Una cosa es que el cine de ciencia ficción y Roger Vadim lograran hacer de Barbarella una mujer de carne y hueso y otra muy distinta que algo más de una década después Jane Fonda fulminara tu autoestima enfundada en unas mallas segunda piel y empaquetada en un VHS de clases de aeróbic. Una cosa era disfrutar en el cine del icono sexual más futurista allá por 1968, The Queen of the Galaxy, y otra que su representación en la tierra te mirara a los ojos con esa pila de dientes nacarados, con esa tripa extraplana y ese culo perfecto y te dijera que tú también podías ser así, como ella. Eso era mentira, por supuesto, pero había un segundo engaño y era aún peor. Porque tú, pobre infeliz de la década de 1980, podías llegar incluso a pensar que, algún día, ese milagro llamado aeróbic lograría que una malla bicolor con calentadores y cinta a juego te sentara igual que a Jane. ¡Hombre, por Dios! ¿Quién permitió esa bofetada mundial al sexo femenino común, a las no heroínas? ¿Por qué alimentar de forma tan cruel las esperanzas de aquellas que arroparon el movimiento pro gym al son de Staying Alive? ¿Nadie reparó en que Jane Fonda en sus pósters y Jaime Lee Curtís en Perfect eran milagros estéticos de cuello para abajo y que la probabilidad de cincelar el propio cuerpo hasta ese extremo son muy escasas si no te bendijo la genética? ¿Es que en la década de 1980 no sabíamos distinguir entre la perfección de los superhéroes y la flacidez de los simples mortales? ¿Era tan complicado darse cuenta de que ese diseño de malla alta con la braga hasta la cintura no sólo alargaba las piernas sino que, a la vez, pronunciaba las cartucheras, las pistoleras y los muslazos? De ahí el rumor de que Cher se había limado las caderas. Todo un bombazo sociológico o un cotillazo en la década de 1990. Cuentan que alguna llegó incluso a buscar respuestas en las revistas de bricolaje. Me lija usted las caderas y de paso el colmillo izquierdo, que algunos días me muerdo el labio. Cuente con ello y si quiere le barnizo la dentadura, ya que estamos.
¡Qué crimen la mallita ceñida y sus complementos! Entre ellos, el cinturón elástico y esos calentadores que eran una especie de prótesis muelle para, en realidad, disimular los tobillos gordos porque, ya me dirás, no tenían otra función. ¿Proteger las espinillas? ¿Amortiguar la caída? ¡Si en el aeróbic no hay contacto ni patadas ni entradas asesinas! No hay que hacerse líos. El tiempo ha demostrado para casi todas, a pesar de alguna nostálgica fanática, que el calentador no era más que un adorno aunque la de Flashdance empezara a sudar nada más ponérselos. O sea que te calzabas los calentadores, le dabas al play, sonaba Maniac y ya estabas recién salida de la sauna. ¡Menudo cante! Tan bestia como el salto final de la protagonista, Alex, frente al jurado, ¡ni What a feeling ni na! ¿Y aquellos planos cortos de piernas perfectas, vientres y nalgas de exposición con las gotitas colocadas como en una botella de cerveza en un anuncio? No nos engañemos: si Jennifer Beals puso algo fue los rulos y la cara de pena, que de eso tenía bastante.
Flashdance fue otra ficción que distorsionó la realidad de muchas soñadoras que se dejaron los abductores en algún estiramiento mortal. Y tú de mayor, mi princesita, ¿qué quieres ser? Soldadora, estriper y bailarina de oposición.
Los calentadores hicieron mucho daño y Jane Fonda lo sabía y eso es imperdonable, pero mucho peor fue permitir el uso generalizado de la cinta de felpa para recoger el sudor de la frente. Esa cinta no le queda bien ni a Giselle Bündchen, que es como la cabra de la moda; no hay nada que le haga ascos a la chica, todo le va bien. Ella puede ser una Venus fotografiada entre la mierda de un vertedero y las demás venga exfoliar sin control por si debajo de los restos queda algo de que lo fueron, algo decente que enseñar. Lo más fácil sería decir ¡Qué mal repartido está el mundo! Pues no. Lo que está es mal pensado porque había poco bueno que repartir y mucha morralla que dar, como en todo lo demás.
