Cuando llegó al rancho, César de Echagüe saludó con la mano al hombre que estaba paseando por el jardín adyacente a la casa. Dejando el caballo en manos de un criado, fue al encuentro de su visitante.
—¡Fray Jacinto! ¡Nunca se imaginará la alegría que me ha dado! En cuanto recibí el aviso de que estaba usted en el rancho vine sin perder un segundo.
El fraile de la vieja misión franciscana de San Juan de Capistrano estrechó fuertemente la mano de don César. Eran muy viejos amigos, y bajo los arcos de la misión y en su jardín encontró años antes don César la paz que anhelaba su espíritu[1].
—Don César, he venido sólo por breve tiempo a Los Ángeles; pero antes de entrar en la población quise detenerme en su casa, aceptando la invitación que recibí de usted hace tantos años.
—Temí que me hubiera olvidado.
—¿Cómo olvidar a un hombre cuyo nombre está en todos los labios?
—Nadie habla de don César de Echagüe —sonrió el dueño del rancho.
Bajando la voz, el franciscano replicó:
—Pero todos hablan del Coyote.
—Tal vez debiera haber muerto.
—Eso su conciencia se lo ha de decir. No he venido a reprenderle ni a convertir mi visita en indeseada. Sólo podré permanecer aquí hasta las tres o las cuatro de la tarde y quiero que, si no volvemos a vernos en este mundo, guarde un buen recuerdo de mí.
Fray Jacinto calló unos instantes y de pronto comentó:
—Su hijo parece un muchacho muy inteligente.
—Debiera serlo, si se tiene en cuenta lo que he gastado en su educación.
—Pero no siente gran admiración por su padre —siguió el fraile.
—La juventud moderna no admira a sus mayores. Pasaron ya los buenos tiempos en que un padre era, para su hijo, la representación de Dios en la tierra.
—Su hijo, don César, no le admira porque no responde usted a su ideal heroico. En cambio, es un apasionado del Coyote.
—No es el único que admira al Coyote y desprecia a César de Echagüe —dijo César.
—¿No conoce su verdadera identidad?
—Ya ha visto que no. Sería inconcebible que sabiendo quién era El Coyote no admirase a su padre.
—¿Cree que hace bien permitiendo que su hijo ignore su secreto?
—No puedo exponer mi vida dejando que mi identidad sea conocida por un chiquillo.
—Es que su hijo, don César, no es como los demás. Posee un gran sentido de las cosas y es peligroso seguir con él idéntico plan que con los demás. Algún día ha de conocer la verdad, y entonces tal vez se resienta de la falta de confianza que se le ha demostrado.
—Viene usted dispuesto a aumentar mis inquietudes, fray Jacinto.
—Tiene usted razón, don César. Perdóneme. Pero es que he estado hablando con su hijo y me ha asombrado su carácter, su inteligencia, y a la vez que me ha asustado lo he comprendido. Habla del Coyote como de un héroe, y en cambio se enfría al mencionar a su padre. Opina que los grandes hacendados de California deberían imitar al Coyote.
—Son muchos los que así opinan. Mi hijo cambiará cuando sea mayor. Cuénteme algo de lo que ocurre en San Juan de Capistrano.
—Las cosas marchan mal allí, don César. La misión se arruina.
—Recibirá usted lo suficiente para reconstruirla. Debió habérmelo hecho saber antes.
—Gracias, don César; con lo que recibimos de usted nos basta para vivir. No haga nada más.
—¿Por qué? ¿Es que no quiere aceptar mi ayuda?
—Si las misiones fueran salvadas por un solo hombre, la voluntad de Dios sería burlada. Si el pueblo a quien deben favorecer no les presta su apoyo, es mejor que perezcan; pero estoy seguro de que el pueblo que nos abandonó volverá a nosotros. Y quizá cuanto más pobres y desvalidos nos encuentre, mayor será su deseo de reparar sus faltas.
En aquel momento apareció Guadalupe, anunciando:
—La comida está ya preparada, don César.
