniendo a los heridos. Eran una innovación reciente, cada nave llevaba uno, y lo cierto es que Sátiro todavía no los distinguía. Tropezó con una bala de tela y cayó con su hipaspista encima de él. Ambos gritaron.

—¡Mi señor! —exclamó un hombre, y de pronto estuvo rodeado de hombres con antorchas.

—Vosotros coged al rey, yo me encargo del hombre que llevaba en brazos —dijo una voz, y entonces Sátiro perdió el conocimiento.

Volvió en sí tendido sobre un par de barriles. Tras un prolongado y doloroso momento de desorientación, se dio cuenta de que estaba en el patio que antaño había sido el del almacén de Abraham ben Zion, tenía un vendaje compresivo en la espinilla, hecho con un trozo de lino superfino, mientras a su alrededor había hombres que gritaban a causa del bisturí o que murmuraban su agradecimiento a los hombres que cuidaban de ellos. El sol del nuevo día iluminaba el patio y el aire apestaba a humo sucio; edificios incendiados, carne chamuscada.

Diocles lo encontró una hora más tarde, cuando el dolor había comenzado a adueñarse de su pierna y su hombro. Ni siquiera sabía por qué le dolía el hombro, y tuvo que declinar el jugo de amapola que mantenía calmados a casi todos los demás heridos.

Helios yacía en los adoquines encima de su capa, inconsciente y con una línea de puntos de sutura a lo largo del brazo de la espada y una magulladura en la cabeza que hacía temer al iatros que tuviera el cráneo roto. Sátiro lo miraba, viendo lo que le había costado su osado, impetuoso y brillante ataque.

—Creo que hemos vencido —dijo Diocles.

Sátiro estaba mareado por la pérdida de sangre y cierta embriaguez.

—Oh sí. Muy gloriosa victoria. ¿Alguna idea sobre las bajas? —Bebió un trago de vino de su odre y sacudió la cabeza—. ¿Bajas aparte de las que veo aquí?

Draco salió de la calle y le cogió el odre.

—Doce en las primeras refriegas, antes de que llegaran refuerzos —dijo. Le chorreaba sangre de debajo del yelmo y tenía el brazo derecho de color marrón rojizo hasta la altura del codo. Bebió un trago largo—. Hacía mucho que no tomaba una ciudad. Los muchachos estarán contentos, desde luego. —Sonrió—. En cuanto el resto de los muchachos ha bajado a tierra, apenas se ha combatido.

—Tampoco hemos tomado muchos prisioneros —señaló Diocles.

Sátiro se encogió de hombros. Los piratas eran unos indeseables. Que algunos de ellos antes hubieran sido sus aliados era… Moira. Apartó ese pensamiento de su mente para aclarar cómo se sentía en realidad. Pues de lo contrario vomitaría y no estaría en condiciones de mandar a los hombres. Ni de ser rey.

Se incorporó, se obligó a dejar de mirar a Helios y asintió.

—Pocas bajas y me figuro que un botín que merece la pena.

Draco asintió.

—Un buen comienzo. Hemos bajado la guardia y los muchachos han pasado tres veranos muy cómodos. Esto les reavivará la sangre.

Sátiro sopesó varias respuestas posibles, había sangre de los suyos por doquier, pero finalmente negó con la cabeza.

—Quiero partir antes de que caiga la noche.

Diocles saludó con el puño y Draco gruñó.

—Es más fácil sacar a un borracho de un burdel que a un soldado de una ciudad recién tomada —dijo—. Los burdeles cuestan dinero.

Sátiro intentó apoyar su peso en la espinilla. Eso hizo que aún le doliera más, cosa que pareció despejarle la cabeza.

—Al anochecer —insistió.

