Tanais, mar Euxino, primavera 306 a. C.
Finales de invierno, o quizá primavera temprana en las tierras del Euxino. Los primeros brotes de azafrán asomaban, los corderos estaban viniendo y las yeguas parían potrillos, y en cuestión de semanas el Mar de Hierba reverdecería.
Había dos arqueros en el Campo de Ares de la ciudad, tirando flechas contra un blanco distante, hecho de tela de lino con un relleno bien prieto de trapos y paja. Tiraban con una precisión que aburría a los espectadores, que en su mayoría estaban tumbados en la hierba muerta del invierno, gozando del primer día de sol. Hasta que ambos arqueros se pusieron a gritar.
Melita se llevó las plumas a la comisura de los labios al tensar la cuerda y lanzó su flecha contra el blanco. Hizo diana con un satisfactorio golpe sordo de la lengüeta al cortar la lona tirante.
—¿Cuándo va a casarse contigo, si tanto te ama? —preguntó a su hermano.
Sátiro sacó una flecha del gorytos que llevaba en la cintura y la encajó en la cuerda. Tomó aire, levantó el arco y tiró, con un movimiento fluido que envió la flecha a la diana con el mismo ruido sordo.
—Cuando su tío deje de marear la perdiz, pretendiendo ser uno de los hombres de Alejandro —respondió Sátiro. No disimuló su desilusión. Cada primavera traía consigo un nuevo retraso de sus planes de boda. Tenía veinticuatro años, y Amastris era mayor que él.
Melita cargó, tensó y tiró.
—Tienes a una esclava en la cama —dijo en tono acusador.
Sátiro cargó, tensó y tiró. Su flecha pasó por encima del blanco.
—Por el Señor del Arco Plateado, hermana, ¿acaso es asunto tuyo? —preguntó malhumorado.
—Juramos a nuestra madre que no nos acostaríamos con esclavos —contestó Melita—. Por cierto, has fallado. El caballo es mío.
Sátiro contuvo su genio el tiempo que tardó su corazón en latir tres veces.
—Sí —admitió, tras el tercer latido.
—¿Sí, te acuestas con una esclava? ¿O sí, el caballo es mío? —preguntó Melita. Para hacer hincapié, cargó, tensó y tiró otra vez, y su flecha dio en el centro de la diana.
—Sí, pienso que va siendo hora de que emprendas tu marcha de primavera —replicó Sátiro, sin conseguir que su voz no trasluciera su enojo.
—¡Espléndido! —dijo Melita—. Qué buena manera de cumplir con los deseos de nuestra madre. ¡Y los de Filocles! ¡Y los de León! Dijimos que no tendríamos esclavos. ¿Qué tal llevas eso, hermano? Tengo la impresión de que cada día llegan más campesinos esclavos.
—¡Algunos de ellos en barcos de León! —repuso Sátiro—. ¡Esto es el mundo real, hermana! Tú te vas a cabalgar por las llanuras y finges ser una princesa nómada. Yo tengo un reino que administrar. Necesitamos braceros.
—¿En nuestras camas? Consígueme uno, hermano. Que tenga buena planta y una polla bien grande. —Frunció los labios—. ¡Qué te parece!
—¡Ares! ¡Te pasas de la raya! ¡No es asunto tuyo quién se mete en mi cama!
El Rey del Bósforo se dio cuenta de que había gritado y de que aun estando en el Campo de Ares, fuera de la ciudad, la gente los estaba mirando.
Melita se encogió de hombros.
—Un chico guapo como tú debería tener mejor compañía que la de una labriega —dijo.
—¿Tal vez podría dormir con el capitán de mi escolta? —preguntó Sátiro a su hermana.
—¡Cierra el pico! —respondió Melita entre dientes.
—Por supuesto, te dobla la edad, pero no cabe duda de que Coeno sigue siendo un hombre atractivo —concluyó Sátiro, satisfecho de haber hecho mella en los aires de superioridad de su hermana. Llevaba tiempo sospechando que se acostaba con el capitán de su guardia, Scopasis, un antiguo forajido.
Se quedaron plantados, fulminándose con la mirada.
—Al menos no es un esclavo —dijo Melita, y lo hizo con ánimo de ofender.
—Eso está muy bien —replicó Sátiro—. Lárgate a las llanuras y deja conmigo a tu hijo para que lo críe.
De hecho, Melita no era una madre abnegada, y ese disparo dio de pleno en el blanco, haciendo que se pusiera colorada desde las raíces del pelo hasta lo alto de los pechos, que asomaban bajo su abrigo persa entreabierto.
—Me debes un caballo —dijo, y se marchó. Dio diez pasos y se volvió, incapaz de contenerse—. Debes dejar de fingir que Amastris se casará contigo. Búscate una chica. Folla con ella y ten hijos, y entonces tendrás derecho a hablarme… —Se estaba atragantando, enojándose, amenazaba con echarse a llorar y se odiaba por ello—. Entonces tendrás derecho a hablarme de hijos.
Fue hasta su caballo, montó de un salto y se marchó al galope.
—¿Ese es el rey? —preguntó una voz extranjera. El hombre parecía desconcertado.
