Guy Pierce miró, nerviosamente, al hombre que estaba ante él. Aquel antifaz, aquellos ojos que le miraban como si tratasen de leer en su alma, le producían un malestar creciente del que no lograba librarle el hecho de que El Coyote no empuñase ningún arma y, por el contrario, le estuviese hablando como a un amigo.
—Ha llegado el momento de probar la inocencia de un hombre y la culpabilidad de otro —le decía El Coyote.
—¿Y qué tengo yo que ver con El Cobra y sus crímenes? —preguntó Pierce.
—De momento nada más que su posible culpabilidad, señor Pierce.
—¿Mi qué?
—Su culpabilidad. Puede usted ser el criminal, no lo olvide.
—Pero… ¿cómo?
—Vaya esta tarde a las cuatro y media a este sitio —El Coyote le tendió un papel— y colóquese al pie de la ventana que hallará abierta. Escuche. Luego diríjase a la puerta principal y sea testigo de lo que verá.
—¿Y si me niego?
—No se negará, porque si lo hiciese tendría usted que responder de todas las acusaciones que pueden recaer sobre su persona. Y de que disparó sobre El Cobra sólo tenemos su palabra y la prueba de que en su casa se encontró una de las correas que El Cobra utiliza para señalar a sus víctimas. Y además… tendrá que borrar de la conciencia del jurado la mala impresión que producirá en él la prueba de que hace quince años usted fue condenado a prisión por robo y homicidio en Concordia, Massachusetts.
Guy Pierce se echó hacia atrás, pálido como un muerto.
—¡Mentira! —dijo, pero sin fuerza.
—Vaya allí y todo se arreglará —replicó El Coyote, empujando hacia él una cartulina en la que estaban escritas unas palabras y unas cifras—. No trate de huir, pues sería mucho peor para usted —advirtió, antes de marcharse—. Y lleve algún amigo que sirva de testigo.
*****
—¿Y si me niego a acudir a ese sitio? —preguntó el reverendo Barker.
El Coyote, que estaba sentado ante él, se encogió de hombros.
—Cometería una locura de funestas consecuencias para usted —replicó.
—¿Qué consecuencias puede tener para mí el que me niegue a hacer de espía?
—Muchas —contestó El Coyote—. En primer lugar, demostraré que usted pudo ser el asesino de Glenn Durham, a quien mató para heredar sus bienes, de los que se sabía heredero único.
—¡No cometerá esa canallada! —rugió el reverendo, cerrando los puños.
—No será una canallada, señor Coljin.
El nombre de Coljin borró del rostro del cuáquero toda la sangre que un momento antes había afluido a él.
—¿Cómo sabe… mi nombre? —musitó, al fin.
—Coljin: hace tiempo cometió usted un crimen. Se le hallaron circunstancias atenuantes. Pasión excesiva. La mujer, al fin y al cabo, sólo era una profesional del amor. Estuvo cinco años en la cárcel y fue puesto en libertad por buena conducta. Entonces prosiguió los estudios que había empezado e ingresó en la única secta que quiso admitirle. Fue enviado al Oeste para que se purificara entregándose al amor de sus semejantes. Pero si llegara usted a sentarse ante un tribunal, su pasado delito, además de llenarlo de vergüenza, pesaría mucho en el ánimo del jurado. Usted poseía un billete de banco de mil dólares que le entregó el dueño de la taberna a cambio de mil dólares en billetes de toda clase. Ese billete fue partido en dos y una parte se envió a uno de mis hombres como anticipo del pago de un asesinato. La otra mitad fue hallada en poder de un criminal.
El reverendo Barker se puso trabajosamente en pie, fue hasta la biblioteca, tomó un ejemplar de las obras completas de Shakespeare, impreso en Londres en un papel de ínfima calidad, y abriéndolo sacó de él un billete de mil dólares que mostró al Coyote, diciendo:
—Aquí tiene el billete. Y está entero…
El Coyote le interrumpió con un movimiento negativo de cabeza.
—No —dijo sin mirarlo—. Ése no es el billete. Es otro. El tabernero conocía la numeración y antes de que fuera asesinado dijo a quién se lo había entregado. Por lo tanto, son muchas las pruebas que existen contra usted. Vaya esta tarde a las cuatro y media al sitio que le he indicado. Lleve a dos testigos. Y no trate de huir, porque le sería imposible salir del valle.
