Melita estaba sentada en una banqueta cubierta de pieles, luciendo su mejor coselete de escalas de bronce plateado, sus botas preferidas de cuero de caribú y el abrigo de caribú de su madre encima de la armadura. Pese a ocupar una banqueta, mantenía la espalda muy erguida. Apoyaba la mano derecha en la espada de su madre que, según la tradición masageta, había sido arrebatada a Ciro el Grande como botín, tras una batalla librada en un pasado remoto.
Detrás de ella estaba su guardia, veinte caballeros jóvenes de su propia casa, al mando de su amante, Scopasis, que estaba a su lado como una musculosa estatua.
Delante de ella tenía diez días de trabajo pesado, los hombres y mujeres masagetas que habían traído sus casos para someterlos a su juicio. Era la reunión de primavera de los masagetas en su «ciudad» de terraplenes y murallas provisionales, oculta en el curso alto del río Borístenes, donde casi ningún griego había viajado jamás.
Durante días habían ido llegando mercaderes. Cientos de ellos: espaderos, orfebres, ceramistas y talabarteros procedentes de lugares tan distantes como Atenas y Alejandría, atraídos por la promesa de pingües beneficios y la sensación de aventura. La Tanja de los masagetas era una mezcla de tribunal, ágora y festival religioso, con una feria comercial para mayor entretenimiento. En los terraplenes había veinte mil hombres y mujeres de las tribus con sus grandes manadas encerradas, tribu por tribu, con doscientos mil caballos y el doble de ovejas ocupando cientos de estadios. El ganado vagaba de campamento en campamento, mugiendo ruidosamente y comiendo la hierba que empezaba a brotar, vigilado por niños que prestaban más atención al sacerdote egipcio y a su carreta que a los animales. Los caballos relinchaban unos a otros, los sementales rugían irritados ante el olor de tantos otros sementales desconocidos, y las yeguas retraían los labios para apreciar esos olores llenos de posibilidades. Los guerreros adolescentes de ambos sexos hacían aproximadamente lo mismo que sus caballos.
Melita recordaba las ocasiones en que había acudido a la Tanja con su madre: la adulación de los adultos, las alabanzas por sus logros a los seis años, la maravilla de la feria comercial, los corceles y los bellos ropajes. Pero ante todo recordaba el disgusto de su madre con su pueblo, que tan a menudo se comportaba como idiota, y su fastidio al encargarse de resolver sus fallos con arreglo a la ley. Adulterio, embriaguez, abandono de hijos, robo de caballos, brujería, asesinato… Melita había oído de todo.
«¿Acaso sois niños?», preguntaba con frecuencia su madre a los hombres y mujeres que eran conducidos a su presencia.
Centró la atención en dos hombres de su propia tribu, los Manos Crueles, veteranos de sus campañas de verano de tres años atrás, hombres que habían cabalgado para asaltar a los sármatas durante los dos últimos años. Al impacientarse con un comerciante de grano, lo habían matado, adueñándose de sus mulas y demás bienes.
—¡Había intentado estafarnos! —dijo el más bajo, como si eso lo justificara.
—¡Asesinasteis a un mercader extranjero a sangre fría! —contestó Kairax. Era su señor inmediato y actuaba en nombre de los comerciantes.
—¡No fue a sangre fría! —gritó el más corpulento—. ¡Estaba cabreado!
—¿Acaso sois niños? —espetó Melita. Hizo una breve pausa porque oyó la voz de su madre salir de sus labios—. ¿Os hizo enojar, y por eso lo matasteis?
—Nos estaba timando —volvió a decir el hombre más menudo.
Melita respiró profundamente. Miró a Kairax.
—¿Qué piden los mercaderes?
—Indemnización —dijo Kairax—. Cincuenta caballos por la vida del hombre, veinte más por sus bienes.
—¡Por el Arquero Celestial! —se exclamó el bajito.
—Ese cerdo no valía cincuenta caballos —dijo el más corpulento.
Los ojos de Melita vagaron por el recinto. Tapices, buenos tapices, colgaban a tres lados de ella, parando el viento frío de la primavera, separando sus deliberaciones del bullicio del mercado al otro lado de la barrera, aunque todos los sakje eran bienvenidos y varios cientos se apiñaban alrededor, muchos de ellos a lomos de su caballo.
Su mirada errante se cruzó con la de Scopasis, a quien sonrió; fue una sonrisa automática, pues estaba comenzando a dudar de la sensatez de haberlo tomado como amante. Era valiente y leal, y estaba profundamente enamorado de ella.
Suspiró para sus adentros y pensó en lo fácil que sería ser una mala reina; pasar por alto esos casos de poca monta, pronunciar veredictos rápidos y ser libre de deambular por las casetas, gastando sus riquezas en conos de oro para colgarlos a modo de cascabeles en los ribetes de su abrigo de caribú, o en buenas sillas de montar…
Drakas. Así se llamaba el hombre bajo. Había estado con ella durante la última carga en el río Tanais cuando todas las tribus se entremezclaron. Recordaba su fea nariz debajo del yelmo y su sonrisa.
—Drakas —dijo Melita. Y Drakas se puso tenso.
—¿Señora?
—Drakas, ¿cuántos caballos posees? —Se inclinó hacia delante y lo señaló con la espada de su madre—. ¿Cuántos?
—Más de cien —admitió Drakas.
—¿Y este patán? —preguntó Melita, que no conocía a su compañero. El hombre corpulento se encogió de hombros.
—Una docena —contestó.