Una de las pruebas vivientes de esa fatal planificación en el reparto de la belleza era nuestra querida madrastra de cuento Jane Fonda. Sus mallas destrozaron a miles de mujeres. Ridiculizaron a todos los niveles medios y bajos del aeróbic, a todas las aspirantes a Barbarella Power y a costa de eso emergió un imperio, un ecosistema con fauna propia, tendente a la agresividad y la demostración de fuerza, al grito en el press de banca y la riñonera: el variopinto, castigador y, a menudo, maloliente universo de los gimnasios.
¿Deporte? ¿Autoengaño? ¿Club social? ¿Agencia de contactos? ¿Qué es realmente un gimnasio de los de matrícula a precio de hipoteca? Fundamentalmente es un club del que te haces socio entre el 12 y el 15 de enero, al que vas durante las tres semanas siguientes un par de veces y por el que después no vuelves a aparecer. Eso, en la mayoría de los casos. La relación apaciguamiento de la conciencia, pago de tasas de matrícula, más tarjeta de abonado y taquilla mensual es muy estrecha; para algunas, incluso, mano de santo. Yo estoy apuntada a un gimnasio pero no tengo mucho tiempo. ¿Cuánto pagas? Doscientos cincuenta euros. Eso te va a tonificar el bolsillo fenomenal.
Las pobres almas que caen en el engaño mensual del gimnasio abandonado a la mano de los cachas residentes suelen hacer varios intentos para enmendar su error. Perdone, ¿gimnasio Well-Good-Body-Fit-Center? Ni idea, esto es una ferretería. Pero si el gym estaba aquí. Mire mi tarjeta de abonado. ¡Soy soda First-Class-Body-Pump! Pues, como no quiera bajarme esas cajitas que tengo ahí desde hace diez meses, yo no puedo hacer na por usted.
Cualquier bendecido por el carné de socio de un gym puede haber sufrido el desarraigo y volver a caer en las redes la temporada siguiente. Siempre lo hará con el arrepentimiento de un adicto pero al revés porque en este caso no consume. He pagado 15 meses y he ido 17 días. ¡No puedo dejar de no ir! ¡Es horrible! Esta patología encuentra sosiego en una fase absurda que nunca es definitiva: la compra de una cinta de correr o una bici estática con mini-banqueta y juego de mancuernas. Tú, por ahorrar, una vez te has dejado miles de euros en mensualidades a fondo perdido, destruyes lo poco que te queda en ese momento: tu lugar de descanso. Porque una cinta o una bici, con banqueta, y en casos extremos saco de boxeo, no pinta nada en la cocina, no cabe en el baño y es incompatible con la visión de una cama; por lo tanto, va a tu salón. El kit super-sudada difícilmente te hará juego con los muebles. No hay quien lo tape porque la cinta es como un toro de grande y la bici, más o menos. Hay quien logra ver cierto punto en la combinación del mueble porta-mancuernas con la estantería porta CD, pero lo mires por donde lo mires es un horror. Es una bomba contra el feng shui y la paz de tu plaza social y templo del tumbing. Tú, ahí, sudando como un pollo, con la toallita colgando del cuadro de mandos, empinando la tele y procurando no imprimir tu huella en las paredes. En cualquier caso, si eres una defensora de la carrera de salón, enhorabuena, pero, si abandonaste el gym, no te engañes, acabarás haciendo lo mismo con la cinta y, a no ser que la recicles como caja registradora a la salida de casa, te la vas a comer con patatas porque no sirve para nada. ¿Conoces ese juego en el que tienes que imaginar diversas utilidades para un mismo objeto por muy ridículas que sean? Prueba con una cinta de correr. Ahí te quiero ver.
Volviendo a los gimnasios, el caso de las que quieren y dicen que no pueden pero pagan y nunca van es común y difícil de resolver, pero aún más interesante y merecedor de un estudio antropológico es el de las que quieren, pueden, pagan lo que sea y van todos los días en horario ininterrumpido. Un grupo que podemos denominar: Gym-Life-Full-Time-Addict.
