Capítulo VI:
La aparición del Coyote

El reverendo Barker estaba vuelto de espaldas al improvisado altar de lo que él llamaba su capilla. Sólo un crucifijo identificaba la santidad del lugar. Frente a él se hallaba el sencillo ataúd que guardaba los restos mortales de Fay Emerson, cuyas honras fúnebres estaban celebrando.

—Otro de los nuestros ha caído —empezó—. Le hirió un ser diabólico, escapado de la cárcel para causar todo el daño posible. Pero yo os digo que si somos fuertes nadie nos podrá echar de este valle. El que era jefe admitido de los campesinos ha muerto. Fay Emerson, en quien todos pensábamos como su sustituto, ha muerto también antes de que pudiésemos elegirle; pero en su lugar se levantará otro. Y si él cayese, su puesto no quedará vacante muchas horas, porque sé que otros muchos se ofrecerían para guiarnos a conseguir, al fin, la victoria que, de derecho, nos pertenece.

El reverendo Barker calló como si esperase que entre los reunidos se elevasen voces ofreciéndose para ocupar el puesto vacante. Sin embargo, nadie habló y sólo se oyeron los sollozos de Clara Emerson y de sus hijos. Por fin, Baker prosiguió:

—Los exangües labios de nuestro compañero no pueden hablar. Sus oídos no pueden escucharnos; pero, no obstante, yo le prometo que su muerte no ha sido en vano. Y ya que no se ofrecen otros más fuertes, yo tomaré el mando si me aceptáis como jefe. Y porque vuestra causa es justa lucharé por ella con la fuerza que Dios me concederá.

Mientras hablaba agitaba en el aire un débil puño. Casi todos se sintieron emocionados por aquella energía y por la elocuencia del cuáquero, aunque algunos se preguntaron qué podría hacer aquel puño contra los poderes que se enfrentaban con él. ¿Qué fuerza podía tener un religioso contra los enemigos que llenaban el valle?

—¡Yo desafío al Cobra a que se enfrente conmigo! —siguió Barker.

En aquel instante abrióse la puerta de la improvisada capilla y la luz del día penetró a raudales. En el umbral apareció un viejo mejicano que tenía unas pequeñas tierras a la entrada del valle.

—¡Socorro! —pidió—. Me persiguen. Quieren que me marche…

Antes de que los aterrados campesinos que se encontraban en la capilla pudieran darse cuenta total de lo que estaba ocurriendo, aparecieron dos jinetes enmascarados y cubiertos de polvo. Uno de ellos llevaba una escopeta de caza y el otro empuñaba un revólver. Sus llameantes ojos proclamaban cuáles eran sus intenciones.

—¡Deteneos! —gritó Barker levantando su mano—. ¡Ésta es la Casa de Dios! ¡No la profanéis con un crimen!…

No pareció que sus palabras fueran a surtir ningún efecto. Ribera, el mejicano, se había vuelto, horrorizado, hacia sus perseguidores.

El momento era de gran dramatismo. Una invencible parálisis se había como apoderado de todos. Tan sólo Barker, con la mano levantada, conservaba algún movimiento.

Porque también los dos jinetes se habían detenido e, inmóviles, no parecían a atreverse a levantar sus armas. El fuego de sus ojos se había apagado y la salvaje alegría del triunfo seguro había sido sustituida por un creciente temor.

Durante unos segundos el reverendo Barker pudo creer que su mano poseía una fuerza divina, pero no tardó en salir de su error cuando, en el luminoso rectángulo de luz de la puerta de la improvisada capilla, apareció la silueta de un hombre que volvía la espalda al reverendo y a los fieles. Sin duda durante aquel rato había estado fuera, esperando.

Vestía un traje oscuro, a la moda mejicana, sombrero charro y sobre el hombro izquierdo llevaba, colgado, un sarape de vivos colores. Al hacer un movimiento, todos vieron que empuñaba dos revólveres a los que el sol de la mañana arrancaba metálicos destellos.

Con voz más dura que el acero de sus armas, el desconocido habló:

—Merecéis que os mate y eso es lo que debiera hacer con vosotros; pero os castigaré de otra forma…

Dos detonaciones siguieron a su interrupción y los dos jinetes soltaron sus armas y se llevaron la mano a la oreja izquierda. La sangre brotó abundante, mientras el autor de los disparos decía:

—Ya no necesito quitaros los antifaces. Con esas marcas os conoceré siempre…

—¡Es El Coyote! —gritó alguien dentro de la capilla.