—Gracias, Lupe. Tendrás que hacerme un favor. Al venir aquí me crucé con Patricio Sorenas. Su hija está muy desmejorada a causa de un sufrimiento amoroso. Envíale algo bueno de comer, y si el padre no viene todos los días a buscar lo que le he ofrecido, cuida de que a la muchacha no le falten alimentos sanos y apetitosos. El padre es un poco orgulloso y tal vez no quiera venir a mendigar.
—Encargaré que todos los días le lleven algo y esta tarde iré a visitar a Pilar. Tiene mucha destreza en hacer encajes. Le encargaré una buena cantidad y así se distraerá.
Mientras Guadalupe marchaba hacia la casa, César y fray Jacinto la siguieron más despacio. El franciscano había observado atentamente a la mujer y, de pronto, preguntó:
—¿Ha pensado usted en casarse de nuevo, don César?
—¡Eh! No, no lo he pensado. ¿Por qué?
—Hace muchos años que perdió usted a su esposa. Un hombre está obligado a vivir en el matrimonio. Además, una casa como la suya necesita la mano directora de una mujer.
—Lupe se encarga de todo —replicó César.
—¿Acaso… ella…?
César volvióse rápidamente hacia el franciscano.
—Fray Jacinto: respeto demasiado a Guadalupe para ofenderla de esa forma. Ella sola es la dueña de este rancho. Conoce mi doble personalidad y yo no encontraría otra que pudiera serme más fiel.
—¿Por qué no se casa con ella?
Don César se volvió hacia el franciscano.
—¿Por qué me pregunta eso? —inquirió.
—Creo que el matrimonio entre ustedes sería una buena solución para todos; es decir, para usted, para ella y para el niño. Le hace falta una madre que lo guíe en los difíciles pasos que le aguardan.
—Alguna vez he pensado en eso, fray Jacinto —replicó César—. Yo hubiera odiado a mi padre si me hubiese dado otra madre. Creo que mi hijo me odiaría a mí si yo…
—Su hijo no conoció a su madre —recordó el fraile—. Si esa joven lo ha criado como si fuera su hijo…
—Tampoco me gustaría ofender a Lupe ofreciéndole un matrimonio en que todas las conveniencias y ventajas fuesen para mí. Le profeso demasiado aprecio.
—¿Y ella a usted?
—Nació en este rancho y ha sido siempre fiel a mi familia. Leonor la quería como a una hermana y cuando yo quedé solo nadie me ayudó tanto como ella; pero eso no quiere decir que me ame.
Bajando la mirada hacia sus sandalias, fray Jacinto declaró:
—Vivo apartado del mundo, y no debiera hablar como voy a hacerlo; pero no puedo por menos de decir que mis ojos han visto en ella a una de las mujeres más hermosas con que me he cruzado. No deben de haberle faltado pretendientes.
—Creo que algunos tuvo.
—¿Eran indígenas o gente mísera?
—Hubo algunos muy ricos.
—¿Por qué los rechazó?
—Dijo que no la atraían.
—¿Y prefirió seguir siendo criada en este rancho?
—No es una criada —protestó César.
—Para el mundo entero lo es. Gana un sueldo y puede ser echada de aquí en cualquier momento. Si no por usted, por su hijo, el día que llegue a ser dueño de todo esto.
—Eso lo arreglo yo en mi testamento.
—No creo que ella quisiera permanecer aquí después de su muerte. He observado atentamente a esa muchacha. Aún es joven. Sin embargo, en sus ojos se lee una infinita resignación, como si ya nada esperase de la vida y se contentara con lo que tiene.
—Es usted muy sagaz, fray Jacinto —sonrió César de Echagüe.
Habían llegado a la terraza que dominaba el jardín y bajo el emparrado se encontraba una mesita a la que uno de los peones del rancho había llevado un rezumante jarro de rojo barro, junto con unos vasos.
—Espero que aceptará un vaso de ese aperitivo —dijo César, arrastrando hacia la mesa a su visitante—. En su honor está compuesto sólo de hierbas amargas y de agua azucarada. A mis visitantes vulgares se lo ofrezco reforzado con aguardiente.
