San Arcadio no era, todavía, una ciudad. No era, tampoco, un pueblo. Pero era algo más que un caserío. Tenía una taberna donde se podía beber de todo, menos agua o leche; un almacén donde se podían adquirir toda clase de productos, desde cartuchos hasta armas de fuego, pasando por artículos de mercería, muebles caseros, jabón, etc. Además de estos dos importantes establecimientos, San Arcadio poseía unas cuantas casas que casi eran granjas, pues en ellas se guardaban balas de alfalfa, sacos de trigo o de cebada y avena, aperos de labranza, caballos y carros. Allí habitaban los principales agricultores. Los otros estaban desperdigados por los alrededores inmediatos a San Arcadio, ya que nadie se atrevía a vivir muy apartado de allí, pues la mayor parte del valle se encontraba en poder de los bandidos refugiados en aquellos lugares.
El forastero desmontó pausadamente, ató su caballo ante la puerta de la taberna, arreglóse el revólver, soltando la trabilla que lo mantenía sujeto dentro de la funda, y respiró hondo. Por fin se decidió a entrar en el local.
Cuando empujó la puerta ya sabía que dentro de la taberna se estaba desarrollando una violenta pelea.
El forastero entró y nadie se fijó en él. Nadie, excepto dos mejicanos que estaban cerca de una de las paredes y que parecían seguir con interés la fogosa lucha que reñían dos hombres.
¿Qué motivos tenían éstos? Insignificantes; pero ya se sabe que antes arde la paja que la leña gruesa. El forastero se apoyó en una de las columnas que sostenían el armazón del techo y contempló a los que se peleaban. Uno de ellos era un hombre de unos cuarenta años, cuyas mejillas estaban cubiertas por una barba de una semana y cuyo traje era el de los campesinos de aquellas regiones. Su contrincante, en cambio, vestía como los vaqueros. Parecía que el motivo de la disputa era por la eterna cuestión de las tierras de pastos que no se querían ceder a los hombres que pretendían sacar de ellas algo más que hierba.
Los dos hombres iban armados; pero la diferencia entre el viejo revólver de percusión del campesino y el moderno Colt del ganadero, marcaba casi la diferencia entre la capacidad luchadora de los dos contrincantes.
El campesino hablaba con una rabia que borraba todo vestigio de cautela empujándole hacia el umbral de la muerte.
El disparo sonó, como un trallazo, en el interior de la taberna. El campesino fue empujado hacia atrás por la plomiza mano de la muerte y quedó tendido en el suelo, después de derribar una mesa.
Los testigos se apartaron, horrorizados, del cuerpo grotescamente tendido sobre el entarimado. El autor del disparo, de cuyo revólver aún brotaba una columnita de humo, permaneció unos instantes contemplando su obra. Por su rostro cruzó una amenazadora mueca. Luego, sin guardar el revólver, miró, desafiador, a los testigos.
—Todos le oísteis llamarme mentiroso, ¿verdad? —preguntó—. Y le visteis cómo intentaba sacar su revólver. Es verdad, ¿no?
De mala gana todos asintieron con la cabeza, a medida que el asesino los iba mirando fijamente uno tras otro. Un hombrecillo pareció a punto de expresar otra opinión; pero cuando el asesino le miró, preguntándole si había visto cómo el muerto intentó empuñar su revólver, cambió de idea y respondió afirmativamente. El hombre miró luego a los dos mejicanos y preguntó al mayor:
—¿Lo viste tú también, López?
—Lo vi —replicó escuetamente José López, uno de los últimos que habían llegado a San Arcadio.
—¿Y tú? —siguió Peters, dirigiéndose al otro.
Evelio Lugones asintió con la cabeza.
Karl Peters empezó a guardar su revólver; pero, de súbito, su mirada tropezó con la del forastero recién llegado, que le miraba con salvaje y desafiadora sonrisa y con unos ojos que parecían no tener fondo. Un escalofrío recorrió la espina dorsal del asesino. Se dio cuenta de que estaba delante de un hombre como él, que no vacilaría en matar si se le obligaba a ello.
—¡Bien! —gritó Peters—. ¡Responda! Usted también lo vio, ¿verdad?
El hombre asintió con un ligero movimiento de cabeza. Había catalogado al criminal. Pertenecía a un tipo que había encontrado otras veces.
