Capítulo 2

La mañana siguiente la columna de Melita salió de Tanais por las puertas que miraban hacia tierra, y Sátiro contempló la procesión con la mano de su sobrino de tres años agarrada a la suya.

Melita detuvo su caballo cuando llegó a su altura y desmontó con grácil soltura. Se agachó y besó a su hijo.

—Volveré pronto —dijo—. Te quiero.

—¡Te quiero! —respondió Kineas, y le echó los brazos al cuello y se aferró a ella como si se estuviera ahogando.

—Kineas —dijo su madre tras una pausa—. Kineas.

El niño le soltó el cuello y puso los brazos en los costados.

—Perdón.

—Gracias. —Melita miró a su hermano—. Cuida bien de él —dijo.

—Siempre lo hago —contestó Sátiro, y deseó no haber pronunciado aquellas palabras en cuanto hubieron salido de sus labios.

Melita había montado y desaparecido antes de que se le ocurriera algo más que decir.

Sátiro aguardaba que sus naves se hicieran a la mar con el entusiasmo de un niño esperando un festival o las vacaciones escolares. Pero a diferencia de un niño, tenía un montón de cosas con las que llenar sus días. Pasaba horas sentado con Terón, Coeno e Idomeneo, repasando listas de artículos —de lujo y de primera necesidad— que deberían adquirir en Alejandría y Rodas.

—Necesitamos más herreros —insistió Terón.

—¡Temerix probablemente sea el mejor herrero en la rueda del mundo! —dijo Sátiro.

—Tal vez, pero ahora los hombres aguardan años a que les haga una espada. —Coeno negó con la cabeza—. Su excelencia no nos ha permitido detectar la escasez de herreros.

—Tiene aprendices —terció Sátiro.

—Tiene veinte aprendices. Necesitamos veinte herreros, y eso solo en la campiña de Tanais. Y orfebres que sepan trabajar el bronce y el oro. —Terón negó con la cabeza—. Debemos ser capaces de manufacturar nuestro propio armamento.

—Necesitamos curtidores —dijo Idomeneo en voz baja.

—¿Curtidores? —preguntó Sátiro.

—Tanais está creciendo como lugar donde se sacrifican animales y se reúnen pieles —explicó Idomemeo. Levantó un puñado de palos de conteo—. Solo en el último mes, del Festival de Deméter al Festival de Apolo, reunimos seiscientas cuarenta pieles de buey y de vaca. Si tuviéramos un curtidor, multiplicaríamos por diez los beneficios.

—Un curtidor significa una tenería y malos olores —dijo Coeno. Se mesó la barba y sus ojos buscaron los de Sátiro, y ambos sonrieron—. No es tarea fácil estar exiliado de Alejandría, ¿verdad? —le preguntó Coeno, y Sátiro se rio entre dientes.

—Desde luego. Pero nunca imaginé que ser rey conllevara tantas matemáticas. —Soltó una carcajada—. Muy bien, Idomeneo. Tu argumento es excelente. Necesitamos un maestro curtidor, unos cuantos esclavos curtidores y un poco de plata para construir una tenería.

—¿Esclavos? —preguntó Idomeneo.

—Los compraré como esclavos y les concederé la libertad una vez aquí —contestó Sátiro—. Será un buen comienzo. —Miró en derredor, sonrió y dijo—: Básicamente, queréis que compre toda la mano de obra cualificada que haya en el mercado.

Terón asintió.

—¿Dónde pondremos la tenería? —preguntó.

—Costa arriba. Hay ese arroyo negro cerca de Askam. Fluye todo el año, y además ya apesta.

Idomeneo estaba haciendo un catálogo de todo el territorio del reino y conocía todos los mojones que había a cinco días de caballo. Levantó los ojos, no vio señal alguna de disentimiento y escribió una anotación en su tablilla de cera.

—Si todos morimos, dejemos el reino a Idomeneo —dijo Sátiro.

Idomeneo levantó la cabeza de golpe. Los demás hombres sonreían. Se estremeció.

—¡Eh! —dijo Sátiro—. ¡Yo no soy Eumeles!

Se recostó y alzó la copa para que le sirvieran más sidra, cosa que un esclavo se apresuró a hacer.

