Capítulo VIII:
Días de calma

Ocho familias más abandonaron el valle de San Arcadio cuando se conoció la noticia de la muerte del tabernero y del ataque contra Pierce. Fueron inútiles los esfuerzos del reverendo Barker, los de Connor y los del mismo Pierce. Los fugitivos estaban aterrados y no sólo cedieron el campo, sino que vendieron por unas cantidades ínfimas sus tierras. Breed Connor compró la mayor parte y Pierce se quedó con otras.

Después de la marcha de los campesinos el valle quedó en paz, y aunque las inquietudes de sus habitantes eran muy grandes, fueron transcurriendo los días y las noches sin que ocurriese nada anormal ni se cometiera ningún otro asesinato. El mejicano Ribera se hizo cargo de la taberna. Poco a poco la calma fue volviendo, después de la terrible racha de muertes violentas.

Juan y Timoteo Lugones seguían trabajando en las tierras de la viuda Emerson. Evelio se pasaba todo el día en casa de Elissa O'Leary, adonde algunas noches iba El Coyote con la esperanza de que el herido hubiese recobrado el conocimiento y pudiera pronunciar el nombre que él necesitaba; pero aunque en su febril desvarío, Manigan pronunciaba muchos nombres, algunos pertenecientes a los habitantes del valle, otros completamente desconocidos, ninguno de ellos ofrecía una pista clara.

—No comprendo cómo puede resistir tanto —comentó Elissa, una noche en que ella y El Coyote estaban sentados junto al lecho del herido—. Sólo bebe agua y un poco de caldo. ¡Pobre hombre!

El Coyote la miró interrogadoramente.

—¿Por qué le compadece? —preguntó.

—Debe de haber sufrido mucho. A veces nombra a su madre…

—La perdió cuando tenía nueve años, o sea demasiado pronto —explicó El Coyote.

—¿Cómo lo sabe?

—Sé muchas cosas, aunque no todas las que quisiera saber —sonrió el enmascarado.

—¿Qué sabe de él?

César sonrió. Sin que ella se diera cuenta, Elissa se estaba interesando cada vez más por el herido que estaba a su cargo. Su femenina debilidad se transformaba en anhelada energía en comparación con la forzada invalidez del herido. Aquel hombre fuerte era como un niño en sus manos, y el maternal instinto que es parte integrante y fundamental de toda mujer se estaba desarrollando vigorosamente en ella. El día en que Manigan quedase curado, Elissa O'Leary se sentiría autora del milagro de su salvación. ¿Qué transformación sufriría entonces el instinto maternal? Si no podía sentirse dominadora del hombre que ya estaría lejos del peligro, ¿qué sentimientos anidarían entonces en su alma?

—¿Qué sabe de él? —repitió Elissa.

—Su historia no es agradable. Su padre murió cuando él tenía dos años y medio. Cuando cumplió los cinco años, su madre volvió a casarse. Lo hizo por no saber cómo salir adelante. Necesitaba el apoyo de alguien. Para el niño fue una tragedia que se acrecentó cuando murió su madre. Su padrastro no sentía ninguna simpatía por él y sólo le conservó en su casa para explotarlo en los trabajos agrícolas. Cuando el padrastro se casó de nuevo, las cosas cambiaron. La nueva mujer sintió piedad del huérfano y durante dos años, con sus cuidados, le hizo olvidar sus pesares y le dejó entrever una nueva vida. Un día su padrastro le echó de casa.

—¿Por qué?

—Por celos. Sospechaba o temía que el chico le arrebatara el cariño de su mujer. Aquello destrozó la vida y la moral de Manigan. Fue dando tumbos por el mundo y no siempre marchó bien encaminado. Un día mató a dos hombres, fue juzgado y, aunque no tenía amigos, el jurado sólo le declaró culpable de homicidio. El juez le condenó a la pena máxima que se admitía para el delito y amonestó al jurado. Si no hubiera huido de la prisión, se hubiese revisado su causa.

—¿Le habrían condenado a muerte? —preguntó, asustada, Elissa.

El Coyote negó con la cabeza.

—No. A lo más que se puede llegar en una revisión es a confirmar la condena anterior. No se puede condenar a una pena más grave; pero yo sé que de la revisión hubiera salido libre.

—¿Por qué?

—Porque los hombres a quienes mató merecían la muerte. Eso lo sabía el jurado; pero no tuvo valor para decirlo. En Sacramento se ha sabido al fin y se hará un nuevo juicio si…

—¿Qué?

