Matías Alberes tenía la impresión de estar siguiendo a un fantasma, pues no otra cosa parecía Lupe con su negra capa y con el rostro oculto por el capuchón. Debía la vida a don César, y ni por un momento vaciló en seguir a aquella mujer, aunque en su fuero interno consideraba que era conducido a una muerte cierta.
Durante unos veinte minutos galoparon por la solitaria carretera, bordeada por los ranchitos y granjas que de cuando en cuando se levantaban junto a ella.
Lupe registraba ávidamente con la mirada la solitaria carrera. Cada vez sentía menos esperanza y una mayor convicción de que sus terribles temores se habían convertido en realidad.
De pronto, muy débil, se oyó el batir de los cascos de un caballo. Lupe se detuvo y obligó a Alberes a que la imitase. Temía que aquel galope fuese un eco del de sus caballos. Pero aunque los dos se habían detenido, se continuaba escuchando aquel otro galopar.
Una esperanza y el temor de que se esfumara con la realidad asaltaron a Lupe. Sin embargo obligó a su caballo a reanudar la marcha y durante unos minutos se fue acercando al jinete que avanzaba en dirección opuesta.
Por fin llegó a un puente de madera que cruzaba el seco cauce de un arroyo, invadido por una reseca y densa masa de agostada vegetación. En el otro lado del puente apareció al mismo tiempo un jinete doblado sobre el cuello de su montura.
Antes que sus ojos, su corazón le dijo a Lupe quién era aquel hombre. En dos segundos estuvo junto a él, llamándole, angustiada, por su nombre:
—¡César! ¡César!
No recibió contestación, y su mano izquierda quedó manchada por un líquido caliente y viscoso.
Lupe sintió deseos de gritar, de expresar su horror, su angustia, su miedo. Y el comprender que no podía hacer nada de esto aumentó su agonía. Tenía que ser valiente, que conservar la serenidad en unos momentos en que hubiese querido traspasar a otro todas aquellas obligaciones.
—¡César! ¡Por Dios, contesta!
Alberes estaba junto a ella y la miraba, comprendiendo por primera vez los sentimientos de Guadalupe.
—¡César! ¡César! ¡Háblame!
Con un hilo de voz, César de Echagüe logró responder.
—Hola… Lupi… ta. Estoy… estoy… herido… Casi… alcanzaron al… Co… yo… te.
Una ráfaga de viento trajo hasta allí el retemblar de las tierras batidas por numerosos caballos. Los perseguidores estaban cerca. ¡Había que interponer entre ellos y El Coyote una barrera!…
—¡Pronto! Matías, prende fuego a esa maleza —ordenó Lupe, señalando la que crecía debajo del puente.
El mudo comprendió en seguida lo que intentaba hacer Lupe. Saltó al fondo del arroyo y comenzó a romper arbustos resinosos. Con ellos hizo unas cuantas antorchas que encendió y fue tirando a su alrededor, sobre todo debajo del puente.
El viento colaboró con él, en tanto que Lupe, montando a caballo y tomando las riendas del que montaba El Coyote, emprendió el regreso al rancho de San Antonio. Cuando llegó al primer recodo de la carretera volvióse y vio que el arroyo encauzaba un río de llamas que estaban ya prendiendo en el puente. Entretanto, Alberes había montado a caballo y galopaba hacia el Este, incendiando la vegetación de más arriba, cuyas llamas eran empujadas hacia el Oeste por el viento.
Cuando los perseguidores del Coyote, a cuyo frente galopaba Teodomiro Mateos, llegaron cerca del arroyo, el puente aún resistía; pero cuando uno de los jinetes lo quiso cruzar, un disparo hecho por Alberes mató a su caballo, frenando así el impulso de los demás y dando tiempo a que todo el puente se derrumbase en medio de un surtidor de chispas.
Mas aquella barrera sólo podía durar unos minutos, que hubiesen sido suficientes si El Coyote se hubiera encontrado en condiciones de poder galopar a toda la velocidad que podía desarrollar su caballo; pero Lupe se daba cuenta de que don César no resistiría el violento galope. Por ello, cuando Alberes les alcanzó le cedió el cuidado de don César galopando hacia una de las casas solitarias llamó a la puerta y, sin desmontar del caballo, gritó:
—Amigos; persiguen al Coyote. Detenedles el tiempo que podáis.
Abrióse en seguida la puerta y un hombre apareció en el umbral. Vio en él a una figura envuelta en una larga capa y con el rostro oculto por un capuchón. Esto le hizo dudar un momento de sus sospechas primeras. Había creído e cuchar la voz de una mujer…
—¿Qué dice del Coyote? —preguntó el hombre, uno de los muchos que debía grandes favores al famoso enmascarado.