—¿Descubrirá usted mi identidad? —preguntó, al fin, Barker.
—No, a menos que usted me obligue a ello o compruebe que es usted culpable. Adiós.
*****
—Acuda a este sitio —dijo El Coyote, empujando hacia la mujer un papel en el que estaba escrita una dirección.
—¿De veras asistiré al castigo del asesino de mi marido? —preguntó Clara Emerson.
—De veras —prometió El Coyote.
*****
Breed Connor tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar cuando, al levantar la cabeza del libro en que anotaba sus gastos, vio ante él, en el centro de la estancia, al Coyote. Su mano derecha, que había iniciado un movimiento hacia el cajón donde guardaba su revólver se detuvo antes de llegar a él, a pesar de que El Coyote no había hecho ningún ademán de amenaza.
—¿Qué… quiere? —tartamudeó. Estaba sentado de espaldas a la amplia ventana de su despacho, por la que entraban la luz y el aire.
—Hablar con usted, Connor —respondió El Coyote—. Supongo que tiene interés en aclarar el misterio de los crímenes del Cobra, ¿verdad?
—Claro…; como todos… Daría una fortuna por detener a ese Cobra.
—Eso no es cierto.
—¿Qué está diciendo? ¿Por qué cree que es mentira que yo desee que se detenga al Cobra?
—Porque usted sabe tan bien como yo que El Cobra ha muerto.
—¿Muerto? ¿Le mató Pierce?
—Le asesinó, en este mismo despacho, su cómplice Karl Peters, cuando El Cobra vino a castigarle por su traición a Kelton.
—¿Está loco? El Cobra no ha estado nunca en esta casa… Bueno, la trampa del cordel…
—No siga diciendo tonterías, Connor —interrumpió El Coyote—. A mí no puede engañarme. Yo sé quién es usted y lo que hizo. Cuando Peters asesinó al Cobra, usted tuvo una hermosa idea. El Cobra tenía una marca que había dejado en el cuello de sus primeras dos víctimas. ¿Por qué no utilizarla para deshacerse de Glenn Durham, el único que sabía la identidad del hombre que le reveló el secreto del crimen cometido por Kelton?
—¡Mentira!
—¡Cállese, Connor! Todo cuanto digo es cierto. Rex Burton poseía unas tierras que le eran necesarias a usted. Por eso le asesinó por medio de Peters, que vino a cobrar el precio de su crimen y le salvó del Cobra, quien había venido a vengar la traición cometida por usted. Cuando tuvo al Cobra muerto envió a Peters a matar a Durham, dándole veinte mil dólares o más, que Peters aumentó con lo que robó en casa de Durham. Luego Peters se llevó al Cobra a enterrar y yo, creyendo que El Cobra podía estar vivo, le impedí que lo hiciese; pero El Cobra estaba muy bien muerto.
»Cuando Peters vino a curarse de la herida que yo le había causado en la oreja, usted le mató para recuperar el dinero que antes le había entregado y el de Durham. Más tarde dejó el cadáver entre unos árboles y lo marcó con la marca del Cobra.
—¿Para qué dice todo eso? ¿Qué fin persigue?
—No tema de mí. No le mataré, a menos que me obligue a hacerlo —dijo El Coyote—. No tengo interés en ensuciarme las manos con su sangre. Dios le castigará mejor. Será su propia conciencia la que le atormentara durante todo el tiempo que le queda de vida.
»Un día visitó al reverendo Barker y le vio cómo guardaba un billete de mil dólares en un tomo de las obras completas de Shakespeare. De pronto recordó usted que aquel billete se lo había entregado a Barker el tabernero. Por fortuna llevaba usted un billete de mil dólares y en cuanto el reverendo salió a buscar algo, usted cogió el billete del libro y dejó el suyo. De buena gana se habría limitado a robarlo; pero temió que Barker recordase que usted había estado allí y le achacara el robo. A usted le convenía aparecer ante todos como un hombre honradísimo. Por eso dejó el billete.
—¿Y con qué objeto hice todo eso? —preguntó Connor.
—En el pueblo había cuatro hombres muy molestos. Tres de ellos eran hermanos del hombre que, por haber descubierto las relaciones de Breed Connor con los bandidos, fue asesinado a traición por Karl Peters. Usted sabía que aquellos hombres investigaban y temió que descubrieran algo. El cuarto era José López, en quien reconoció a un enemigo más peligroso por el hecho de que era más inteligente que los otros. Al morir Fay Emerson, asesinado por usted mismo…
—Yo no le maté.