Bebió el fraile el contenido de su vaso y luego preguntó:
—¿Por qué me dijo que yo era muy sagaz?
—Porque ha comprendido muchas cosas; pero no olvide… —al llegar aquí César bajó la voz—. No olvide que yo también soy El Coyote, que tengo unas obligaciones, y que una mujer en mi vida podría ser una terrible rémora y hasta un peligro.
—¿Y no sería ya tiempo de que muriese El Coyote? Estas tierras están cada día más pacificadas. Ya no ocurren las cosas que ocurrían a raíz de la ocupación. Hay ley…
—Fray Jacinto, sabemos que hay ley porque cualquiera puede burlarla. O, mejor dicho, porque las autoridades nos dicen continuamente que se ha burlado esta o aquella otra ley. Creo que aún no ha llegado el momento de que El Coyote muera.
—Usted es el más indicado para decidir sobre eso, don César. Excelente aperitivo. Creo que haré honor a su mesa.
Cuando entraron en el comedor, después de lavarse las manos en grandes jofainas de plata, el hijo de César de Echagüe aguardaba ya junto a Lupe. Don César lo miró un momento y se dijo que hasta entonces se había ocupado muy poco del pequeño. Absorto en sus asuntos, muchas veces casi había olvidado la existencia del pequeño César.
Después de la bendición de los manjares por fray Jacinto, se sentaron todos a la mesa. Don César, mirando a su hijo, que se sentaba a su derecha, le preguntó:
—¿Es verdad lo que me ha dicho fray Jacinto acerca de tu admiración por El Coyote?
El niño miró, escandalizado, al fraile, como si le reprochara haber violado un secreto de confesión. Sin embargo, contentó con voz firme:
—Es verdad que El Coyote me parece un hombre valiente.
—No se puede negar que es valiente —admitió César, sonriendo—. ¿Te gustaría encontrarte en su lugar?
—Sí.
—No podrías vivir como ahora vives —dijo César.
—Esta vida no es bonita —replicó el niño—. Yo me aburro mucho.
—Eso quiere decir que estudias muy poco —reprendió fray Jacinto.
—Estudia demasiado —dijo Lupe—. Y el tiempo que le queda libre lo emplea en leer libros de toda clase.
—Malo —intervino fray Jacinto—. Los libros de toda clase no son los más apropiados para un niño. Tendremos que revisar tus lecturas.
—Ya lo hará en otra ocasión, fray Jacinto —dijo Lupe, que sabía que muchas de las lecturas del pequeño César hubieran merecido la desaprobación del fraile.
—Si fueras El Coyote, tendrías que llevar una doble vida —comentó César de Echagüe.
—¿Por qué? —preguntó, desafiador, su hijo.
—Porque si fueras siempre vestido como El Coyote todo el mundo te conocería y entonces no podrías hacer lo que él hace. ¿No es cierto, fray Jacinto?
—Sí, es cierto —replicó el franciscano—. El Coyote, a quien yo conozco íntimamente, no es en la vida normal idéntico a cuando viste su disfraz.
—¿Cómo es de verdad? —preguntó el hijo de don César.
—Tan distinto de como tú te lo imaginas que no puede serlo más.
Lupe dirigió una inquieta mirada a César de Echagüe. Éste, comprendiendo sus temores, la tranquilizó con una sonrisa.
—¿Es malo? —siguió preguntando el pequeño.
—No; pero tampoco es un héroe. Los que lo conocen bajo su apariencia de hombre normal le creen incapaz de realizar heroicidades.
—Y así tendrías que ser tú —dijo César a su hijo—. Tendrías que parecer tímido, casi cobarde. ¿Te gustaría?
—Claro —contestó, no muy convencido, el niño.
