Habiendo despedido a los últimos huéspedes, Ricardo Yesares se disponía a cerrar las puertas de su posada cuando algo le contuvo. Ese algo fue la visión de un chiquillo que corría hacia el edificio, atravesando la plaza.
—¡Pero…! ¡No es posible…! —exclamó Yesares, resistiéndose a admitir lo que sus ojos estaban viendo, o sea que el hijo de don César llegaba hacia él—. ¿Qué haces en Los Ángeles a estas horas, César? —Preguntó cuando el muchacho se detuvo, jadeando.
—Me envía papá —replicó, con voz entrecortada, el pequeño César—. Ha ocurrido algo muy malo…
—Entra —interrumpió Yesares, quien después de cerrar la puerta fue apagando las luces de la planta baja de la posada y llevó al hijo de don César a su despacho. Una vez dentro de él, preguntó—: ¿Qué es lo que ha ocurrido?
El chiquillo explicó lo que sabía y lo que su padre le había encargado. Yesares le escuchaba nerviosamente. En el tiempo que servía a las órdenes del Coyote jamás se había encontrado en una situación tan apurada ni tan difícil de resolver.
—Ante todo, tenemos que llevar allí un médico —dijo al fin—. Y admito que el único de confianza es fray Jacinto, aunque no creo que sea un médico excepcional. Vamos.
—¿Sabe dónde está fray Jacinto? —preguntó el niño.
—Supongo que debe de estar en casa de fray Andrés. Vayamos a comprobarlo.
Cubriéndose la cabeza con un sombrero y el cuerpo con un sarape, ofreció otro al muchacho y por una puerta excusada salió del establecimiento, lanzándose por las desiertas calles en dirección a la casa en que vivía fray Andrés.
Éste, despertado a una hora en que no era corriente que se llamase a su puerta, asomóse a la ventana. No era Los Ángeles una ciudad tan tranquila como para que el fraile no sintiera cierta inquietud; pero al ver que sólo se trataba de un hombre y de un niño, aumentó su alivio.
—Necesitamos hablar con fray Jacinto —dijo Yesares, en respuesta a la pregunta que le dirigió el dueño de la casa, relativa al motivo de su llamada.
Fray Jacinto vistióse apresuradamente y bajó a la calle. Al reconocer al niño no pudo contener su asombro. Como antes Yesares, inquirió qué hacía a aquellas horas y en aquel sitio. Cuando Ricardo le explicó lo que sucedía, el buen franciscano llevóse las manos a la cabeza.
—¡Virgen Santa! ¡Voy en seguida! Esto es algo que tenía que ocurrir. Vayamos por la carretera…
—No, por la carretera, no —dijo Yesares—. Nos encontraríamos a los hombres de Mateos y usted… usted no podría mentirles.
—Claro… —Fray Jacinto se rascó la cabeza—. ¿Y cómo podremos resolver eso?
—Yendo por el mismo sitio por donde ha venido el muchacho. Conozco el camino. Así él podrá quedarse en casa de fray Andrés.
—¡No, no! —protestó, escandalizado, el niño—. Yo no me quedo aquí. El señor Mateos cree que estoy en casa.
—Bien, no discutamos, porque no hay tiempo que perder. Fray Jacinto, temo que sus pies se resientan un poco del camino que le obligaremos a seguir.
—Estoy acostumbrado a los malos caminos —sonrió el franciscano.
Después de despedirse de su huésped, que, prudentemente, no le preguntó a qué obedecía su intempestiva marcha, fray Jacinto partió en compañía de Yesares y del hijo de don César. Éste, dirigiéndose al dueño de la posada del Rey Don Carlos, le recordó:
—Usted no debía ir esta noche.
—Sospecho para qué se me necesita, y cuanto antes lo hagamos, mejor.
En el pequeño campanario de la iglesia de Nuestra Señora de Los Ángeles daban las tres de la mañana cuando Yesares, fray Jacinto y el pequeño César se adentraban en las tierras que bordeaban la carretera que conducía al rancho de San Antonio. Como fantasmas avanzaron a campo traviesa hasta alcanzar el muro de la hacienda. Yesares fue el primero en escalarlo, y cuando se hubo convencido de que no había peligro alguno ayudó a sus compañeros a pasar al otro lado; después, por la seca acequia, fueron hacia el rancho, sin ver a ningún vigilante ni a los hombres de Mateos.
Por la misma puerta por la que había salido el pequeño César entraron en la casa.
Al oírles, Guadalupe bajó a su encuentro y, después de besar la mano de fray Jacinto, los guió a la habitación de don César.
Éste se hallaba tendido en la cama. Al verle, fray Jacinto, que había asistido a infinitos moribundos, temió hallarse ante uno más.
—Ha perdido mucha sangre —dijo al examinar la herida—. Temo que no podré hacer mucho por él. Este trabajo es más de un cirujano que de un pobre aficionado como yo. Hay que extraer la bala, cosa que yo no me atrevo a intentar. El doctor García Oviedo es el más indicado para ello.
—Pero el doctor nos conoce. Ha estado ya aquí. Si ye a don César herido comprenderá quién es.
Yesares asintió ante las palabras del Guadalupe.
—Es verdad —dijo—; pero se le podría traer con los ojos vendados.
—Los guardas de Mateos están por la carretera —dijo Lupe—. Le verían llegar…
—Tengo ya pensado un medio para librarnos de ellos —dijo Yesares—. Tendré que ocupar nuevamente el puesto del Coyote, pero supongo que eso era lo que don César deseaba. ¿Dónde está su traje?
Guadalupe le acompañó hasta el sótano, donde Yesares recogió la chaquetilla del Coyote, que estaba completamente; manchada de sangre, e hizo un lío con ella y con las restantes prendas, después de asegurarse de que no contenían nada comprometedor. Se puso luego el sombrero y el antifaz del Coyote y montando a caballo se dirigió hacia la salida, después de decir a Lupe:
—Me haré perseguir por la gente de Mateos. Entretanto, usted y Alberes disfrácense y vayan a buscar al médico. Tráiganlo con los ojos vendados, y no se los descubran hasta que se encuentre en la habitación de don César. Tomen todas las precauciones para que no pueda saber dónde está, ni con quién está. Adiós.