Sátiro dedicó un sacrificio a Apolo a la puesta del sol, y antes de que el ternero estuviera degollado para despiezarlo y asarlo Draco anunció que la ciudad estaba asegurada. Los barcos capturados, los que merecía la pena salvar, los habían remolcado. El resto lo quemaron. La ciudad, salvo los embarcaderos y los almacenes, fue incendiada. Los supervivientes o bien se cargaron a bordo de las naves para venderlos como esclavos o, si eran demasiado viejos para resultar útiles, fueron expulsados a la chora, las granjas de los alrededores de la ciudad, para que hicieran su camino. De todos modos, muchos serían apresados por los tracios que también los venderían como esclavos. Otros morirían de hambre o sucumbirían a las enfermedades, o simplemente los matarían por ser inservibles.

Sátiro endureció su corazón y recordó que se trataba de piratas. Su destino era justo.

Por descontado, sabía perfectamente que en su mayoría formaban parte del séquito de los piratas; esposas, prostitutas, criados y los pequeños artesanos que toda comunidad atraía. Habían elegido ir allí para buscarse la vida. Muchos de ellos eran inocentes y su único crimen era la pobreza.

Cuatro días sin noticias de una flota mercante cada vez más inquieta, anclada delante de Heraclea. Y entonces regresaron las naves de guerra.

Estratocles observó a Sátiro de Tanais navegando costa arriba. Tenía buena vista y era capaz de ver a lo lejos que las naves de guerra de Sátiro habían criado como conejos o se habían encontrado con amigos.

O apresado enemigos. Estratocles meneó la cabeza. El chico era bueno. Estratocles corrió a ver a su ama.

—¿Ha tomado Timaea? —preguntó Dionisio. Estaba bastante sereno para ser un hombre que acababa de enterarse de que un rival potencial poseía la base naval más cercana.

—Solo es una suposición mía, señor —contestó Estratocles—. Seguro que no tardará en venir, ufano de su triunfo, a explicarlo.

Amastris no le veía la gracia.

—¡Podría habérnoslo dicho! —exclamó.

Dionisio observaba la flota, que ya había fondeado.

—Podría —dijo Dionisio despacio—, pero no lo hizo, como tampoco dejó bajar a tierra a sus marineros. No confió en nosotros. ¿Este es el hombre con quien deseas casarte, querida? —le preguntó a Amastris.

Amastris se encogió de hombros.

—Sí. Aunque no estoy nada contenta con este giro en los acontecimientos. ¡Es culpa tuya, tío! Lo has tenido tanto tiempo pendiente que buscará otra esposa y vendrá…

—Silencio —interrumpió Dionisio. Se incorporó en el kline, que protestó—. Deja que piense. Dekas ha perdido su base y un tercio de su flota. Y seguramente su tesoro.

—Ahora no tiene más opción que servir a Antígono —apuntó Estratocles.

—Y Sátiro de Tanais domina la entrada de los Dardanelos —prosiguió Dionisio—. Puede controlar nuestro grano.

—No lo sabremos hasta que oigamos lo que tenga que decir —señaló Amastris—. Hablaré con él.

—Quizá simplemente venga para llevársete —dijo Dionisio—. No me había planteado la posibilidad de que Demóstrate fuera mejor vecino que Sátiro. —Se rio sin regocijo—. Y pensar que fui yo quien le ayudó a comenzar.

Estratocles asintió porque no había tomado en consideración la debilidad de la posición pirata, solo su fortaleza. «Me estoy haciendo viejo», pensó.

—Sátiro, Rey del Bósforo, y su séquito —anunció Néstor.

—¡Podrías habérmelo dicho! —protestó Amastris en cuanto estuvieron a solas. Entendiendo por a solas en compañía de una docena de miembros del séquito, esclavos y Néstor.

Sátiro no llevaba armadura. En invierno se había imaginado desembarcando para ir a verla con su espléndido thorax de escamas y su magnífico yelmo de plata, todo un trofeo en sí mismo. Se había imaginado llegando de una batalla naval reciente.

La toma de Timaea no era algo de lo que quisiera jactarse, como tampoco tenía interés alguno en llevar armadura. Vestía un viejo quitón azul celeste que había sido lavado con tanta frecuencia que lo sentía sobre los hombros como un amigo. Calzaba botas beocias porque siempre se las ponía en el mar. No parecía un rey guerrero, y vio la sencillez de su atuendo reflejada en los ojos de Amastris.

