Dejando sus caballos a prudente distancia, los tres hombres avanzaron hacia la casa del rancho de Connor. En cuanto hubieron saltado las cercas de los corrales y pasado por entre las reses encerradas en ellos, se detuvieron para decidir lo que debían hacer.
—Sería mejor que nos separásemos —indicó Timoteo.
—No —dijo López—. Nos expondríamos a confundirnos y a tirotearnos. Es preferible que vayamos juntos.
Siguieron adelante por entre los laureles que crecían en el patio que rodeaba la casa y a cierta distancia vieron la proyección de la luz que salía a través de una de las ventanas.
—Quietos —susurró López—. No os mováis de aquí.
Imitando a su compañero, los dos hermanos sentáronse en el suelo, protegidos por las sombras y aguardaron. Al cabo de media hora, Timoteo preguntó a López:
—¿Qué esperamos?
Por toda respuesta, López se llevó el índice a los labios.
Continuaron callados y a medida que su silencio se prolongaba iba aumentando el chirriar de los grillos, el piar de los pajarillos nocturnos, así como el batir de las alas de algún búho o lechuza que había salido de caza. La inactividad se hacía insoportable para los Lugones; pero en cambio, no parecía afectar lo más mínimo a López.
De súbito se oyó un crujir de pequeño guijarros pisados por una bota y López extendió un brazo, como para recomendar prudencia. Los Lugones le miraron y, obedeciendo a otra seña, se pusieron en pie tan silenciosamente como hubieran podido hacerlo tres gatos.
Los pasos se oían ya muy claros y al otro lado de los laureles se dibujó una silueta humana. Era la de un hombre que avanzaba solo. A una señal de López los tres hombres se lanzaron sobre el nocturno paseante, que se encontró derribado y aplastado contra el suelo antes de que pudiera ni levantar el percutor del revólver que había estado empuñando. La tierra que llenó su boca le impidió lanzar ni un grito.
López, que estaba sentado sobre la espalda del nombre, a quien los otros dos sujetaban brazos y piernas, le registró rápidamente por si llevaba alguna otra arma oculta. No encontró armas; pero en cambio halló algunas monedas de oro y plata, un pañuelo y un papel doblado en cuatro. A la luz de la luna López trató de leer lo que estaba escrito en el papel. Tuvo que hacer un esfuerzo para no lanzar un grito de asombro, pues el contenido del papel era el siguiente:
Si quiere salvar su vida y cazar a un enemigo que le quiere asesinar, apóstese esta noche en el patio, cerca de su oficina, y dispare sobre el hombre que se aproximará allí. Será mejor que deje en el despacho, sentado ante la mesa, un monigote vestido con sus ropas para que su enemigo lo confunda con usted. Si lo hace así, verá cómo lanzan un cuchillo al monigote. Dispare a matar y luego vaya al tercer tilo. Allí encontrará las indicaciones necesarias para deshacerse del cadáver de su enemigo. No deje de seguir mis instrucciones al pie de la letra, pues de lo contrario se expondría a llevarse un disgusto. Piense que soy su amigo.
EL COYOTE.
Guardando la asombrosa carta, César se inclinó sobre el prisionero y él volvió la cabeza para verle la cara.
Como ya esperaba, su cautivo era Breed Connor.
—Soltadle —ordenó a sus hombres—. Nos hemos equivocado.
Breed Connor se puso en pie y avanzó furioso, contra López.
—¿Puedo saber qué significa este atropello?… —empezó.
—Un momento —interrumpió López—. Supe que corría usted peligro y busqué a estos amigos para venir a defenderlo. Cuando le vimos creí que era usted el asesino que venía a matarle y… quisimos detenerle.
—¿Quiere devolverme por favor el papel que sacó de mi bolsillo? —pidió Connor.
—Con mucho gusto —replicó López—. Aquí lo tiene. Me tomé la libertad de leer el mensaje del Coyote. Si le hubiese sabido protegido por él, no habría venido a entrometerme; pero creí que estaba usted en peligro de muerte.
