Cuando su hijo hubo salido de la habitación, don César miró a Guadalupe y comentó:
—Ha sido demasiado terrible para él. Sin embargo, no podía hacer otra cosa. De poder confiar en ese hombre le hubiera dado lo que me pedía.
—Hubiera sido inútil —murmuró Lupe, cubriendo con una manta el cadáver y cerrando con llave la puerta—. Le hubiese denunciado o le habría estado sacando dinero continuamente.
—¡Pero haber tenido que matar a un hombre delante de mi hijo…! Eso es algo que el muchacho no olvidará mientras viva.
—Es demasiado inteligente y bueno para no comprender y perdonar —murmuró Lupe—. Avisaré a Alberes para que se lo lleve.
Salió del dormitorio y regresó al poco rato acompañada del criado mudo. Éste cargó con el cadáver, después de envolverlo en la manta que lo cubría, y encaminóse al sótano para enterrarlo en el bosque tan pronto como se hiciera de noche. Luego volvió con un cubo lleno de agua y limpió las manchas de sangre.
Al poco rato de haberse marchado Alberes subió fray Jacinto. Había oído los disparos, notó el olor a pólvora quemada; pero no quiso preguntar nada. Por una vez practicaba el sistema del avestruz, que él tanto había criticado. Escondía la cabeza para no ver la verdad y no tener que escandalizarse de ella.
Examinó cuidadosamente la herida, hizo algunos comentarios acerca del buen curso que parecía llevar, y, sin quedarse a charlar, salió de la habitación.
—Ha adivinado algo —murmuró César.
—Era inevitable —replicó Lupe—. Se nota mucho el olor a pólvora. Luego quemaré un poco de incienso chino.
—¿No te produzco horror a veces, Lupe? —preguntó don César.
La mujer movió la cabeza. ¿Cómo podía preguntarle don César aquellas cosas? ¿Es que no se daba cuenta de cuáles eran sus sentimientos hacia él? ¿Cómo podía ser tan ciego? O, ¿lo era realmente? ¿No sería que no quería ver la realidad que comprendía tan bien como la habían comprendido otros?
Lupe sintió deseos de echarse a llorar. ¿Por qué? No hubiese podido explicarlo. Y aunque hubiese podido no habría querido hacerlo. Estaba segura de que las lágrimas la aliviarían. Sin embargo no lloró. Mirando a don César, dijo de pronto:
—Todas las mujeres estamos un poco locas. Unas más, otras menos, pero todas lo estamos.
—¿Por qué dices eso, Lupe? —preguntó César, recostándose contra los mullidos almohadones apilados a su espalda.
—No sé. Tal vez lo digo porque yo también estoy loca. Hace muchos años que no he hecho otra cosa que sentir penas y tratando de no tener en cuenta mis alegrías; pero no me haga caso. Estoy nerviosa. Debe de ser por lo que ha ocurrido… Sí… es por eso… Por el peligro que… que hemos corrido… O, tal vez, por el que aún estamos corriendo. Cuando Mateos eche de menos un agente… ¿le buscará aquí?
—¿Por qué ha de buscarlo aquí? Creerá que se ha marchado a otro lugar, o que ha sufrido un accidente. Lupe… quiero cambiar de habitación. Ésta la cerraremos. Así el pequeño podrá entrar a verme cuando quiera. Aquí no lo haría sin tener siempre la impresión de que el fantasma del primer hombre a quien ha visto matar iba a lanzarse sobre él. Estoy seguro de que se considera algo culpable de su muerte.
—Bien… así lo haré —dijo Lupe.
Estaba muy nerviosa y cuando se acercó a la cama para arreglar el embozo las manos le temblaban convulsivamente. Tanto, que el herido las cogió entre las suyas y, mirándola a los ojos, le preguntó:
—¿Qué te está ocurriendo, Lupe?
—¡Por favor, no me haga caso! —suplicó Lupe, saliendo a toda prisa del cuarto.
Al quedarse solo, don César pensó una vez más en las palabras de fray Jacinto. ¡Demonio de hombre! ¿Habría estado acertado en lo que había dicho? Pero él no veía en Lupe más que a la niña que conociera antes de salir de California para ir a completar sus estudios. Una niña que siempre le había mirado como a un dios, cosa que a él le había complacido muchísimo. Pero había pasado ya tiempo más que suficiente para que Lupe dejara de ser una niña, aunque a veces aún le seguía mirando como a un dios o, por lo menos, siempre se demostraba dispuesta a obedecer el menor y más arbitrario de sus caprichos.
Haciendo un esfuerzo recordó algunos detalles de lo ocurrido la noche anterior. Lupe había acudido a su encuentro, para salvarle, y cuando le encontró le habló como nunca le había hablado…
Lanzando un suspiro, don César decidió no seguir pensando en aquellos problemas. Eran demasiado complicados para un hombre a quien unas quince horas antes le habían extraído del cuerpo una bala de plomo del calibre 44, que, de haber sido disparada con un poco más de puntería, hubiese representado el final de una vida de emociones y aventuras.
Pero ¿qué le había dicho Lupe al encontrarle en la carretera? Cada vez le interesaba más saberlo; mas cuando, al cabo de media hora, Guadalupe regresó a la habitación, César no le preguntó nada. Estaba seguro de que ella no le querría decir la verdad.
*****
Durante casi todo el día los habitantes de Los Ángeles pudieron ver a Ricardo Yesares frente a su establecimiento o dentro de él atendiendo a los clientes. Se le vio vestido con su habitual corrección, y en mangas de camisa, ayudando a descargar barriles de vino que llegaban después de doblar el Cabo de Hornos. Incluso se le vio subido a una alta escalera limpiando la muestra de la posada del Rey Don Carlos.