—Me parece que no te gustaría —siguió su padre—. Piensa que para poder ser verdaderamente El Coyote tendrías que no parecerlo. Y si cuando te vieran con el antifaz y tu traje, todos te alabarían, en cambio cuando aparecieses bajo tu otro aspecto, se reirían de ti. Y no podrías decir que tú eras El Coyote, porque entonces, como se ofrecen veinticinco mil dólares por su cabeza, todos se apresurarían a detenerte para cobrar el premio. O sea que cuando escucharas alabanzas dirigidas al Coyote no podrías hacerlas tuyas. Y cuando oyeses que se burlaban de ti, no podrías abrumarles con la declaración de que tú eres nada menos que El Coyote.
El chiquillo miraba a su padre como si no pudiera dar crédito a lo que le decía.
—Así es, hijito —intervino fray Jacinto—. No es que yo apruebe todo cuando hace El Coyote; pero en cambio sí le admiro por el desinterés con que lo hace. No saca ningún beneficio material, y tampoco saca ninguno de vanidad satisfecha. Los seres humanos, o sea tú, yo, tu padre, y todo el mundo en general, hacemos el bien con la esperanza de que nos lo premie Dios; pero también con el deseo de que los hombres nos lo agradezcan un poco. Son raros los casos en que un hombre se pone a hacer el bien sin preocuparse de los beneficios que puede obtener en este mundo.
—No se esfuerce, fray Jacinto —dijo César de Echagüe—. Es demasiado pequeño para comprender esas cosas. A su edad se tiene una visión muy equivocada del mundo.
El hijo de César de Echagüe miró a su padre y sintió unos irresistibles deseos de gritarle que era él quien tenía una visión equivocada del mundo, que insistía en verlo como un lugar al que sólo se ha venido a vivir bien en vez de portarse como se portaba El Coyote, ayudando a todo el mundo sin esperar ningún beneficio ni agradecimiento.
Durante la comida, el muchacho siguió sumido en sus meditaciones. Sabía que a su padre le respetaban mucho por su dinero; pero en cambio nunca había oído referir de él hechos heroicos. Algunos de sus amigos le habían dicho que en Los Ángeles le llamaban don César el Prudente, que desmentía la leyenda de su escudo, que rezaba así: DE VALOR SIEMPRE HIZO ALARDE, LA CASA DE LOS ECHAGÜE.
Cuando terminó de comer, despidióse de fray Jacinto y subió a sus habitaciones a estudiar. En el comedor quedaron el fraile y don César, bebiendo el café que les sirvió Guadalupe.
—¿Cuándo regresa a Capistrano? —preguntó César.
—Mañana, si no ocurre nada anormal o inesperado. Me gustaría pasar más tiempo aquí; pero me reclaman muchas obligaciones en la misión.
Don César se levantó y dirigiéndose a un antiguo buró lo abrió y de uno de los cajones sacó una gran cantidad de billetes de banco. Retiró una parte del dinero y el resto se lo entregó a fray Jacinto.
—Tome, para sus indios —dijo—. Le daría el total, pero esta noche he de entregar cierta suma a una pobre mujer que la necesita mucho.
—Lo acepto sin protestar porque sé que, de lo contrario, usted se sentiría ofendido, don César —dijo el fraile—; pero realmente hace usted demasiado. Es usted muy bueno.
—Lo dice usted con una convicción que aunque sólo fuese por oírselo repetir le daría otros tres mil pesos.
—Mi reconocimiento de su buen corazón es el único premio que yo puedo darle —sonrió el franciscano—. El Señor le premiará, en su día, como usted merece. Adiós, don César. Señorita Lupe, ha sido un placer verla de nuevo.
Guadalupe y César acompañaron al franciscano hasta el patio, donde aguardaba ya el carruaje que Lupe había hecho preparar para el fraile.
Cuando fray Jacinto se hubo perdido de vista, Guadalupe anunció:
—He hecho que le lleven a Pilar Sorenas lo que usted me encargó. Ahora iré a visitarla.
—Gracias, Lupita. ¿Sabes que fray Jacinto me ha hablado mucho de ti?
—Es un verdadero santo —replicó Lupe, bajando la mirada, sin atreverse a inquirir el motivo que había movido al fraile a hablar de ella.
César estuvo a punto de seguir hablando; pero se contuvo y, variando el tema mentalmente iniciado, declaró:
—También me ha hablado del pequeño. Parece que yo no he sido un gran padre.
