Capítulo II:
La huida del Cobra

Cuando Pack Manigan era devuelto a su celda, uno de los guardas anunció al alcaide:

—Ya han llegado los testigos, señor. Los hemos registrado a ellos y a sus coches. No traían nada ilegal.

—Ya pueden acompañarlos a su sitio —replicó el alcaide, queriendo decir que los testigos podían ir a instalarse alrededor del cadalso.

Luego, antes de que Pack Manigan fuera encerrado de nuevo, el alcaide declaró:

—Te agradezco mucho que hayas accedido a la petición de Kelton… Creo que le has ayudado bastante.

El Cobra se encogió de hombros y entró en su celda. Cuando la puerta se hubo cerrado y el alcaide y los guardas se alejaron, Manigan se aseguró de que no se encontraba cerca ningún guardián, y entonces, tendiéndose en el suelo, fue tanteando las junturas de los bloques de granito hasta dar con dos en los que el cemento había sido sustituido por miga de pan.

En un instante el prisionero retiró toda la miga e introduciendo las yemas de los dedos por entre los bloques comenzó a tirar con todas sus fuerzas. Al principio las dificultades fueron casi insalvables; pero en cuanto pudo sacar unos milímetros el bloque, la tarea ya fue más sencilla. Al cabo de diez minutos el bloque estaba fuera, oculto en el extremo opuesto de la celda. Tres minutos más tarde el otro bloque se hallaba a su lado.

Manigan se puso en pie y secóse el sudor, debido, más que al esfuerzo, a la angustia de aquellos minutos durante los cuales cualquier pequeño incidente podía arruinar sus planes. Ahora ya sólo faltaba derribar los otros dos bloques de piedra y escapar; mas esto no podía hacerse mientras no comenzasen los preparativos de la ejecución.

Advirtiendo que su compañero de celda le estaba mirando con los ojos desorbitados, El Cobra fue hacia él y, agarrándole de la chaqueta, le dijo en voz baja, pero vibrante de amenazas:

—Cuando llegue el momento de la ejecución voy a intentar la fuga. Si ahora dices ni una palabra te estrangularé antes de que pueda llegar ningún guarda; y si gritas cuando yo haya salido de la celda y me cogen, te juro que nada te salvará de mi venganza y que sabré encontrar los medios para matarte y saldar cuentas.

—No diré nada, Manigan —replicó el otro—. No estoy loco.

—¿Me tienes miedo? ¿Por qué todos me tienen miedo?

El preso no contestó y evitó la mirada del Cobra. Éste acabó soltándole y comentando:

—¡Cuánto tarda hoy el sol en ocultarse!

—Ya deben de estar sacando a Kelton de su celda —replicó el otro.

De pronto movió la cabeza murmurando:

—Ahora.

No se había oído ningún ruido ni ninguna señal; sin embargo, la tragedia vibraba en el aire y todo cuanto ocurría parecía presentirse con unos segundos de antelación.

De pronto un prolongado y estremecedor aullido resonó en el interior de la cárcel y fue creciendo hasta llenarlo todo. Iba acompañado de un violento golpear de metales y de batir de puertas. Parecía brotar de las paredes, del suelo, de los techos. Como si el infierno se hubiese desencadenado.

Manigan sintió un intenso impulso de unir su voz a aquellas otras voces, pero lo contuvo porque sabía que aquella era su oportunidad y que tan pronto se calmase el histerismo de los penados se terminaría la posibilidad de huir.

Tendióse de espaldas en el suelo, se agarró al borde de su camastro y metiendo los pies en el agujero empezó a hacer presión contra los dos bloques que le cerraban aún el paso hacia la libertad. Durante unos segundos temió que no podría moverlos; pero al fin las dos masas de piedra cedieron, cayendo en el patio sin que su estruendo se percibiese en medio de aquel salvaje griterío.

