Guadalupe llegó a casa de Sorenas mucho más tarde de lo que había imaginado. Diversos encuentros con personas a las que no veía en mucho tiempo la entretuvieron, y eran casi las ocho de la noche cuando Pilar Sorenas le abrió la puerta de su hogar.
A las nueve, después de escuchar las palabras de agradecimiento de la joven y de haberle encargado una abundante colección de trabajos de bolillos, Lupe se disponía a marcharse; pero en aquel momento llegó Patricio Sorenas.
—Buenas noches, señorita Lupe —saludó.
Estaba de muy buen humor, lo que extrañó tanto a Pilar como a Guadalupe, ya que en los últimos tiempos Sorenas había extremado su actitud de rencor contra el mundo entero.
—Ya no será preciso que nos traiga nada más —agregó el hombre—. Pronto tendré yo lo necesario.
—Me alegro por usted, Sorenas —dijo Lupe—. ¿Algún buen trabajo?
—Sí, uno muy bueno… muy bueno. Dígale a don César que le estoy muy reconocido por todo. Y no se entretenga usted mucho por aquí, señorita. Son malos lugares. Sobre todo esta noche.
—¿Por qué esta noche, papá? —Preguntó Pilar—. Nunca ha ocurrido aquí nada anormal. La señorita Lupe va a creer que vivimos rodeados de bandidos.
—Esta noche ocurrirá algo, señorita —replicó Patricio Sorenas—. Le aconsejo que vuelva al rancho antes de que lleguen los cazadores.
—¿Qué cazadores? —preguntó Lupe.
—Unos cazadores —respondió Sorenas—. Pronto llegarán. Pronto.
Lupe se puso en pie y, después de despedirse de Pilar y de su padre, salió de la casa y subió al cochecillo en que había ido hasta allí.
Durante la primera mitad del camino tuvo el pensamiento ocupado en otros asuntos; pero a medida que se iba acercando al rancho empezó a recordar con más insistencia lo que había dicho Patricio Sorenas. Cuando al fin vio las luces del rancho de San Antonio obligó al caballo a marchar más de prisa y en cuanto estuvo en el patio saltó al suelo y corrió al interior de la casa. Subió de dos en dos los escalones y dirigióse al cuarto de César de Echagüe. Llamó con los nudillos a la puerta, anunciando:
—Soy Lupe, don César. Abra en seguida.
Nadie contestó. Lupe llamó de nuevo y, al fin, trató de abrir la puerta. Estaba cerrada por dentro; pero el silencio con que era acogida su llamada indicaba que don César estaba fuera del rancho. Y si a aquellas horas don César no estaba en su casa, lo más probable era que El Coyote anduviese por el mundo.
Sin esperar más, Lupe fue a su cuarto, cogió una llave, y volviendo a salir, bajó a los sótanos, abrió la puerta que comunicaba con la parte de los mismos que sólo utilizaba El Coyote y después de cerrar dirigióse al arcón donde éste tenía sus ropas. Allí estaban, perfectamente dobladas, las de don César, pero faltaban las del Coyote. También faltaba el caballo que solía utilizar.
Saliendo del sótano, Lupe subió de nuevo a la casa y buscó a Matías Alberes, el criado mudo de César.
—Tengo que hablarte —le dijo Lupe, llevándoselo a un lugar donde nadie podía escucharles—. ¿Dónde está don César?
El mudo permaneció impasible. Lupe comprendió que de aquella forma no podría averiguar nada.
—¿Sabes adonde ha ido? —preguntó.
Alberes asintió con la cabeza.
—¿A Los Ángeles?
Alberes respondió negativamente.
—¿Conoces a Patricio Sorenas?
La respuesta del criado fue afirmativa.
—¿Sabes si don César tenía que ir cerca de su casa?
De nuevo asintió el mudo.
Lupe trató de recordar los nombres de los que vivían cerca de Sorenas y los fue nombrando, inquiriendo si don César había visitado a alguno de ellos. Al nombrar a doña Fermina, Alberes asintió.
Lupe quedó silenciosa, y por su cerebro cruzaron las palabras de Patricio Sorenas. Cazadores… aquella noche… ¿Qué podía haber querido decir aquel hombre? ¿Qué peligro podría reinar allí?
Patricio Sorenas era un hombre pobre. No se le conocían parientes de los que pudiese esperar una ayuda importante. Sin embargo, él había dicho que no necesitaría más auxilio de don César. Por la cabeza del Coyote se ofrecían más de veinte mil pesos. Si aquel hombre había averiguado que El Coyote pensaba ir aquella noche a casa de doña Fermina, y para resolver su situación había denunciado el hecho, sin sospechar que El Coyote era su protector…
—¡Pronto, Alberes! —gritó Lupe—. El señor está en peligro. Debemos ayudarle. Puede ocurrirle algo muy grave. Prepara los caballos para que vayamos a su encuentro. No debemos perder ni un minuto. No sé lo que puede suceder; pero temo que le hayan tendido una trampa.
El criado asintió, y seguido de Lupe, bajó al sótano. Ensilló dos caballos y al momento él y Lupe salían por el camino secreto, en dirección al lugar hacia el que había partido El Coyote.
Pero cuando aún no habían recorrido ni la tercera parte del camino oyeron a lo lejos, procedentes del caserío en que vivían Sorenas y doña Fermina, una serie de disparos hechos con diferentes armas, cortas y largas, y cuando al fin cesaron, Lupe sintió como si todas las balas disparadas hubieran llegado a su corazón y, por algún milagro, sólo le hubieran causado el horrible dolor de sus heridas, sin acompañarlo de la aliviadora muerte.
Matías Alberes detuvo su caballo y miró, interrogante, a Lupe. Sus ojos parecían decir que era inútil hacer ya nada, pues todo había terminado. Pero Guadalupe, sintiéndose mil veces muerta, movió negativamente la cabeza y gritó:
—¡Adelante! Tenemos que encontrarle.
Al salir se había cubierto con una larga capa cuyo capuchón le ocultaba el rostro. Ciñéndose la capa al cuerpo azuzó a su caballo y lo guió hacia el lugar donde habían sonado los disparos. Aún conservaba una débil esperanza.