—El rey está ocupado, ahora mismo.
Sátiro volvió la cabeza, con el enojo todavía palpitando en sus venas, y vio a su hipaspista, Helios, junto a un hombre de complexión fuerte. Sátiro lo había visto llegar. Era el embajador de Antígono, Niocles, hijo de Laertes de Macedonia. O eso decía el informe de aquella mañana.
Helios corrió a su lado y Sátiro le dio su arco y su gorytos.
—¿Ahora qué toca? —preguntó, caminando hacia su caballo.
—El arado nuevo —respondió Helios.
—Me lo saltaré —dijo Sátiro. En su fuero interno seguía sintiendo un gran enojo, tan grande que tenía la sensación de que le llenaba el pecho y lo asfixiaba. Cómo se atrevía a acusarlo por lo de la esclava. Respiró profundamente. Qué desagradable por parte de él haberse metido con su maternidad.
El problema de ser gemelos residía en que nacías siendo capaz de herir a la persona que más amabas.
—Señor, dijiste que tenía que ver el arado hoy porque si no sería demasiado tarde —dijo Helios, sonando contrito, pero conocía a su amo y sabía cuál era su deber.
—Siendo así, lo haré.
Sátiro se ahorró un sermón sobre el deber saltando a lomos de su caballo de batalla e hincando los talones en los costados del animal, y se marchó tan deprisa como lo había hecho su hermana.
Sátiro poseía varias granjas en los alrededores de Tanais, la ciudad que había convertido en su capital. Era la ciudad que había fundado su padre, aunque lo hiciera póstumamente. La estatua de bronce de su padre seguía presidiendo el ágora, si bien se le habían sumado otras estatuas.
Pensar en su padre —una figura heroica, casi deificada— no lo ayudó a quitar hierro a su mala conducta. Como tampoco lo ayudó, mientras cabalgaba por la escarpadura, contemplando el valle del río Tanais, pensar en Filocles, su mentor, con quien a menudo habían recorrido al galope aquellos mismos estadios.
Descendió por la pendiente casi cual precipicio a un paso temerario. Su caballo lo llevaba a grandes saltos, sus cuatro pezuñas parecían rozar apenas el suelo. Sátiro se mantuvo en la silla inclinándose mucho hacia atrás y clavando las rodillas como si fuesen el torno de un zapatero. Y cuando notó que su caballo aflojaba el paso, se enderezó, se inclinó sobre el cuello de su corcel y galopó por el camino. El camino donde había matado a su primer hombre.
Y a su primera mujer.
Justo allí, le había disparado. Yacía herida en el suelo y él le tiró una flecha y la vio morir. Tenía su misma edad, trece o catorce años. Todavía veía la expresión de su rostro. Todavía se preguntaba dónde había ido al abandonar su cuerpo, y qué le aguardaba a él.
Corrió como el viento por el camino, dejó atrás el río que los salmones remontaban para aparearse y subió la colina siguiente, donde tenía su granja. Era una granja rica, con graneros y establos de piedra y una buena casa. Al entrar en el patio, su caballo fue esparciendo terrones del camino mojado.
Había dejado a su séquito muy atrás salvo por Helios, que le pisaba los talones. El encargado de la granja, Lekthes, aguardaba junto al cobertizo de los bueyes.
—¡Has venido, señor! —se rio.
—¿Tan poco de fiar soy? —preguntó Sátiro.
—Apuesto a que hay muy pocos reyes en el círculo del mundo que aren sus campos en persona —dijo Lekthes. Escupió—. El arado está uncido. ¿Cómo lo dicen tus cortesanos? Cuando gustes.
Lekthes era un liberto, un antiguo esclavo que había sido adquirido por León para que dirigiera granjas y formara a nuevos agricultores. Aunque no tenía los hábitos de un eslavo. En ciertos aspectos, era el hombre más arrogante que Sátiro había conocido en su vida. Tenía la arrogancia propia de los artesanos.
—Iré comenzando —dijo Sátiro—. Mi gente me sigue de cerca, y no puedo eludir al embajador macedonio eternamente.
Helios se permitió reír entre dientes.
Sátiro se deshizo del quitón pasándolo por la cabeza, quedando prácticamente desnudo, lanzó la prenda a Helios y chasqueó la lengua a los bueyes.
Estaban bien entrenados y eran muy fuertes. Comenzaron a caminar en cuanto hizo el ruido, y la reja —el hynis del nuevo arado— se hincó de inmediato, penetrando en la tierra a más de un palmo de profundidad. Tras abrir un primer surco de menos de un estadio, Sátiro sintió la tensión en las muñecas y la rabadilla. Volvió a chasquear la lengua y las bestias resoplaron y se detuvieron. Entonces se apoyó en las estevas para examinar el surco. Bastante recto. Y profundo. La tierra negra estaba perfectamente amontonada a ambos lados del surco. La imaginería sexual de arar resultaba obvia; incluso el olor…
El rey dio un repeluzno. El sexo estaba demasiado presente en su mente, y se obligó a centrarse en el asunto que lo ocupaba. Chasqueó la lengua de nuevo y sus dos bestias tiraron de sendos yugos, los zygotes que daban nombre a los hoplitas.