La luz exterior penetró por el agujero dejado al descubierto y Manigan se deslizó por él, cayendo en el vacío. Cuando se puso en pie encontróse en un rincón del patio. Había paseado algunas veces por él y, sin embargo, el aire jamás le había parecido tan puro como entonces. Quedó un momento junto al muro, mirando a su alrededor. En seguida se orientó y deslizándose pegado a la pared, llegó hasta el ángulo de la misma. Los altos muros de la prisión estaban libres de centinelas, ya que en aquel punto no había ninguna escalera que condujese hasta el camino de ronda. Además, todos los que ocupaban puntos estratégicos se hallaban congregados junto a una de las escaleras de piedra, desde donde podía contemplar la ejecución.

Continuaba el clamor. Sin duda Kelton estaba ya subiendo los trece últimos escalones de su vida, o acaso se hallase de pie sobre la trampilla que le abriría el camino hacia la eternidad. Manigan trató de olvidar lo que estaba ocurriendo, y desde el lugar donde se hallaba examinó el patio. A unos diez pasos de él vio un coche con capacidad para unas diez personas sentadas lateralmente unas frente a otras. Dos caballos estaban enganchados al vehículo, en el cual se entraba por la parte trasera.

El Cobra no vaciló ni buscó otro vehículo mejor. Después de asegurarse de que ninguno de los guardianes miraba hacia allí, pues a juzgar por la tensión de sus cuerpos estaban como hipnotizados por la inminente ejecución, cruzó a la carrera el espacio descubierto y abriendo la portezuela del coche se metió en él, cerrando en seguida. El ruido del pestillo coincidió con un violento crescendo en el griterío de los presos.

Arrodillándose en el suelo del coche, Manigan sintió por un segundo todo el temor que podría asaltarle si debajo de las colchonetas de crin no existiera un espacio vacío capaz de admitir su cuerpo. Por fin levantó una de las largas colchonetas de pana rellena de crin y la tabla en que descansaba.

Un hondo suspiro de alivio se escapó de su pecho. Ante él tenía un espacio de un metro setenta de largo en el cual podía caber, aunque muy incómodamente, un hombre.

Los gritos habían cesado. A través de los gruesos cristales de las ventanillas, Manigan empezó a ver a los testigos que regresaban del lugar de la ejecución. Pensó en el hombre con quien, menos de una hora antes, había compartido la última comida, pero, dominándose, se introdujo en el hueco y dejó bajar sobre él la tabla y la colchoneta.

El fondo de aquel hueco no era liso, sino bastante inclinado. Casi desde el primer momento, Manigan se encontró muy incómodo y dominado por el temor de que en aquel reducido espacio no le fuera posible respirar y tuviera que salir antes de tiempo.

Aún no había podido acomodarse debidamente cuando oyó abrirse la portezuela del coche y notó el movimiento del vehículo a causa del peso de los que subían a él. Luego sintió sobre su cuerpo una fuerte presión. Manigan comprendió que los ocupantes del carruaje se habían sentado.

Oyó algunos suspiros muy fuertes y una voz comentó:

—Ha sido espantoso.

—No tanto —replicó otra voz—. Recuerdo que en la ejecución de Bick Lager, el pobre tardó diez minutos en ahogarse. Ése ha muerto instantáneamente.

—Yo no podré olvidarlo mientras viva —dijo una tercera voz—. No me ha gustado nada.

—Tal vez esperaba ver una función —murmuró una suave vocecilla—. A mí ni me ha gustado, ni me ha disgustado. Sólo me ha parecido curioso.

Manigan sentía irresistibles deseos de gritarles que callasen y que salieran pronto de aquel lugar.

De súbito, el movimiento del coche al ponerse en marcha le cortó el aliento. Manigan se daba cuenta de que los próximos minutos iban a ser los más intensos de su vida y que durante ellos no se iba a jugar su existencia, sino algo mucho más precioso: su libertad.

El carruaje avanzaba ya entre el rechinar de las ruedas sobre los guijarros que sembraban el patio. Los viajeros habían callado y sólo volvieron a hablar cuando el coche se detuvo y se abrió la portezuela.