—Señor, semejante comentario… me asusta.

Idomeneo había servido al antiguo tirano, un hombre despiadado que acusaba y mataba sin sentido ni previo aviso, empeñado en convertirse en un jugador importante en el juego de la sucesión de Alejandro.

—Solo quería decir que pareces hacer esto mejor que el resto de nosotros —dijo Sátiro.

—Escribiré mis notas y prepararé otra tablilla, ¿de acuerdo, mi señor?

Idomeneo estrechó las tablillas contra el pecho como para protegerlas de la ira y salió discretamente.

Terón negó con la cabeza.

—Ni siquiera es obsequioso. Es un buen hombre. ¿Por qué actúa como una serpiente?

Sátiro se encogió de hombros.

Coeno frunció los labios, se mesó la barba y bebió un trago.

—Me parece que ha vivido demasiado tiempo entre serpientes. No te preocupes, se acostumbrará a nosotros. —Cogió un estilo que llevaba en la oreja y anotó algo en su tablilla—. ¿Dónde calculas que está Diodoro, a todas estas?

Terón se encogió de hombros.

—Idomeneo tiene su última carta, aunque ya la has leído.

—Yo no —dijo Sátiro. Se volvió hacia su hipaspista, que aguardaba junto a la pared—. Helios, ve a buscar a Idomeneo y pídele que traiga la última carta de Diodoro.

Helios hizo una reverencia y desapareció por la puerta.

—Estás gastando una fortuna en tu flota —señaló Coeno, mirando una lista.

—Sí —dijo Sátiro. Estuvo tentado de agregar «es mía y la gasto como me parece», pero se mordió la lengua. La «conspiración de los viejos» le hacía reaccionar como un joven cruel, pero ya había dejado de ser tan cruel.

Coeno se encogió de hombros.

—Bueno, es tuya y puedes gastarla como te parezca. —Levantó la vista al oír que Sátiro hacía un ruido como si se atragantara—. ¿Artillería?

—Ya estábamos comprando armas para las torres —dijo Sátiro.

—Draco y Amintas están instalando las piezas nuevas ahora mismo —terció Terón—. He visto a Draco en el puerto, cubierto de virutas de madera.

Sátiro echó un vistazo en derredor.

—¡Eso quiero verlo! —Se recostó y toqueteó los eslabones de oro de su cinturón—. Cuando hayamos terminado aquí, por supuesto.

Los dos hombres de más edad rieron. Todavía reían cuando Idomeneo regresó con una bolsa de piel de cordero llena de rollos.

—¿Cartas de Babilonia? —preguntó.

—La última de Diodoro —pidió Sátiro.

—Llegó ayer. Mis disculpas, señor… Se la leí a Terón mientras jugabas con los embajadores.

A Sátiro, Rey del Bósforo, y Melita, Señora de los Masagetas, y al resto de vosotros: saludos.

Según parece nos aguarda otro verano sin combate, el sueño de todo mercenario. Tengo entendido que Demetrio está en Grecia, enfrentándose a Casandro y «liberando» Atenas. Se me ocurre que si Demetrio realmente toma Atenas, también Estratocles tendrá la súbita tentación de hacerlo, y Heraclea podría ser un aliado peligroso. Aunque soy un hombre viejo y muy suspicaz.

—Señor, al parecer Demetrio ha entrado en Atenas. —Idomeneo levantó los ojos del rollo—. Nos ha llegado la noticia a través de diversas fuentes.

Coeno asintió.

—Más motivo aún para que te apresures en bajar a Heraclea.

Se rumorea que Antígono está reuniendo su flota y que planea un ataque contra Egipto. Si es así, Tolomeo está más que preparado para plantarle cara; ¡rehusó un contrato con nosotros, diciendo que costamos demasiado! De modo que debe de estar confiado, el viejo roñoso. Pero Antígono va en serio, y se está dedicando a comprar la alianza de los piratas en Cilicia y Jonia. Antes de que saliera de Alejandría, corría el rumor de que tu viejo amigo Demóstrate había declinado su oferta.