Estas palabras fueron como un espolazo para los jinetes que, sin esperar más partieron al galope, mientras El Coyote guardando los revólveres, se volvía hacia los que estaban dentro de la capilla, y en especial hacia el mejicano a quien acababa de salvar la vida.

—Vigilad las orejas marcadas que van a ir apareciendo en el valle —dijo—. Y no os fiéis de quien luzca mi marca.

La esperanza iluminaba muchos de los rostros que un momento antes aún se dejaban ganar por la inquietud.

—Dios lo ha enviado —murmuró Clara Emerson.

—No soy tan importante, señora —replicó El Coyote—, pero le prometo que el asesino de su marido será castigado.

—Usted puede ser nuestro jefe —dijo Barker.

El enmascarado movió negativamente la cabeza.

—No —dijo—; pero les ayudaré cuanto pueda. Busquen a uno de los suyos.

—Yo me ofrezco —dijo Breed CONNOR—. Sabiendo que El Coyote está a nuestro lado, no tengo ningún temor. Él nos ayudará a expulsar a los bandidos y a terminar con El Cobra.

—¿Le aceptáis? —preguntó Barker, parecía algo defraudado por el puesto que acababa de perder.

Varias voces replicaron afirmativamente. Casi antes de que el entusiasmo se redujese, El Coyote, montando a caballo, había desaparecido.

*****

La siguiente víctima del Cobra fue Karl Peters. Le encontraron entre unas rocas, con el pecho atravesado por un cuchillo y una correa atada al cuello. Su oreja izquierda aparecía destrozada por un balazo.

—Tenía la marca del Cobra y la del Coyote —se comentó en la taberna al saberse la noticia.

José López, que estaba entre el grupo que discutía la última hazaña del misterioso Cobra, soltó una carcajada. Cuando la atención de todos se centró en él, López declaró, explicando su extemporánea risa:

—Me río del miedo que todos tienen a causa de esos dos hombres.

—¿Usted no lo tiene? —preguntó Pierce.

—No conozco al Cobra. Por lo menos no le conozco mucho, pues aunque le vi como todos, si es que realmente fue él quien hirió en el brazo al señor Peters, no tuve tiempo de fijarme bien. Pero no le creo más peligroso que El Coyote. ¡Y al Coyote le vi una vez correr como una liebre delante de mí!

—¿Cuándo soñó eso? —preguntó Breed Connor cuyas palabras fueron coreadas por estrepitosas risas.

—Una noche en que lo acorralamos. Si no es por la ayuda que le prestaron unos campesinos le hubiéramos cogido como a un palomo.

—¿Qué haría si ahora se le presentase? —preguntó uno de los que estaban allí.

La respuesta de José López fueron tres disparos tan seguidos que parecieron uno solo. Nadie le vio empuñar el revólver; pero éste, que unos momentos antes se encontraba en la funda, estaba ahora en su mano, soltando una columnita de humo. En la pared frontera a él, aparecía un cartel de las fábricas Winchester, que representaba a un hombre vestido con el típico traje de los llaneros. Con la mano derecha sostenía en alto un rifle y con la izquierda se apoyaba en un blanco formado por círculos rojos y blancos. En la diana veíanse tres agujeros tan juntos que formaban uno solo.

La distancia que separaba a López del cartel no era muy grande; pero todos sabían que ni a tres pasos hubieran sido capaces de conseguir aquellos blancos, y mucho menos disparando con la rapidez con que lo había hecho López.

—Yo creí que los de su raza sólo eran diestros manejando el cuchillo —comentó el tabernero.

De su faja, José López sacó un cuchillo y, como sin apuntar, lo lanzó contra el blanco, donde quedó clavado en el centro del desgarrón producido en el papel por las tres balas.

—Por eso yo no le temo ni al Cobra ni al Coyote —dijo, yendo a recobrar su cuchillo, mientras en la taberna entraba el reverendo Barker, atraído por las detonaciones.

Si hasta entonces José López podía haberse lamentado de atraer poco la atención de los habitantes de San Arcadio, desde el momento en que les demostró lo que era capaz de hacer, se vio rodeado por un círculo de rostros que expresaban profunda admiración. Fue invitado a beber y a fumar, y durante un buen rato todos se olvidaron de la nueva hazaña del Cobra al matar a Karl Peters.