Arriba y abajo, arriba y abajo. Después de tres surcos enteros, Sátiro volvió a comprender por qué la labranza era el mejor entrenamiento para la guerra. Hizo una seña a Helios, bebió un trago de vino de su cantimplora, hizo caso omiso a la llegada de la delegación macedonia y volvió a la faena.
Se abismó en ella durante un rato. Arar —algo que no había comenzado a practicar hasta el otoño anterior— requería su plena concentración, en cuerpo y alma. El manejo de los bueyes, la profundidad de la reja del arado, el control de la dirección con las manos y el dolor en la rabadilla…
Los bueyes arrastraron las pezuñas casi deteniéndose, uno de ellos respingaba por culpa de una mosca. Sátiro encontró que había algo poético, incluso oracular, en que una bestia que pesaba como tres caballos se asustara de una mosca que pesaba menos que un grano de trigo. Mientras se deleitaba con este devaneo de filosofía barata tuvo que emplear toda la anchura de sus hombros para mantener el arado en su curso.
El buey en cuestión se detuvo, dio un coletazo y bajó la cabeza. Sátiro soltó las estevas, dejando que el pesado arado descansara en el suelo. Hizo girar los hombros, estiró la espalda y se irguió por primera vez en cinco largos surcos.
Sátiro II, Rey del Bósforo, estaba desnudo como un esclavo —o un labriego— trabajando duro bajo el ardiente sol primaveral del Euxino. Medía un metro noventa, y sus hombros parecían tan anchos como su estatura. Los hombres lo comparaban con Heracles, cosa que le hacía reír. Tenía veinticuatro años, y hacía tres que era rey, y sentía que esos tres años le habían hecho envejecer más que todos los años anteriores, como si el tiempo no fuese algo constante, dijeran lo que dijesen al respecto Aristóteles y Heráclito.
Helios llegó corriendo desde los árboles con una clámide, un estrígilo, una toalla de lino y la cantimplora de vino. Sátiro tomó primero el vino, bebiendo un buen trago de tinto mezclado con tres partes de agua antes de utilizar el estrígilo, se secó con la toalla y se puso la clámide blanca con ribetes púrpura. Sátiro dedicó una sonrisa al joven y echó a caminar por el campo hacia los extranjeros.
—No tienes por qué verlos hasta esta noche —masculló Helios.
—Me viene bien hacerlo ahora —dijo Sátiro.
Muchos de los macedonios estaban montados y no había mucho con lo que distinguirlos. Todos llevaban la misma capa de color pardo y mostraban la misma arrogancia. Sátiro se rio porque se le ocurrió que Lekthes podría haber sido hermano del embajador macedonio.
Sátiro caminó a través de los surcos para dar la bienvenida a los embajadores del hombre más poderoso del mundo, Antígono el Tuerto, desnudo salvo por su atuendo corto. Hizo una pausa antes de llegar a la distancia en que los hombres comienzan el trato social para observar la profesionalidad de sus surcos.
—¿Crax? —llamó.
—¿Mi señor? —respondió Crax, abriéndose paso entre la multitud de aduladores y cortesanos. Crax era el Jefe de la Casa Real de Sátiro. Alto y de barba roja, su voz aún conservaba un deje del acento bastarno de la tribu que lo vio nacer, antes de que la esclavitud, la manumisión y la guerra lo convirtieran en un poderoso oficial del Reino del Bósforo.
—El nuevo arado es un buen artilugio. Encarga diez para nuestras granjas, y propón a Gardan que organice una reunión de labradores para que vean sus ventajas. —Mientras hablaba reparó en Coeno, uno de los hombres en quien más confiara su padre, en posición de descanso, rodeado de soldados de la escolta. Le guiñó el ojo, y Coeno respondió con una sonrisa sardónica. Sátiro se volvió hacia Helios—. Toma nota por mí. Reunión con Gardan. Lleva tiempo pidiéndola.
Helios escribió algo en una tablilla de cera. Crax también escribió algo en la suya. La visión de un bastarno tatuado escribiendo en una tablilla de cera podría haber sido objeto de burla, en otra compañía.
—¿Y estos caballeros? —preguntó Sátiro con impostada despreocupación. Como si el último día no lo hubiese pasado preparándose para recibirlos.
—Un embajador, mi señor —dijo Crax—. Niocles hijo de Laertes de Macedonia, de parte de Antígono, Regente de Macedonia —dijo Crax, señalando a un hombre maduro, fuerte y de estatura mediana que parecía más acostumbrado a llevar armadura que las largas vestiduras de los funcionarios.
El hombre así llamado se adelantó; dos esclavos le sostenían el quitón blanco para que no se manchara con la tierra de los surcos recién abiertos.
—Mi señor —dijo. Su voz era bronca, y su rostro decía que no estaba en absoluto complacido con el desarrollo de la mañana.
—Un placer recibirte —dijo Sátiro. Estrechó la mano del macedonio, y si a este lo turbó ser saludado por un Heracles casi desnudo, no lo demostró.
—Un placer conocer a tan afamado soldado —respondió el macedonio.
—Bienvenido al Reino del Bósforo —dijo Sátiro—. Me figuro que habéis venido a solicitar algo.