—Sí —contestó con insultante lentitud—. Lo he visto.
—Le vio cómo quería empuñar su revólver, ¿verdad? —preguntó Peters.
—No —replicó, indiferente, el forastero.
Tenía la mirada fija en los ojos de Peters, leyendo en ellos su pensamiento.
José López observaba curiosamente a aquel hombre. No le había visto nunca hasta entonces. Sin embargo, lo identificó al momento.
—¡Sí que lo vio! —rugió el asesino.
—No, no lo vi.
—Le aconsejo que cambie de opinión, forastero —dijo Peters, balanceándose sobre las puntas de los pies.
—¿Pretende que ese desgraciado quiso empuñar su revólver y matarle a usted? —preguntó, calmosamente, el forastero.
—Sí. ¡Eso fue lo que hizo!
—Entonces sus palabras demuestran que ese hombre estuvo en lo cierto al llamarle mentiroso.
De nuevo los espectadores de aquella escena se echaron atrás. De nuevo se vio el brillo del acero de un revólver al ser desenfundado. Y otra vez resonó en el interior de la taberna el trallazo de un Colt del 44 y el humo del disparo ascendió hacia el techo.
Pero esta vez fue el asesino quien se curvó hacia delante, con el dolor pintado en el rostro. Por entre los dedos de la mano izquierda, que se había llevado al brazo derecho, resbalaron gotas de roja sangre. Su revólver estaba en el suelo, fuera de su alcance, pero su mirada permanecía fija en el forastero, que le miraba por encima de su Colt.
—Podía haberle matado —dijo el hombre—. Y no sé si he cometido un error al no hacerlo; pero no me volveré atrás y por ahora le dejaré vivir. Si vuelvo a verle por aquí le mataré. Recoja su revólver, márchese y apártese de mi vista mientras yo permanezca en San Arcadio.
El silencio era casi tangible mientras el asesino recogía su revólver y salía del local. Por un instante en el cerebro de Karl Peters vibró el deseo de volverse velozmente hacia el que acababa de humillarle y disparar sobre él; pero esta decisión no llegó a materializarse. Peters salió de la taberna y a poco se le oyó alejarse a caballo.
—¡Uuff! —suspiró el tabernero, sirviéndose un vasito de whisky—. ¡Vaya rato! —Luego, mirando al forastero, declaró—: No cabe duda de que Karl hizo intención de empuñar su revólver.
—Gracias —dijo el forastero.
—¡Maldito asesino! —gritó el hombrecillo que había vacilado cuando Peters le preguntó si había visto cómo el muerto había intentado, antes de morir, sacar su revólver.
—Por poco le da un disgusto a usted, Pierce —dijo el tabernero.
—Cuando le vi vacilar, le di por muerto —dijo otro.
—Yo también creí que me mataba, señor Connor —dijo Pierce, dirigiéndose al último que había hablado.
—¿Hasta cuándo toleraremos esto? —preguntó Breed Connor—. Debemos imponernos y traer a un sheriff y a otros hombres que impongan la ley en este rincón de California. —Volviéndose hacia el forastero, agregó—: Usted podría ser ese hombre. ¿Viene de muy lejos?
—Sí —replicó—; de muy lejos.
—Me llamo Breed Connor —siguió el otro—. Tengo un rancho con bastantes cabezas de ganado y grandes campos de alfalfa. Si necesita un empleo, señor…
—Charles Daly —dijo el forastero—. Muchas gracias por la oferta. Tal vez algún día la acepte, si me quedo aquí.
El mejicano llamado López acercóse al grupo.
—Tira usted muy bien —dijo, dirigiéndose a Daly—. Los tiradores como usted no abundan en el Oeste. Son tan escasos que se pueden contar con los dedos de las dos manos y quizá sobre algún dedo.
—¿Y qué? —preguntó, secamente, Daly.
—Nada… Sólo que usted debe de ser un hombre famoso… O tal vez lo será algún día.
—¿Quiere un trago, forastero? —ofreció el tabernero.
Antes de que el llamado Daly pudiera responder, abrióse la puerta de la taberna y un hombre entró en el local. Aunque vestía como un agricultor acomodado, sus manos no estaban encallecidas por el timón del arado ni por la azada.
—Buenas noches, reverendo —saludó Connor, acudiendo al encuentro del recién llegado.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, con voz tonante, el reverendo Hunt Barker.