Demóstrate era el rey de los piratas del Quersoneso y había sido un buen aliado tiempo atrás. Sus barcos jugaron un papel decisivo en la toma de Tanais para arrebatársela al antiguo tirano.

—Gracias a los dioses —dijo Coeno—. Si Demóstrate se pasa al bando de Antígono, adiós a nuestro transporte marítimo.

Sátiro se estremeció ante la idea del Cuerno de Oro cerrado a sus naves mercantes.

Voy a acompañar a una embajada al país de los parni, dado que nuestros escuadrones tienen más soldados que hablan sakje que cualquier otro de Babilonia. Perderemos contacto durante varios meses, pero veré mundo. Darío envía sus saludos, igual que Sitalkes y una docena más de mis hombres. Cuídate; ¡tengo planes de retirarme en Tanais, muchacho!

De todos ellos, solo Diodoro —el comandante de la antigua compañía mercenaria de su padre, los Exiliados—, Coeno y los demás amigos de su padre seguían llamándolo «muchacho». Se rio. La carta era como tener a Diodoro presente en la habitación, aunque solo contuviera unas pocas líneas.

—¿Quiénes son los parni? —preguntó Sátiro.

—Ni idea —contestó Terón, e incluso Idomeneo negó con la cabeza.

Dos horas para el impuesto sobre el grano, y otras tantas para el espacio de almacenaje en Olbia; en verdad tenía que visitar Olbia, y pronto. El arconte Eumenes era un viejo amigo de la familia, pero era un caballero labrador, no un mercader, y los mercaderes de la ciudad no estaban demasiado contentos. El espacio de almacenaje para el impuesto sobre el grano estaba tan húmedo e infestado de ratas que perdían dinero.

Se celebró un ágape de despedida para el embajador de Antígono. Sátiro se mostró amable, y Terón era la viva imagen de un caballero y antiguo atleta olímpico. Niocles estuvo alternativamente complacido y molesto.

—¿Tienes intención de enviar tu grano a Rodas este año, mi señor? —preguntó mientras les servían el pato asado y les retiraban los filetes de atún.

Sátiro había esperado eludir las conversaciones serias, y veía desaparecer su preciada artillería. Todos los armazones estarían armados antes de que llegara al puerto.

Sátiro se encogió de hombros con afectado descuido.

—Ahí donde consigamos el mejor precio —contestó—. Es asunto de los mercaderes —agregó, confiando en dar el asunto por zanjado.

—Mi señor preferiría que tu grano no fuese a parar a Rodas ni a Alejandría. —Niocles bebió un poco de vino—. Tu cocinero es digno de alabanza. El atún era mejor que cualquiera que haya comido en Atenas.

—¿Estuviste en Atenas con Demetrio? —preguntó Sátiro. Terón sonrió y volvió la cabeza. Niocles miró a su alrededor.

—Sí… Sí, estuve. Todavía no se ha extendido mucho la noticia de que mi señor ha tomado Atenas.

—Tal vez no lo sepan quienes carecen de los conductos de información apropiados —dijo Sátiro con una sonrisa—. Bien, Atenas es vuestra. Y Atenas necesita grano. —Asintió—. Háblalo con los mercaderes —agregó con firmeza.

—Atenas necesita grano. Igual que muchas otras ciudades. —Niocles asintió—. Estoy convencido de que tus mercaderes encontrarán que merece la pena virar hacia el oeste cuando pasen los Dardanelos.

Sátiro negó con la cabeza.

—Mis naves van adonde deseen —dijo—. De todos modos, la mayor parte de nuestros cargamentos viaja en barcos extranjeros. Atenas, por ejemplo, compra casi todo el grano de Olbia.

Su voz transmitía un mensaje claro: este asunto está zanjado.

—Pero tú tienes grano propio, señor. Estás disimulando, pero hay quince barcos en el malecón, y todos están cargando grano de tus almacenes.

Niocles se recostó en el diván. Convencido de haber ganado un tanto.