Melita negó con la cabeza. Drakas tenía suficientes caballos para ser tratado como un noble, pero su amigo no. Melita sospechó que su aparente desigualdad guardaba relación con el asesinato, y también sospechaba que el éxito de Drakas como cazador y asaltante guardaba relación con el hecho de que Kairax estuviera dispuesto a verlo castigado. ¿Rivalidad? ¿Celos?
«Sois como niños.»
—¿Quién asestó el golpe mortal? —preguntó Melita.
Drakas se encogió de hombros.
—Fui yo —admitió, frunciendo los labios. Escupió. Entre los sakje, no era un gesto irrespetuoso; era preciso que no lo olvidara. Entre los sakje, aquel hombre se estaba mostrando meditabundo y cortés.
—¿Cuál era el valor real de los bienes del comerciante? —preguntó a Kairax, que se encogió de hombros.
—Dicen que veinte caballos —contestó, y meneó la cabeza. Él y Drakas cruzaron una mirada que dio a entender que su relación era aún más complicada de lo que Melita había supuesto.
—Traedme a un mercader que conociera al difunto —dijo Melita. Levantó la cara hacia Scopasis—. ¿Quién es el siguiente?
Scopasis enarcó una ceja, expresión que Melita adoraba.
—Astis hija de Laxan del Pueblo de la Tierra oriental. —Hizo una mueca—. Su padre y sus hermanos fueron asesinados.
—¿Sármatas? —preguntó Melita, súbitamente interesada.
—Tal vez —respondió Scopasis—. En cualquier caso, es un asunto que merece tu atención. He oído su relato y me lo creo.
—Haz que la traigan —dijo Melita.
Un remolino en la muchedumbre anunció la llegada de dos mercaderes con largas túnicas; asirios. Hicieron una reverencia a Melita.
—Preguntan si usaremos a su intérprete —dijo Kairax. Sonrió.
—Diles que estaré encantada de usar a su intérprete —respondió Melita, que sonrió a su vez.
El intérprete se adelantó. Parecía avergonzado, y hablaron un momento entre ellos.
—¿Cuán numerosa era la familia del difunto? —preguntó Melita en sakje, y el traductor trasladó la pregunta a los mercaderes en griego.
—Seguro que usará el tamaño de su familia para establecer el valor total de la sentencia —murmuró un mercader. El griego tampoco era su lengua materna.
—Pues exagera. Ocho hijos —dijo el otro mercader.
—Señora, el mercader dice ocho hijos —dijo el intérprete—. Es lo que me han dicho que diga, señora —agregó.
—Pregúntale si conoce bien a la familia —dijo Melita.
—¿Y ahora qué le digo? —preguntó el segundo mercader. Su griego era mejor—. Si digo que no los conozco…
Melita se inclinó hacia delante y señaló con la espada al segundo mercader.
—Podrías decir la verdad sin más —dijo Melita en griego.
Gaweint, de entre sus caballeros el que mejor hablaba griego, tradujo esta agudeza para el público, que prorrumpió en carcajadas.
Los mercaderes fulminaron con la mirada a quienes tenían alrededor.
—Acércate. Habla conmigo —dijo Melita—. ¿Cuántos hijos tenía ese hombre?
—No lo sé —reconoció el mercader—. Este viaje era el primero en que trabajaba para mí.
—Y si te doy caballos, ¿alguno llegará a su esposa y sus hijos? ¿De dónde era?
—De un lugar lejano, mi señora, más allá del gran…
—Ahórrate la palabrería, asirio. Me crie en Alejandría y he navegado en un barco de casco negro hasta todos los puertos de la costa asiria. —Rio ante su turbación—. Tendríais que investigar más antes de venir al Mar de Hierba. Bien, basta de tonterías. ¿Sabéis de dónde era?
—No —admitió el mercader arameo. Se encogió de hombros expresivamente—. No, pero eso no debería significar que tu hombre quede impune.
—¿Cuánta mercancía perdió ese hombre? ¿Cuánto perdió realmente? —preguntó Melita.
—En torno al valor de diez buenos caballos —respondieron los mercaderes tras una breve discusión en susurros. Melita asintió.
—Kairax, acércate. Esta es mi sentencia. Cada uno de estos dos —señaló a los dos Manos Crueles— dará cinco buenos caballos a los mercaderes. ¿De acuerdo?
Ambos hombres asintieron aunque el más corpulento, que era el más pobre, palideció.
—Drakas me pagará diez caballos a mí y otros tantos a Kairax por haber roto la paz de la señora.
Miró a Drakas, que dio un paso al frente.
—¿Dónde reside la justicia de ese fallo, señora? Alkaix, aquí presente, hizo lo mismo que yo…
—Tú diste el golpe mortal y tú, el noble, lo indujiste a cometer este crimen. ¿No es así? —preguntó Melita.
Drakas masculló algo ininteligible.
—Veinte caballos no te arruinarán, Drakas. Pero debería servir para recordarte que debes controlar tu genio.
Le hizo una seña para que se aproximara. Drakas así lo hizo y Melita le indicó con un gesto que se arrodillara para poder hablarle al oído.
—Deseas ser tratado como un noble, ¿verdad? —preguntó.
Drakas asintió.
—Tengo…
—Ahórramelo. ¿Qué posees como armadura?
Drakas se encogió de hombros.
—Un buen yelmo.
—La condición de noble tiene sus pros y sus contras. Arma a cinco hombres, dales monturas y envíamelos, y me ocuparé de que Kairax te garantice el trato que se te debe. Asegúrate de que uno de ellos sea tu amigo, aquí presente. De lo contrario, calla y obedece a tus superiores.