—Entonces tal vez tenga que darle gracias por haberme atacado y humillado —refunfuñó Connor.
—No fue con mala intención, —dijo Juan Lugones—. Al contrario, vinimos con intenciones muy buenas.
Connor habíase inclinado a recoger su revólver. Timoteo Lugones aprovechó aquel momento para decirle a López en voz baja:
—Hoy estamos de buenas. Falta sobre falta. Veremos cómo termina esto.
Breed Connor se incorporó y, guardando el revólver, preguntó:
—¿Quién les dijo que yo corría peligro?
—Lo supimos por unos que no sé cómo lo averiguaron —explicó López—. Por eso vinimos en seguida.
—Sospecho que todo habrá sido una falsa alarma —dijo Connor—. Iré a ver qué me reserva El Coyote en el tilo a que se refiere en la carta. Después me acostaré sin preocuparme por nada más.
Connor echó a andar hacia la ventana de su despacho y el resplandor que brotaba de ella le iluminó un momento, haciendo que luego, al llegar al otro lado, su figura se confundiese aún más entre las sombras; pero no debía de haber dado más de cinco pasos más allá de la ventana, cuando dos fogonazos iluminaron noche y dos detonaciones se confundieron.
Al momento, López y sus compañero dispararon hacia el punto de donde habían partido los dos anteriores disparos, corriendo hacia donde debía de haber caído Connor. Cuando pasaron ante la ventana vieron que, sentado ante la mesa de despacho, se hallaba un muñeco que, a cierta distancia, debía de dar la impresión de que se trataba de un ser vivo. Sentado en el suelo y moviendo la cabeza como para despejarla de la niebla de la inconsciencia, Breed Connor, al oírles llegar, se puso rápidamente en pie y entonces explicó:
—Ha sido una trampa. Tropecé con un cordel.
Señalaba hacia el suelo. Ocupando todo lo ancho del sendero veíase un cordel atado a un arbolillo y que pasando por una estaca en forma de gancho invertido, se dirigía luego hacia un árbol, ascendiendo hasta una de sus ramas bajas, que rodeaba por detrás yendo a engancharse en el centro de otro cordel cuyos dos extremos aparecían atados, como comprobaron en seguida, a los gatillos de dos revólveres, los cuales estaban sujetos a unas hendiduras practicadas en una rama más baja. Al tropezar con la cuerda, ésta se tensaba y presionaba sobre los dos gatillos haciendo que los revólveres se disparasen a la vez. Y como ambos apuntaban hacia el punto donde estaba cruzado el cordel, su efecto debía de ser desastroso para quien tropezara.
José López señaló la rama donde estaban los revólveres. Dos balas se habían hundido en ella.
—Ha sido una suerte para el que preparó la trampa el que no se haya quedado a comprobar si funcionaba bien o no —dijo—. Bien, señor Connor, creo que ahora ya no nos necesita. De todas formas procure ir con cuidado cuando entre en su casa. No vaya a tropezar con otro cordel, porque a lo mejor no tiene tanta suerte como esta primera vez.
Con voz temblorosa, Breed Connor preguntó, aunque sin dirigirse precisamente a los que estaban con él:
—Pero ¿quién puede tener interés en matarme?
—Sospecho que hay alguien en el valle que tiene interés en matarnos a todos —dijo López—. Tampoco yo comprendo por qué deseaba que usted, antes de recibir su ración de plomo, me sirviese una a mí.
—¿A usted? —preguntó Breed Connor—. ¿Por qué iba yo a disparar sobre usted?
—¿No lo hubiese hecho si me hubiera visto dirigirme hacia la ventana de su despacho?
—¡Oh! Claro… Y luego yo hubiera muerto…
—A menos que hubiese tenido también la buena suerte de que las balas pasaran por encima de su cabeza. Adiós, señor Connor. Esté alerta, pues alguien tiene mucho interés en que baje usted al infierno con la piel hecha una criba.
