ESPEJITO, ESPEJITO MALTRATADOR

—Espejito, espejito, ¿quién es la más bella?

—Tú, no.

—Espejito, espejito, ¿lo fui alguna vez?

—Tú, nunca.

—Espejito, espejito, ¿podré serlo algún día?

(Entra música promocional con la voz en off de Constantino Romero).

—¡Ahora sí! Gracias a los últimos avances logrados en nuestros laboratorios, gracias a la dedicación y el talento de nuestros expertos, tú podrás llegar a ser lo que siempre has deseado. Nunca fuiste la más guapa. Y ahora, encima, eres más vieja. Pero… ¡No desesperes! Ser la más bella no te costará tanto tiempo y dinero como crees. La revolución cosmética lo hará por ti. ¡Cree en los milagros! Porque, pagando, puedes.

La confianza en la efectividad de una crema es directamente proporcional a lo inflado que esté su precio.

No somos capaces de confiar ni un segundo en el pobre vendedor a domicilio de aspiradoras de última generación, pero somos capaces de pagar lo que sea por un mini-frasco, en manos de una desconocida, avalada únicamente por su palabra. Ésta va fenomenal. Es la que uso yo. Resultados en dos semanas. Vaya si lo notas.

Eso sí que es fe y no lo que confusamente sentías hace 30 años en el mes de la virgen (mes de mayo por si has logrado olvidarlo).

¡Ciega, más que ciega!

Perdemos no sólo el control de nuestro yo racional, sino también la ayuda siempre precisa de nuestro instinto, envueltas en los olores de la planta baja de cualquier Mall de renombre en el mundo. El olor de ese lugar, ese perfume que nosotros creemos fruto de la mezcla de todas las tentaciones que nos rodean, debe ser en realidad una única fragancia prediseñada como una sofisticada droga para endulzar y empalagar nuestras neuronas hasta adormecerlas por completo. Somos serviles y dóciles ante cualquier mostrador lleno de frascos de pruebas. ¿Tiene eso algún sentido, alguna lógica? Dejamos que nos espolvoreen, unten, toquen y embadurnen sin apenas rechistar. Jamás permites que el olor de tu body milk y tu perfume se mezclen y una tal Sta. López es capaz de ponerte en dos minutos más acaramelada que un tocinillo de cielo sin que digas ni mu.

¡Hueles a postre! Pues yo no lo noto.

Síndrome de la pituitaria anestesiada.

Una vez inmersa en esta borrachera de consumo cosmético hay ciertos parámetros que, como una buena fragancia global, guiarán tus idas y venidas por los mostradores, tu colección de tiras de papel chorreantes de eau de toilette y, en definitiva, la samba que vas a dar a la visa. Por ejemplo, en el caso de las cremas faciales, al contrario que en el caso de los perfumes y las aguas de colonia, la miniatura del frasco o continente es determinante. Cuanto más pequeño sea a nuestros ojos, más valioso nos parecerá su contenido. El material del que esté fabricado también resultará determinante. Si es transparente, nos parecerá seguramente vulgar o de farmacia; si es completamente opaco, sospechoso o de farmacia; el traslúcido será, sin duda, el triunfador. A no ser que, sea como sea el frasco, responda a una de las marcas que utilizan las super-famosas y cueste más que un buen bolso, entonces dará igual el tamaño, la forma, el olor y la textura, como si te lo venden a granel. En ese caso tú no estarás ni anestesiada ni emborrachada ni nada. Serás una soldado determinada a cumplir con tu objetivo: fundirte la extra de Navidad en el mes de septiembre en pos de una mejora sustancial de tu piel para no cambiar de calendario con la misma depresión del año anterior.

Pero volvamos a las compras improvisadas, esas en las que realmente ni somos nadie ni tenemos ningún objetivo ni podemos elegir libremente. Los frascos traslúcidos tienen el encanto de lo misterioso, del lo veo pero no lo veo. Puedo adivinar su color pero no su textura. ¿Cómo será su olor? El romance, si queremos suavizar lo que es de hecho un primer paso hacia la adicción, germina en ese momento en el que tocamos el frasco o continente y deseamos descubrir qué clase de tesoro alberga en su interior. ¿Por qué crees si no que muchos de ellos son, además de preciosos, aterciopelados? Cristal aterciopelado, señal inequívoca de que en nuestra mano tenemos un cofre mágico.

Lo compras apresuradamente. Llegas a casa. Lo primero que te encuentras es la barrera de un plástico en apariencia irrompible. Utilizas los dientes si es necesario. A continuación debes superar una prueba de inteligencia: hallar el mecanismo de apertura de la caja de cartón sin forzar ninguna de las paredes del cubo. Si no lo consigues, has de superar un obstáculo aún mayor. La prueba de la paciencia o más vale maña que fuerza. Por si te sirve de consuelo, pocas lo logran.