—Por esta vez El Cobra eligió bien a su víctima —comentó Connor, llenando de nuevo el vaso de López. Al mismo tiempo éste sintió que una mano introducía un papel en el bolsillo de su chaquetilla. Haciendo como si no se hubiese dado cuenta de nada, vació el vaso y luego volvióse para dirigir una mirada a su alrededor. Nadie parecía fijarse demasiado en él.

César de Echagüe sentía unos irresistibles deseos de ver lo que le habían metido en el bolsillo. Sin embargo se contuvo hasta que pudo salir de la taberna. Entonces, acercándose a uno de los faroles que iluminaban el porche, hundió la mano en el bolsillo y sus dedos tropezaron con un papel que estaba hecho una arrugada bola. Al examinarlo a la luz lanzó un silbido. Era un billete de mil dólares. Pero cuando lo extendió tuvo que rectificar su impresión primera. Sólo era medio billete de mil dólares y un papel en el cual, escrito con lápiz y con letras mayúsculas, leyó:

López: Si quieres ganarte la otra mitad, repite contra el corazón de Breed Connor lo que hiciste con el cuchillo en la taberna. A Breed lo encontrarás en su casa esta noche. Suele tener la ventana abierta y la luz encendida.

C.

—Me parece que hiciste una tontería, querido López —murmuró César—. Esperabas algo; pero no esto. Sin embargo se puede probar.

Montando a caballo, don César, bajo el disfraz de José López, se encaminó hacia la casa de la viuda Emerson. A cierta distancia se detuvo y lanzó un largo aullido de coyote.

Otro plañidero aullido contestó y de entre unas matas salió Juan Lugones.

—Hola, López —saludó en voz baja, al reconocer al jinete—. Tenemos buenas noticias.

—¿Qué?

—Cazamos a uno que venía a incendiar la casa de la señora Emerson.

—¿Y qué? ¿Le matasteis?

—No. Le cogimos entre Timoteo y yo y le hicimos hablar. Esta noche piensan quitar de en medio a Breed Connor. Irán a su rancho y…

—Y le clavarán un cuchillo en la espalda, ¿no? —preguntó de inmediato el falso López.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Juan Lugones.

—Porque me han encargado a mí el trabajo.

—¿Quién?

—A menos que haya sido El Coyote debo suponer que me lo ha encargado El Cobra.

—Pero… si él…

—¡Silencio! —interrumpió López—, no hables de lo que no debes. Ya sé que no ha sido ni el jefe ni el otro. Pero estamos luchando contra el asesino más sagaz que hemos tenido jamás ante nosotros. Nos va a dar mucho trabajo, sobre todo desde que sabe quiénes somos.

—¿Lo sabe?

—Claro. Está jugando con nosotros ¿Dónde está vuestro prisionero?

—Lo encerramos en la leñera. Timoteo quedó vigilando.

—Vayamos hacia allí. No me gusta servir de juguete a un enemigo. Por ahora todas las ventajas están de su parte y sólo tenemos sobre él dos, aunque una de ellas no es muy sólida.

—¿Cuáles son? —preguntó Lugones.

—La principal es que sólo nosotros sabemos qué ha sido del verdadero Cobra. Nuestro adversario le cree muerto; pero no ha podido encontrar su cuerpo y eso le tiene intranquilo, pues mientras no se tiene delante el cadáver no se puede asegurar que uno haya muerto. La otra ventaja que tenemos sobre él, es que no sabe quién es ni dónde se encuentra El Coyote. Mas, aparte de estas ventajas el asesino es más fuerte que nosotros porque mientras El Cobra no pueda hablar, no sabremos contra quién luchamos.

Los dos hombres hablaban en voz baja y avanzaban buscando las sombras en dirección a la parte trasera de la casa, sin que sus pasos produjeran ningún ruido. En el momento en que llegaban a la vista de la leñera vieron surgir una sombra que escapaba a toda prisa hacia un macizo de árboles que crecían cerca de un camino posterior.

La reacción de Juan Lugones fue tan rápida que don César no tuvo tiempo de detenerle ni de impedir que se llevara el rifle al hombro y disparase contra el que huía. Oyóse un grito cortado antes de que terminara y la sombra cayó al suelo, quedando de bruces en medio de un espacio despejado, donde la luz de la luna se proyectaba sin obstáculos.