—Mataron a Burton —explicó Guy Pierce—. Le asesinó Karl Peters; pero ese hombre hirió a Karl y lo hizo huir. —Y Pierce señaló a Daly.
—¡Siempre la violencia! —suspiró el cuáquero—. ¿Por qué se ha de recurrir siempre a las armas en vez de servirnos del amor que el Señor nos predicó? ¿Dónde está Durham?
—Encerrado en su rancho —dijo Breed Connor—. Desde que El Cobra anda suelto no se atreve a salir. Él denunció a Kelton y ahora teme que El Cobra, que fue el último en hablar con Kelton antes de que le ejecutasen, le mate.
—El peligro no se evita huyendo de él —sentenció el reverendo Barker—. Hay que hacerle frente y vencerlo. Si El Cobra llega a San Arcadio será uno más contra quien tendremos que unirnos. En su corazón se retuerce el odio.
José López sonrió, burlón. ¿De qué servirían las ideas del cuáquero en aquel ambiente?
—Usted perdone, reverendo —dijo Connor—. Tengo que volver a mi rancho.
—Yo también he de irme a casa —dijo Guy Pierce—. Es muy tarde. Mañana asistiremos al entierro de Burton.
Volviéndose hacia el forastero, Pierce ofreció:
—Si no tiene dónde dormir y quiere acompañarme…
—Muchas gracias —respondió Daly—. Tengo ya elegido el sitio donde he de pasar la noche.
Después de retirar a un lado el cadáver de Rex Burton, los que estaban en la taberna fueron saliendo. Al poco rato sólo quedaron en ella Evelio Lugones y el forastero, además del propietario.
—Sírvame una copa de whisky —pidió Daly.
El tabernero obedeció, colocando ante Daly una botella y un vasito. Mientras le servía, el forastero preguntó:
—¿Quién es ese Peters?
—Hace tiempo que trabajó para Glenn Durham; luego se marchó con los cuatreros y por último se vino a vivir a San Arcadio. Siempre tiene dinero y mal genio.
—Ya observé lo del mal genio —sonrió duramente Daly—. Buenas noches. Hasta mañana.
Charles Daly salió de la taberna, montó a caballo y sin aparente prisa encaminóse hacia la salida del caserío, en dirección a los ranchos y granjas. Iba pensativo, recordando los sucesos anteriores a su llegada a San Arcadio.
Nadie se había extrañado cuando dio su nombre. Podría haberse creído que nadie conocía la existencia del Cobra y, mucho menos, su fuga. Lógicamente debieron haber sospechado de todo forastero que llegase sin decir claramente de dónde venía. Las patrullas de los distintos sheriffs de los condados fronterizos le impidieran ir a refugiarse en el Nido del Águila. De momento había creído que esto entorpecía sus planes, cuando, en realidad, los facilitó. La región hacia la cual él se había querido dirigir era la más vigilada y, en cambio, los otros caminos se le ofrecieron infinitamente más fáciles… Pudo hacerse con un buen caballo y en un tiempo bastante breve llegó a su punto de destino. Ahora sólo faltaba realizar la misión que le había lleva allí.
Ya sabía dónde tenía que dirigirse y por ello no vaciló al guiar a su caballo hacia el centro del valle. Iba vigilando atentamente para evitar una sorpresa. En cuanto salió de entre las casas del poblado, desenfundó su rifle y avanzó atento al menor movimiento o ruido.
La descolorida luz de una incipiente luna flotaba por los espacios descubiertos, incapaz de mostrar con precisión los más visibles detalles. El campo estaba lleno de débiles voces de aves e insectos nocturnos.
Al fin el jinete tuvo ante él la densa sombra de la casa que buscaba. Dejando su caballo atado a un árbol, desmontó, permaneció unos instantes escuchando y, por fin, colgó el rifle en la silla de su caballo, sujetando después la funda de su revólver a la pierna. Se aseguró de que el arma salía fácilmente de la funda y echó a andar. Salvó dos vallas de troncos y llegó sin dificultad a la casa. Con todo cuidado subió los escalones del porche, avanzó pegado a la pared hasta llegar a una ventana abierta y, después de asegurarse de que no había nadie dentro de la habitación, pasó al interior, yendo luego hasta la puerta y saliendo a un oscuro pasillo por el que avanzó lentamente, conteniendo la respiración y escuchando todos los débiles ruidos. Su meta era la luminosa raya que se extendía pegada al suelo y que señalaba el umbral de una habitación.