Los Lugones y López abandonaron el rancho mientras Connor entraba en la casa y dirigíase a su cuarto. Por el camino miró varias veces hacia atrás, sin soltar el revólver que había vuelto a desenfundar.
*****
Aunque era ya muy tarde, López regresó a San Arcadio después de indicar a los Lugones lo que debían hacer con los dos cadáveres encerrados en la leñera.
—Enterradlos entre unos árboles y no os preocupéis de señalar su tumba —dijo.
Luego se dirigió al poblado. Como esperaba, vio todavía luz en la taberna. Entró en ella y dirigióse hacia el tabernero, que estaba preparándose para cerrar el establecimiento.
—¿Qué hay López? He oído bastantes tiros esta noche.
—Deben de andar cazando conejos —replicó López—. Sólo he venido a hacerle una pregunta. ¿Ha visto usted alguna vez un billete de mil dólares?
—¿Que si he visto alguna vez un billete…? Claro que he visto billetes de mil dólares.
—¿Incluso de éstos? —y López mostró, dobladas, las dos mitades del billete que encontró en su bolsillo y en el del bandido que fue muerto por Juan Lugones.
El tabernero lo miró un momento. En seguida inclinóse hacia debajo del mostrador, abrió la caja de caudales y al incorporarse mostró a López nueve billetes de mil dólares.
—Si no me equivoco muchísimo, ese billete debe de ser el ciento veinte mil cuatrocientos ochenta y tres o cuatrocientos noventa y tres, o sea el anterior a éstos o el posterior.
—Es el ochenta y tres —respondió César de Echagüe—. ¿Cómo lo sabe?
—Creo que yo era el único del valle que tenía diez billetes de mil dólares. Sus numeraciones eran correlativas. Un día alguien me pidió que le cambiase un billete de los míos por mil dólares en otros billetes. Pensé que se trataba de un capricho y lo cambié.
—¿Quién necesitaba un billete completo de mil dólares? —preguntó López.
—El reverendo Hunt Barker. Dijo que quería enviar dinero a cierto pueblo o ciudad. No sé. Me pidió un billete de mil para hacer un envío. A cambio me dio mil dólares en toda clase de billetes. ¿Ocurre algo?
Don César, bajo su aspecto de José López, movió negativamente la cabeza. Y volviéndose hacia el anuncio de los rifles Winchester, preguntó, señalando:
—¿Recuerda lo que hice esta noche?
—Sí —contestó el tabernero—. Una hermosa demostración de tiro al blanco.
—Bien. Pues no lo olvide. Y en cambio olvídese de todo lo que le he preguntado.
—¡Oh! —El tabernero tragó saliva con mucha dificultad—. Claro… Desde luego.
—Esta noche —siguió don César—, alguien metió un papel en mi bolsillo. ¿Se fijó en quién lo hacía?
El tabernero vaciló visiblemente. Al fin pudo tartamudear:
—No… no me fijé.
—El reverendo estaba en la taberna —comentó López—. ¿Fue él?
Minúsculas gotas de sudor comenzaron a perlar la frente del tabernero. Inclinándose hacia López, susurró:
—¡Por Dios… no me pregunte nada!
Como sin oírle, López siguió:
—De una cosa estoy seguro, amigo mío. Y es de que usted, de todos, era el único que no estaba en condiciones de meterme la mano en el bolsillo. El que hizo eso —prosiguió— me entregó una nota firmada con sólo una «C».
—¿El Cobra?
—No. El Cobra no ha cometido ninguno de los asesinatos que se le achacan. Quien los está cometiendo es el hombre que metió su mano en mi bolsillo y a quien usted conoce. Si me dice su nombre le inutilizaré antes de que siga causando más daños; si no quiere decírmelo se expondrá a seguir el mismo camino que siguieron Burton, Emerson, Peters y otros.