—El asesino de Emerson tenía que ser un hombre en quien él confiara. Usted le mató cuando iban juntos, a caballo, charlando. Pero eso no importa ya mucho. Usted necesitaba demostrar que El Cobra también le perseguía. Para ello trazó un plan muy audaz y que demuestra su gran y mal aprovechada inteligencia. En primer lugar, envió a uno de sus bandidos a que fingiera querer incendiar la casa de la viuda Emerson. Como usted esperaba, fue detenido por los que estaban allí de guardia y a sus preguntas dijo que El Cobra pensaba atacarle a usted. Pero como temió que si era interrogado más a fondo confesara toda la verdad, envió a otro a que le asesinase. Ese otro no sabía nada y no podía comprometerle a usted. Como pago anticipado le entregó medio billete de mil dólares. En el caso de que le matasen y se encontrara en su poder el medio billete, la numeración acusaría al tabernero, quien se disculparía diciendo que se lo había entregado al reverendo Barker.
»Pero aún le pareció poco, y al ver a López haciendo una demostración de tiro de revólver y cuchillo, completó su plan. En un momento escribió un mensaje firmado con una «C» y lo metió en el bolsillo de López, junto con el otro medio billete de mil dólares. En el mensaje usted encargaba su propio asesinato.
—¿Me quise suicidar?
—No, quiso hacer algo más inteligente. López era, sin duda, un investigador. Usted quería deshacerse de él, o, por lo menos, librarse de sus sospechas. Para ello le dio la nota en la que le ofreció, como si fuera El Cobra, mil dólares por un asesinato. López, como era lógico, debía venir a esta casa para protegerle y advertirle de lo que se planeaba contra usted, sobre todo después de saber por el otro bandido que se iba a asaltar esta casa. Usted aguardaría en el jardín y en cuanto hubiera visto a López habría disparado sobre él, procurando matarlo. Si se le pedían explicaciones mostraría el mensaje que se hubiera hallado en poder de López, o sea un mensaje que, aparentemente, habría sido enviado por El Cobra.
—¿Y cómo habría explicado el que yo estuviera prevenido?
—Con el mensaje del Coyote que usted mismo escribió. Los dos mensajes se completaban. Usted hubiese matado a López en defensa propia y así nadie le habría podido acusar de nada. Y en el caso de que le fallara el golpe, tenía una explicación plausible para López. Y, por último, estaba el truco de los dos revólveres. Usted conocía el sitio exacto donde debían ir a parar las balas y cuando tropezó con el cordel lo hizo ya agachado, dejando que las balas, en vez de atravesarle la cabeza pasaran, inofensivas, por encima de ella.
—Muy inteligente.
—Sí. Los dos lo somos. Luego usted demostró aún más su inteligencia al seguir a López hasta el pueblo y matar al tabernero cuando él, después de darle la pista del billete de mil dólares, iba a pronunciar el nombre de la persona que le había metido el medio billete y el mensaje en el bolsillo. El tabernero recordó, de pronto, lo que había visto mientras servía el licor a López, y en un momento comprendió toda la verdad. Usted le mató antes de que pudiera pronunciarla. Después, mientras López trataba de salir de la taberna y librarse de su emboscada, usted entró por la puerta trasera, dejó en el cuello del muerto 1a marca del Cobra y le robó el dinero que tenía encima y en la caja. Ya sólo faltaba asaltar la casa de Pierce para que las sospechas fueran recayendo sobre todos y, por último, dejó de actuar. Ya tenía abundante dinero, podría ir comprando las tierras del valle, y en cuanto convenciese a Elissa O'Leary para que se casara con usted o le vendiera las tierras, podría convertir este lugar en un vergel. Y como El Cobra ya había muerto, podía vivir tranquilo.
—¿Y qué pruebas materiales tiene de todo eso? —preguntó Connor.
—El dinero que guarda usted en esta casa —contestó El Coyote—. En su caja de caudales debe de estar. Y también se encontrarán los planos de la presa que Lion O'Leary hizo trazar y que usted le robó. Y por último, la declaración de los dos hombres a quienes envió contra Ribera.
—No —contestó, burlonamente, Connor—. No lo harán.
