Si alguna vez te plantan, llama al día siguiente para decir que no pudiste ir. Piénsalo. Tu honor no tiene por qué ser restablecido si nadie sabe que ha sido mancillado. Para que este magistral consejo surta efecto (me lo dio la abuela de mi amiga Ulía, una mujer sabia, octogenaria, cuidadora de una gárgola en miniatura y excelente echadora de cartas) es imprescindible que concentres tu energía en reforzar o desempolvar —depende de quién seas— tu discreción y tu fortaleza.
De hecho, no sólo debes ser discreta. Debes ser discretísima. Porque tu vergüenza puede verse elevada a la n si alguien llega a descubrir tu engaño, conocido en términos deportivos como «hábil finta dignificante». Y ser discreta no significa precisamente contárselo sólo y exclusivamente a tus tres amigas del alma, sino ser una tumba de las que devoran las verdades. Asumir con frialdad que la que estuvo allí, se tomó dos cervezas, tres vinos tintos, se fumó quince cigarrillos y se comió la uña de su meñique no fue más que un fantasma. Que esa mujer abandonada a su suerte e hipnotizada por un juego de cubiertos retorcidos no eras tú.
Nadie debe saber lo que ocurrió. Nadie. Por eso es tan importante que actives el generador que potencia tu fortaleza. Necesitarás ser fuerte no sólo para salir del restaurante, bar, pub, terraza o wherever; no sólo para despedirte del camarero que te lleva consolando soslayadamente desde hace un par de horas; no sólo para sonreír tímidamente a los que te rodean y casi susurrar un adiós, buenas noches (nunca un qué aproveche, porque por si lo has olvidado ya estarán en los postres); sobre todo necesitarás ser fuerte para no llamar a nadie al salir de allí y gimotear como una niña a la que le han quitado las chuches; para terminar sola llorando tras el portazo de la puerta de casa, haciendo de la primera pared un respaldo y del suelo el lugar más cercano a tu autoestima. El abrigo de princesa que te iba a dar el 40 por ciento del éxito a primera vista es ahora la manta de una homeless de las citas. Como no tienes cartones a mano y el suelo está frío, levántate o arrástrate hasta la cama y repite: «No confesar, no llamar, no llorar, no confesar, no llorar, no ha pasado, nunca he estado allí…». Ahora sí puedes reproducir las palabras de Escarlata O’Hara sin ser una completa hortera. Porque estás como estás, Sí, mañana será otro día.
Gracias al vino las pesadillas no te habrán destruido por completo. Por la mañana todo será distinto. La luz hará posible la fotosíntesis emocional y lo que unas horas atrás era desolación y tristeza se convertirá en rencor y ansias de venganza.
Mide tus fuerzas pero no tu maldad. Sé mala hasta que tu nivel de autoestima recupere el aliento (aconsejable modelazo, maquillaje, tacón de aguja y falda; para las afortunadas, un buen escote). Tú no eres una estrella del cante pero también necesitas los aplausos. Para casos de extrema gravedad se recomienda pasar por delante y muy cerca de una cuadrilla de obreros. Si están haciendo un boquete en el suelo con una taladradora, mucho mejor. Estas circunstancias facilitan el éxito. ¿Por qué? No lo sé. Si no vives en Madrid y no tienes una obra a mano cada veinte metros, siempre te queda el eterno enamorado de la oficina (aunque le sude la coronilla), el quiosquero enrollao (aunque tenga los dientes amarillos) o el portero de la finca (aunque ése puede dar mucho asquito si después se encierra en el cuarto de basuras).
Date una pequeña alegría porque ¡Recuerda, campeona! Tú sólo das un paso atrás para coger impulso.
Menú (lo mataría…), agenda (¿por qué me dejó plantada?…), nombres (parecía tan majo…), Raúl… (y además le gustaba…), politono de espera (que te note de buen rollo…), Hey…
¡Qué bien lo has hecho! Comedida, lista y encantadora. Ni un atisbo de enfado, rabia o dolor, ni un reproche, sólo las disculpas por no haber podido acudir, por no haber podido avisar a tiempo, por haberlo dejado plantado. Como él es lo suficientemente imprudente o tonto en este caso, habrá intentado que la jugada le favorezca y habrá ocupado tu lugar en el restaurante, bar, pub, terraza o wherever para convertirse en el falso plantado y buscar tu compasión. Y si es imbécil del todo, habrá concertado una nueva cita para que TÚ repares TU falta de consideración y de paso SU honor.
¡Pobre! En ese momento tendrás dos opciones: consumar una venganza de telenovela o una venganza sin implicaciones y riesgos: la venganza del indiferente o «dejarlo correr». Cualquiera de las dos es buena si te alivia y repara la huella del plantón que es como el pisotón de una bota militar en tu cementoso orgullo, siempre a medio secar. La opción más segura será probablemente la de valorar con objetividad al que no supo entender lo que se perdía cuando te dejó plantada. Si fue capaz de olvidarte antes de conocerte, es seguro que no merece la oportunidad de pasar ni un minuto a tu lado. Entonces, deshacerse de él con una total falta de interés será suficiente.
Pero, si esas largas horas de espera en el restaurante dando vueltas a las miguitas de pan han hecho mella en tu fangoso orgullo más allá del disgusto sobredimensionado por el consumo de alcohol, quizá la única forma de resolver el partido sea urdir un plan. Hacer que, de alguna manera, él pase por una experiencia similar. Busca respuestas en clásicos como Cristal y La dama de rosa. Avergonzarlo, engañarlo, hacerlo sufrir en definitiva. En cualquier caso sé consciente del lío en el que te metes: esto te va a llevar tiempo y energías, además de obligarte a soportarlo unos cuantos días más de tu rica y sorprendo dente vida. Seguro que tienes mejores cosas que hacer, pero la sed de venganza es una cosa muy de una y muy respetable. Ni fría ni caliente, la venganza es sobre todo muy mujeril. Haz lo que más te apetezca. En apenas tres minutos se te habrán ocurrido mil maneras de hacerle pagar. Llévalo a cabo solamente si estás convencida de que luego no tendrás que pasar por otra noche de tormento, esta vez consumida por la culpabilidad. Antes de tomar una decisión date al menos unos días para que se te olvide y dedícalos a quererte mucho. Después decide. Si tienes que rematar, remata y, si no, respira, ríete de él, ríete del plantón y espera el momento «arrieros somos…». Compra dos bandejas de pasteles y deliciosos chocolates e invita a tus amigas a tomar café o vinito de postre. Cuando tu nivel de autoestima se haya equiparado a tu nivel de glucosa, disfruta de tu momento de gloria. Elige tú. O cuentas lo que pasó y provocas un linchamiento verbal terapéutico o te zampas el último bombón y con él te tragas tu secreto. Como tantas veces.