Niocles bien podría haber hecho una mueca, pero su severidad se impuso.
—Así es, señor. Te complace recibirnos en un campo fangoso y directo al grano.
—Estoy muy atareado —respondió Sátiro—. Estamos en la temporada de labranza.
—Como si un rey tuviera que arar su propia tierra —comentó un hombre de la delegación. La sorna fue casi evidente.
—Estoy convencido de que has venido con asuntos que negociar —dijo Sátiro.
—He venido en representación del señor Antígono, a quien los hombres llaman el Tuerto —dijo Niocles—, a exigir reparaciones.
—¿Seguro que este discurso no es para Tolomeo de Egipto? —preguntó Sátiro, y muchos de sus hombres rieron. El macedonio se puso rojo y pudo haberse desencadenado violencia, pero los hombres de Coeno aparecieron como de la hierba y formaron ordenadamente entre su rey y el séquito del embajador, luciendo un uniforme un tanto arcaico con petos y grebas de bronce, yelmos áticos y largas capas azul índigo. Portaban el pesado aspis redondo de la antigua Grecia y lanzas cortas con pesadas hojas.
Niocles aguardó, serenándose. Sátiro le deseó suerte.
—¿Debemos entender que no estás tan unido al señor Tolomeo como antes había sido el caso? —preguntó.
Sátiro sonrió.
—¿No lo estoy? —preguntó a su vez—. ¿Cómo puedo serviros a ti y a tu señor?
Niocles se encogió de hombros.
—Vaya, pues con un tratado que nos convierta en aliados en la paz y en la guerra, por supuesto, señor. Pero, por el momento, estoy aquí para protestar por la conducta de tus mercaderes en el puerto de Esmirna de mi amo y señor.
«Así que era esto», pensó Sátiro.
—¿Sí? —preguntó, haciéndose el inocente.
—Mi señor, sin duda sabes que dos de tus naves atacaron a las de mi amo en el puerto de Esmirna. Murieron hombres. Queremos a los capitanes. —Niocles sonrió, y su tono de voz se endureció—. Esto no es negociable. Tal vez habría sido mejor para ti que los hubieses entregado por voluntad propia.
—¿Mejor en qué sentido? —preguntó Sátiro. Dio un paso al frente, de modo que quedó bastante cerca del macedonio—. Veamos… Estoy al corriente de ese incidente, por supuesto. Dos de mis barcos están anclados en el puerto de Esmirna, propiedad de tu amo. Humm. Y son atacados. ¿Me equivoco?
—Esos hombres fueron enviados a cobrar las tasas —dijo Niocles. Se encogió de hombros—. Solo recurrieron a la violencia cuando les fueron denegadas.
—¿Tasas que incluyen la confiscación de los barcos? —preguntó Sátiro.
—Mi amo puede dictar las leyes que le plazca en sus dominios —respondió Niocles, con un ronroneo de placer—. Y a diferencia de ciertos señores —prosiguió, echando un vistazo a los guardias de Sátiro—, mi amo tiene la fuerza precisa para hacerlas cumplir.
—Permíteme aclarar las cosas —dijo Sátiro. Su hipaspista le dio una copa de oro llena de vino, que bebió sin invitar al macedonio—. Tu señor fijó una «tasa» absurda en el puerto de Esmirna como pretexto para permitir que una banda de piratas atacara mis naves. Fueron derrotados de manera aplastante. Ahora tengo que entregar a mis capitanes y ¿qué más? ¿Pagar una indemnización? ¿Por mi presunta negativa a pagar la tasa?
Niocles asintió.
—Exactamente.
—¿Y nuestro delito en este asunto es…? —preguntó Sátiro, y bebió un sorbo de vino.
—Comerciar con Tolomeo —dijo Niocles—. Tus naves han comerciado con Tolomeo.
Sátiro se rio.
—¿Eso es un delito? —preguntó.
—En Esmirna, sí —respondió Niocles.
Sátiro asintió.
—Así pues —dijo, ¿un señor tiene derecho a dictar cualquier ley que le plazca si es capaz de hacerla cumplir?
—En efecto —dijo Niocles.
Sátiro devolvió la copa de vino a Helios.
—Arar es un ejercicio excelente para la guerra —dijo—, tal como mis antepasados, que vencieron a los persas cuando Macedonia era aliada de Persia, pudieron comprobar. La pretensión… —y aquí la voz de Sátiro adquirió un tono que no había poseído hasta pocos años antes, el tono tajante de un rey tratando con un idiota—, la pretensión de que tu señor tiene el poder de imponernos su voluntad, aquí, en las tierras del Euxino, es una auténtica locura. —Sátiro sonrió—. Pero como tú mismo has apuntado el precedente, me alegrará liberar a todos los esclavos que tan obviamente llevas en tu séquito.
Dicho esto, Sátiro echó a caminar cruzando los surcos hacia la delegación macedonia.
—¿Qué? —preguntó Niocles.