El hombre que estaba en aquella habitación, sentado ante una mesa y ocupado en repasar unas largas cuentas, levantó la cabeza al oír abrirse la puerta, y un escalofrío de espanto conmovió su cuerpo al ver a Pack Manigan, que le encañonaba con su revólver.
—¡Dios mío! ¿Qué quiere usted?
—Le asombra verme aquí, ¿verdad? —preguntó Manigan—. Lo comprendo. Vengo a matarle.
El otro estaba pálido como si ya la muerte hubiese llegado hasta él.
—¿Por qué… quiere matarme? —preguntó casi sin voz.
—Porque se lo prometí a un hombre que hace tiempo fue ahorcado por su culpa. Me refiero a Glenn Kelton. Supongo que le recuerda, ¿verdad? Fueron cómplices. Le ayudó usted en su crimen y por último le denunció. En vez de acompañarle en el cadalso se quedó tranquilamente, respetado por todos.
—¿Quién es usted?
—El Cobra. Yo acompañé a Kelton en su última cena. A cambio de mi promesa de matarle a usted, me facilitó la huida. Ahora voy a cumplir lo que prometí entonces. Sólo quería que supiese quién me enviaba. Eso también se lo prometí a Kelton.
El hombre que estaba sentado al otro lado de la mesa leyó en los profundos ojos del Cobra que no podía esperar compasión ni salvarse. Sin embargo, podía ofrecer algo… Dinero en abundancia. Una gran suma. Y si la codicia del Cobra se dejaba tentar, entonces… porque en el cajón superior de la mesa, a su derecha, guardaba veinte mil dólares y, junto a ellos, un Derringer de dos cañones. Si podía empuñarlo a tiempo y disparar… Era su única probabilidad de salvación y debía valerse de ella fuera como fuese.
—Oiga… Usted no tiene motivos de odio contra mí. Podemos entendernos. Yo le daré…
Mientras hablaba, el hombre se daba cuenta de que el vengador de Kelton no se dejaría comprar. Una infinita desesperación se apoderó de él. Sentíase acorralado, sin medio alguno de defenderse, porque si intentaba abrir el cajón caería muerto mucho antes de que sus dedos pudiesen alcanzar el Derringer.
—Siga hablando —invitó El Cobra—. ¿Me iba a ofrecer dinero? ¿Por qué no lo hace? ¿Es que se da cuenta de que es inútil? Inténtelo. A lo mejor me emociono y olvido que su traición llevó al cadalso a Kelton.
—Le daré diez mil dólares…
—¿Nada más? —preguntó El Cobra—. Veo que valora en muy poco su vida.
—Veinte mil. Le daré veinte mil. Es todo cuanto tengo. Podrá… podrá comprar lo que quiera…
—Kelton hubiese dado todo cuanto poseía por salvar su vida —replicó Manigan—. Pero no le concedieron la oportunidad de salvarse. Tuvo que subir los trece escalones del cadalso y dejarse anudar al cuello la cuerda que debía matarlo. Durante unos minutos, que debieron de parecerle eternos, estuvo entre la vida y la muerte. Y usted me ofrece una despreciable cantidad para que no le mate de una manera mucho más rápida y piadosa. Casi debiera dármela para que no le matara como se merece, o sea como murió Kelton.
Una terrible agonía flotaba en las pupilas del condenado, que no perdía ninguno de los movimientos del Cobra. Vio cómo éste retiraba el dedo pulgar que hasta entonces había tenido sobre el percutor del revólver, y vio también cómo empezaba a apretar el gatillo.
La detonación llenó toda la estancia y el humo de la pólvora se extendió como una sofocante niebla. El hombre que había estado durante todo aquel rato sentado ante la mesa, vio, como hipnotizado, cómo en el rostro de Manigan se pintaba un doloroso asombro. Luego le vio caer hacia delante, soltando su revólver, y quedar tendido en el suelo, de espaldas, mientras una mancha de sangre se extendía sobre su corazón.
Al caer Manigan quedó visible, detrás de donde él había estado, el autor del disparo.
—Te salvé de una y buena, ¿eh? —dijo sin enfundar el revólver, de cuyo cañón brotaba aún una columnita de humo.