—¡Sí, señora! —dijo Drakas.
—¿Algo más? —preguntó Melita a la asamblea cuando Drakas se hubo retirado.
Reinó el silencio.
—He expresado mi voluntad. ¿Os encargaréis de cumplirla? —preguntó nuevamente a la asamblea.
Los hombres y mujeres asintieron. Se alzaron varias voces de aprobación. Kairax inclinó la cabeza. Scopasis la miró con adoración.
Melita sintió cierta satisfacción. Resolver en justicia era un buen trabajo.
—Siguiente —dijo.
Scopasis se levantó.
—Astis hija de Laxan el granjero solicita que la señora y el señor Thyrsis la ayuden a vengarse.
Astis era una mujer de aspecto recio con la cara cuadrada y el pelo castaño claro. Hacía poco que le habían roto la nariz y sus ojos presentaban la mirada propia de los animales acorralados y de las personas a quienes se ha hecho daño. Pero se mantenía erguida ante la asamblea del pueblo con un buen abrigo parsi de lana azul y pantalones de piel de ciervo.
—¿Quién habla en su favor? —preguntó Scopasis.
Thyrsis dio un paso al frente. Melita consideraba a Thyrsis el Aquiles de los masagetas. Su padre, Ataelo, había sido la mano derecha del suyo en las llanuras, su jefe de exploradores y un héroe en todas las batallas que libró. Tras la muerte del padre de Melita, Ataelo había servido a su madre. Cuando esta fue asesinada, defendió los altiplanos del este contra los sármatas en una campaña de incursiones que se prolongó seis años. Entretanto fue estableciendo un poderoso clan formado por hombres quebrantados y forajidos de ambos lados de la línea divisoria entre masagetas y sármatas. Thyrsis ya era un guerrero famoso; apuesto, alto y totalmente honesto; leal, fuerte en la batalla, inteligente en el consejo. Demasiado bueno para ser verdad, en realidad.
Los padres de Thyrsis habían muerto defendiendo su reino; su madre, en combate, y su padre, poco después, y Melita siempre le había dedicado una atención especial. Muchos masagetas pensaban que debía casarse con él.
Thyrsis y Scopasis se odiaban, pero ambos la adoraban.
Cruzaron una prolongada mirada fulminante. Melita se rio.
—¡Eh, sementales! —dijo, levantando la voz—. La yegua está aguardando.
Esta ocurrencia hizo reír a carcajadas a la multitud.
Thyrsis se adelantó.
—Señora, esta mujer es la hija de Laxan, que sirvió con los arqueros en la Batalla del Tanais. Así me lo ha referido el herrero Temerix, que me habló en nombre de ella. Su gente se estableció en las tierras altas del curso superior del Tanais, al este del templo de la Diosa Cazadora, y el padre de su padre defendió el fuerte de Crax.
Melita asintió, dirigiéndose a la mujer.
—Sé bienvenida, y selo doblemente por el servicio que nos prestó tu padre.
—Gracias, señora. Tanto Temerix como Thyrsis dicen que eres la Señora del Pueblo de la Tierra además de serlo del Pueblo del Cielo, y rezo para que esto sea verdad.
Tenía la mirada un tanto extraviada y la voz empañada, como si tuviera miedo de hablar y miedo de permanecer callada.
—Aquí estoy —dijo Temerix. Era un gigantón de hombros tan anchos como la estatura de un niño y brazos musculosos como las raíces de un roble viejo. Era maestro herrero, y sus trabajos podían rivalizar con los de los sacerdotes herreros egipcios y los de los mejores herreros de la Calcídica o Heraclea. Y también era parte integrante de la infancia de Melita porque había servido con su padre.
Esa insignificante mujer del Pueblo de la Tierra contaba con dos poderosos defensores. Aquello resultaba interesante.
—Habla, hija de Laxan.
Melita le sonrió, procurando disipar la tensión de sus hombros y el miedo de su rostro.
—Señora, unos asaltantes vinieron a nuestra granja y mataron a mi familia. —Se rio, emitiendo un sonido horrible—. Se nos llevaron a mí y a mis hermanas. Viví con ellos… casi un año. —Respiró profundamente—. El otoño pasado robé un caballo y huí. No quería ser uno de ellos. He venido a pedirte… que cabalgues contra ellos.
La nariz rota y los peculiares gestos de su rostro indicaban que a aquella mujer la habían golpeado… muchas veces.
—¿Quiénes son? —preguntó Melita.
—¿Sármatas? —terció Scopasis. Los sármatas se habían convertido en enemigos de los masagetas, pero hacía tres años que los habían vencido y ahora muchos de sus hombres se habían pasado a las tribus victoriosas, tal como siempre ocurre en las llanuras. Muchos de los hombres y mujeres congregados en la asamblea eran sármatas pero ya no pertenecían al Pueblo de Upazan, el líder que había cabalgado hacia la derrota y la muerte. Ahora eran de su propio pueblo. La dificultad de Scopasis para entender esas cosas era uno de los motivos por los que nunca podría ser su consorte.
—No son sármatas —dijo Astis. Volvió a soltar su extraña risotada—. En el año de la guerra, los sármatas vinieron e incendiaron nuestra granja. Mi padre se nos llevó al bosque. Maté a un sármata. Sé qué aspecto tiene un sármata. Aunque sea campesina, distingo a un caballo sármata de un caballo masageta.
Eso provocó gruñidos en la asamblea.