—¡Imbécil! —gritó don César.

—Es que se escapaba —se excusó Juan—. Aunque le haya matado, ya le hicimos decir todo lo que sabía.

Don César se dirigió hacia el sitio donde estaba tendido el fugitivo; pero al pasar junto a la leñera se detuvo, estando a punto de tropezar con el cuerpo de Timoteo Lugones, que aparecía caído de espaldas, con el rostro bañado en sangre. Junto a la cabeza, veíase una piedra, manchada también de rojo.

—¡Le han matado! —gritó Juan, deteniéndose junto a su hermano.

—Sólo está sin sentido —dijo don César—. Vamos. Luego le atenderemos. Parece que os estáis volviendo imbéciles.

Tras una corta vacilación, Juan Lugones siguió al que él conocía por José López, que estaba ya arrodillado junto al fugitivo, a quien acababa de volver cara al cielo. La bala disparada por Juan Lugones le había atravesado de parte a parte el corazón. La muerte fue instantánea. El rostro del muerto no le era conocido. Cuando Juan llegó a su lado le iba a preguntar si era aquél el preso; pero, antes de que pudiese hacerlo, Juan Lugones lanzó una exclamación de asombro.

—¿Qué ocurre?

—Es que… ése no es el que detuvimos —tartamudeó—. ¿Habré cometido un error?

—Sí, uno muy grande. A los fugitivos a quienes no se tiene especial interés en matar hay que herirles en las piernas. Un par de piernas rotas no impiden hablar. En cambio un corazón atravesado cierra para siempre una boca. Volvamos junto a tu hermano y arrastremos hasta allí a éste.

Timoteo Lugones estaba tan sin sentido a causa del golpe que su cabeza había recibido con la piedra que resistió eficazmente a todos los esfuerzos que para reanimarle realizaron López y su hermano. Al fin, López, interrumpiéndose, pidió a Juan:

—Trae una linterna y veamos a vuestro prisionero.

Juan Lugones entró en la cocina de casa y salió con una lámpara de petróleo. En cuanto la luz se proyectó sobre la puerta de la leñera, don César comprendió que el preso había huido, pues la puerta estaba entreabierta. Sin embargo la empujó y entró en el reducido espacio donde los Emerson habían guardado siempre la leña. Con su cuerpo tapaba la luz de la linterna; pero cuando Juan se hizo a un lado y la leñera quedó iluminada, un horrible espectáculo se ofreció a los ojos de los dos nombres.

El prisionero seguía allí, tan bien atado como le dejaron los dos hermanos; pero en torno a su cuello se veía una correa que había servido para estrangularlo.

—¡Dios santo! —jadeó Juan Lugones—. ¡Le han asesinado!

López arrodillóse junto al cuerpo y sacando su cuchillo cortó la correa; pero entonces descubrió que el asesino había clavado un puñal de finísima hoja triangular en el corazón de la víctima.

—No dejaron nada al azar —murmuró, volviéndose hacia Juan Lugones, que estaba lívido, pensando en cómo debía de haber muerto su hermano Leocadio, asesinado, acaso, por la misma mano que había cometido aquel crimen.

—¡Dios santo! —repitió, atontado.

Su compañero se puso en pie y quitándole la linterna, que temblaba en la mano de Juan, salió al exterior y, arrodillándose junto al hombre a quien había matado Juan Lugones, dejó la linterna en el suelo y comenzó a registrarle los bolsillos. De momento no encontró nada de particular. Una bolsa de tabaco, papel español para liar cigarrillos, un pañuelo limpio, unas cuantas monedas de cobre y plata y, por fin, un papel doblado que al ser aproximado a la luz reveló su verdadera identidad: ¡Medio billete de mil dólares!

Rápidamente, don César sacó el otro medio billete que había recibido en la taberna y, acercándose más a la luz, comprobó las numeraciones de ambas mitades. ¡Eran idénticas!

El sistema no era nuevo. Cuando se quería encargar un trabajo peligroso, especialmente asesinatos, y se quería dar una seguridad de que el dinero ofrecido se pagaría y al mismo tiempo no se quería pagar por anticipado, se partían los billetes de banco por la mitad y de esa forma el encargado de cometer el delito sabía que, si cumplía lo prometido, recibiría la otra mitad, sin la cual la mitad recibida no tenía ningún valor. Tampoco era la primera vez que un jefe astuto encargaba un crimen y daba medio billete a su cómplice, buscando luego a otro a quien encargaba de matar a aquel otro cómplice, en cuyo poder hallaría la mitad del billete que le entregaba. Así se deshacía de un testigo peligroso.

