Tras quince días de viaje por la estepa, el destacamento de Melita dejó atrás el Mar de Hierba para ascender a las tierras al norte de Tanais, con sus arboledas, escarpados montes y fértiles valles. Aquel territorio era más de su hermano que suyo, pero aún no habían discutido por tales cuestiones. Gobernaban juntos, siendo los señores de dos pueblos distintos que ocupaban la misma tierra.
Thyrsis se aproximó al trote, la funda dorada de su arco emitía destellos al reflejar el sol matutino.
—Jinetes —dijo—. Los exploradores dicen que son más de cincuenta hombres con cien caballos, y que avanzan lentamente por el camino del río.
Melita se preocupó.
—No deberían ser hombres de mi hermano —dijo—. Solo hace tres semanas que partimos y no había… —Dejó la frase sin terminar—. Vigiladlos y estableced contacto —ordenó, señalando río abajo con la fusta de montar.
Scopasis arrimó su caballo al suyo.
—¿Y ahora qué? —preguntó. Melita se encogió de hombros.
—Si me han llegado noticias de incursiones en el este, es probable que a mi hermano también. Cabalguemos.
Estuvo encantada de encontrar a Coeno, aunque no tanto de encontrar a Nicéforo, un hombre cuyo talento admiraba pero cuyas motivaciones seguían suscitando su recelo. Sin embargo, ambos cabalgaban juntos. Los acompañaba una buena tropa de hijos de agricultores montados en ponis y dos docenas de hombres de Nicéforo, armados como jinetes de caballería y montados en caballos de la estepa.
—¡Bienvenido, Coeno hijo de Jenofonte! —saludó Melita a voz en cuello mientras subía a la otra orilla del Tanais a lomos de su mejor caballo de batalla. Aún hacía suficiente frío para que nadar en el río, estando tan al norte, resultara un tanto incómodo y desagradable.
Coeno fue a su encuentro y la abrazó. Sus hombres ya habían acampado y encendido fogatas, de modo que la condujo a una de ellas mientras Scopasis se encargaba de acomodar al resto de su pequeño ejército. Los sakje conocían todos los pastos y prados naturales del curso alto del Tanais. Melita había librado una guerra allí, y Coeno había vivido diez años en la región.
—Pareces contenta —dijo Coeno.
—¿Cómo está mi hijo? —preguntó Melita—. Tu nieto —agregó.
—Feliz y saludable cuando lo vi hace menos de una semana —contestó Coeno—. El vivo retrato de su madre… y de su padre. —Coeno no evitó decirlo, aunque el padre del niño era su hijo Jeno, caído en Gaza. El primer amante de Melita. El recuerdo de Jeno afectaba más a Melita que a Coeno. La miró—. ¿No deberías estar en el lejano oeste, administrando justicia a los clanes?
Melita se encogió de hombros.
—Este invierno no ha habido muchos delitos, Coeno —respondió—. Tengo informes sobre incursiones en el este. Me pareció que debía investigarlo. Y algunos de mis jefes de clan están inquietos, de ahí que se me ocurriera llevármelos a dar un paseo.
—Esa es mi chica —dijo Coeno. Llenó de vino caliente una copa de asta y se la pasó, y Melita inhaló profundamente la fragancia antes de bebérsela de un trago—. Estamos buscando tierras para poblarlas con nuestros veteranos —prosiguió Coeno—, y también tengo cinco informes sobre esas incursiones; todos del pasado otoño.
—Llevo a una superviviente en mi caravana —dijo Melita—. La raptaron hace dos otoños. De modo que las primeras incursiones fueron un año después de la batalla.
Coeno asintió.
—Creo que a mí… Es decir, a nosotros —miró a Nicéforo— nos gustaría hablar con ella.
—¿Qué dicen vuestros informes? —preguntó Melita.
—Que no son sármatas ni masagetas —contestó Coeno.
—Mi víctima dice que son de un pueblo llamado parni. —Melita se encogió de hombros—. El nombre suena sakje, pero es la primera vez que lo oigo.
Coeno puso mala cara.
—Caray, me suena un montón —dijo—. ¿Cuándo he oído ese nombre? —Negó con la cabeza—. Da igual. Llevas contigo todo un pequeño ejército. ¿Has planeado hacer una incursión?
Melita estaba contenta de contar con la compañía de Coeno. Era un hombre sensato y siempre la aconsejaba bien. De niña lo llamaba «tío». Ahora, habida cuenta de que era el padre del padre de su hijo, entre los masagetas tenía el estatus de una especie de padrastro suyo.
—Tal vez —dijo Melita—. Me dirijo al este, a Hircania. Allí es donde mi superviviente dice que pasaban el invierno los parni. A lo mejor los encuentro y podemos parlamentar. Quizá saquee sus carros. Dependerá de lo que tengan que decir. —Melita adoptó un aire meditabundo—. Casi todos mis jefes de clan consideran que debemos ser fuertes y actuar con decisión para evitar que surja… otro Upazan.
Coeno asintió y tomó un sorbo de vino caliente. Los últimos carros sakje habían cruzado el río por el vado y estaban formando un círculo, con los caballos estacados y centinelas apostados.
Coeno había formado a Scopasis y lo observaba con una suerte de orgullo paterno.
—¿Todavía te acuestas con él? —preguntó Coeno. Había un dejo de reproche en su voz, cosa que enojó a Melita pese a ser consciente de que probablemente la estaba juzgando de la misma manera que lo hacía ella misma.
—No —contestó Melita. Coeno asintió.
—Artemis te bendiga, muchacha.
—¿Vendrás al este conmigo, Coeno? —preguntó Melita.