—Pareces más un espía que un embajador —dijo Sátiro. Se aburría, y lo fastidiaba estar perdiéndose la instalación de su artillería, y aún lo fastidiaba más que el embajador de Antígono continuara insistiendo en sus exigencias—. Declaro esta embajada concluida. En este mismo instante. ¡Fuera de aquí! —Sátiro se levantó del diván. Helios se puso a su lado y le pasó la espada, que se puso por la cabeza, para luego cubrirse con su clámide de púrpura real y darse la vuelta—. Si no está en su nave dentro de una hora, matadlo —dijo Sátiro a Hama. Hama asintió.

—¡Estás loco! —exclamó Niocles—. ¡Señor, no tenía intención… es decir… embajadores!

Fuera lo que fuese lo que iba a decir no llegó a oídos de Sátiro, que se encerró en sus aposentos.

Se cambió de ropa, poniéndose un simple quitón de lana natural y una bonita clámide roja con broches sencillos de plata y un sombrero para ocultar el rostro. Se calzó unas botas.

Terón entró cuando terminaba de atar la bota izquierda.

—Eso ha sido un poco precipitado —dijo Terón.

—¿En serio? —preguntó Sátiro—. Es un idiota. Y no parece que le importe ofenderme.

Terón asintió.

—En eso llevas razón. Y supongo que no puede hacernos daño alguno. Después de lo de ayer. Tal como has dicho esta mañana, o estás loco o eres muy fuerte, y ambas posibilidades harán que su amo dude un poco. —Terón había sido el entrenador de Sátiro y su preceptor. Tenía derechos especiales en lo concerniente a las críticas—. Además —prosiguió—, ahora puedes ir a ver tus barcos.

Sátiro se rio.

—¿Tan transparente resulto? —preguntó.

El sol caía a plomo sobre el puerto y las espaldas de la cuadrilla de trabajadores que estaba instalando la artillería a bordo del recién botado buque insignia de Sátiro. El Areté iba a ser el barco más poderoso del Euxino, un penteres de casco rodio con cubierta de hemiola.

Sátiro bajó al puerto seguido por Helios, haciendo lo posible para ser un caballero y no un rey, pero los marineros y los remeros dejaban de hacer lo que estuvieran haciendo para sonreír, saludar con la mano, hacer reverencias o, simplemente, mirar.

—¡Es enorme! —dijo Helios.

Sátiro sabía que había barcos mayores surcando los mares, pero el Areté descollaba sobre el resto de su pequeña flota, era más alto y más ancho que sus trirremes y también algo más largo, como un caballo de guerra en un establo de caballos de carreras.

—¿Permiso para subir a bordo? —gritó Sátiro hacia la pasarela.

El infante de servicio asintió.

Neiron, su timonel —técnicamente, el trierarca del Areté—, fue a su encuentro en la cubierta central de mando. A diferencia de un trirreme pequeño, el imponente penteres tenía una cubierta que iba de una borda a la otra a lo largo de toda su eslora; dicha cubierta protegía a los remeros de los arqueros pero los condenaba a sudar cada vez que remaban. No obstante, con la media cubierta de popa para que los marineros pudieran trabajar en el mástil mayor permanente, el barco tenía suficiente espacio en cubierta para llevar un nutrido destacamento de infantes de marina; treinta o cuarenta hombres, si así lo deseaba. Y más importante aún, la cubierta tenía espacio para soportar estructuras fueraborda con las nuevas piezas de artillería. El Areté estaba construido para albergar seis balistas, tres en cada banda, y una séptima encima del espolón.

Cuando Sátiro subió por la pasarela, Draco estaba instalando el arma del espolón e hizo como si ignorara la presencia del rey, tendido cuan largo era, mirando la cubierta con los ojos entornados. El armazón de la balista descansaba atravesado en la proa, y había un agujero abierto a través de la cubierta hasta el madero principal que soportaba la punta del espolón; un madero de roble del Euxino tan grueso como la pierna de Sátiro. Dos carpinteros de ribera aguardaban instrucciones, uno con berbiquí y barrena, el otro con una sierra.

Sátiro se puso en cuclillas al lado del macedonio.

—Esto ya lo has hecho antes —dijo Sátiro.

—No —respondió Draco—. ¡Diocles! ¿Estás dormido?

—Ni ha atravesado el bao —dijo una voz desde abajo.

Draco negó con la cabeza.