—Se equivoca. Los muertos también hablan a veces. A esos dos tuvo que enterrarlos usted. Y como no pudo hacerlo lejos, los enterró en el rancho. Pero todo eso no importa; porque el castigo de usted le ha de venir de la mano de Dios, aunque merecería que le colgara el verdugo.
—Si sólo he de temer a Dios… —empezó Connor.
—Es más que suficiente para vencerle. Adiós, Connor. No trate de empuñar su revólver, porque entonces le mataría yo.
El Coyote había ido retrocediendo hacia la puerta y en cuanto la hubo cerrado recorrió, agachado, el pasillo y salió de la casa.
Breed Connor no intentó seguirle ni disparar a través de la puerta. Se sabía vencido y sólo quería huir lo antes posible. Había perdido la partida y le tenía demasiado miedo al Coyote para seguir luchando.
Abriendo el cajón sacó su revólver, comprobó si estaba cargado y luego lo enfundó. Del mismo cajón y también de la caja de caudales sacó una gran cantidad de dinero en billetes de banco y guardándoselo en los bolsillos marchó hacia la puerta. Se puso el sombrero y cogió también un rifle. Iba a huir a Arizona o a Nuevo Méjico. No le quedaba otro remedio.
Con paso rápido, cruzó el pasillo y llegó al vestíbulo, abrió la puerta y salió al porche.
Al momento se dio cuenta del grupo de personas reunido a un lado del patio. Reconoció a Pierce y a Barker, así como a la señora Emerson. Temiendo que intentaran impedirle la huida, llevó la mano a la culata de su revólver y fue a sacarlo; pero una voz se lo impidió con estas palabras.
—Cuidado, Connor.
Un sudor helado brotó de todos los poros del cuerpo del ganadero.
—¡El Cobra! —exclamó. Y, como tratando de luchar contra aquella terrible sospecha, agregó—: ¡No, no! ¡Estás muerto!
Pack Manigan, desde el centro del patio, avanzó lentamente hacia él. Llevaba las manos caídas contra las piernas, cerca de la funda de su revólver. Connor, que aún estaba en el porche, quiso retroceder hacia el interior de la casa; pero sus fuerzas no se lo permitieron.
—¡El Cobra!… —repitió de nuevo.
De súbito las palabras del Coyote resonaron en su cerebro. El castigo procedía de Dios. Le enviaba el fantasma del Cobra…
—¡No! —chilló—. Los fantasmas no tienen sombra y tú tienes sombra.
Más tarde, Guy Pierce dijo que hasta él hubiera sacado más deprisa el revólver. Breed Connor, sintiendo plomo en las manos y en las articulaciones, trató de desenfundar su Colt; pero cuando al fin lo tuvo fuera de la funda era ya demasiado tarde y las piernas se le estaban doblando porque tres balas disparadas por Pack Manigan le habían arrebatado ya la vida. Lo último que vieron sus ojos fue el pálido rostro del hombre a quien creía muerto desde hacía muchas semanas. Luego, todo se borró de sus ojos y sólo oyó, como sonando muy lejos, la voz del Coyote repitiéndole que él no le mataría.
Un momento después sintió en los labios el sabor de la tierra seca, del polvo al que volvía después de una vida vergonzosa.
*****
—No sé cómo pagarle todo lo que ha hecho por mí —dijo Pack Manigan, estrechando la mano del Coyote.
—No tiene importancia —replicó el enmascarado—. Ante todo vuelva al penal. Estos testigos confirmarán su inocencia respecto a los delitos cometidos en el valle. Se revisará su causa y será indultado. Y cuando salga, creo que habrá una mujer esperándole para levantar entre los dos su hogar aquí. Y no sólo su hogar, sino la presa que ha de llevar el agua a todos los rincones del valle de San Arcadio. Entonces volverán los que se marcharon. Devuélvales sus tierras y conviértase en el encargado de hacer respetar la ley.
El Coyote había montado a caballo y marchaba ya hacia la salida del valle. Detrás de él caminaba Pack Manigan hacia la mujer que ahora le aguardaba a la puerta de su casa.
Sin saber por qué, El Coyote se encontró pensando en Guadalupe. También ella le estaba aguardando, con una esperanza no formulada; pero que él adivinaba.
Súbitamente el enmascarado se dio cuenta de que estaba espoleando a su caballo y de que sentía un gran anhelo de llegar lo antes posible al rancho a cuya puerta debía de estar, también, aquella otra mujer.