—No nos llevamos ningún trozo de cuerda de ahorcado —comentó la voz del que había presenciado la ejecución de Bick Lager.

—Permítanme que mire debajo de ustedes —pidió una voz que Manigan identificó como perteneciente a unos de los guardas.

Un sudor frío bañó el cuerpo del fugitivo. ¿Se levantarían las colchonetas?

Sólo transcurrieron diez minutos, pero fueron los más interminables que Manigan había vivido. Durante aquel tiempo los viajeros se pusieron en pie y se movieron como para dejar ver al guarda que no llevaban nada.

Cuando el coche reanudó la marcha, Manigan tardó unos instantes en creer que fuera cierto que todo salía bien. Estuvo oyendo, sin escucharlos, los comentarios acerca de la ejecución, mientras el carruaje, que ahora marchaba a bastante velocidad, traqueteaba violentamente.

De pronto se detuvo el coche y Manigan volvió a sentir el temor de que su fuga, hasta entonces tan afortunada, se truncara. Era uno de los que iban en el vehículo, que descendía ante su casa despidiéndose de los otros y deseándoles que el recuerdo de la ejecución no les quitara el sueño.

Otra vez se puso en marcha el carruaje. Debido al ensordecedor ruido de las ruedas, cristales y portezuelas, los tres pasajeros desistieron de seguir hablando.

Manigan, en su escondite, trataba de adivinar a qué distancia se encontraba de la prisión; pero no tenía ningún medio de averiguarlo. En su encierro le ahogaba el polvo y por todas partes estaba recibiendo golpes; pero ni se daba cuenta de ello, porque sus sentidos estaban lejos de su cuerpo.

De nuevo se detuvo el coche y esta vez fueron dos los viajeros que bajaron de él. Cuando el vehículo reemprendió la marcha, Manigan captó un lejano silbido. De momento creyó que procedía de una locomotora; pero al prolongarse comprendió su significado. Era la sirena del penal. Se estaba dando la señal de alarma, anunciando que había huido un preso.

—¿Qué ocurre? —preguntó el viajero, dirigiéndose, sin duda, al cochero.

—No sé —replicó éste—. Parece que es la sirena del penal.

—Claro que lo es —replicó el otro—. Pero ¿qué significa?

—Quizá la hacen sonar por la ejecución que se ha verificado. Como es la primera que se celebra aquí, no sé cuáles son los reglamentos y costumbres.

Manigan recordó sus propias palabras dirigidas a Kelton: Nadie había escapado jamás de aquel penal. Los habitantes de los alrededores no comprenderían el significado de las llamadas de la sirena.

El coche continuó alejándose del lejano mugido y por tercera vez se detuvo.

—Adiós, Pat —saludó el que bajaba, dirigiéndose, sin duda, al conductor—. ¿Te vas a casa?

—No; iré a la estación. No tardará en llegar el tren de las ocho y tengo que recoger a unos viajeros. Adiós.

El nombre de la estación produjo un infinito alivio en Manigan. Era indudable que estaban en Fayesville, o sea el pueblo en cuya estación había él bajado cuando lo condujeron al penal. Seguro de que ya no quedaba nadie dentro del vehículo, levantó lentamente la tabla que le encerraba en aquella especie de ataúd y dirigió una rápida mirada por todo el interior del coche. Estaba vacío. Sólo se veía la espalda del conductor.

El Cobra comprendió que tenía que tomar en seguida una decisión. ¿Debía atacar al cochero y quitarle sus ropas para sustituir a las suyas, que denunciaban su procedencia? Si lo hacía, tal vez estuviera en condiciones de llegar a la estación y tomar el tren; pero dejaría tras él la prueba de su fuga y, sobre todo, la indicación del camino que seguía. Era preferible esperar. Pero si aguardaba, ¿qué beneficios obtendría? El carruaje detendríase en el patio de la estación. Ya era de noche y él podría saltar fuera de su escondite y llegar al tren. Una vez en el tren… Sí, era mejor aguardar y hacer lo posible para que aquel cochero no sospechase jamás que había llevado en su vehículo a un fugado del penal.