—Tú, ¿eres esclavo? Todos los que seáis esclavos, separaos de los demás. Eso es. Muy bien. Coeno, encárgate de esto. —Sátiro se volvió hacia Niocles, que lo había seguido por el campo arado hasta el herbazal—. Tal es mi antojo, y el antojo de mi hermana. Y puesto que tengo el poder de hacerlo cumplir —dijo—, puedes irte a casa y decirle a tu amo que la próxima vez que ataque una pareja de naves mías, haré que mi flota se ponga a incendiar ciudades en su litoral. Espero que haya quedado bien claro. —Sátiro hizo un ademán de despedida—. Márchate. Y deja a tus esclavos. De todos modos, sospecho que serán mucho más felices aquí.
Niocles se mantuvo firme.
—¿Estás declarando la guerra? —preguntó.
Sátiro negó con la cabeza.
—No —dijo—. Solo estoy jugando a este estúpido juego tal como tu pueblo lo juega.
—¿Qué juego, señor? —preguntó Niocles.
—El juego de la diplomacia —contestó Sátiro—. En el que tú finges ser poderoso y yo finjo ser poderoso y ambos adoptamos poses como los muchachos en la palestra. No deseo la guerra. ¿Entendido? Mi pequeño reino ya ha padecido demasiada guerra. Pero tampoco jugaré. En absoluto. Tu señor no tiene más tiempo ni ganas que Tolomeo de venir al Euxino. Regresa cuando quieras hablar en mi idioma.
Niocles hizo una mueca y meneó la cabeza.
—Eres más macedonio que la mayoría de los griegos —dijo.
Sátiro se encogió de hombros.
—Supongo que lo dices a modo de halago —repuso—. Pero tus halagos no servirán para que recuperes a tus esclavos.
—Cuando Antígono sea Gran Rey, Rey de Reyes, lamentarás haberte permitido esta ridícula insubordinación.
Niocles se acercó más a Sátiro, y los hombres de la escolta se movieron, empuñando las lanzas.
Sátiro se encogió de hombros.
—Puedes juzgar mi opinión sobre el tema —dijo—, por mi inclinación a comportarme como lo hago.
Tanais era una ciudad nueva, tan nueva que el olor a aceite de linaza y a pino recién cortado parecía llenar todas las habitaciones de todas las casas, rivalizando solo con el olor del mármol y la caliza recién cortados. Hacía menos de quince años que Eumeles de Pantecapea había incendiado la ciudad, arrasándola, y menos de tres que se había iniciado seriamente la reconstrucción.
De nuevo había una estatua ecuestre de bronce de Kineas, Hiparco de Olbia, en el ágora. De nuevo había una estatua de Niké en un templo a Niké en el extremo oriental del ágora, y esta vez el templo estaba construido con mármol de Paros, transportado por mar, bloque a bloque, desde el remoto Sunión, en la costa del Ática. El «palacio», una pequeña ciudadela con seis altas torres, era pequeño pero enteramente de piedra, y su salón central era lo bastante grande para albergar a los mil ciudadanos de Tanais, apretados como sardinas en un barril, cuando llovía en los días de fiesta.
El botín de cuatro campañas y los tributos de las ciudades del norte del Euxino habían reconstruido Tanais con una velocidad inusitada. Sin embargo, todavía tenía más el aire de una colonia rica que el de una verdadera ciudad. Muchos de sus ciudadanos eran agricultores que se dedicaban a cultivar la tierra, y se había concedido la ciudadanía a cientos de meotes del lugar para equilibrar el peso de los mercenarios que habían recibido títulos de propiedad a modo de pago por los servicios prestados.
Además de los griegos y los meotes, el valle del Tanais tenía un tercer grupo de ciudadanos, si así cabía definirlos. Melita, la hermana de Sátiro, era reina de todos los masagetas; en realidad, la jefa de las tribus nómadas que cubrían a caballo un extenso territorio, desde los confines de la remota Hircania en el este hasta las lejanas tierras occidentales de Tracia y los getones. Ella también gobernaba desde Tanais cuando no estaba en las estepas, haciéndolo desde la silla. Como era primavera y la hierba brotaba, se estaba preparando para escapar del confinamiento de la ciudad y cabalgar libre, alejándose hacia el norte, para la reunión anual que todos los masagetas celebraban para actualizar su censo. Pero los masagetas formaban tanta parte del reino como los griegos o los meotes.
Sátiro dejó a su caballo en la cuadra «real», justo cruzada la puerta principal de la ciudad. La construcción de murallas de piedra —no solo unas cuantas en el zócalo o en los cimientos, sino piedra hasta lo alto de la fortificación— había sido la primera prioridad de los gemelos. La puerta principal la flanqueaban dos torres empotradas, cada una con tres plantas de altura que albergaban tres niveles de artillería pesada, grandes máquinas de torsión, capaces de lanzar un proyectil de hierro de dos metros de longitud. Una guarnición permanente estaba a cargo de las máquinas de todas las torres, y la ciudad tenía veintiséis. Erigida sobre un promontorio sobre la desembocadura del Tanais, allí donde el río se vertía en las aguas someras de la bahía del Salmón, Tanais era tan inexpugnable como la mano del hombre y el desembolso de oro la podían hacer.