—Necesita algún tipo de abrazadera, creo. Mira: ponemos una clavija en la base del armazón para que la pieza pueda girar.

—¡Excelente! —dijo Sátiro, celebrando verse libre de las finanzas de su polis.

La balista de encima del espolón era la pieza más pesada del barco; de hecho, de toda la flota. Podía disparar una barra de hierro con un alcance de dos estadios. Permitir que la pieza girase haría más que duplicar su efectividad.

—La clavija se mete en el roble del armazón y se encaja en el bao de debajo. —Draco meneó la cabeza—. Pero pesa cincuenta talentos. Si se suelta puede cocear como una mula. Partir la clavija, agrietar el bao, romper el armazón.

Se encogió de hombros.

—No lo sabremos hasta que lo probemos —dijo Sátiro.

—Preferiría bronce. Una buena base de bronce fundido. Y una pieza a juego en el armazón para sujetar la clavija —dijo Neiron, y se encogió de hombros.

—¿Qué le impedirá girar? —preguntó Sátiro de improviso.

—¿Qué? —preguntó Draco. Su tono indicaba que se tomaba la crítica como algo personal.

—Cuando haga mala mar, ¿no se balanceará como una loca, tan inútil como las tetillas de un jabalí? —preguntó Neiron, mirando a Sátiro a los ojos. Se encogió de hombros—. Solo soy un viejo. No me gustan todas estas innovaciones. Luego qué pasará, ¿nos olvidaremos de cómo se ataca con el espolón, nos sentaremos y haremos pedazos a nuestros oponentes con estas cosas? No es exactamente glorioso, si queréis oír mi opinión.

Sátiro dio una palmada en el hombro a su timonel.

—Alguna vez te recordaré lo que acabas de decir. Pero Draco, en algo tiene razón, ¿eh?

—Más motivo aún para poner una base de chapa de bronce. Con seguros, o pasadores. No soy un maldito ingeniero, ¿verdad? Solo un macedonio que ha perdido un tornillo.

Draco volvió a arrodillarse junto al agujero abierto en la cubierta, mascullando para sí.

Sátiro esperaba que alguien se pronunciara, pero todos mostraban su deferencia para con él.

—¿Y bien? —preguntó.

Neiron enarcó una ceja.

—¿Tenemos un herrero que pueda hacer una base de bronce fundido? —preguntó Sátiro, pero ya sabía la respuesta y, de repente, se vio de nuevo en el reino de las finanzas.

—Lo cierto es que no —admitió Neiron—. ¡Necesitamos uno!

—Toma nota —dijo Sátiro a Helios, que sacó una tablilla de su bolsa de cuero y se puso a escribir. Luego se volvió hacia Draco—. ¿Y bien? Instala el aparejo y encájala. Disparemos para ver qué pasa.

Draco sonrió.

—Sí, mi señor.

En cuestión de minutos, una docena de marineros treparon al palo mayor, aparejaron la verga para que corriera a proa y a popa, amarraron el extremo de atrás con una soga gruesa y pusieron una eslinga en la proa con un sistema de enganches. Luego sujetaron el armazón a la balista y utilizaron el artefacto para levantar el armazón de la cubierta y bajarlo de nuevo, mientras se balanceaba ligeramente con el suave oleaje de la bahía del Salmón, hasta que la clavija encajó en la cubierta y en el bao de la bodega.

—Necesita una abrazadera en cruz —dijo Neiron, entrando en ambiente—. Mirad ahí; algo que salga de la base y quede fijado en la cubierta.

De hecho, el arma giraba despacio adelante y atrás sobre la clavija —una barra de hierro de dos dedos de grosor— debido al balanceo de la nave a causa de las olas.

—No había pensado en las olas —dijo Draco.

Neiron hizo un ruido burlón.

Sátiro movió el arma adelante y atrás con la mano. Era pesada pero estaba bien equilibrada. Luego se puso a gatas e inspeccionó el lugar donde la clavija penetraba en la cubierta.

—Ya está desgastando las tablas de la cubierta —dijo—. Draco lleva razón. Hay que poner una base de bronce. Pero disparemos de todos modos.