—No me atrevo —jadeó el tabernero—. Si es él… me encontraría desamparado ante su venganza… Nadie me apoyaría…
—Se olvida usted de un amigo que le ayudará con todas sus fuerzas, que son muchísimas.
—¿Quién?
—El Coyote —dijo en voz baja César.
—¿El Coyote? Tal… vez. Pero El Coyote no ha podido, aún, vencer al Cobra…
—Ya le he dicho que El Cobra no ha cometido ninguno de esos asesinatos. La serpiente contra quien tenemos que luchar no es una cobra, es una víbora…
—Sí que lo es. Una víbora maldita. Si yo pudiera hablar con El Coyote y él me convenciese de que me ayudaría…
—Puede hablar con él cuando quiera… —empezó César. Iba a agregar que él era El Coyote, pero en el mismo instante tuvo la impresión de que alguien le miraba fijamente a la espalda. Sin que su propia voluntad influyera en el movimiento, saltó a un lado, yendo a caer de rodillas en el suelo, de espaldas al mostrador.
Pero el peligro del que había huido no le amenazaba directamente. Se oyó un disparo de rifle y un anaranjado fogonazo brilló en la puerta de la taberna.
Sin pronunciar ni un grito, el tabernero desplomóse de bruces sobre el mostrador. Sus manos intentaron, en vano, aferrarse a la resbaladiza superficie de caoba; en seguida perdieron su fuerza y todo el cuerpo resbaló hacia atrás, quedando oculto.
César había empuñado su revólver y estaba parapetado tras el grueso tablero de una de las mesas. Pero su situación no tenía nada de agradable. Cierto que podía impedir la entrada al asesino, pero también era cierto que tan pronto como intentara salir de detrás de su barricada quedaría expuesto a los disparos de su enemigo, ya que seis lámparas de petróleo alumbraban aún la sala. Con aquella iluminación sería un suicidio intentar salir de allí, pues en cuanto cruzara la puerta de la calle quedaría silueteado contra el luminoso fondo y convertido en fácil blanco para un adversario protegido por la oscuridad exterior. Claro que era muy posible que el primer disparo de su enemigo fallara y que entonces él saliendo fuera pudiese vencerle antes de darle tiempo a repetir el disparo. Sin embargo, un paso así sólo debía darse cuando no quedaba otra probabilidad de salvación. Y en aquellos momentos aún quedaban muchas.
Como era muy escasa la distancia que le separaba del mostrador, César decidió ir a averiguar qué había sido del tabernero. Dos saltos de mono le condujeron junto al dueño del establecimiento, que estaba tendido en el húmedo suelo. Su boca había sido cerrada para siempre.
Viendo un revólver colocado sobre un estante, César lo empuñó y, después de asegurarse de que estaba cargado, empezó a disparar contra las seis lámparas. Cada disparo destrozaba una de ellas, apagándolas, y al sexto el interior de la taberna quedó en la más completa oscuridad. Saliendo de detrás del mostrador, César fue, dando un rodeo, hacia la salida. Había dejado el revólver del tabernero y ahora empuñaba el suyo.
Con la mano movió la puerta de la taberna, entreabriéndola. Como esperaba, no sonó ningún disparo. Si el asesino estaba fuera, debía de haber previsto aquello. En la oscuridad brillaron los blancos dientes de don César, al sonreír. Lo que iba a hacer a continuación no lo esperaba el criminal. Éste prevería otro movimiento de la puerta para atraer algún disparo que denunciase su presencia, pero en cambio…
De un salto César se encontró en el exterior, marchando pegado a la pared de la taberna y protegido por los postes que sostenían el tejadillo que daba sombra y protección al porche.