Solo las torres habían costado el equivalente a un año de rentas del reino entero. Así era como Sátiro había empezado a verlo todo en su reino, como una etiqueta con su precio. La calle que arrancaba en la puerta principal pasaba ante las caballerizas reales (setenta minas de plata, necesitaba un tejado nuevo), luego se ensanchaba en la calle de los Héroes con sus estatuas de los antepasados de Sátiro y de algunos amigos de Kineas (la estatua de Filocles llegaría cualquier día desde Atenas, de bronce, plata y oro, cuatro talentos de plata, entregada y aguardando entre un montón de virutas de madera junto con la de su más afamado y heroico antepasado, Arimnestos de Platea, también de bronce, oro y plata), y proseguía hasta las puertas de la ciudadela, cuya artillería defensiva cubría el camino y la puerta (cuatrocientos setenta talentos de plata en total) hasta la puerta del mar (quinientos noventa talentos), tras la que se erguían los mástiles y la jarcia firme de la flota de Sátiro, la más poderosa del Euxino. Sin esforzarse, el joven rey del Bósforo podía contar veintidós trieres, o trirremes, cuyos cascos, reparaciones, velas, jarcia, salarios de marineros, remeros e infantes de marina le costaban dieciocho talentos de plata anuales. Cada uno. Con sus seis hemiolas, o trirremes a vela (veinticuatro talentos al año) y sus cuatro penteres[1] a poco más de treinta talentos anuales, sus muelles y cobertizos para resguardar los cascos de los crudos inviernos del Euxino, y el malecón fortificado que protegía a su flota y su mantenimiento, sus gastos navales sumaban setecientos talentos anuales, una suma considerable incluso para los ingresos del mayor productor de grano del mundo.
Y eso sin contar con su magnífico barco nuevo, el Areté. Recién construido de la roda al codaste, y todo según sus especificaciones. Veía la altísima verga mayor por encima de la puerta del mar. Sacaba varios codos a cualquier otro barco del puerto, y era más ancho de manga, con espacio para dos hombres sentados en cada bancada, un hexeres, o exarreme. Echaba en falta su amplia cubierta tanto como echaba en falta tener en su cama a una muchacha, cualquier muchacha. Tanto como echaba en falta a Amastris, solo que no siempre pensaba en ella cuando deseaba a una mujer. Amastris, cuyo regalo de cumpleaños, un delfín dorado, había costado dos talentos de oro puro.
Sátiro suspiró, procuró olvidar el precio de todo y se dirigió hacia el ágora, siguiendo a Helios, Crax y Coeno, y a dos docenas de guardias. Nadie le hacía reverencias. Los hombres iban a su encuentro, requiriendo su atención a propósito de sus litigios o buscando que aprobara sus mercancías o empresas comerciales.
Le llevó buena parte de la tarde cruzar el ágora.
Finalmente se libró del último ciudadano ansioso —un granjero que se quejaba de que le habían movido los mojones de sus lindes— y cruzó la puerta de la ciudadela, donde por fin estuvo en su propio terreno. Y esto era Tanais, junto con Olbia, la más fácil de administrar de sus ciudades. En Pantecapea podría haberle llevado todo el día cruzar el ágora y habría necesitado una escolta a sus espaldas. Todavía había muchos hombres que lo odiaban en Pantecapea.
—¿Mi señor? —susurró Idomeneo. Idomeneo era el Mayordomo de la Casa Real, el hombre que se aseguraba de que el rey fuera alimentado y vestido y tuviera un sitio donde sentarse. También ejercía de Secretario Real. Ocupaba ambos cargos para el anterior ocupante del trono, y Sátiro sospechaba que haría lo mismo para el siguiente.
—Para cenar, solo amigos —dijo Sátiro, y dejó caer la clámide en el suelo de sus aposentos. Una docena de criados acudió con la ropa para la cena.
—¿Un baño? —sugirió Carlo, un gigantón germano que servía como guardaespaldas de Sátiro y que a menudo también trabajaba como su sirviente personal. El corpulento germano empezaba a tener el pelo cano y tenía el cuerpo entrecruzado de cicatrices que atestiguaban treinta años de combates casi constantes.
—Sí, Carlo. Gracias —dijo Sátiro. La zona residencial del palacio tenía hipocaustos, suelos térmicos, y una caldera central mantenía el agua caliente todo el día. Sátiro se deslizó en el agua, nadó en su pequeña piscina por espacio de unos minutos y salió para ser recibido por una pareja de sirvientes con toallas.
Masajeado, aceitado y limpio, Sátiro se recostó en su diván para cenar mientras el sol se ponía con un rojo esplendor en el valle del río Tanais. Sátiro solo se levantó para decir la plegaria a Artemis y verter la libación del día, y luego dirigió el canto de un himno a Heracles, su antepasado, antes de recostarse de nuevo.
En el diván contiguo Coeno alzó una copa de vino.
—Lo has hecho muy bien, muchacho —dijo.
Sátiro hizo una mueca.
—Poses. Filocles se habría reído. Tuve una rencilla con Melita y me puse agresivo con los macedonios.
Coeno negó con la cabeza.
—Filocles diría que has obrado bien. Era el maestro del engaño cuando era preciso, señor. Tendrías que haberle visto engañando al tirano de Olbia con espías…
Sátiro asintió para interrumpir el relato inminente.