Se acercó a la primera balista de la amura de babor, que estaba bien sujeta en su sitio. Solo podía moverse si una docena de hombres levantaban el armazón entero. Fuera del malecón vio que zarpaba un barco; el embajador macedonio.

Al regresar vio que Diocles, su antiguo timonel y actual capitán del Oinoe, un pesado teteres, o cuadrirreme, salía a cubierta por una escotilla con una recia lanza de hierro.

—Dispara un par de dracmas cada vez —dijo al acercarse—. Es como lanzar dinero al enemigo.

—Pues entonces retiraré las nuevas armas del Oinoe —respondió Sátiro.

—¡No es mi dinero! —Diocles se rio—. ¡Es el tuyo!

Le dio la lanza a Draco.

Draco y Neiron hicieron girar las manivelas del mecanismo de torsión del arma. Los engranajes emitían un ruido curioso, casi musical, a medida que giraban las manivelas. Sátiro y Helios los sustituyeron.

—No es un mecanismo muy rápido, que digamos —dijo Sátiro.

—Ya hay suficiente tensión. Nunca hay que pasarse, so pena de que se rompa la soga y te quedes con un palmo de narices.

Apoyó con cuidado una mano en la cuerda del gigantesco arco. Sátiro hizo lo mismo.

La cuerda del arco era gruesa como una amarra pero de crin, y al palparla la notó tan dura como la rama de un árbol.

—¡Cargad! —gritó Draco, y Neiron y Helios alzaron la lanza y la introdujeron. El casquillo encajó sin esfuerzo en la cuerda.

—¡Listos! —dijo Neiron.

—¿Quieres hacerlo tú, señor? —preguntó Draco.

Sátiro no disimuló.

—¡Sí! —dijo, y se situó detrás del armazón, agarrando la palanca de disparo.

—Apártate un poco hacia un lado. A veces la cuerda se rompe o el torno cede. En cualquier caso, mejor que no estés justo detrás de esta bruja —dijo Draco, y asintió.

Sátiro le hizo caso omiso y se dispuso a disparar.

—Listo para tirar —dijo.

Draco se retiró. Sátiro tiró de la palanca y la flecha salió como una exhalación, tan deprisa que ninguno de ellos pudo seguir su vuelo. El armazón dio una sacudida y la cubierta crujió, y los brazos del pesado arco emitieron un curioso chasquido cuando alcanzaron el límite de su recorrido.

La lanza desapareció. Fue tan lejos que no vieron dónde cayó, dejándolos perplejos y un tanto decepcionados.

Neiron negó con la cabeza.

—Mirad eso —dijo. Empujó el armazón del arma, que se inclinó. Un disparo había bastado para torcer la clavija sobre la que giraba.

—¡Por los pechos relucientes de Thetis! —exclamó Draco.

—Será mejor ponerla sobre un armazón fijo hasta que consigamos a un herrero que trabaje el bronce —dijo Sátiro. Estaba observando el barco del embajador—. ¿Cuántos hombres tenemos que sepan utilizar estas armas con precisión?

Neiron soltó una risotada.

—Me da la impresión de que debemos entrenar a la tripulación —dijo Sátiro—. Necesitamos objetivos en la costa. Y competiciones y premios. Nos hacemos a la mar dentro de dos semanas. Me gustaría que fuésemos capaces de darle a algo.

Neiron asintió.

—¿Y qué daños causará una lanza de estas a una nave? —preguntó.

Draco asintió.

—¿Infantes de marina?

Sátiro y Neiron asintieron. Diocles negó con la cabeza.

—Mejor será que también entrenemos a unos cuantos marineros.

Sátiro los dejó debatiendo dónde debían realizarse las prácticas de tiro. Estaba de mucho mejor humor aunque, como de costumbre en aquellos días, parte de su mente calculaba el coste del entrenamiento con las nuevas armas, con las lanzas a dos dracmas y medio la unidad (el jornal de un remero).

Le consoló que el precio era muy inferior al valor de un mercante perdido. Y luego volvió a preocuparse por los almacenes disponibles y pensando qué ciudades necesitaban mejor suministro de agua.

«Dos semanas más y estaré en el mar, lejos de todo esto», pensó.