—Tenía que actuar deprisa —dijo Sátiro. Le sorprendió lo normal que sonaba su voz.

—Tenías que tranquilizar a tus aliados, entre los que nos contamos mi tío y yo. Mi tío piensa, incluso ahora, que podrías arremeter contra nosotros, tomar Heraclea y someterla a tu corona de «rey».

Amastris no se mostraba enojada, solo objetiva. Una buena estadista, pensó Sátiro. Seguramente se le daba mucho mejor tratar con embajadores que a él. Su belleza, algo más que su belleza, hizo que le dolieran las entrañas. Sus pechos asomaban un poco cual pálidas frutas. Sátiro recordaba la sensación de acariciarlos.

—Lo siento —dijo Sátiro. Cambió el tono de su voz; ya no era un estadista imparcial—. Amastris, si hubiese desembarcado, ¿cuándo habría partido?

Alargó el brazo para tocarle la mano, pero ella la retiró y le dio la espalda.

—Me toqueteas, y la gente habla. —De repente se puso de pie—. Creo que debes presentarme una disculpa mejor que ese intento de adularme, basado únicamente en la lujuria. —No obstante se acercó a su pecho, pero sus ojos ardían en los suyos. Estaba enojada, tan enojada que le temblaban los hombros—. ¡No confiaste en mí!

—¿Cómo iba a hacerlo? —respondió Sátiro sin detenerse a pensar lo que decía—. Empleas al hombre que asesinó a mi madre.

—Sabes que eso no es verdad —dijo Amastris—. Te reto a demostrarlo. Además, aun suponiendo que estuviera involucrado, solo fue un asunto político. Nada personal.

Sátiro negó con la cabeza.

—Eso es exactamente lo que dijo él, o eso sostiene mi hermana.

—¿Y qué? —repuso Amastris—. No quieres que tenga un consejero tan bueno y concienzudo como Estratocles. Preferirías que fuese una virgen ignorante, lista para el matrimonio. Puedes decirme lo que consideres oportuno, y así al menos fingiré que me alegra que compartas esas perlas de tu sabiduría masculina conmigo. No eres mejor que mi tío, solo eres más agradable a la vista.

Sátiro nunca la había visto así. No estaba seguro de que esta Amastris enojada, indiferente y tendenciosa no le gustara más que la complaciente tentadora del palacio de Tolomeo.

—Muy bien —le dijo—. Hablemos pues como gobernantes, ¿de acuerdo?

—No te pongas condescendiente conmigo —le espetó Amastris.

—No me pongo condescendiente contigo, Amastris. Tan solo te digo la pura verdad sin tratar de adularte. —Se sentó cuidadosamente en un diván—. Mi ataque dependía de la celeridad y el efecto sorpresa. Celeridad para atrapar a las naves de guerra de Dekas cuando aún estaban amarradas en puerto. Efecto sorpresa porque reduce el número de bajas y, tal como presupuse, nos superaban en número de una manera espantosa. Cometí… —Revolvió su copa—. Cometí un error de cálculo garrafal, y solo el favor del divino Heracles…

—Eres de una beatería deprimente —interrumpió Amastris, negando con la cabeza—. El favor del divino Heracles. ¿Te criaste en una ciudad poderosa? ¿O resulta que en realidad eres un pastor de Ática?

Sátiro esbozó una sonrisa, en buena medida el tipo de sonrisa que se dibujaba en su rostro cuando combatía, aunque él no lo supiera.

—Tal vez sea un pastorcillo, bien pensado —dijo—. Sin embargo, necesitaba el efecto sorpresa para tomar Timaea. No me fío de Estratocles. Lamento que lo aprecies, y aún lamento más que confíes en él.

Hizo una pausa para beber un sorbo de vino.

—Te ayudó a conseguir el trono.

—Sospecho que tú lo incitaste a hacerlo, y aún sospecho más que eso coincidía con los intereses de Atenas. —Sátiro se encogió de hombros—. En cualquier caso no se trata de Estratocles, querida. Siempre discutimos acerca de él, y esta vez lo hacemos por nada. Aunque no hubiese estado a tu lado, no habría desembarcado. La mayoría de mis remeros e infantes de marina ya saben demasiado. Si hubiesen bajado a tierra, el rumor habría cruzado el istmo en alas de halcón hasta Timaea.