—Le vi engañar a Sófocles, el asesino de Atenas —dijo.
Coeno rio.
—Me estoy haciendo viejo, señor. Desde luego que lo viste.
Sátiro negó con la cabeza.
—Nunca digas viejo.
Crax se rascó la cabeza.
—Solo soy un bárbaro tonto —dijo—. ¿Por qué exactamente tenemos que seguirles el juego?
Sátiro cruzó una larga mirada con Coeno.
—Para mantener a Antígono desconcertado hasta que nuestras flotas de grano estén a salvo en Rodas y Atenas —explicó Sátiro—. Nos haremos a la mar, ¿qué, en dos semanas? Antígono tiene más de doscientas naves en el agua, y podría eliminar a nuestros mercantes como un halcón cazando palomas.
—¿Por eso hemos ofendido a su embajador? —preguntó Hama. Hama era otro bárbaro, un celta del norte lejano que había servido a la familia de Sátiro durante veinte años como guardaespaldas y capitán del ejército—. ¿En qué nos ayuda?
Coeno esbozó una sonrisa.
—Escuchad —dijo—, no es sencillo. Hemos ofendido al embajador para hacerle creer lo que ha visto y oído aquí. Si hubiésemos sido amables con él, se habría preguntado qué nos llevamos entre manos; al fin y al cabo, nunca hemos sido verdaderos amigos. La tregua entre Antígono y Tolomeo es papel mojado, ahora mismo. Hay guerra en todo el mar Jónico, y nuestras naves tienen que cruzarlo por el medio.
Hama se incorporó en su diván.
—¡Ya lo entiendo! —dijo—. Fingiendo ofender al Tuerto, parece posible que Sátiro sea… libre.
—O un loco —terció Coeno—. Niocles puede informar en ambos sentidos, y Antígono tal vez decida mantenerse a distancia de nuestros mercaderes este verano.
—Ares —espetó Crax—. ¿Qué haremos el próximo verano?
Sátiro alzó su copa y derramó una libación.
—El próximo verano está en manos de una Moira distinta —dijo—. Recordemos a las Parcas y a las Fortunas, caballeros. Bastante duro será este verano.
—¿Estás decidido a acompañar a la flota? —preguntó Coeno por quinta vez.
Sátiro se encogió de hombros.
Hacía una gloriosa mañana de primavera. Desde lo alto de las torres del palacio veía a los hombres que araban sus campos extramuros y, más hacia el este, a un tratante de caballos masageta que cabalgaba con brío hacia la ciudad con una reata de recios ponis, dejando una nube de polvo a su paso. Bastante más cerca, un grupo de chicas iba hacia la fuente pública del centro del ágora (sesenta talentos por la fuente de mármol y bronce, ciento setenta por el pozo, las cañerías, el ingeniero y los peones que cavaron en la roca y abrieron un canal para garantizar el suministro de agua todo el año).
Sátiro las observó sacar agua; observó sus figuras cuando se inclinaban sobre el agua para sacarla, observó a una muchacha que bebió de la pileta dispuesta para tal fin y luego se lavó las piernas.
«¿Por qué no logro evocarla? Qué idiota soy; como si a mi hermana realmente le importara. Además, ¿a quién perjudico? No le hago ningún daño a Jacinta.
»Porque sé perfectamente que está mal, por supuesto. No estoy evitando a mi amante esclava para complacer a mi hermana. Lo hago porque es lo correcto.
»O eso creo.»
—Creo que no me estás prestando atención —dijo Coeno desde muy lejos.
—Claro que sí, faltaría más —respondió Sátiro. Obligó a sus ojos a apartarse del parapeto para dirigirlos hacia el amigo de su padre—. Aunque agradecería que repitieras lo último que has dicho.
—Pensaba que ibas a enviar una embajada a Heracles esta primavera —repitió Coeno.
—Y así lo haré —dijo el rey.
—Quieres decir que tendrás una presencia más gallarda con una flota de guerra que con unos cuantos embajadores —dijo Coeno—. Tu futuro suegro, ahora llamado Rey de Heracles, tal vez no lo vea así.
A Sátiro no le gustaba que le leyeran el pensamiento. Aún menos cuando tenía la impresión de que se burlaban de él, cosa que los amigos de su padre tendían a hacer constantemente. Su hermana Melita lo llamaba la «conspiración de los viejos». De hecho, Coeno llevaba toda la razón. Sátiro deseaba ir a ver a Amastris con veinte barcos a sus espaldas, luciendo una armadura resplandeciente, tal vez después de un par de victorias.
—Coeno, con lo que nos gastamos en la flota, quizá no estaría de más darle algún uso —dijo Sátiro.
Coeno gruñó.
—Ahí me has dado, señor.
—Y soy el mejor navarco, si hay que entrar en combate —agregó Sátiro—. Tú mismo lo has dicho.
—Si entras en combate con la flota de Antígono el Tuerto, toda la destreza del mundo no valdrá una puta mierda —repuso Coeno, y se encogió de hombros—. Perdona, muchacho. No soy yo mismo. Eres el navarco más apto que tenemos. Me desagrada que los dos os marchéis a la vez; tú al mar y tu hermana al Mar de Hierba. Y ninguno de los dos con un heredero de edad suficiente para gobernar.