Hay muchas mujeres viviendo en los gimnasios. Si te molestas en hacer el experimento, visita el mismo centro de fitness varias veces al día y encontrarás a un grupo de señoras que pasan la mañana, comen, consumen la tarde y meriendan dentro del club mientras alguien está recogiendo a sus hijos del colegio, llevándolos al parque o bañándolos. Que tengas dulces sueños, cariño. Mami ha estado en el gimnasio. Es una elección como otra cualquiera sobre todo si no eres muy madraza. Pero lo significativo de este desgaste muscular en las edades en las que empiezan a bajar los estrógenos y los depósitos de calcio amenazan es el porqué. Y ese porqué suele ser el monitor que a menudo no tiene la culpa de nada porque la obsesión es unidireccional. Si la señora Hot-Body-Tonic tiene mala suerte, su monitor favorito dará clases avanzadas de danza y funky y ella vivirá al borde del ataque cardiaco y con la rotura fibrilar a la vuelta de la esquina. Y si tiene muy mala suerte, él enseñará Hip Hop Dance y ella, previsiblemente, se descoyuntará. Los peligros para la integridad física son numerosos, eso sin contar el ridículo, no tanto por no tener sentido del ritmo como por caer en la tentación de ir conjuntada para llamar la atención del líder de la manada. Lo que nos lleva directamente a recordar a modo de ejemplo la pinta de Antonia Dell’Ate bailando un rap en ¡Mira quién baila! con la gorra hacia atrás a lo Paquirrín. Con lo mona que va ella siempre de Armani, quién le manda. De rapera no se puede vestir una así como así.
Un respeto por la cultura hip hop, señoras, por favor.
Más de un matrimonio por minuto se tambalea detrás del culo prieto de un monitor. El drama real alcanza su plenitud en la contratación de ese monitor como entrenador personal. ¿La alumna, nuestra señora Hot-Body-Gin-Tonic compra horas de entrenamiento personalizado o minutos de intimidad? En realidad, con la excusa moral/social del cuidado de la salud compra tiempo y oportunidades. Porque un buen personal trainer, uno listo al menos, te dará los buenos días como si le apeteciera verte y a ti te temblarán las piernas. Ejemplificará los ejercicios sólo para ti y tú no sabrás dónde poner el ojo entre tanto músculo prominente. Se sentará a tu lado en la colchoneta como si estuvierais juntos en un día de playa aunque tú te deslomes con la retahíla de abdominales a los que te ha castigado. Te gustará la sumisión gimnástica. Te dejarás llevar por el club a dos pasos por detrás de él. Leerás en la espalda de su camiseta Personal Trainer. Pensarás Es mío, mi entrenador. Echarás cuentas para saber cuánto te costaría contratarlo a jornada completa, será un lujo que no te puedes permitir. Te empezarás a desesperar y a deshidratar. Él dirá Bebe. Obedecerás. El chorrito de la fuente y su vaivén hundirán tu sex appeal definitivamente. Sin embargo, él te colocará en una de las máquinas de pesas y con un fingido interés corregirá tu postura. En ese momento, tú, probablemente ciega de carnaza, suspirarás. Habrás llegado hasta ahí porque alguien te contó en el gimnasio, entre serie y serie (series de televisión que se ven en los monitores), que un entrenador personal necesita hacerte un chequeo antes de ponerte a dieta, de ponerte una rutina de ejercicios y de ponerte a mil. En ese chequeo necesariamente te pesará, te medirá y con un poco de suerte calculará tu nivel de grasa y para ello tendrá que pellizcarte y para ello tú te tendrás que desnudar y ocurrirá en una sala pequeña, que podría ser la del fisioterapeuta, luego habrá una camilla, y poco espacio, y tú en bragas, y la báscula, y él con el metro, que te mido, que te pellizco, y tú con un ataque de ansiedad que te quieres morir para que te reanime, y él a toda velocidad poniendo los ojos únicamente en los números del metro, de la báscula, de su reloj. Tú queriendo desmayarte y él queriendo dejarte caer y huir de la pesadilla. A ti te parecerá que la tensión sexual se puede cortar, a él que los días son muy largos y que se va a hacer otro tatuaje un día de éstos, que hoy cogerá una peli de acción para verla con su chica y mañana desayunará un zumo proteínico extra-vitaminado y todo irá mejor. Tú creerás que has sentido algo especial y verás señales donde no las hay. Tu fantasía durará lo que estés dispuesta a pagar en horas de Personal Trainer. Él nunca tendrá la culpa pero tú acabarás por hacerlo culpable. Pensarás que un día te deseó. Recordarás una mirada que no se produjo. Y todo esto, ahí, en el gimnasio. Cuna de amores inflados bajo el efecto de los esteroides. Historias de mentira aliñadas con fantasías sudorosas.