—Sí…, sí…, sí… Fuiste muy oportuno, Peters.
—Hoy te he librado de dos peligrosos enemigos. Rex Burton y El Cobra.
—Te daré los cinco mil dólares que te prometí por lo de Burton. Y algo más por esto.
—¿Cuánto más?… —preguntó Karl Peters, siempre con el revólver a punto de disparar de nuevo.
—¿Te parecen… otros cinco mil?
—A él le ofreciste veinte mil si te perdonaba la vida. Dámelos a mí. Creo que los merezco.
El hombre vaciló. Miró el cuerpo de Manigan y la mancha de sangre que se iba extendiendo por su pecho. Allí estaba el cadáver de un enemigo; pero ante él continuaba en pie un hombre, que, a pesar de ser su amigo, le resultaba casi tan peligroso como el que había muerto.
—¿No contestas?
Peters hablaba seca e imperiosamente. El arma que empuñaba seguía amenazando al hombre a quien había salvado.
Éste pensaba de nuevo en el dinero que tenía en el cajón y en la pistola colocada junto a los billetes.
—Bien —dijo, al fin—, te daré los veinte mil dólares; pero has de hacer algo más.
Llevó la mano al cajón y empezó a abrirlo. Karl Peters había ido inclinando el revólver; pero en realidad no perdía de vista al otro. Tal vez por eso la mano que ya rozaba el pulido doble cañón del Derringer vaciló unos instantes, pero al fin se decidió.
*****
Karl Peters sudaba copiosamente cuando terminó de abrir el hoyo. Ya tenía la suficiente profundidad para admitir el cadáver que le estaba destinado. Dejando a un lado la pala con la que había estado sacando la tierra, Peters salió del fondo de la fosa y se secó el sudor con un sucio pañuelo que ya había utilizado muchas veces.
De pronto el calor de su cuerpo desapareció y transformóse en helor. Sus dilatados ojos se fijaron en la figura que estaba ante él, vestida con un traje mejicano, con el rostro cubierto por un antifaz iluminado por la escasa luz de la luna pero fácilmente reconocible.
—¡El Coyote!
La bala le destrozó la oreja izquierda y fue como un espolazo que precipitó su huida, haciéndole saltar al otro lado de los matorrales y arbustos que debían haber ocultado la tumba abierta entre ellos. Rodó por el suelo y fue a caer en un hoyo que se alargaba hasta el macizo de árboles donde estaba su caballo. Cuando lo alcanzó montó en él y, pegado al lomo del animal, escapó al galope. Hasta mucho después no empezó a asombrarse de que el hombre cuya marca llevaba en la oreja no le hubiera perseguido ni hubiese disparado de nuevo contra él. Entone empezó también a preguntarse qué habría ido a hacer a San Arcadio El Coyote.
En aquellos momentos El Coyote estaba arrodillado junto al cuerpo tendido al borde de la fosa. La luz lunera era suficiente para permitirle identificar a Pack Manigan, El Cobra. Sus manos aún estaban calientes, pero su inmovilidad era tan absoluta que no cabía esperanza alguna de que estuviese vivo.
Sin embargo, El Coyote continuó buscando algún aliento de vida. Al fin, en un momento en que grillos y aves interrumpieron su nocturno canto, logró captar un debilísimo latido en el pulso del hombre a quien habían estado a punto de enterrar.
El caballo de Manigan se encontraba atado a un arbusto. Haciendo un esfuerzo, El Coyote cargó el cuerpo sobre el animal y llevando a éste de la brida fue en busca de su propio caballo, que había dejado a bastante distancia. Luego, una vez montado, emprendió la marcha hacia el único sitio donde podía esperar cobijo para El Cobra.
*****
La insistente llamada arrancó al fin a Elissa de su lecho. Había estado soñando que Glenn Kelton llegaba fugitivo y llamaba a la puerta. Ella deseaba abrirle y no podía, y durante una eternidad luchaba con sus deseos de abrir la puerta y la imposibilidad física de hacerlo, en tanto que por todo su cuerpo resonaban los ecos de la angustiosa llamada.