—¿Qué clan osaría poner en peligro la paz y asesinar a tu padre? —preguntó Melita. «Esto pinta mal», pensó, y en su fuero interno maldijo a Scopasis por no haberle presentado a la mujer en privado; y a Thyrsis por no haberla informado del asunto antes de la asamblea. Si uno de los clanes era responsable de aquello… adiós a su placentera marcha de primavera.
—No fue un clan masageta —dijo Astis.
Imperaba el silencio. Todos los oídos estaban pendientes de ella. Melita se sorprendió inclinándose hacia delante.
—Se hacen llamar parni —prosiguió Astis—. Hombres altos y rubios del este. Lo que hablan parece sakje pero no es sakje. Les oí decir que después de tomar Hircania vendrían hacia aquí. —Miró en derredor—. Fui con ellos al este del mar Caspio. Veinte días al este del agua salada. —Levantó sus ojos extraviados y Melita los observó, viendo un año de horror, esclavitud, palizas y violaciones, degradación—. Pido venganza por mi padre y mis hermanos, por mis hermanas que murieron en sus manos.
Melita se puso de pie.
—Astis, has sufrido, y discutiremos sobre tu venganza, pero este no es tema para la asamblea. Sobre esta cuestión no puedo dictar una única sentencia tal como lo haría en el asesinato de un hombre por otro. Si vamos a castigar a esos parni, deberemos contar con la aprobación de una docena de jefes de clan. Pero cuando nos reunamos te pediré que hables.
Poco rato después, en la relativa privacidad de su tienda, se enfrentó a Scopasis.
—¿Por qué no he sido advertida? —preguntó—. ¡Este asunto atañe a todos los masagetas!
Scopasis se encogió de hombros.
—Una mujer fue aprehendida durante una incursión —dijo—. Son cosas que ocurren.
—¡Artemis! Gentil señora, arquera mortal… ¿Acaso eres idiota, Scopasis? No se trata de un simple rapto. A esa mujer la han tratado brutalmente. Y no lo ha hecho un jovenzuelo con delirios de grandeza. ¡Ha sido obra de un clan del que nada sabemos y que ataca a nuestros agricultores de los altiplanos!
Thyrsis entró en la tienda detrás de Scopasis. La tienda principal de Melita era lo bastante grande para albergar a cuatro hombres montados. Hizo un ademán automático, invitándolo a tomar asiento.
—Vino para mis invitados —dijo a los criados. Melita y su hermano habían prohibido la esclavitud en la ciudad de Tanais, pero los masagetas no habían hecho el menor caso a esa prohibición. Tenían esclavos, sobre todo tras ganar una guerra.
—Perdóname, señora —dijo Thyrsis.
—¡Y tú! —exclamó Melita emprendiéndola con él—. Si él es idiota, tú también lo eres. Primero por no advertirme con antelación y segundo por no haberla enviado a Tanais.
Scopasis estaba enojado, Melita se percató enseguida. A ningún hombre le gusta que le llamen idiota delante de un rival. Thyrsis apenas se dejó afectar por la ira de Melita.
—Señora, esta mujer me fue presentada ayer mismo, cuando llegué al campamento. Viajó lejos, hacia el norte, y se unió a nosotros con los Caballos Rampantes aunque sea de los nuestros. Y es oriunda del este remoto, señora; ni siquiera estoy seguro de que pueda reivindicar ser de nuestro pueblo, excepto porque su padre sirvió con Temerix, cosa que tampoco he sabido hasta que ella ha venido a verme con el herrero esta mañana. Entonces este —señaló a Scopasis— me ha dicho que era un asunto poco importante y que te encargarías de ello en su debido momento.
Melita se volvió hacia Scopasis, que se encogió de hombros.
—Me he equivocado, según parece. No siempre puedo estar en lo cierto.
Melita tomó aire para decir lo que pensaba pero se mordió la lengua. La Señora de los Masagetas no era la misma persona que Melita, amante de Scopasis, como tampoco la misma persona que la guerrera Huele a Muerte. Desde el punto de vista masageta, estas personas distintas compartían su cuerpo —creencia que, en su opinión, habría enojado a Aristóteles. Pese a todo, desató su furia contra Scopasis.
—Ya hablaremos luego —dijo—. Entretanto, hazme el favor de convocar a los jefes tribales.
Aquella Tanja era la más concurrida en años, de modo que la mayoría de sus jefes de clan estaban presentes. Parshevaelt de los Manos Crueles y Kairax estaban cerca, y acudieron a su tienda antes de que sirviera el vino. Listra Mano-Roja, hija de Urvara, acababa de cumplir los dieciséis, pero Urvara había heredado a los Gatos Esteparios de su padre con muy corta edad, y Listra ya había matado hombres en combate, encabezado las grandes cacerías a las que debía la fama su pueblo y era la jefa incontestable de su clan.
Los señores de los Lobos Silentes y de los Cuervos Hambrientos fueron más difíciles de encontrar, y eran hombres menos próximos a ella. Sus clanes habían llegado tarde a la gran batalla del río Tanais, quizá debido a una traición, quizá no. La decisión que tomó entonces de darles solo una pequeña parte del botín fue muy bien recibida por los demás clanes, mas no así por ellos.