La rompes.

Una vez destrozada la caja, tiras las instrucciones a la papelera después de comprobar que han sido traducidas a doce idiomas. Ese esfuerzo de marketing internacional te tranquiliza. Por fin sacas el frasco o continente. En ese momento ceremonial pasa de ser un simple frasco más a la nueva joya de tu cuarto de baño. Lo dejas al lado del lavabo en un punto dentro de tu campo visual y te dispones a lavarte la cara para recibirlo pura y desinfectada. El rito es imprescindible para la buena aceptación del producto y para perdonarte después cuando llegue el cargo de la visa. Una vez limpia y nueva, recoges la joya en tus manos y la elevas a la altura de los ojos. Desenroscas el tapón. Mantienes el pulso y retiras una segunda tapita que, con el tiempo, llegarás a odiar. Con mucho cuidado y mientras intentas controlar tu ansiedad, la rebañas con el dedo al igual que limpias con la lengua el revés de la tapa de un yogur o, mejor aún, unas dulcísimas natillas. Ahora todavía eres generosa contigo misma y te proporcionas una buena dosis. Ya llegará el momento de preguntarte ¿me durará más de un mes?

Con la crema ya en las manos te enfrentas a una decisión vital para el buen devenir de sus componentes. ¿Extender? ¿Aplicar con movimientos circulares? ¿Con pequeños golpes dactilares? ¿En el sentido de las agujas del reloj o al contrario? ¿Seguir la línea de la arruga hacia el exterior, el interior, arriba o abajo? ¿Acompañar al músculo al igual que en un buen corte de jamón o con pequeños puntos de presión facial?… Ante la duda finalmente combinas estas sofisticadas técnicas y te manoseas la cara de mil maneras hasta irritarte la piel y aburrirte la expresión. Alguna, aunque sea por descarte, te hará bien.

Ya está. El placer, en esto también, puede durar, como mucho, un par de minutos. Si eres muy crédula, puede que alcances a saborearlo unos días, depende de la capacidad que tengas para fantasear y auto-engañarte (me miro en los escaparates y tengo la cara muCHÍsimo mejor).

Antes de que te des cuenta estarás agobiada. Dosificarás milimétricamente el contenido de tu joya cosmética. Meterás el dedo hasta el fondo del frasco. Revolverás los cajones en busca de aquella muestra que te dieron en la planta baja de los almacenes perfumados aquella mañana en la que te dejaste una paga extra que te has fundido por la cara.

Habrán pasado poco más de quince días y tú, irremediablemente, serás dos semanas más vieja.

Estas cremas de gama alta son, sin duda, droga dura, pero las realmente peligrosas son las que encontramos en todos los armarios de los baños como si siempre hubieran estado allí. Incluso antes que nosotras. Sabes perfectamente cuáles son: reafirmantes, anticelulíticas, body milk, limpiadoras, desmaquillantes, exfoliantes, cremas de manos, cremas de pies, cremas para zonas sensibles, cremas para zonas secas, una rara que usas para los codos, los labios y los talones, reductoras, tonificadoras de frío-calor, mascarillas semanales, mascarillas mensuales, mascarillas naturales y a eso suma cinco botes de sales de baño que has ido atesorando a lo largo de tu vida y que nunca consumirás, las cremas solares de factor 20, 40 y 50 en versión corporal y facial, la espuma retardante de la salida del vello y la cera por si te depilas, una mascarilla para proteger el pelo del sol, una para protegerlo de su tendencia quebradiza y algunas cremas variadas y perfumadas para momentos o muy especiales o muy difíciles, o las dos cosas al mismo tiempo. Este segundo lote de cosmética complementaria es variable según las manías de cada una, concentradas habitualmente en una parte concreta del órgano más grande de nuestro pequeño cuerpo: la piel. Hay devotas del pelo, devotas de las piernas, las manos, las uñas, las tetas y, además, grandes sacrificadas de la prevención de infinidad de rastros que irán surgiendo sí o sí como varices, celulitis, estrías, dermatitis, manchas o arrugas.

A todo lo ya listado hay que añadir las sorpresitas que podamos encontrar en la nevera: bolsas de manzanilla, antifaces helados, mejunjes depurativos, nutritivos, drenantes o lo que podamos reinterpretar en el botiquín; por ejemplo, un buen antihemorroidal (aunque, por su poder vasoconstrictor, lo utilicen top models adictas a las fiestas y por ende amigas de Kate Moss y maquilladores profesionales con muchos años y pocos escrúpulos; no caigas ni en casos muy, muy extremos). Porque, si traspasas esa línea y llegas a hermanar tus hemorroides con tus ojeras y bolsas, estás perdida. Entonces no habrá duda. Te habrás convertido en una superyonqui de la cosmética. Lo notarás además porque tu tendencia se convertirá en obsesión. Como buena adicta a los milagros epidérmicos centrarás gran parte de tu atención en un área concreta; en tu caso, una pequeña y sinuosa, ovalada y anatómicamente irregular: el contorno de ojos.