—Tal vez no —dijo, inesperadamente, Lupe.
—¿Qué he hecho de malo?
—No ha ganado la amistad del muchacho. César es menos niño de lo que usted se imagina. Tiene hondas inquietudes y preocupaciones que parecen impropias de él. Y, sobre todo, tiene un temor que me ha expuesto una sola vez, pero del que creo que no se ha visto nunca libre.
—¿Cuál?
—No sé si debo decírselo.
—Por favor, Lupe, no me compliques la existencia con esos misterios. Estoy temiendo que he sido un padre desastroso. ¿Qué temor tiene mi hijo?
—El de que usted le odie.
—¿Qué yo le odie? No comprendo… ¿Por qué iba a odiar a mi hijo?
—Él sabe que su nacimiento costó la vida a la señora. Y sabe que usted la amaba y cree que usted le hace culpable de su muerte.
César miró, horrorizado, a Lupe.
—¿Es posible que ese crío piense esas cosas?
—Las piensa.
—¡Caramba! ¿Y qué puedo hacer yo?
—Ganar su cariño.
—¿No lo he ganado dándole cuantos caprichos ha podido tener?
—Supongo que no. Y ahora adiós, don César. Debo ir a ver a Pilar.
—Adiós, Lupita.
Al marcharse Lupe, César regresó lentamente al rancho. La vida era más complicada de lo que la gente se imaginaba. Súbitamente se hallaba ante dos terribles problemas: el de su hijo y el de Lupe. Comprendiendo que el segundo sería de más difícil solución que el primero, lo reservó para otra ocasión y decidió ocuparse del de su hijo. ¿Qué podría hacer él para que el niño le quisiera? Era necesario hacer algo en seguida. Una vez hubiese empezado le sería fácil continuar. Pero el principio debía ser muy eficaz.
Entró en su despacho y, con las manos a la espalda, comenzó a pasear lentamente. Trataba de recordar qué cosa le hubiese hecho a él muy feliz cuando tenía la edad de su hijo.
Cuando ya desistía de hallar la respuesta, ésta le llegó inesperadamente. Cinco minutos más tarde César de Echagüe subía a la habitación de su hijo. Su entrada fue tan inesperada que el muchacho no tuvo tiempo de ocultar el libro que estaba leyendo, logrando, con su azoramiento, que César se fijara más en él. Era una de las novelas de capa y espada, tan en boga en aquellos tiempos.
Haciendo como que no se fijaba en que su hijo estudiaba en aquel libro, César se sentó frente a él y anunció:
—Eres ya un hombre, pequeño. Hoy he estado pensando en ti y me he preguntado si, además de ser un hombre, tú te considerabas ya mayor. No basta tener edad de hombre; para serlo hay que sentirse hombre.
—Yo me siento hombre —replicó el muchacho.
—Entonces quizá ya sea tiempo de que empieces a practicar con esto —y César de Echagüe dejó sobre la mesa un revólver de seis tiros, calibre 32, enfundado en una elegante pistolera mejicana que pendía de un cinturón canana en el que había unos cincuenta cartuchos.
La alegría que llenó los ojos del chiquillo hizo comprender a su padre que su elección del regalo había sido plenamente acertada. Por un momento el niño vaciló; pero cuando su padre le tendió la mano la estrechó fortísimamente y en seguida desenfundó el arma y la contempló, extasiado. Era un revólver de acción simple, con toda la superficie llena de incrustaciones en plata y cachas de marfil con una cabeza de cornilargo en cada una.
—¿Vamos a probar tu puntería? —preguntó luego César—. Hace años yo utilizaba un cobertizo en el cual me pasaba varías horas quemando pólvora.
Media hora más tarde el viejo cobertizo temblaba a causa de los disparos que se hacían dentro de él, y el pequeño César de Echagüe se llevaba la mayor sorpresa de su vida viendo cómo disparaba su padre, al que jamás hubiera creído capaz de apagar seis velas de otros tantos disparos.