A diez días de zarpar, Sátiro estaba reunido con los agricultores de la costa sur para hablar de impuestos.
Eran un caso especial en un reino con más casos especiales que leyes e impuestos uniformes. Todos los demás ciudadanos del Reino del Bósforo (como rezaban las monedas de las que tan orgulloso estaba) eran auténticos ciudadanos de ciudades estado griegas cuya alianza encabezaba él mismo con Pantecapea, Olbia y Tanais, mientras que en el lejano oeste, cerca de la frontera con el Reino de Tracia de Lisímaco, y en el lejano este, cerca de las tierras agrestes de Hircania, su «reino» poseía «ciudadanos» que carecían de intermediario. No tenían una ciudad a la que rendir cuentas o pagar impuestos, no eran buenos lugares donde establecer refugios o tribunales.
Los occidentales eran un caso especial dentro de un caso especial dado que en su mayoría los controlaban, o gobernaban, caciques sakje que debían su lealtad a su hermana Melita. Y el hecho de que el Rey del Bósforo y la Reina del Mar de Hierba fueran hermano y hermana, gemelos en realidad, resultaba conveniente pero no significaba en modo alguno una unión de ambas Coronas, salvo en casos especiales.
Ahora bien, en el este, sus agricultores sindi y meotes que poblaban el curso del río Hispanis no tenían caciques nómadas ni arcontes ni tiranos. Y eran hombres verdaderamente ricos, o lo bastante ricos, con buenas casas de piedra, graneros bien aprovisionados, esclavos, caballos y ganado, propietarios que merecían su consideración. Incluso algo más que su consideración.
Miró a Gardan, que había combatido con su padre en el Vado del Río Dios y reclutado un tagma de arqueros para la campaña que culminó en la Batalla del Río Tanais. Gardan era, a su manera discreta, un hombre importante en su reino. Un hombre que los había salvado a él y a su hermana cuando eran exiliados perseguidos y sin un céntimo.
—Una fortificación en el río Hispanis podría parecerle una provocación a Sinope —dijo Sátiro al grupo. No iban bien vestidos según los cánones griegos. Eran hombres corpulentos con mantos de lana afelpada y quitones hilados en casa. Muchos de ellos llevaban pantalones, igual que los sakje—. Y vuestras granjas no están amenazadas.
—Hace tres veranos, unos asaltantes sármatas quemaron mi casa —dijo Gardan—. Señor, no puedes decirnos que no volverá a suceder.
—Los sármatas occidentales están colonizando nuestras tierras —respondió Sátiro—. En una generación seremos vecinos.
—Los asaltantes vinieron del este. Me lo contó un comerciante cuando el río se abrió. —Scarlad Longshanks era otro veterano de sus campañas. Negó con la cabeza—. Señor, no tenemos una ciudad. Danos un fuerte.
—¿Necesitará soldados esa fortificación? —preguntó Sátiro.
—De poco serviría sin ellos —repuso Gardan—. Señor, pagamos impuestos y luchamos para ti.
Sátiro los escuchó hasta el final porque uno de los trucos de gobernar que ya había aprendido era que escuchar no le costaba nada y a menudo resultaba muy útil para disipar discrepancias. Escuchó, habló sobre el nuevo arado y se lo mostró, y luego se reunió con Coeno y Nicéforo, antiguo enemigo y actual comandante de su infantería.
Coeno meneó la cabeza.
—Sería el colmo para Heraclea y Sinope —dijo—. Ahora ya piensan que queremos tomarlas.
Nicéforo se encogió de hombros.
—Aun siendo así, estaría bien tener un par de buenas guarniciones donde fuésemos bien recibidos y donde los muchachos pudieran tener su propia casa. Alojarlos en casa de los lugareños siempre acarrea problemas.
Sátiro estaba sentado con el mentón apoyado en la mano, rascándose la barba.
—No esperaba reteneros tanto tiempo —admitió. Después de su victoria en el río Tanais aún le quedaban dos mil mercenarios de infantería, en su mayoría veteranos macedonios, y había capturado a Nicéforo y a su infantería griega, también mercenaria; otros dos mil. Había contado con emprender nuevas campañas, al menos en el este, pero el desmoronamiento absoluto de la Confederación Sármata tras la muerte de Upazan lo había dejado sin enemigos externos salvo que decidiera invadir a sus vecinos. Sin enemigos externos y con cinco mil soldados veteranos (12 500 dracmas al día, más los oficiales, primas, alimentación y equipaje). Los utilizaba como infantes de marina, pero en el día a día suponían el segundo gasto más importante del reino, después de la flota.