¿Cuál es la respuesta correcta? ¿Movimientos a favor o en contra de la línea de la arruga? ¿Patas de gallo o arrugas de expresión? Espejito, espejito, dime cómo puedo parar esto. No seas ingenua. El eyeliner encuentra ya decenas de obstáculos en su camino y tú empiezas a ver con claridad el nacimiento de lo que llegará a convertirse en el temido pellejo o colgajo. Y ese día, sumida en un tremendo ataque de pánico, correrás hacia el gran comercio dispuesta a que te desvalijen y te comprarás lo que te echen: colágeno, rellenador de arrugas, baba de caracol, retinol, esencias, promesas, juventud, luminosidad, tensión, uniformidad, tersura, milagros… Y al salir de la planta baja —esa que podrías recorrer con los ojos cerrados aunque nunca lo harás porque se te marcan más las arrugas— olerás a mil fragancias y se te acercarán todas las abejas que hayan podido sobrevivir a la polución de la calle Preciados. Tú pensarás que nadie sabe si es alérgico a la picadura hasta que le pican. Tendrás miedo y estarás atontada por tu olor. Si miras a la derecha, a rosas. Si miras a la izquierda, a jazmín. Empezarás a sentir náuseas. Te mirarás las manos y verás que llevas una bolsa que pesa dos kilos llena de cajas imposibles de abrir, plásticos irrompibles y decenas de muestras que son, precisamente, de los artículos que ya tienes en el mueble del baño, en la nevera o en el botiquín. ¿Por qué nunca te dan nada nuevo? Ni siquiera la ley de la probabilidad te acompaña. No tienes suerte. Está claro. Tendrás arcadas. Hará calor. Finalmente entrarás en una farmacia con taquicardia y te comprarás unas toallitas altamente contaminantes para quitarte el olor a perfumes combinados. Lo sustituirás por el de culo de bebé. Ya de paso te comprarás también el pack crema antihemorroidal/toallitas antihemorroidales.

¿Por qué? ¿Para qué? Ya tienes tres en casa y sabes que acabarán caducando. En tu cabeza oirás una excusa: diversificar. A la vez acudirán a tu mente unas cuantas ideas rocambolescas para dar utilidad al invento de las nuevas toallitas combate-almorranas. Mirarás a la derecha. Mirarás a la izquierda. Total, también huelen a culo.

¡Qué guapo estaba Superman cuando desaceleraba el mundo hasta invertir el sentido de su rotación! Mientras recreamos esa imagen, pensamos: «El tiempo no se compra, pero el botox lo congela». No. Nunca volveremos a ser las mismas. Congeladas o hirviendo en un peeling químico, forradas a toxinas o en proceso constante de descolgamiento, arruinadas por los cosméticos o ricas en arrugas varias, jamás seremos de nuevo aquella que se lavaba la cara con jabón, tomaba el sol con aceite, se pelaba, volvía a tomar el sol, se daba más aceite, otra vez jabón, cloro, maquillajes baratos, tónicos abrasivos, alcohol, manipulación de granos, pelazo, culazo, tipazo. ¡Qué monas aquellas pequitas, ahora manchas precursoras de una inevitable madurez/prevejez!

No volveremos a ser aquellas tengamos lo que tengamos en el campo visual que advertimos frente a nuestro espejo maltratador. No ocurrirá porque no somos Lois Lane y Superman no existe y, además, digan lo que digan, ponerse su capa da mala suerte.

No vamos a volar sobre Metrópolis pero podemos ser alquimistas y yonquis por el mismo precio. La adicción al cosmético no sólo está permitida, sino que está muy bien vista. Mejor cuidarse que comprarse un aspirador nuevo, por muy majo que sea el vendedor a domicilio y aunque ese trasto viejo, que en lugar de tragar escupe polvo, sea el culpable de la profundización de la ojera de la del 2o B los domingos por la mañana. No seas mala vecina. Baja y pásale una de tus cremas antihemorroidales. A ti, juguetona, siempre te quedarán las toallitas.

(Música promocional a ser posible con la voz de Constantino Romero).

No sufras más. Te entendemos. Gracias a la tenacidad de un grupo de médicos y a la capacidad de sufrimiento de un grupo de expertos, ahora podemos ofrecerte una solución. Sí, como lo oyes, una solución. No más cubitos de hielo. No más flotadores en el sofá. Con las nuevas toallitas antihemorroidales Padentrix di adiós a tus almorranas. ¡No desesperes! ¡Cree en los milagros! Porque, pagando y apretando, puedes.