Y, a decir verdad, los clanes se unían y separaban de las grandes tribus como la de los masagetas del mismo modo en que los guerreros se unían y separaban de los clanes. El Pueblo de Ataelo contaba con más sármatas que masagetas mientras que los Gatos Esteparios habían absorbido a muchos ex Caballos Rampantes, cuyo clan era ahora una pálida sombra de lo que fuera antaño aunque su nuevo señor, Sindispharnax, lo estaba reconstruyendo. Tenía tan pocos guerreros que quizá no le hubiese correspondido un lugar en el consejo de Melita, pero era miembro de su casa, uno de sus caballeros, y ya estaba presente. Además, Melita deseaba que tuviera éxito en la reconstrucción del que fuera el mayor de los clanes, después del de los Manos Crueles.
Para los extranjeros, el Pueblo del Caballo —el Pueblo del Cielo, según se llamaban a sí mismos— era una masa de nómadas anónimos que formaban una extraña sociedad impenetrable e inamovible. Los griegos los llamaban Escitas Reales, pero Melita sabía que eran tan cambiantes como el mar, tan distintos, de una tribu a otra, como los atenienses y los espartanos.
Tuarn de los Cuervos Hambrientos fue el siguiente. Menudo y de pelo moreno, presentaba un asombroso parecido con su animal totémico, desde los hombros encorvados hasta la nariz picuda. Tomó su vino con elegancia y los ojos le brillaron.
—Parece que tenemos un problema de fronteras —dijo.
Scopasis estaba muy erguido a su lado.
—Se lo he explicado —dijo, como un hombre que teme que cualquier cosa que haga resultará estar mal hecha.
Kontarus, señor de los Lobos Silentes, fue el último en llegar. La edad le había encorvado la espalda y su tanista, una mujer delgada de llamativo cabello pelirrojo, lo sostenía del brazo. Miró en torno a sí, rehusó el vino y gruñó.
—Saida —anunció, señalando a la pelirroja. Su tono dio a entender que no le agradaba haber sido convocado.
Melita no supo decidir si Saida era altiva o si estaba nerviosa. No la había visto hasta entonces. Melita cruzó la alfombra hacia ella y le tendió la mano.
—Saida, soy Melita —dijo con deliberada informalidad.
—Sí —respondió Saida—, lo sé.
Le estrechó la mano con la mayor ligereza posible, como si Melita padeciera alguna enfermedad.
Melita se negó a reaccionar como un niño.
—¿Eres hija de Kontarus? —preguntó.
—No somos parientes —contestó Saida con terminante frialdad—. Además, no es asunto tuyo.
Melita tuvo ganas de poner los ojos en blanco. Semejante grosería resultaba inaceptable. Presentaba un claro trasfondo político.
—Querida —dijo Melita, pasando a un enfoque de estilo griego—, si no eres pariente del señor de los Lobos Silentes, no puedes esperar que no te acribillemos a preguntas para averiguar cómo llegó a nombrarte su sucesora. Y, en realidad, sí que es asunto mío puesto que soy tu señora, la señora de tu clan y de todos los clanes.
Saida no se dignó mirarla a los ojos.
—Lo que tú digas —respondió—. Mis relaciones son asunto mío. Soy su heredera. Nadie tiene por qué saber más… señora.
Melita se encogió de hombros y tomó nota de mantener una conversación con aquella mujer más adelante. Sabía cómo manejar ese tipo de situaciones. ¿Chicas con ínfulas? Pan comido.
—Señores de los caballos, tenemos un problema —comenzó Melita. Tan sucintamente como pudo, resumió la historia que había referido Astis y luego hizo que la llamaran para que la contara de nuevo.
Cuando la hubo contado y se retiró, apoyada en el fuerte brazo del herrero Temerix, Melita miró en torno a sí.
—Me gustaría saber qué pensáis —dijo, y su invitación fue recibida por el silencio.
«Oh, cuánto extraño a Ataelo y Urvara», pensó. Aquellos dos líderes la habían apoyado, enseñándole un montón de cosas. Incluso Geraint, antiguo señor de los Caballos Rampantes, muerto en Tanais como sus antiguos rivales, le había enseñado, a veces por la mera manera que tenía de oponerse a ella. Sus nuevos señores de los caballos eran tan jóvenes como ella y, en ciertos aspectos, estaban menos preparados.
Fue el cuervo hambriento Tuarn quien rompió el silencio.
—No podemos dejar de actuar —dijo. Al ver que nadie hacía comentario alguno, se encogió de hombros—. Así fue como comenzó la lucha contra los sármatas en los tiempos en que Marthax era el rey. El resto de vosotros quizá seáis demasiado jóvenes para recordarlo, y la señora no estaba entre nosotros. Los sármatas antaño fueron nuestros aliados, pero Upazan se convirtió en su señor y sus jóvenes guerreros se ensañaron con los pobladores de nuestros valles orientales. E hicimos muy poco al respecto.
—No es así como lo cuenta mi pueblo —dijo Thyrsis—. Entre el pueblo de Ataelo, decimos que luchamos y que nadie acudió en nuestra ayuda.
Tuarn rehusó ofenderse.
—Joven, ¿acaso eso es distinto a lo que acabo de decir? No he querido dar a entender que algunos masagetas no lucharan. Lo que quiero dejar claro es que no actuamos juntos. Y después pagamos las consecuencias.
—Naturalmente, algunos pagamos un precio más alto que otros —dijo Listra. Estaba junto a Parshevaelt y Sindispharnax, y los tres eran veteranos de campañas con Melita. Los lugares que ocupaban, cerca de Scopasis, su guardaespaldas, resultaban elocuentes.
—Y algunos de vosotros sacasteis mayor provecho que algunos de nosotros —agregó el viejo Kontarus.
—Quienes combatieron fueron recompensados. —Melita ya estaba harta de tanta estupidez—. Quienes no combatieron recibieron una recompensa menor. Esa es la costumbre del pueblo.