—Le están persiguiendo —replicó Lupe tratando de disimular su voz—. Ahora no pueden pasar a causa del incendio del arroyo; pero pronto llegarán al galope. El Coyote necesita tiempo para poder huir. Detened como podáis a los que lo persiguen. Pero no matéis a nadie, El Coyote sólo necesita tiempo.
—Tengo siete hijos a quienes he podido criar gracias al Coyote —replicó el hombre—. El me conservó el ranchito. Enviaré a mis hijos a buscar a los otros campesinos. Les detendremos.
Mientras Lupe galopaba hacia otra pequeña hacienda, el hombre llamó a sus hijos y con gran rapidez comenzó a dictar órdenes. Ante todo, era necesario detener a los que llegaban.
—¡Cuerdas! —ordenó—. Todas las que haya en casa.
Arrastrando un montón de recias cuerdas, el campesino, acompañado de sus hijos, corrió a la carretera, junto a cual crecían numerosos árboles. Mientras él tendía una cuerda a través del camino, sus hijos fueron tendiendo otras lateralmente, de árbol en árbol, para evitar que si se veía a tiempo el obstáculo los jinetes pudieran salvarlo con una desviación.
Entretanto, Lupe siguió dando la alarma, atrayendo hacia la carretera a todos los campesinos de aquellos lugares. No eran muchos; pero iban animados de un ardiente deseo de devolver los favores que El Coyote les había hecho. Sus esposas, algunas de ellas, quisieron contenerlos haciéndoles ver que si El Coyote estaba en peligro también lo estaban ellos. Pero se dirigían a oídos californianos y ninguna consiguió la tranquilidad de ver a su marido apartado de aquello.
Utilizando sus herramientas, hicieron caer desde las laderas de los montes que bordeaban la carretera grandes peñascos que obstaculizaron el camino, y que le hubiese sido imposible al más hábil de los jinetes galopar por allí. Otro puente que se levantaba más adelante fue casi derribado en cuanto El Coyote lo hubo cruzado. En todo momento los campesinos vitoreaban a su amigo.
El Coyote apenas oía nada. La bala de Teodomiro Mateos le había penetrado en el costado derecho, y aunque no había destrozado ningún hueso la herida producida era lo bastante grave y dolorosa para que sufriera mil angustias a cada paso del caballo en que iba montado. Se daba vagamente cuenta de que Lupe estaba cerca de él, y de que aún no se encontraba a salvo. También oía gritos y voces que pronunciaban su nombre; pero todo esto era confuso y como si ocurriese en un mundo muy lejano.
—Ánimo —dijo Lupe—. Todo se arreglará. Esta gente nos protege.
César hubiese querido preguntar qué gente era aquélla; pero de nuevo sintióse hundido en un abismo de negruras y perdió totalmente la noción de las cosas.
*****
Teodomiro Mateos, después de buscar inútilmente un punto por donde cruzar la barrera de llamas que le cerraba el paso, decidió que sería más práctico aguardar a que los arbustos se consumieran, cosa que no podía tardar mucho en suceder. En cuanto se abriera un resquicio en la llameante sabana, todos cruzarían por allí y alcanzarían al Coyote, que no podía estar muy lejos.
Habían sido unos idiotas al precipitarse y dar el alto al Coyote cuando éste se encontraba aún a caballo. Si hubiesen esperado a que desmontara y entrase en la casa de doña Fermina, todo habría salido como se había previsto; pero él había sido el primero en no poder contener su alegría y, sabiendo que un círculo de hombres rodeaba ya al Coyote, le ordenó que se entregara.
La respuesta del Coyote fue muy desagradable para él, pues de un balazo le arrancó de la cabeza el sombrero, gracias a que, instintivamente, después de conminarle, habíase inclinado un poco, pues de lo contrario la bala le hubiera vaciado la cabeza.
En seguida El Coyote cargó contra los que le rodeaban, quienes, de haber tenido enfrente a otro enemigo, hubiesen obrado con mayor serenidad, en vez de apresurarse a abrir camino a su adversario. Sólo algunos dispararon sin ton ni son sus armas, con lo cual crearon una gran confusión y nada más. Pero él no perdió tan por completo la serenidad y, aprovechando la claridad que generaban los fogonazos de los disparos, apuntó al Coyote y tuvo la seguridad de que su bala le había alcanzado, pues un segundo antes de desaparecer de su vista le vio estremecerse y vacilar, cayendo luego sobre el cuello de su caballo.