—Temía que me lo preguntaras —dijo Coeno. Hizo una seña a Nicéforo, que estaba tendido con la cabeza apoyada en un aspis, mirando al cielo, concediéndoles privacidad con la desenvoltura de quien ha pasado toda su vida adulta en el campo.
El oficial mercenario se levantó, se arrebujó con su clámide y se aproximó.
—Señora —dijo, inclinando la cabeza ante Melita. Ella lo había vencido en una escaramuza y no estaba segura de que la hubiera perdonado. Pero saltaba a la vista que Coeno lo apreciaba. Estaba dispuesta a tratar con él para contentar a Coeno.
—La señora se dirige al este, en busca de nuestros incursores —dijo Coeno—. Tiene motivos para creer que proceden del este del mar Hircano. Me gustaría ir con ella. ¿Cómo lo ves?
Nicéforo miró primero a Melita y luego colina arriba hacia el fuerte de carros.
—¿Con nuestros muchachos? —preguntó.
Melita asintió.
—Señora, ¿permitirás que mis hombres colonicen estos valles? —preguntó Nicéforo. Melita negó con la cabeza.
—No voy a darte el control absoluto sobre el curso alto del Tanais —dijo—. Por una parte, está bajo los cascos de Thyrsis, Señor del pueblo de Ataelo. Por otra, en buena medida pertenece al reino de mi hermano. —Levantó la mano—. Pero creo que podemos negociar una parcela de tierra tras otra, si así lo deseas. Aquí mismo…
Coeno negó con la cabeza.
—Les gustaría poblar el territorio al noroeste del templo de Artemis.
Eso quedaba a cincuenta estadios río abajo.
—Es buena tierra —dijo Melita—. ¿Qué opina Gardan?
—Todavía no se lo he preguntado, como tampoco a Sátiro —respondió Nicéforo—. Entiendo que es complicado. Algunas de esas granjas fueron incendiadas hace poco. A lo mejor hay supervivientes. Pero es buena tierra, y mis hombres podrían ayudar a defenderla. Para quien corresponda.
—Estamos hablando de un fuerte encima del templo —terció Coeno.
—Deberíamos incluir a Thyrsis en esto —dijo Melita—. Aunque a mí no me parece demasiado descabellado.
Nicéforo le dedicó una sonrisa.
—Gracias, señora —dijo. Miró a Coeno y enarcó una ceja—. ¿Y bien?
—Detesto la idea de dejar a Terón a cargo de todo. —Coeno miró a Melita—. Muchas cosas se fueron al garete después de tu partida. Demóstrate ha muerto.
Melita lo entendió de inmediato.
—¡La flota de grano! —exclamó.
Coeno asintió.
—Tu hermano se ha hecho a la mar con la flota. Va a intentar algo bastante arriesgado. Creo que ninguno de nosotros imaginábamos que ambos correríais peligro este verano.
Melita asintió.
—Lo entiendo, pero tengo que hacer esto. ¿Cuán grande es la amenaza para la flota?
Tenía la mente puesta en los ingresos del grano. El oro que generaba aquel trigo era, de hecho, su impuesto directo sobre los mercaderes que compraban grano a su Pueblo de la Tierra y, en última instancia, lo que le confería poder sobre los clanes. Existía un sentimiento de lealtad, pero el dinero contaba. Perder esos ingresos limitaría su capacidad de negociar con jefes como Kontarus y Saida.
«Todo era muy complicado.»
Todo sería tan simple como respirar si las personas se comportaran como los caballos.
Rio a carcajadas y se dio cuenta de que Scopasis estaba tomando vino con Coeno, como amigos. Por su parte, Nicéforo la observaba como si fuese un animal peligroso.
—No muerdo —le dijo Melita.
Nicéforo levantó ambas manos, rindiéndose en broma.
—Me parece que eso solo son palabras —repuso.
Coeno se rio de algo que había dicho Scopasis y le dio una palmada en la espalda.
—Bueno, creo que tendremos tiempo de sobra para resolverlo —dijo el joven guerrero.
Melita sonrió.
—¿Así pues, vienes?
Coeno asintió.
—Una campaña más —contestó—. Quién sabe; quizá solo se trate de una buena cabalgada de primavera con una satisfactoria negociación al final.
Melita asintió.
—Ojalá sea así.
Nicéforo volvió a arrebujarse.
—Necesitaremos carros, grano y más ponis —señaló—. Está claro que vosotros avanzaréis deprisa.
—Dos o trescientos estadios al día —dijo Coeno, con la vista puesta en las laderas que ascendían hacia el oeste—. No he estado por estos pagos desde hace… veinticinco años. Niceas murió aquí. Y Kineas también. —Coeno señaló al oeste—. A miles de estadios al oeste. Pero despierta recuerdos. La última vez que dormí en este campamento estaba con Niceas, a quien habían herido, y unas cuantas muchachas sármatas. —Coeno meneó la cabeza—. Y juré que construiría un templo dedicado a Artemis si Niceas sobrevivía. —Sonrió con la mirada perdida en el horizonte—. Aquí viví con mi esposa, y aquí fue donde nació Jeno.
Todos guardaron silencio. En la oscuridad, mil caballos pastaban hierba fresca, se tiraban pedos y relinchaban. Más cerca, un mercenario tocaba el aulós[2] y otros dos soldados bailaban mientras un puñado de sakje los miraban sonrientes.
Melita fue consciente de que iban a saltársele las lágrimas, como tantas otras veces en que se mencionaba a su padre.
—¿Quién era Niceas? —preguntó Scopasis.
Coeno extendió su manto en el suelo y lo palmoteó, indicando a la Reina de los Masagetas que se sentara a su lado.
—Poneos cómodos —dijo—, y os contaré un historia. ¿Todos sabéis que Kineas era el padre de la reina? Era un mercenario griego…