Saida se encogió de hombros.
—Quizá vaya siendo hora de que busquemos nuestra propia costumbre —dijo.
—Eso cabrá discutirlo en otra ocasión —repuso Melita. Dominó la expresión de su rostro con sumo cuidado—. O tal vez no. Si decidierais salir al Mar de Hierba, ninguno de nosotros podría o no querría deteneros. Marcharse es un derecho alienable del pueblo. Entretanto, centrémonos en el tema que nos ocupa.
Scopasis asintió.
—Estoy de acuerdo con el señor de los Cuervos Hambrientos —dijo.
Melita lo fulminó con la mirada. Scopasis era un exforajido y el capitán de sus caballeros, no uno de sus señores. Pero entre los sakje, un guerrero incluido en un consejo siempre se sentía con derecho a hablar, y Melita corría el peligro de pensar como un griego.
Thyrsis se rio.
—¡Por fin encontramos algo en lo que estar de acuerdo, forajido! —dijo.
—Flechas al viento —corroboró Sacopasis. Los sakje tenían un dicho: si lanzas cien flechas al viento, al menos dos volarán juntas.
Listra miró en derredor.
—Hemos soportado demasiada guerra —dijo.
Todos los jefes de clan asintieron. La población de los sakje, incluso con la adición de nuevos pueblos del este, estaba diezmada. En tres generaciones habían luchado en cuatro grandes campañas, y el resultado saltaba a la vista en cada uno de los campamentos.
—Ni siquiera sabemos quiénes son esa gente —dijo Melita—. Tengo intención de ir en persona. A verlos.
Eso los impresionó, pero Melita vio algo en el rostro de Saida que no le gustó. Miró a la pelirroja, pero esta ya había recompuesto su expresión, y Melita prosiguió:
—Mi idea es pedir cincuenta guerreros a cada clan; los mejores, con cinco caballos cada uno. Juntos cabalgaremos hacia el este, tan veloces como el viento sopla en la pradera, y encontraremos a esos parni. Para hablar con ellos… o matarlos.
—No. —Saida negó con la cabeza—. No. Los Lobos Silentes no enviarán guerreros.
—No —dijo Thyrsis, imitando su voz—. Los Lobos Silentes son un clan de niños y no tienen guerreros que enviar. Nunca lo hacemos…
—¡Thyrsis! —lo reconvino Melita, aunque en realidad apreció su comentario.
Saida miró a los demás señores de los caballos.
—Bah. Guerra y más guerra; es lo único que quiere esta. Nos largaremos a la hierba.
Se volvió para marcharse pero Scopasis había percibido la mirada de Melita y bloqueó la entrada de la tienda.
—No se te ha dado permiso para retirarte —dijo Melita—. Saida, parece que ansíes mi mal genio. Escúchame, pues. Todavía no hemos decidido una vía. Cada líder y cada tanista puede manifestar su opinión en el consejo. Pero si decidimos enviar jinetes y tú rehúsas, entonces quizá sea mejor que os vayáis al Mar de Hierba. Y que no regreséis. Entiéndelo, por favor: eso significará que no tendréis vuestra parte del grano y el oro que el Pueblo de la Tierra gana para nosotros, como tampoco tendréis derecho alguno sobre la tierra de los masagetas. Eres libre de irte al norte o al este y luchar por el pastoreo como lo hiciera nuestro pueblo en la antigüedad. ¿Queda claro?
Saida miró a Kontarus, que negó con la cabeza.
—Como si tú pudieras echarnos de nuestras tierras.
De repente Melita se sintió cansada; cansada de su infantilismo. Aquel hombre anciano y estrecho de miras hablaba desde la ignorancia porque no había acudido a combatir en el río Tanais: no sabía el poderío que tenían ella y su hermano.
Scopasis habló desde detrás de él.
—La señora tiene el poder de todos los clanes, y su hermano tiene cincuenta naves y cinco mil soldados. Y vosotros dos representáis a un pequeño clan que se comporta como si fuese el pueblo entero.
—Podéis retiraros —dijo Melita—. Lo que he dicho iba en serio. Si os negáis a servir, marchaos. Si intentáis elegir una vía intermedia, os eliminaré. Y, francamente —prosiguió, dejándose llevar por el mal genio—, estoy tentada de librarme de vosotros dos ahora mismo, dado que vuestros actos sugieren que ninguno de vosotros está preparado para liderar uno de mis clanes.
Scopasis desenvainó su akinakes.
—Tienes la palabra, señora —dijo.
Kontarus miró enfurecido en torno a sí.
—Matar a un viejo y a una mujer; ¡asesinato en el consejo! Bah. Hueras amenazas. Somos el mayor clan de los masagetas, ¿por qué no nos tratas con el respeto que merecemos? Tenemos más carros, más tiendas, más caballos…
—Y ningún guerrero —apostilló Listra—. La señora lleva razón. Idos, o quedaos. Tus propios guerreros murmuran contra ti porque eludiste el combate en Tanais. Intenta enfrentarte con nosotros y verás lo que es bueno.
Saida volvió a mirar en derredor, todavía con el semblante impasible.
—Muy bien —dijo. Levantó la vista hacia Scopasis—. Apártate de mi camino —ordenó.
Scopasis miró a Melita.
—He dicho que pueden marcharse —corroboró Melita, asintiendo. Cuando se hubieron ido, se volvió hacia el resto de sus señores.
—Esos dos tienen que irse —dijo—. No me había dado cuenta de lo malos que son.