—Si Pack Manigan puede demostrar que es inocente del asesinato de Glenn Durham.

—¿Y cómo podrá probarlo?

—Si se descubre al asesino de los otros. Una persona que hubiese podido decirnos quién mató a Durham era Karl. Por eso murió.

—Pero si decimos que Manigan ha permanecido aquí herido desde…

—La herida de Manigan no probará nada —interrumpió El Coyote—. Al contrario, le condenará aún más.

—¿Por qué?

—Porque desde que Guy Pierce aseguró haber herido al Cobra no se ha cometido ningún otro asesinato. El Cobra ha dejado de actuar. Y si le encontrasen aquí, herido, las sospechas se confirmarían.

—¡Pero Pierce no pudo herirle! ¿Cómo iba a hacerlo?… Pero… eso quiere decir que Pierce mintió.

—Tal vez.

—Entonces él sería… el culpable… ¡No puedo creerlo! —rechazó Elissa—. ¿Qué interés podía tener en cometer tantos crímenes?

—Cada crimen o, por lo menos, casi cada crimen, le ha valido una importante suma de dinero. A Glenn Durham, después de matarle, le robaron veinte mil dólares o más. Si, como sospechoso, el autor del crimen fue Karl Peters, tuvo que recibir una cantidad importante, que debió de serle robada al morir. El dueño de la taberna también fue despojado, por lo menos, de nueve mil dólares, y casi puede asegurarse que le fueron robados cinco o seis mil más.

—¿Y eso lo pudo hacer Guy Pierce?

—Sí; pero también pudieron hacerlo el reverendo Barker y Breed Connor.

—¿Cómo puede sospechar de un religioso…?

—En nuestra tierra, señorita, tenemos un viejo adagio que sirve perfectamente para este caso. Es el de que el hábito no hace al monje. El reverendo Barker dice pertenecer a la secta de los cuáqueros. Tenemos su palabra; pero nada más. Si nos dijese que es un obispo católico, tendríamos que creerlo de la misma manera que creemos que es, realmente, un cuáquero. Y no olvide que él heredó las tierras y fincas de Durham. ¿Por qué?

—Eran grandes amigos.

—Lo cual no quiere decir que no se odiaran.

—¿Qué otros sospechosos hay?

—Los pocos bandidos que quedan en el valle.

—¿Pocos?

—Tan pocos que ya no constituyen ningún peligro. El asesino los ha utilizado para sus fines y han muerto varios.

—¿Y Connor? ¿También es sospechoso?

—También.

—¿Y quién más?

—Usted podría ser sospechosa.

—¿Yo?

—Sí. Al fin y al cabo es la más interesada en vengar a su padre y a su novio; vive en un lugar apartado, ha recibido varias veces visitas de bandidos…

—¿Cómo lo sabe? —preguntó, alarmada, Elissa.

—Yo lo sé casi todo. Si no hubiera sido por los bandidos, usted no hubiese podido subsistir aquí. Esa protección, de la que ya disfrutaba su padre, ha impedido su muerte. Alguien desea estas tierras, porque en ellas está la clave de la futura riqueza del valle, o sea el agua.

—No puedo creer que usted sospeche de mí.

—No. No sospecho porque ya sé quién es el asesino —rió El Coyote—; pero alguien hizo una promesa y no le impediré que la cumpla.

—¿Quién?

El Cobra.

—Pero si él no ha hablado. ¿Cómo puede saber quién es el…?

—Lo sé y en el momento oportuno actuaré.

—¿Cuándo llegará ese momento?

—Cuando Manigan esté en condiciones de andar.

Durante otra semana la paz continuó reinando en el valle de San Arcadio. Todos daban por cierta la herida del Cobra y su tranquilidad sólo se turbaba por el temor de que, tan pronto como se recuperase, a menos que hubiera muerto, El Cobra siguiese atacando y cometiendo delito tras delito.

Habían llegado nuevos colonos que sustituyeron a los que se habían marchado, estableciéndose en tierras malas, ya que las buenas no estaban a su alcance.

En casa de Elissa, Manigan había recobrado el conocimiento. Miraba con interés todo cuanto le rodeaba y, especialmente, a la joven.

—¿Es usted la señorita O'Leary? —le preguntó al siguiente día de recobrar el habla.

—Sí —contestó Elissa, enrojeciendo intensamente.

—¿Me ha cuidado?