Coeno enarcó una ceja.
—¿Pero?
Sátiro se enderezó y abrió las palmas de las manos.
—Parecerá una estupidez, pero el mundo entero está en guerra y el coste de la flota y el ejército me parece una buena prevención. Somos lo bastante fuertes para poner freno a cualquier intento que pudiera hacer cualquiera de los jugadores principales. Con las milicias de las ciudades y los masagetas, repeleríamos todo posible ataque.
Coeno sonrió y entrecerró los ojos.
—En realidad, ya lo hemos hecho.
Sátiro asintió.
—Por tanto no soy mejor que los agricultores. Quiero conservar intactos el ejército y la flota por si acaso. Y nos lo podemos permitir. La estabilidad es la clave del futuro. Buenas murallas y un ejército poderoso.
Nicéforo sonrió.
—Caballeros, me alegra que tengáis intención de conservar nuestros empleos. Siendo este el caso, ¿qué os parecería dar granjas a los veteranos? Tenéis tierra para hacerlo. Las partes altas de los valles orientales tienen buena tierra de labranza, o eso me han asegurado, y en buena parte sigue estando vacía.
Sátiro miró a Coeno. Coeno negó con la cabeza.
—Los labriegos macedonios serán buenos agricultores, ¿pero lo serán los granujas tirios? Ni siquiera saben cómo se agarra un arado.
Nicéforo negó con la cabeza.
—Siempre pueden comprar un factor o un par de esclavos que cultiven la tierra.
—No me gustó ese informe sobre la incursión en las tierras altas del Tanais —dijo Coeno.
Sátiro tomó un sorbo de vino.
—A mí tampoco.
Coeno asintió.
—Si me llevara una patrulla, los hippeis de Tanais y algunos de tus hombres con ponis, podríamos reconocer el terreno para ver si cabe fundar asentamientos. Además, quiero regresar y ocuparme de la restauración del templo de Artemis. He dispuesto que unas sacerdotisas de Samos vengan a formar a algunas de nuestras muchachas, y la verdad es que esperaba que financiaras el proyecto.
Sátiro no estaba en posición de negar a su principal consejero y arquitecto de su reino el coste de restaurar un templo pequeño en el río Tanais.
—Por supuesto —dijo.
Coeno sonrió.
—Me parece que tengo tantas ganas de salir de la ciudad como tú.
—Dijiste que vendrías a Pantecapea conmigo —señaló Sátiro.
Coeno negó con la cabeza.
—Señor, te quedas solo. Llévate a Terón. Le gustan las ciudades.
La Niké de Salamis entró en el puerto de Tanais con los remos perfectamente controlados y su timonel la arrimó al muelle del malecón con la experimentada eficiencia de la nave correo más veloz del mar Medio. Su navarco, Sarpax de Alejandría, cruzó hasta la proa antes de que los remeros se hubieran levantado de las bancadas. Avanzaba presuroso por el puerto, y Sátiro lo observó con cierta inquietud desde su ventana de la ciudadela.
—Ahí viene Sarpax —dijo Sátiro a Terón—. Y con prisa —agregó. Helios le estaba abrochando un quitón nuevo, una enorme pieza de lana extrafina pensada para ser llevada debajo de la armadura.
Terón se estaba comiendo una manzana. Se demoró junto a la ventana.
—No pueden ser buenas noticias —dijo—. Nadie corre tanto para decirte algo bueno.
Helios dio un paso atrás.
—Listo —dijo.
Sátiro encogió los hombros y gesticuló con los brazos como si diera mandobles altos.
—Es agradable. Y la tela, maravillosa.
—Sarpax de Alejandría está aquí, señor —anunció Nearco desde el umbral.
—Señor, tu tío León te manda saludos y ruega que te hagas a la mar de inmediato. —Sarpax aceptó una copa de vino pero tenía el rostro colorado por el agotamiento y lo acompañaba un aura de apremio—. Demóstrate lleva casi tres semanas muerto. En Rodas corre el rumor de que lo asesinó Dekas, el antiguo catamita de Manes, como sin duda recordarás.
Terón se mesó la barba.
—¿Dekas se hará con el mando de los piratas?