—Es mera ignorancia —alegó Tuarn—. Yo también llegué tarde a la batalla de Tanais. Pero vi las fuerzas que había en aquel campo. Kontarus no tiene ni idea, vive en la época del padre de tu abuelo, señora. Los Lobos Silentes no han entrado en combate en muchos años. Al menos no a las órdenes de sus señores.
Melita se encogió de hombros.
—Ocupémonos de estos asuntos ordenadamente. ¿Estamos todos de acuerdo en enviar una fuerza al este?
Todos los jefes de clan asintieron, aunque ninguno lo hizo contento.
—¿Los Caballos Rampantes pueden proporcionarme veinticinco guerreros? —preguntó Melita a Sindispharnax. Este respiró profundamente.
—Sí —contestó—. Puedo enviar a cincuenta.
Melita le sonrió.
—No quiero cincuenta. Te pido que me proporciones veinticinco exploradores jóvenes, a Thyrsis le pediré lo mismo; gente que conozca el territorio. Al resto de vosotros os pido que aportéis cincuenta caballeros y un jefe que pueda hablar en nombre de vuestro pueblo, por si resulta que tengo que negociar.
Thyrsis sonrió.
—¿Podemos ir nosotros mismos? —preguntó.
Melita asintió.
—Espero que algunos lo hagáis y que otros os quedéis. Nombraré a mi tanista para que vigile al pueblo durante mi ausencia. —Sonrió forzadamente—. Esto se interpondrá entre mi hijo y yo —agregó—, pero Tuarn lleva razón. La última vez que nos amenazaron tardamos en reaccionar.
No eran como los griegos, que lo discutían todo interminablemente para luego someterlo a votación en farragosas asambleas. Al día siguiente, Melita informó sobre los parni a todo el pueblo congregado, anunciando que habría una expedición hacia el este.
Sus palabras fueron recibidas con entusiasta aprobación, tres días después, Melita descubrió que Kontarus había ordenado a su pueblo que levantara el campamento y abandonara la Tanja, partiendo acto seguido, aunque menos de cuatrocientos de ellos lo acompañaron.
Así era como funcionaba la política en las llanuras. Por lo general, la gente no se reunía en asambleas para votar. Las más de las veces, «votaban» trasladando sus carros y tiendas a otro clan. De repente, el clan de los Caballos Rampantes era mayor de cuanto lo había sido durante cinco años.
Los Manos Crueles tuvieron que rechazar a nuevos adeptos; no les quedaba más tierra de pastoreo que compartir.
—No me gustó la mirada de Saida —comentó Melita a su capitán de la guardia. Ambos iban montados, regresaban de pasar revista a los guerreros que cada clan aportaba al contingente para la expedición al este.
—Tiene intención de causarte problemas —corroboró Scopasis—. ¿Debo perseguirla y matarla? —preguntó.
—No —contestó Melita, aunque antes hizo una pausa—. No, Scopasis. No es así como quiero gobernar.
Scopasis no había visitado la cama de Melita en cinco días. Se volvió hacia ella y la miró con detenimiento.
—Estás enojada conmigo porque soy quien soy —dijo—. Lo que tengo que decir no hará que me ames más.
—Tal vez te sorprendas —respondió Melita.
—No puedes ser la Señora de los Masagetas y permitir que esa mujer te desafíe —dijo Scopasis.
Melita negó con la cabeza.
—Puedo serlo. Y lo seré. No emprendas ninguna acción contra ella.
Scopasis volvió la cabeza para contemplar el sol poniéndose sobre las llanuras. La hierba se ondulaba como el mar, una alfombra verde que se extendía hacia el norte hasta donde alcanzaba la vista y hacia el oeste hasta el sol poniente que teñía de un color rojizo las espigas de la hierba fresca. Permaneció un instante contemplando el panorama.
—¿Preferirías que me marchara? —preguntó al cabo de un rato—. Me marcharía y no volvería a molestarte.
Ambas respuestas, sí y no, acudieron a la mente de Melita.
—Debes hacer lo que sea mejor para ti —dijo con cuidado, detestando el estúpido tono de sus palabras y la pomposidad con que las pronunciaba. De repente vio lo que la muerte de Xeno le había ahorrado—. ¿Puedes ser el capitán de mi guardia sin ser mi amante? —preguntó, y se sintió orgullosa de haberlo hecho.
Scopasis gimió. Cuando Melita se volvió hacia él, vio que estaba llorando.
—¿Acaso eres un niño? —preguntó, súbitamente enojada—. ¡Pórtate como un adulto!
¡Vaya con las reflexiones maduras! Estaba contenta de ir a hacer la guerra en el este. Tenía la impresión de que matar a alguien la haría sentir mejor. Deseaba que Scopasis fuese menos tonto para poder tener su cuerpo alto y fuerte junto al suyo y no pasar sola las noches. La verdad era que elegir amante no era tarea fácil para la Señora de los Masagetas, y que resultaría mucho más sencillo conservar el que tenía.
Temió que hiciera algo estúpido o dramático.
—Quiero galopar —anunció Melita al aire. Hizo girar la cabeza de su caballo y se echó a cabalgar por la hierba.
Vio que Scopasis la miraba, tentado de seguirla.
Pero no lo hizo.
Dos días después, Melita decidió acortar su estancia en la Tanja de primavera, reunió a sus guerreros y partió hacia el este. Contaba con más de trescientos jinetes; la acompañaban incluso veinticinco hombres de Temerix montados en ponis, con grandes arcos al hombro y un buen cargamento de grano en sus carros. La hierba estaba verde y fresca y la caza comenzó a ser abundante en cuanto se alejaron de las inmediaciones de la Tanja, donde toda presa ya había sido cazada.