Y a nadie se le ocurrió pensar que Ricardo Yesares estuviese herido. Por lo tanto, tampoco se le ocurrió a nadie que al limpiar con unos algodones y trapos blancos la sangre de unos conejos que debían ser guisados, estuviera preparando las huellas que debían marcar el paso del Coyote por Santa Mónica.
Mientras Teodomiro Mateos rondaba por los alrededores de la fuente donde se encontró la chaqueta del Coyote, algunos rancheros de Santa Mónica vieron al Coyote con el brazo derecho en cabestrillo, y uno de ellos encontró nuevas vendas manchadas de sangre.
Al día siguiente, Teodomiro Mateos trasladó su campo hacia Santa Mónica. Cada vez más aferrado a la idea de detener vivo o muerto al Coyote, no quiso hacer caso de los consejos de quienes suponían que El Coyote sólo deseaba burlarse de él y hacerle ir de un lado a otro, entreteniéndole para impedirle realizar algunas gestiones más provechosas.
—Mientras persiga al Coyote no se le ocurrirá visitar a don César de Echagüe —comentó César, dirigiéndose a fray Jacinto—. Es una estrategia muy sensata. Mientras la liebre corre, el cazador no piensa en buscar su madriguera; pero cuando la liebre se esconde, el cazador empieza a buscar su escondite, utiliza perros de buen olfato y escucha hasta el menor ruido.
—Es cierto: pero ese hombre que ocupa su puesto se expone mucho.
—Se juega la vida como yo me la jugaría en su favor —respondió César—. Lo importante es que Mateos no abandone la caza antes de que yo esté en condiciones de moverme.
—¿Qué hará cuando pueda salir de casa? —preguntó el franciscano.
—Un viaje. Y luego llevaré a cabo una venganza.
—¿Contra quién?
—Contra el hombre que quiso ganar el premio que se ofrece por mi cabeza.
—¿Cree que hará bien vengándose? —preguntó el fraile.
—Haré justicia.
Fray Jacinto inclinó la cabeza. No dijo nada; pero cuando se levantó tenía en los ojos una expresión de profunda tristeza.
*****
Durante una semana, Teodomiro Mateos anduvo jugando a la gallina ciega con El Coyote. Desde Santa Mónica pasó a San Gabriel, donde se había visto al Coyote. Luego se le vio en San Bernardino, donde asaltó a mano armada una farmacia, de la que se llevó hilas, gasas, algodones y otras medicinas. La descripción que el farmacéutico hizo del hombre que le robó, correspondía, punto por punto, a la del Coyote.
—De día se esconde —dijo Mateos a sus subordinados—. Busca un escondrijo seguro y allí permanece descansando. Luego, al llegar la noche, reemprende el camino.
A la noche siguiente, casi de madrugada, se vio al Coyote en San Fernando, y hacia allí cabalgó Mateos, que lucía ya una abundante barba. Fueron registradas la misión y las casas del pueblo, y no se halló otro rastro que unos trapos manchados de sangre abandonados, junto con algunas medicinas, al pie de una fuente.
La última vez que se vio al Coyote fue en San Gabriel. Como durante dos noches no apareciera en ningún otro sitio, Mateos batió con más intensidad aquellos lugares, seguro de que tenía acorralado al Coyote.
Pero, al fin, cuando ya no recibió ninguna noticia, el abatido jefe de policía tuvo que regresar a Los Ángeles y para desquitarse de las penalidades sufridas mientras anduvo persiguiendo al enmascarado, aquella noche cenó en la posada del Rey Don Carlos. Concedióse un opíparo banquete y, a la hora de pagarlo, fue sorprendido con la agradable noticia de que don César de Echagüe, antes de marcharse, había abonado todo el gasto del jefe de policía.
—¿Dónde está don César? —preguntó Mateos a Yesares.
—Cenó en su reservado y al marcharse le vio a usted y me encargó que anotara todo el gasto a su cuenta —respondió Yesares.
Nadie había visto a don César en Los Ángeles y mucho menos en la posada; pero si don César hubiese querido presentar un testigo de su estancia en aquel lugar, hubiera podido recurrir a Teodomiro Mateos, que hubiese jurado haber visto a don César allí, afirmando, incluso, haber hablado con él.
Entretanto, por todo Los Ángeles y alrededores corría la noticia de que El Coyote se había burlado de nuevo de Teodomiro Mateos.
Otra noticia corría también por Los Ángeles. Se refería a la identidad del que había denunciado al Coyote. Los californianos, que se estaban contagiando de las costumbres americanas, comenzaron a cambiar apuestas acerca de los días que le quedaban de vida a Patricio Sorenas Ni por casualidad hubo nadie que no apostara a que El Coyote haría pedazos al traidor.
Patricio Sorenas, enterado de lo que se decía y con motivos sobrados para creer que El Coyote no le perdonaría, vivía encerrado en su casa, sin salir ni a comprar tabaco ni a buscar lo que don César le había ofrecido. Se pasaba la noche y el día temiendo oír el galope del caballo del Coyote y presintiendo su presencia en todos los rincones de su casa. El pavor de Patricio hizo olvidar a Pilar Sorenas sus propias amarguras, y ella, que tanto consuelo necesitaba, tuvo que consolar y esforzarse en tranquilizar a su padre.
Sin embargo, nada ni nadie podía salvarle de la venganza del Coyote, y esto lo sabían todos, hasta Patricio Sorenas, que estaba viviendo una terrible agonía.