Inmediatamente don César comprendió que el asesino había huido en seguida, pues ni un disparo fue dirigido contra él. Durante cinco minutos aguardó, protegido por la oscuridad. Luego, admitiendo que otra vez había sido burlado por su enemigo se dispuso a entrar de nuevo en el local; pero lo retrasó un momento al oír aproximarse a un jinete. La luna, que hasta entonces había estado oculta por densas nubes, asomóse lo suficiente para revelar la identidad del que se aproximaba. Era Evelio Lugones.
Cuando éste reconoció a López lanzó un suspiro de alivio.
—¡Me alegro de encontrarte! —exclamó, agregando en voz baja—: El Cobra está delirando y pronunciando una serie de nombres. Tal vez convendría que El Coyote lo supiese.
—Antes tenemos que hacer algo más importante —dijo López—. Desmonta y entremos en la taberna. Han asesinado al dueño.
Entraron y Evelio encendió una lámpara que aún estaba entera. Con ella en la mano siguió a su compañero hasta detrás del mostrador. Cuando la luz de la lámpara cayó sobre el cuerpo del tabernero, César de Echagüe sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo. En torno al cuello del muerto se veía una correa atada fuertemente.
—¡El Cobra! —exclamó Lugones.
—No seas imbécil —replicó López—. El Cobra no ha hecho esto.
—¿Cómo es posible que exista un canalla como el que hace todo esto?
—Bástenos con que exista, no busquemos explicaciones que nada aclaran.
De pronto, don César recordó algo. El tabernero le había mostrado nueve billetes de mil dólares que luego guardó en un bolsillo del pantalón. Mentalmente revivió la escena. En seguida arrodillóse junto al cadáver y le registró los bolsillos. ¡Estaban vacíos! ¡Y también estaba vacía de dinero la caja de caudales que el tabernero debió de dejar abierta al sacar de ella los billetes!
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Lugones.
—Continúa el juego —murmuró López—. Pero el asesino cometió un error. Debía haberme matado a mí y luego al tabernero. Pudo hacerlo; pero se equivocó.
—¿Cómo le ató la correa al cuello? —preguntó Evelio.
—Entrando por la puerta trasera mientras yo le creía esperándome en la calle. Debe de conocer muy bien todo el interior de la taberna y pudo trabajar a oscuras. En cuanto hubo atado la correa y tuvo en su poder el dinero, escapó por donde había entrado.
—Timoteo me contó lo ocurrido en casa de Connor —dijo Evelio—. Os librasteis por verdadero milagro.
—Sí, fue un milagro que Connor no nos matase y que luego no muriese él a consecuencia de la trampa que le fue tendida. Es la única ocasión en que los planes de ese asesino han fallado.
—Cuando se enteren de que también el tabernero ha sido asesinado por El Cobra va a haber una desbandada general —dijo Lugones—. Ningún campesino querrá quedarse aquí.
—No les criticaré si se van —dijo López—. Salgamos. Vuelve a casa de Elissa O'Leary y pídele que anote todos los nombres que pronuncie Manigan. Tal vez observando los que pronuncie más veces averigüemos algo. Yo voy a ver al Coyote.
Cuando montaban a caballo escucharon, a no muy lejana distancia, cuatro disparos de revólver. Espoleando sus caballos, dirigiéronse los dos hacia el lugar donde parecían haber sonado los disparos. Al llegar ante la casa de Guy Pierce vieron a éste en camisa de dormir, de pie en el umbral de la puerta y empuñando un arma. En el aire se notaba aún el irritante, olor de la pólvora quemada.
—¿Qué sucede? —preguntó López.
—¡El Cobra! —gritó Pierce—. Iba a entrar y disparé sobre él. Le vi huir y seguí disparando. Estoy seguro de que le herí, porque cayó al suelo; pero otro que iba con él le ayudó a montar a caballo y a escapar.
—¿Cómo sabe que era El Cobra? —preguntó López.
Por toda respuesta señaló el suelo, junto a una ventana. Allí se veía, como una serpiente enroscada, una larga tira de cuero.
—La destinaba a mi cuello —tartamudeó Pierce—. ¡Es horrible!