—Corre la voz de que ya lo ha hecho y de que va a poner su flota al servicio de Antígono. —Sarpax respiró profundamente—. Mi cometido es armarte y hacerte zarpar, y acompañarte hacia el sur. León tendrá su escuadrón en Rodas.
Sátiro sabía que la defección de los piratas del Euxino tendría graves consecuencias sobre el equilibrio de fuerzas navales. Habían sido aliados, aliados poco fiables y de moral peligrosa. Ahora serían enemigos y atacarían a sus transportes.
—Supongo que por eso mantenemos una flota —dijo Sátiro—. ¿Qué viste al cruzar los estrechos?
Sarpax apuró su copa de vino.
—Veinte velas en Timaea. Bizancio estaba vacío. En Rodas dicen que Dekas ha vencido a una fuerza enviada por Lisímaco, y el Rey de Tracia ya ha perdido parte de la flota que transportaba su cosecha de primavera. El Tirano de Heraclea retiene a todas sus naves en puerto.
—Eso significa que Estratocles sabía lo que se avecinaba —dijo Sátiro—. Di a León que tenía previsto hacerme a la mar dentro de cinco días. Con un poco de esfuerzo, puedo zarpar mañana mismo. Terón, tendrás que ir a Pantecapea en representación mía.
Terón hizo una mueca.
—¿Mientras tú juegas a los navarcos? Qué injusto es el mundo.
—A ti no te gusta el mar —dijo Sátiro—. ¿Veinte cascos en Timaea? Eso es un tercio de la flota de Demóstrate. —Se volvió hacia Helios—. Baja corriendo a los muelles y haz que Diocles llame a todos los capitanes. Diles que tengo intención de hacerme a la mar mañana a primera hora. Y diles por qué.
Sarpax dio su copa a un criado.
—Bien, pues me marcho.
Sátiro no disimuló su sorpresa.
—Quédate a pasar la noche. Deja descansar a tus remeros.
—León cree que Antígono intentará atacar Rodas o Egipto —informó Sarpax—. Cada día cuenta. Rodas está llamando a sus cruceros. Tolomeo tiene la mitad de su ejército en Chipre.
Sátiro entrecerró los ojos.
—Eso lo deja en una posición vulnerable. ¿Dónde está la flota? ¿La flota egipcia?
—En Alejandría, o al menos allí estaba hace tres semanas. A estas alturas probablemente se encuentre en aguas chipriotas. —Sarpax se detuvo en el umbral—. Demetrio está en Chipre, luchando contra Tolomeo.
Sátiro cruzó una mirada con Terón.
—Di a León que estaremos en Rodas dentro de diez días.
Neiron llevaba el timón, y Tanais era una mancha en el horizonte septentrional.
La flota entera de Sátiro formaba una larga punta de flecha que avanzaba cubriendo cuarenta mercantes, cuyos tamaños iban de los enormes buques de grano de construcción ateniense, cada uno capaz de transportar varios cientos de toneladas de trigo, a naves menores de mercaderes locales, barcas de pesca sobredimensionadas y antiguos barcos de guerra, así como una decena de balandras. En conjunto representaban dieciséis mil toneladas de grano, es decir, poco más de un tercio de toda la cosecha de otoño de su reino.
—¿Y si el cabrón de Ganimedes decide atacarnos con toda su flota? ¿Sesenta naves? —preguntó Neiron.
Sátiro se encogió de hombros. No pudo evitarlo: sonrió de oreja a oreja.
—¿Qué más da? —preguntó a su vez.
Neiron se encogió de hombros.
—Solo era un comentario. Podríamos haber pedido refuerzos a Atenas. Aún estamos a tiempo de recalar en Heraclea.
Sátiro asintió.
—Me consta que la ruta más sencilla sería detenerse en Sinope y Heraclea, reunir sus barcos de guerra y sus mercantes y conducir lentamente esta gran armada de grano por los estrechos y a través del Jónico hasta Rodas.
Neiron pareció resignarse.
—Pero no lo vamos a hacer —dijo.
—No. —Sátiro se rio—. No lo haremos.
La sonrisa que le cruzaba el semblante le confería un aspecto varios años más joven. Se sentía años más joven. Iba a arriesgar su flota de grano y quizá su vida, pero no pasaba nada. Estaba en el mar. Y el mar era limpio, claro, proceloso y mucho más simple que la tierra firme.