No estaba muerto, porque aún hizo otros cinco disparos contra los hombres de Mateos, aumentando así la confusión y retardando el momento de que se reunieran para perseguirle.
A gritos, alaridos e imprecaciones, Teodomiro Mateos consiguió reorganizar sus huestes y pronto estuvo en pos del Coyote, seguido con no demasiado entusiasmo por su gente, de forma que se vio obligado a marchar a la velocidad que ellos querían y no a la que él deseaba, ya que por su parte tampoco se atrevía a acercarse demasiado al Coyote, de cuya buena puntería aún conservaba un recientísimo recuerdo.
Comenzaron a decaer las llamas por falta de combustible, pero el lecho de rescoldos impedía aún el paso a los caballos. Sin embargo, a los doce minutos de haber llegado allí los perseguidores del Coyote pudieron reanudar la caza. Cruzaron en tromba el arroyo, escalaron la otra orilla y al galope tendido se lanzaron carretera adelante.
Teodomiro Mateos espoleaba continuamente a su caballo mientras con la mirada buscaba al fugitivo. Sabía que jamás volvería a presentársele una oportunidad como aquélla, y que si El Coyote se le escurría de entre las manos podía abandonar toda esperanza de volverlo a cazar. Además, si El Coyote conseguía huir, averiguaría fácilmente quién había llevado la denuncia a la policía y tomaría tal venganza que nadie más intentaría repetir su acción.
Estos pensamientos de Teodomiro Mateos se vieron interrumpidos bruscamente por un inesperado obstáculo contra el que tropezó su pecho y que le lanzó hacia atrás con extraordinaria violencia. Quiso la suerte que el jefe de Policía fuera a parar a un lado de la carretera y no debajo de los caballos de sus hombres, que al momento se encontraron todos en tierra.
Algunos, que vieron a tiempo el obstáculo contra el que se lanzaban sus compañeros, quisieron salvarlo dirigiendo sus monturas hacia el lado de la carretera; pero también allí encontraron las cuerdas tendidas de árbol en árbol y se vieron desmontados y en confuso montón.
El desorden aumentó en proporciones indescriptibles cuando a ambos lados del camino empezaron a sonar gritos y alaridos, acompañados de los ladridos de los perros, todo lo cual se unió para enloquecer a los caballos y desbandarlos en todas direcciones.
Una vez conseguido esto, cuando los hombres de Mateos se rehicieron de su desconcierto, los caballos andaban ya lejos. Y lo más asombroso era que habían desaparecido todos los campesinos que un momento antes aullaban en torno a los hombres de Mateos.
Cumplida su obra, los amigos del Coyote habían regresado a sus hogares, dejando en la carretera a los perseguidores de su bienhechor.
Teodomiro Mateos, hecho una furia, dictaba orden tras orden, jurando que haría pedazos a toda su gente si no se recuperaban pronto los animales para reanudar la persecución de su encarnizado enemigo.
Pero hubo de transcurrir media hora antes de que los primeros caballos llegasen a la carretera.
Teodomiro Mateos, dejando que sus demás hombres continuaran reuniendo los caballos, montó en uno de los que se habían recuperado y, seguido por siete policías, reanudó la persecución.
—No le cazaremos —dijo uno de sus compañeros.
—Estaba herido —replicó Mateos—. No puede galopar como otras veces; por lo tanto, es posible que le demos alcance. ¡Vamos!
Pero durante la siguiente media hora Mateos y sus hombres tuvieron que marchar al paso, evitando cuidadosamente todos los infinitos obstáculos que habían sido sembrados en la carretera. Su progreso se redujo a menos de media legua.
*****
Guadalupe hubiera querido encontrar un medio de acelerar la marcha; pero comprendía que era imposible ir más de prisa, so pena de provocar en César una peligrosa hemorragia.
Aquel marchar al paso, temiendo oír de un momento a otro el galope de sus perseguidores, era capaz de alterar los nervios mejor templados y, sin duda alguna, esta alteración estaba ya obrando en Alberes, que continuamente miraba a su amo y volvía la cabeza hacia la carretera.
Por fin se vieron brillar las luces del rancho de San Antonio, y Lupe sintió, por segunda vez, un gran alivio al verlas. Desviándose del camino, marcharon hacia la puerta secreta, y cinco minutos más tarde estaban los tres en el sótano.