Amastris se encogió de hombros.

—¿Y? Tal vez tendría que haber cosas más importantes para ti que la vida de un puñado de mercenarios.

Le sonrió, y sus hoyuelos aparecieron como si los hubiese llamado.

—Creía que estábamos hablando como estadistas —señaló Sátiro. No sabía bien qué sentía. Había venido; ¿por qué había venido? León lo aguardaba y él estaba desperdiciando un día.

De pronto, en el tiempo que tarda el corazón en latir dos veces, percibió el cambio, como el momento en que el borde del sol aparecía sobre el mundo.

—Mi señora, tengo que irme a Rodas —anunció.

Por un momento, Amastris se mostró confundida. Sátiro nunca la había visto confundida.

—Lo siento si mi táctica os confundió a ti o a tu tío. No tenía intención de haceros ningún daño. Los estrechos están abiertos para vuestras naves. Tengo que marcharme.

Se inclinó hacia delante para besarle la mejilla pero ella se levantó de un salto de su silla y la puso entre ambos.

—¿Te marchas? ¿Tienes la más remota idea de lo que estás haciendo? Tenemos que hacer planes…

Sátiro negó con la cabeza.

—Planes que podemos hacer en otra ocasión. El viento es favorable y mi tío me está aguardando en Rodas. Estaré de vuelta en cuestión de semanas y entonces podremos hacer planes.

—Afrodita me asista. ¿Me abandonas, Sátiro? ¿No somos amantes? ¿Qué servicio es este?

Volvía a estar enojada, o quizá lo había estado todo el rato.

Sátiro también estaba enojado, aunque apenas comenzaba a ser consciente de ello.

—Quizá si estuviéramos casados me tomaría estas protestas más en serio —dijo—. Tal como están las cosas, somos un par de gobernantes en duelo por el poder. Eso puedo hacerlo en cualquier otra parte, y me requieren en otra parte. Ansío casarme contigo, Amastris, pero mientras tu tío no se avenga, ¿qué sentido tienen estos encuentros? Enojo, recriminaciones…

—Pues vete —dijo Amastris—. Tienes toda la razón. No tienen sentido. Por favor, márchate de inmediato.

Sátiro recogió su clámide de una banqueta. Había hablado más de la cuenta, diciendo lo que no debía decir. Y ahora se arrepentía.

Pero nada podía añadir sin rendirse, y nunca había sido muy proclive a aceptar una rendición.

La miró, esperando comunicarse con la mirada, pero ella salió majestuosamente de la estancia. Oyó el ruido del metal golpeando el yeso.

Sátiro suspiró y se fue. Recogió al silencioso Helios en las cocinas y encontró a su escolta aguardándolo bajo los aleros del palacio. Néstor estaba allí, hablando con Apolodoro.

—Buenas noches, Néstor —saludó Sátiro al aproximarse.

—Señor —dijo Néstor, inclinando la cabeza—. Una victoria memorable.

—Muchos niños y mujeres muertos —dijo Sátiro con cierta amargura.

—Un nido de víboras, si te interesa mi opinión.

—No te la he pedido —replicó Sátiro.

—¿No has tenido un buen día con mi señora? —preguntó Néstor esbozando una sonrisa.

Sátiro negó con la cabeza.

—Me parece que hemos terminado —dijo. Tenía ganas de llorar; tenía la impresión de que decirlo en voz alta le haría hacerlo.

Néstor negó con la cabeza.

—No mientras sigas deseándola —sentenció—. Solo es el veneno de esa hiena ateniense. —Se encogió de hombros—. A lo mejor un día lo mataré para mi rey… y para ti.

Sátiro negó con la cabeza.

—Heraclea nunca me ha sido propicia —dijo. Captó las miradas de su escolta—. Nos requieren en Rodas. Deberíamos zarpar cuanto antes.