—Timoteo ya está recobrando el conocimiento —anunció Juan Lugones.

López se volvió hacia él guardando las dos mitades del billete.

—¿Qué ocurrió? —preguntó al medio atontado Timoteo.

Éste tardó varios minutos en poder coordinar sus ideas.

—No sé —dijo al fin—. Estaba vigilando, con la espalda apoyada contra la puerta, cuando oí la llamada y la respuesta de mi hermano. Creo que entonces me distraje un poco y, de pronto, sentí un golpe terrible, vi muchas luces y ya no recuerdo nada más. ¿Qué sucedió?

—Te tiraron una piedra más dura que tu cabeza y eso fue todo. Luego asesinaron a vuestro prisionero.

Juan explicó con más detalles lo ocurrido y Timoteo, volviéndose hacia López, le preguntó:

—¿Entiendes eso?

—Sí. Por lo menos creo entenderlo. ¿Os costó mucho hacer hablar al prisionero? ¿Tuvisteis que recurrir a martirizarle?

—No, no. Cantó en seguida —dijo Juan—. En cuanto nos pusimos un poco violentos con él.

—Eso quiere decir que no le sacasteis más que una mínima parte de lo que sabía o, mejor, que os contó lo que se le había encargado que contara.

—¿Eh?

—Sí; pero ese hombre sabía mucho más. Por eso se envió a otro a que le hiciera callar para siempre.

—¿Qué dirá El Coyote cuando lo sepa? —preguntó Timoteo—. Hemos sido unos imbéciles.

—No —interrumpió López—. Lo que ocurre es que estamos luchando contra un hombre sagacísimo, muy por encima de lo que es habitual. No cabe duda de que esta noche intentará algo contra Breed Connor o contra nosotros; y si queremos averiguarlo no tenemos más remedio que ir a la finca de Breed y montar un servicio de vigilancia, aunque sin acercarnos a la ventana del despacho de Connor.

López se levantó y, señalando el interior de la leñera, ordenó:

—Meted a éste con el otro. Más tarde decidiremos lo que se debe hacer.

—¿No convendría que El Coyote supiera esto? —preguntó Timoteo.

—Al Coyote no le gusta escuchar fracasos, y hasta ahora ninguno de nosotros puede contarle otra cosa que una serie de fracasos y de estupideces. Vamos.

—¿No conviene que vigilemos la casa de la viuda? —preguntó Juan.

—No creo que le ocurra nada mientras estemos fuera —replicó López—. Lo que haya de suceder sucederá en el rancho de Breed Connor.

Los tres hombres dirigiéronse adonde estaban sus caballos y montando en ellos emprendieron la marcha hacia el rancho de Breed Connor.

—¿Y Evelio? —preguntó Juan.

—Está vigilando al Cobra —respondió López—. Y quiera Dios que sea menos torpe que vosotros.

Al cabo de un rato, Timoteo, que se había vendado la herida con un pañuelo negro, acercóse a López y en voz baja le pidió:

—Oye, López, por favor, no nos eches mucha tierra encima cuando hables con El Coyote. Si arreglamos lo del rancho de Connor quizá no sea necesario contarle cómo ocurrieron las cosas. Piensa: algún día también te podemos ayudar nosotros.

Como si reflexionara o se debatiera en dudas, López calló un momento y por fin declaró, mientras la risa bailaba en sus ojos:

—Está bien. Te doy mi palabra de honor de que no diré una palabra al Coyote de lo que os ha ocurrido. Enterraremos a esos dos y así El Coyote no sabrá nada.

Cuando Timoteo explicó a su hermano lo que José López le había prometido, Juan replicó:

—Al principio no me era muy simpático el tal López, pero veo que no es lo que parece. Nos hace un gran favor, porque si El Coyote supiera lo que hemos hecho…

Timoteo lanzó un profundo suspiro declaró:

—No quiero ni imaginar lo que nos ocurriría. Pero si ése cumple su palabra…

—… El Coyote no sabrá nada —terminó Juan.