—Sí.

—¿Quién me trajo aquí?

El Coyote.

—¿Quién es El Coyote?

—Un hombre misterioso…

—Ya le conozco de nombre; pero quiero saber quién es en realidad.

—Ni yo ni nadie lo sabe. Ni siquiera sus colaboradores.

Luego Elissa le había preguntado el nombre de la persona a quien debía castigar.

Pack Manigan movió negativamente la cabeza.

—Eso es cuestión mía —dijo.

Una noche, cuando ya se levantaba de la cama y empezaban a volverle las fuerzas, fue visitado por El Coyote.

—Hola, Manigan —le saludó.

El Cobra trató de adivinar qué rostro se ocultaba tras la negra máscara. Al fin tuvo que desistir de ello.

—Hola —contestó—. Creo que le debo la vida.

—Cierto —sonrió El Coyote—. Le salvé cuando Peters le iba a echar dentro de la fosa que le había preparado.

—Gracias.

—He estado fuera del valle unos días —siguió El Coyote—. Tenía que hallarme presente en un sitio. Aproveché la oportunidad para hacer algunas investigaciones favorables para usted. Es posible que no tenga que volver jamás al penal.

—No pienso volver —dijo El Cobra.

—No volverá si se demuestra que es inocente de una serie de crímenes que se han cometido en este valle. Alrededor del cuello de cada una de las víctimas se ha encontrado una correa atada. Es su marca.

Los profundos ojos de Manigan se inflamaron.

—¿Qué está diciendo?

—Que alguien ha utilizado su marca y la ha aplicado a unos crímenes de los que usted es inocente, pero de los cuales todo el mundo le acusa.

—¿Y qué?

—Quiero salvarle. ¿Qué piensa usted hacer en cuanto se halle en condiciones de moverse sin dificultades?

—Yo sé lo que pienso hacer.

—¿Matar al hombre a quien vino a buscar? —preguntó El Coyote.

—Tal vez.

—Si no hace más que matarle será usted ahorcado por un crimen más.

—Si me cogen.

—Algún día le cogerán.

—Está bien. Me cogerán; pero yo habré cumplido mi palabra.

—¿Cómo se llama el hombre que debía haber sido ahorcado al mismo tiempo que Glenn Kelton?

Manigan no contestó.

—Ese hombre es el culpable de todos los crímenes de que ahora le acusan a usted —insistió El Coyote—. Yo quiero ayudarle. Dígame quién es.

—No.

—No sea loco, Manigan. Ya sé que es usted capaz de salir de aquí, ir a buscar a ese hombre y matarle; pero con ello no aclarará nada. Se espera que mate usted a ese hombre y a otros. Una vez que haya muerto, no podrá hablar ni demostrar que sólo él fue el culpable.

—No me importa. Debo matarle.

—Está bien. Dejaré que usted le mate; pero también quiero que usted lo haga como si cumpliera una justicia, no como un asesino. No deseo que vuelva a la prisión.

—¿Por qué? ¿Qué interés tiene usted por mí?

—Si vuelve al penal y no es ahorcado permanecerá en él treinta años, o sea cadena perpetua. Cuando salga, será viejo. ¿Cree que Elissa le aguardará hasta entonces?

—¿Cómo sabe…? —empezó, violentamente, Manigan.

—Yo sé muchas cosas. Ella le ama y usted la corresponde. Pero domina sus sentimientos diciéndose que no debe pensar en ella porque está destinado a volver a la cárcel o a vivir fugitivo de la justicia.

Por primera vez hubo vacilación en los firmes ojos de Manigan. El Coyote empujó hacia él una cartulina amarilla en la que se hallaba escrito un nombre.

—Éste es el culpable —dijo.

Manigan leyó el nombre y su expresión no se alteró.

—Lo es —siguió El Coyote—. Dentro de una semana será castigado. Escuche bien lo que voy a decirle.

Una hora bastó al Coyote para trazar el plan de castigo. Cuando hubo terminado, Manigan asintió con la cabeza.

—Acepto —dijo.

Durante los siete días que siguieron, Manigan estuvo acabando de reponerse. Continuamente practicaba con el revólver. Lo sacaba de la funda con una velocidad extraordinaria y el percutor caía rápidamente sobre los seis cartuchos vacíos que llenaban el cilindro. Elissa, que le observaba, sentía una honda angustia. Una angustia como no había podido sentirla cuando supo que iban a matar a Glenn Kelton.