Es muy probable que el gym no cambie tu vida sexual, ni siquiera tu figura, al menos notablemente (mucho menos si vas a pasearte por las instalaciones). Lo que cambia es el lenguaje de sus habitantes. Demostrado. Dos días siguiendo una planilla y ya tenemos claro dónde están cada uno de nuestros más de 600 músculos, y no sólo eso, entendemos su funcionamiento, las posibles lesiones, adquirimos mágicamente nociones de fisioterapia y dominamos las técnicas de musculación. Tengo un poco cargados los trapecios, no sé si me vendrá bien una hora de stretching o visitar alfisio para un chute de radiofrecuencia. Todo esto me pasa porque la escoliosis afecta a mi curva dorsal y eso repercute en mi área cervical como núcleo de tensión del estrés diario. O bien Soy tan bruta que el otro día me monté en esa máquina que parece un potro de tortura y crucifixión y, como no sabía cómo controlar el peso, solté el freno, dejé caer las pesas, la polea giró a toda velocidad con una carga de 115 kilos, y de la fuerza y la tensión que hice para intentar pararlos se me metieron los brazos para dentro; ahora ya no sé si darme perfume o desodorante en las muñecas porque se me irritan los trapecios.
Y lo del metabolismo ¿qué? ¿Quién ha dado el último curso sobre estridencias y ciclotimia del metabolismo de uno mismo? ¿Por qué todo el mundo sabe tanto sobre cambios metabólicos, cómo se producen y cuáles son sus efectos? Hay incluso quien afirma que una noche se acostó delgada y se levantó gorda porque le había cambiado el metabolismo. Así, entre sueño y sueño. Hay muchas enfermedades que pueden provocar enormes cambios en el físico pero no de un día para otro. El metabolismo, ese término que te da la excusa perfecta para no cuidarte Me cambió el metabolismo y no hay manera, no puedo dejar de comer bollos de seis en seis y de paso te aproxima al conocimiento científico. Si no sabes dónde tienes el punto G, ¿cómo vas a controlar el funcionamiento de algo parecido al alma —no sabemos dónde está, no sabemos cómo funciona— pero que es imprescindible para nuestra existencia?
El alma y el metabolismo se ven en éstas en la jungla de los gimnasios. Las conversaciones sin demasiado sentido se suceden en esas curiosas bicis en las que estás recostada frente a siete monitores de televisión, con los cascos puestos, veintiséis canales de audio disponibles, botellita de bebida isotónica, toallita por si te cansas mucho de pedalear tumbada y un mini-atril para colocar la revista, el libro o los temas de la oposición a juez. Total, no hay prisa. Puedes pedalear eternamente sin cansarte.
Y de esa bici que te reconforta con miles de pedaladas sin resistencia al vestuario. ¡Qué lugar! No hay nada como poner atentamente el oído en el vestuario femenino de un club fashion. Adiós a las terapias. Entre taquillas anda el juego. Las confesiones, los cotilleos, las últimas operaciones entre un baile de tetas, tangas y tatoos en cuerpos allá y acá, mejor o peor colocados.
El tatoo y los piercing son territorio y dominio de las moni toras. Nunca los verás tan tensos e hidratados. Dentro del inframundo del vestuario, tal y como corresponde, está la cápsula modelo Orgasmatrón de los rayos uva, comúnmente conocida como el tostadero, porque cuando sales el maquillaje aún aguanta, el peinado no se ha movido pero la piel te huele a pelo quemado. El tatoo y las mamoplastias se contagian en los vestuarios de los gimnasios. Es como ir a una boda y encontrarte a varias con el mismo vestido: no sabes qué significa la letra china que llevas a seis centímetros del cóccix pero tienes claro que la de la taquilla de al lado se la ha hecho igual y las tetas te suenan, ¿verdad? Claro, son las tuyas.
La evolución de los comportamientos, la decoración, las tramas personales, las disciplinas deportivas, todo ha cambiado mucho en los gimnasios desde Jane Fonda pero nosotras no hemos cambiado tanto. Seguimos soñando que podemos ser como ella, un rato, un segundo, aunque sea sin respirar. Aunque el tiempo nos quite la razón porque ni el piercing ni el tatoo ni las mallas ni copiarle las tetas a nadie nos convertirán en la hermana de Barbarella. Tú no eres Jane y el monitor no es Tarzán. Vuelven los pantalones con la cintura alta. ¿Volverá también el bañador cuña? Preparadas para el golpe emocional. ¡Que la hombrera nos ampare!