Listra vino con su joven primo, Filocles de Olbia, y un puñado de amigos suyos; caballeros olbianos, miembros de la nueva aristocracia, medio sakje medio griega, fruto de los constantes matrimonios mixtos. Habían acudido a la Tanja y ahora cabalgaban hacia oriente como si fuese la cosa más normal del mundo. Melita se alegró de tenerlos consigo; iban bien armados, eran hombres capaces que, pese a su juventud, ya habían participado en una o dos campañas.
Tuarn de los Cuervos Hambrientos también fue en persona, a lomos de un semental negro de un tamaño espectacular.
Melita se admiró ante el caballo y levantó la voz para felicitar a su amo, que salió de su lugar en la columna.
—Cuando eres señor de los Cuervos Hambrientos —bromeó— más te vale montar un buen caballo negro.
—¿Por qué no hemos sido amigos hasta ahora? —preguntó Melita.
Tuarn hizo una mueca.
—¿Siempre dices lo que piensas de esta manera, señora? Creía que una infancia entre griegos te habría hecho más… sutil.
—Todo lo contrario —repuso Melita. Desvió la mirada hacia su guardia, y allí estaba Scopasis, en su sitio, con la armadura puesta, y notó que el corazón le daba un brinco.
—Yo era el lugarteniente de Marthax —dijo Tuarn—. A veces lo representaba ante Eumeles. No contaba con que fueras a perdonarme.
Melita tuvo que digerir esa información.
—No lo sabías —dijo Tuarn.
—No —admitió Melita.
—¿Debería marcharme? —preguntó él.
Melita negó con la cabeza.
—No. No, libremos juntos esta batalla y seamos amigos.
Tuarn asintió.
—Veo que tanta franqueza tiene sus ventajas.
Y, por supuesto, Melita tenía a Thyrsis, que eligió a sus guerreros cuidadosamente y se ofreció a llevar tres veces los solicitados, pero ella negó con la cabeza.
—Necesito saber que quedarán suficientes guerreros aquí, por si nos matan a todos. Para que mi hijo venga a vengarnos, cuando llegue el momento.
Pensó en el joven Kineas, de quien volvía a separarse.
Lo había dejado en Tanais con su hermano, al cuidado de la exótica esposa de Temerix, que ya había ejercido de niñera años antes, y un círculo de matronas sármatas. Su hermano, que la acusaba abiertamente de ser una mala madre.
«No tendría que haber dejado a Sátiro sin haber hecho las paces —pensó—. No debería estar alejándome de mi hijo.»
Cabalgaba con desenvoltura, respirando profundamente la hierba fresca y los demás olores de la primavera: las flores en las orillas de los arroyos, el olor de los caballos, el humo del primer campamento. Estando allí, haciendo lo que más le gustaba, cabalgar por las llanuras, resultaba difícil concentrarse en su vida invernal como mujer medio griega.
Era maravilloso ser joven, y también ser reina, y conducir a un ejército hacia el este. O, mejor dicho, debería ser maravilloso, pero mientras bebía en la fuente se preguntó si había tomado la decisión más acertada. Debido a la palabra de una joven campesina maltratada estaba conduciendo a la flor y nata de su pueblo hacia una guerra de venganza. ¿Estaba siendo resuelta o se trataba simplemente de una reacción al aburrimiento?
Scopasis se aproximó por detrás.
—¿Es satisfactorio el campamento? —preguntó.
Melita asintió.
—Magnífico —contestó. El comentario hizo sonreír a Scopasis—. Scopasis, ¿estoy haciendo lo correcto? —preguntó Melita de súbito.
Scopasis se detuvo detrás de ella y su castrado soltó un resoplido tras olisquear a la yegua de Melita con relativo interés. La yegua se echó hacia un lado.
—Me preguntas estas cosas —dijo Scopasis cuando ambos hubieron detenido a sus monturas—, pero la verdad es que yo no soy rey. No puedo contestar. Y siempre parezco un necio cuando lo intento. Debes preguntar a Thyrsis o a Listra. Ellos son señores. Yo era forajido y ahora estoy al mando de tu escolta. Sé preparar un buen estofado de conejo y estoy a la altura de cualquiera con el arco, pero lo cierto —y se las arregló para sonreír—, lo cierto es que no soy capaz de aconsejarte.
—También has montado un buen campamento —señaló Melita.
—Tengo mucha experiencia —respondió él.
—Podrías aprender a ser jefe de clan —dijo ella—. Tan bueno como Sindispharnax, o incluso mejor.
Scopasis se encogió de hombros.
—Tal vez sí. Si me empleara a fondo en esta campaña y comenzara a hablar a los jóvenes y a los antiguos forajidos de mi juventud que todavía viven en las tierras altas. —Se encogió de hombros—. Podría ser ese hombre que dices, supongo. Pero… —Miró en derredor, buscando las palabras apropiadas—. Pero ese hombre quizá no sería yo. No lo sé. —La miró—. Si me convierto en jefe de clan, ¿seré digno de ti?
Melita negó con la cabeza.
—No. O al menos no más de lo que ya lo eres ahora. Perdóname, Scopasis. ¿Te he tratado mal? Me parece que sí.
Scopasis gruñó.
—A cenar —dijo Melita, y espoleó a su caballo antes de lanzarle los brazos al cuello y volver a comenzar.