Lupe, ayudada por Alberes, despojó a don César de su traje y, en el sótano, a la luz de tres lámparas de aceite de ballena, hizo una primera y tosca cura, encaminada, principalmente, a lograr atajar la hemorragia. Una vez conseguido esto, puso a César el traje que se había quitado para la expedición y, con la ayuda de Alberes, lo llevó hasta el salón, dejándole en una butaca, donde quedó sentado, sin sentido, pálido como un muerto.
—¡Dios mío, inspírame! —suplicó Guadalupe.
Mas en lugar de una inspiración apareció un nuevo temor. Mateos y su gente no tardarían mucho en llegar cerca del rancho y era muy probable que entrasen para averiguar si alguien había visto al Coyote. Se sabía en Los Ángeles que don César no sentía ninguna admiración por el famoso enmascarado, y Mateos podría solicitar su ayuda o la de sus hombres para dar una batida por aquellos lugares. Si encontraban al dueño del rancho herido, las sospechas que ya varias veces se habían despertado resucitarían con aquella prueba tan tangible.
Corriendo a su cuarto, Lupe cogió colorete del que usaban las damas que visitaban el rancho en los días de recibo y se dispuso a volver a la planta baja. Cuando iba a hacerlo, vio salir de su cuarto al hijo de don César.
—¿Qué ocurre, Lupe? —preguntó el muchacho.
—Nada —replicó, nerviosamente, Guadalupe—. Nada. Métete en tu cuarto. —Una idea súbita le asaltó. Si el muchacho decía…—. Vístete en seguida. Coge tus libros, sobre todo aquellos en que estén las lecciones que conozcas mejor, y baja salón. Papá está en peligro. Si alguien pregunta qué has hecho esta noche, dí que estuviste con él recitando la lección.
—¿Qué le ocurre? —preguntó, asustado César.
—Está herido. Date prisa.
Lupe bajó de dos en dos los escalones, entró en el salón y con ayuda de unas fuertes sales inglesas logró que don César recobrara el conocimiento. Durante unos segundos sus ojos miraron, imprecisos, a su alrededor, pero al fin, con un violento esfuerzo, logró conservar el sentido.
—Hola —murmuró—. Creí que me habían… matado.
—Está herido gravemente —replicó Lupe—. Temo que Mateos y los suyos lleguen de un momento a otro. ¿Qué haremos?
—No podemos hacer nada —murmuró César de Echagüe—. No me siento con fuerzas para nada. Y mucho menos para luchar.
—Está usted muy pálido. Hay que evitar que vean…
Mientras hablaba, Lupe había sacado el colorete y lo aplicó cuidadosamente a las mejillas de don César. En un par de minutos logró devolver a su rostro el aspecto habitual. Luego, llenando una copa de coñac, se la tendió a César, que la vació en un par de tragos.
—Puede que sea veneno —comentó—, pero de momento reconforta.
En aquel instante se oyó lo que tanto temía Lupe. Un grupo de jinetes acababa de entrar en el rancho deteniéndose frente a la puerta.
—Ya están aquí —murmuró César.
Su hijo llegó en aquel momento con los libros. Su rostro expresaba un profundo terror.
—¿Por qué has bajado? —preguntó don César.
Llamaban ya a la puerta, y Lupe, antes de dar la orden de que se abriese, advirtió a su amo:
—Diga que ha estado tomando la lección a su hijo durante todo el rato. Tú, abre el libro y, por lo que más quieras, no digas otra cosa que aquello que te dije. Explica que has estado dando la lección con tu padre.
—Pero… es que yo no entiendo… —empezó el muchacho.
—Abre la puerta, Alberes —ordenó Lupe.
El mudo marchó a obedecer la orden, mientras Guadalupe se sentaba en un sillón inmediato al de don César y cogía una olvidada labor de costura.
Cuando Teodomiro Mateos entró en el salón vio a don César cómodamente sentado en un sillón, teniendo en frente a su hijo y al lado a Guadalupe.
—¿Qué ocurre? —preguntó el dueño del rancho, sin que su voz traicionara la menor debilidad.
Pero su hijo, que, de espaldas a Mateos, le observaba, advirtió la dolorosa crispación de su mano derecha.
Mas la respuesta de Teodomiro Mateos provocó en el muchacho la más angustiosa de las sorpresas. Todo giró a su alrededor y sintióse débil y cobarde, en tanto que en sus oídos, en su cerebro y en su corazón resonaban, insistentes, las palabras del jefe de policía de Los Ángeles.
—Estamos persiguiendo al Coyote, don César. Le tenemos herido y pensé que podría haberse escondido aquí. Tal vez usted o alguno de sus peones pueda decirnos algo. No debe de estar muy lejos. Iba herido…