A través de la ranura que le servía de mirilla, Manigan fue examinando la calle Mayor de Fayesville. Era ya noche completa y a través de las ventanas brillaban las luces caseras.

Por fin el carruaje entró en el patio frontero a la estación del ferrocarril. Al cabo de unos minutos, durante los cuales estuvo atando los caballos, el conductor entró en el edificio de madera que albergaba las dependencias de la estación.

Manigan no perdió ni un segundo. Levantó la tapa del asiento, salió de su escondite y durante algún tiempo permaneció agazapado en el interior del vehículo, mirando a su alrededor. No se veía a ningún guarda del penal ni a nadie que tuviera semejanza con la policía.

Abriendo la portezuela, Manigan saltó fuera del coche, cerró tras él y en un momento estuvo escondido detrás de una pila de sacos, en el extremo opuesto del andén, lejos de las dos únicas lámparas de petróleo que lo iluminaban, aunque sus humosas chimeneas daban más sombra que luz.

Intermitentemente se escuchaba el mugido de la sirena del penal. El Cobra estaba temiendo que los guardas que habrían sido lanzados en su persecución llegaran a Fayesville antes que el tren que constituía su mayor esperanza de salvación.

Un lejano pitido reanimó la confianza de Manigan. Llegaba el tren. Seis minutos más tarde el fugitivo se acurrucaba entre los sacos para escapar a la luz del gran farol de aceite colocado debajo de la chimenea de la locomotora.

Cuando el tren se detuvo, Manigan asomóse para ver qué vagón había quedado más cerca de donde él estaba. Un suspiro de alivio se escapó de sus labios al ver que frente a él se hallaba el furgón de cola, en el que iban los equipajes de los viajeros y parte de la carga.

Como una sombra se deslizó Pack hasta el vagón y se encaramó en él, escondiéndose detrás de unos baúles. El furgón estaba vacío por lo que se refería a empleados o viajeros; pero un momento antes de que el tren reanudara su marcha subió un hombre que entregó a otros que quedaban fuera varios paquetes.

Manigan, que le observaba atentamente, deseó que antes de partir de la estación el hombre bajase de nuevo; pero, en vez de eso, le vio sentarse en un banco, debajo de la lámpara de petróleo, y sacar una pipa que encendió, poniéndose a fumar pausadamente, a la vez que trataba de leer un periódico de San Francisco.

El fugitivo observó que el hombre iba armado con un revólver que pendía de un bien provisto cinturón canana. Esto despertó la codicia de Manigan, a quien sólo le faltaba un arma para sentirse plenamente dueño de sí mismo.

Después de un prolongado pitido, el tren reanudó la marcha. Dejaba atrás estación de Fayesville y partía en dirección a San Francisco.

Manigan no perdió un segundo. Sabía a lo que se exponía, si se descubría demasiado pronto su escondite; pero también sabía el peligro que corría si, sospechando su presencia en el tren, se daba orden telegráfica, desde Fayesville, para que registraran todos los vagones al llegar a la otra estación; por ello aguardó tan sólo el tiempo necesario para ultimar, mentalmente, su plan de acción. Tan pronto como vio al encargado del vagón ocupado en encender su rebelde pipa, o sea con las manos muy lejos de su revólver, se puso en pie y, como si se zambullera en el agua, se lanzó contra el hombre, derribándole de su silla y golpeándole certeramente en la mandíbula, apagando así todas sus ansias de lucha.

Durante un par de minutos Manigan quedó de pie, junto a su adversario, respirando fatigosamente a causa del esfuerzo físico y moral que acababa de realizar. Por fin se inclinó ante el hombre y ante todo le libró del peso de su revólver. Luego le ató y amordazó y empezó a buscar por el vagón. En un pequeño armario encontró algo que iluminó sus ojos. Un rifle de repetición y dos cajas de cartuchos del 44. Tenía ya lo principal. Ahora sólo faltaba ropa para cambiarla por su traje de presidiario, algún dinero y víveres.