—Si ambos morimos —dijo Sátiro—, tienes total libertad para gobernar tú mismo. —Sonrió—. ¡En realidad ya lo haces!
Coeno gruñó otra vez.
—Esta no es la jubilación que tenía planeada —dijo.
Transcurrieron tres días sin que Sátiro llamara a su concubina, comprada en secreto y disfrutada con considerable culpa incluso antes de que Melita la descubriera. Él y Melita se trataban con corrección, pero nada más, y ninguno ofreció alguna clase de disculpa.
Pero el cuarto día Sátiro envió el caballo. Todo había comenzado por el caballo, un descendiente del maravilloso caballo de batalla de su padre y un buen ejemplar para tener tres años, con potentes ancas y un espíritu vivaz; el mismo pelaje gris pizarra plateado, el mismo negro en la crin y la cola. Un buen caballo y quizás algo más… Tánatos había sido un gran corcel.
Ambos deseaban aquel nuevo caballo, y se lo habían jugado en un desafío de tiro al arco, una estupidez de por sí puesto que Sátiro sabía que nunca estaría a la altura de su hermana con el arco.
Pero admitió la derrota y le envió el caballo, y observó desde su balcón cómo un mozo de cuadra se lo entregaba en el patio, donde su gente estaba cargando los carros para la expedición al Mar de Hierba.
No iba a permitir que se marchara hasta que hubieran hecho las paces.
Melita miró con avaricia el joven semental y le acarició los flancos. Acto seguido negó con la cabeza y siguió cargando su equipaje.
—¡Levanta la vista! —dijo Sátiro en voz baja.
Pero Melita no lo hizo.
Aquella noche la invitó a cenar dado que era su última noche antes de partir.
Melita rehusó la invitación.
Sátiro bajó al cuarto de los niños, donde su sobrino de tres años jugaba con las niñeras.
—Hola —dijo Kineas. Tenía brillantes ojos azules.
—Haz una reverencia al rey, chico —dijo la niñera de más edad. Era sármata, alta y probablemente tan peligrosa como la mayoría de sus guardaespaldas. Dedicó una sonrisa a Sátiro.
Kineas hizo una reverencia.
—¿Seré rey algún día? —preguntó.
Sátiro se encogió de hombros.
—Siempre y cuando no sea depuesto.
—¿Eso qué significa? —preguntó Kineas.
Sátiro negó con la cabeza. Con frecuencia cometía el error de contestar al hijo de su hermana como si fuese adulto, o como si fuese demasiado joven para entender las complejidades de su posición. Kineas tenía tres años, y ya era sensato.
—¿Te gustaría ir a montar mañana? —preguntó Sátiro.
—Solo después de que haya visto a mi madre… marcharse.
La breve pausa resultó muy elocuente para Sátiro, y lo hizo enojar.
Jugó con el niño hasta que el sol comenzó a ponerse, retozando en las alfombras y ayudándolo a disparar su máquina de guerra de juguete, una minúscula balista que los marineros habían hecho para el chico. En realidad era bastante peligrosa, tal como Sátiro descubrió cuando uno de los disparos se hundió casi un palmo en el escudo colgado en la pared.
—¡Oh! —dijo. Le había regalado la balista él mismo—. Kineas, tengo que llevarme esto.
El niño lo miró un momento, moviendo la mandíbula en silencio. Estaba intentando no llorar.
—Yo no… ¡Voy con cuidado! —dijo. Se agarró a la rodilla de su tío y levantó la carita. Ya tenía enrojecidos los contornos de los ojos—. Por favor. Voy con cuidado.
Sátiro respiró profundamente. Alguien tenía que ocuparse…
—No —respondió—. Es decir, sí. ¡Oh, no llores! Escucha, chico. Esto es demasiado potente para un niño de tu edad. Yo no lo sabía. Podemos jugar juntos, pero no puedo permitir que juegues solo.
El sol se había puesto por completo cuando Kineas volvió a estar contento. No era un niño mimado, como tampoco malo, simplemente un chico brillante que pasaba la mayor parte del día con dos niñeras. Merecía algo mejor.
Sátiro recibió un gran abrazo antes de marcharse, y sintió que su enojo se renovaba. Se detuvo en la entrada del ala que conducía a los aposentos de su hermana el tiempo que su corazón tardó en latir veinte veces, y entonces, con el sentido común venciendo a la ira, se marchó.
Se dirigió a su propia ala, cerró la puerta de sus habitaciones y cogió una copa de vino.
—¿Señor? —preguntó Helios.
—Manda traer a Jacinta —dijo Sátiro.
Y se arrepintió acto seguido. El enojo con su hermana no justificaba los excesos. Pero en el abrazo de Jacinta se deshizo del enojo, que fue remplazado por la tristeza. Sátiro había hecho el amor suficientes veces para notar la diferencia. Apenas se esforzó en complacer a Jacinta. Ella, por su parte, hizo lo posible por complacerlo.
Al fin y al cabo, era una esclava.