De pronto Elissa O'Leary se dio cuenta de que la llamada era real, de que no se trataba de una fantasía de su sueño. Un súbito terror la invadió. Sabía que la mano que llamaba no podía ser la de Glenn, porque eso era humanamente imposible. Y aquel desolado rincón del valle de San Arcadio solía recibir tan pocas visitas, que la llamada tenía más de amenaza que de otra cosa. Elissa cogió de encima de la chimenea el revólver que había sido de su padre y, con él en la mano, se acercó a la puerta, después de cubrirse con una bata.
—¿Quién llama? —preguntó.
A través de la puerta llegó una voz que contestó:
—Un amigo, señorita O'Leary. Traigo a un herido.
Elissa vaciló. Era una locura abrir. Faltaba poco para que amaneciese, y de la amistad del que llamaba no tenía otra prueba que su palabra. Sin embargo… Tal vez fuese una locura, pero tenía confianza en aquella voz.
Con la mano izquierda descorrió el pesado cerrojo, mientras con la derecha continuaba empuñando el revólver de su padre, que él le había enseñado a disparar perfectamente. Lo había amartillado y lo conservó así después que el hombre que llamaba entró en la casa, cargado con el herido. Elissa cerró la puerta, corrió el cerrojo y con el arma a la altura del pecho avanzó hacia el hombre.
—A la izquierda hay una cama —dijo.
Cuando el desconocido, a quien ni siquiera le había visto el rostro, hubo depositado su carga sobre la cama que había sido de Lion O'Leary, volvióse hacia la joven y ésta lanzó un grito de asombro al ver el antifaz que le ocultaba la cara.
—¿Quién es usted? —preguntó. Y el revólver le temblaba como una hoja agitada por el viento.
—Tal vez conozca mi nombre. La gente me llama El Coyote.
Elissa se llevó la mano izquierda a los labios, tartamudeando:
—¿Usted… El Coyote? ¿Qué quiere… de mí?
—Traigo un herido, señorita Elissa. Se trata de un hombre que estuvo en la cárcel con Glenn Kelton, quien le encargó le vengase.
—¿Un enviado de Glenn? —musitó Elissa.
—Sí. Le han herido tan gravemente que ya le iban a enterrar creyéndole muerto. Yo le rescaté cuando se disponían a echarle dentro de la fosa. No sé si curará. Casi lo dudo; pero debemos intentar salvarle la vida porque él es el único que conoce las últimas palabras que pronunció Glenn Kelton antes de morir.
Elissa estaba muy pálida y tuvo que apoyarse en la pared, porque sus piernas se doblaban.
—¿Qué pudo decir Glenn? —preguntó.
—Un nombre. El de la persona que debiera haber muerto con él y que se salvó traicionándole.
—Yo conozco ese nombre —dijo Elissa O'Leary—. Yo sé quién traicionó a Glenn.
—¿Quién?
—Glenn Durham. Un canalla que se escuda tras una apariencia honrada, y cuya alma está tan sucia, que… ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué no has exterminado ya a ese maldito Durham?
*****
A la mañana siguiente la noticia corrió por todo San Arcadio. Glenn Durham había muerto. Su corazón había sido atravesado por un balazo y en torno a su cuello el asesino le había atado una correa. Parecía como si una serpiente se hubiese enroscado alrededor de aquel cuello. Y a la par que la noticia de la muerte de Glenn Durham corrió el nombre de su matador.
—¡El Cobra!
Y a quienes preguntaban por qué se suponía la culpabilidad del Cobra, se les contestaba:
—Porque la correa en torno al cuello es la marca que El Cobra deja en sus víctimas. ¡La marca del Cobra! Además, ¿quién sino El Cobra podía tener interés en matar a Durham? Durham fue quien denunció a Kelton. Y Kelton, antes de morir, tuvo en su celda al Cobra. Después El Cobra escapó de la cárcel y todos, hasta Durham, esperaban que viniese a vengar al hombre que, sin ninguna clase de duda, le facilitó la huida.
Seguían muchas preguntas acerca de la posibilidad de que Kelton hubiese facilitado, realmente, la fuga del Cobra y de que él, en cambio, no hubiera podido escapar. Seguían explicaciones para justificar la sospecha, y en el valle de San Arcadio hubo tema de conversación para todo el día.
Lo último importante que se supo referente a Glenn Durham fue que de su mesa de trabajo había desaparecido una importante cantidad. No se sabía cuánto, porque Durham había sido muy reservado en cuestiones de dinero; pero se suponía que pasaba de doce mil dólares.