Del mismo armario donde encontró el rifle, sacó un martillo y dos destornilladores que utilizó para forzar con unos cuantos golpes la cerradura de uno de los baúles. Sólo contenía ropas de mujer, por lo que, dejándolo, pasó a otro. Las ropas que había en éste eran masculinas, pero de tal elegancia que tuvo que rechazarlas, ya que vestido con ellas habría resultado más llamativo que si hubiera conservado su traje del penal.

Lo único que sacó de aquel baúl fue un magnífico reloj de oro y del bolsillo de uno de los trajes unos billetes de veinticinco dólares que su dueño debió de olvidar en él. En total se encontró en posesión de ciento veinte dólares. No era mucho; pero bastaba para las más apremiantes necesidades.

Aleccionado por su descubrimiento, Manigan ya no trató de forzar los baúles lujosos y desvió su atención hacia unas cajas que vio dirigidas a unos almacenes de San Francisco. En esto tuvo más suerte, pues se trataba de un envío de ropas confeccionadas. Entre cinco cajas que abrió pudo proveerse de unos recios pantalones, ropa interior, una chaqueta, una camisa de franela, pañuelos y otros pantalones y camisa de repuesto. Entre aquellas ropas dejó su uniforme. De otra caja sacó abundantes víveres, eligiendo los que menos abultaban, y con ellos y la ropa que se quería llevar hizo un paquete que metió en un saco de lona lleno de artículos de mercería, que encontró en un rincón.

Como no sabía si podría ir andando o a caballo, prefirió conservar sus botas del penal, despreciando otras mejores. No deseaba exponerse a que el calzado le desollara los pies.

Completó su atavío con el cinturón canana y el revólver del empleado del tren y guardó en los bolsillos el contenido de una de las cajas de cartuchos, metiendo la otra en el saco. Por último cogió el rifle, comprobó que estaba cargado y, colocándoselo en bandolera, acercóse a la puerta lateral del furgón.

La noche era muy oscura y cálida. De trecho en trecho veíanse algunas luces que indicaban casas solitarias. Necesitaba un caballo; pero no podía exponerse a adquirirlo en una población. Por ello, cuando el tren redujo la marcha iniciando la subida de una difícil pendiente, Manigan aseguróse el revólver en la funda, sujetándolo por la trabilla, que se enganchaba en el percutor. Luego esperó a llegar a un sitio desprovisto de árboles y obstáculos, saltó fuera del vagón y quedó, después de un repetido traspiés, sentado en el suelo, viendo alejarse las luces rojas que señalaban la cola del tren.

Mientras se alejaba de la vía férrea, El Cobra iba trazando su plan.

Lo importante era escapar de aquellos lugares y dirigirse hacia el Nido del Águila, donde encontraría un seguro refugio. En un buen caballo podría llegar allí en un par de días, y en aquella fortaleza rocosa, con los víveres que poseía y los que podría obtener, se hallaría en condiciones de resistir a todos los ataques. Mas para ello necesitaba urgentemente un caballo.

Pero esto era algo que no iba a poder conseguir todo lo de prisa que a él le interesaba, ya que en ninguna de las tres solitarias granjas que furtivamente visitó aquella noche pudo encontrar un animal capaz de llevarle velozmente sobre su lomo hasta el refugio elegido. Por fin, cuando ya iba a empezar a clarear el día, Manigan se instaló en una hondonada, detrás de unas rocas situadas en una pequeña altura desde donde podía dominar todo el terreno circundante. A los pocos minutos dormía, aunque sin que le pasaran inadvertidos los más leves ruidos.

Uno de estos ruidos le despertó a las cuatro de la tarde, y desde su escondite vio una larga línea de jinetes que recorría el valle, yendo de granja en granja. Cuando la luz del sol se reflejó metálicamente en el pecho del jinete que iba a la cabeza del grupo, Pack comprendió que el sheriff de aquel condado le estaba persiguiendo.