Capítulo I:
El precio de una cabeza

Patricio Sorenas sabía adónde iría aquella noche El Coyote. Sabía que el misterioso enmascarado presentaríase en casa de doña Fermina a eso de las doce para entregarle el dinero que la mujer necesitaba para pagar los malditos impuestos y volver a comprar los caballos, la vaca lechera, el cordero y la oveja, los aperos de labranza y todo cuanto había convertido en vino su difunto antes de partirse la cabeza contra un guardacantón y dejarla a ella y a su hijo libres de su presencia, nada grata, por cierto, y también libres de la presencia de todo cuanto tenía algún valor. Sólo la casa, única dote de Fermina, no fue vendida. Era una casa vieja, de las primeras que se construyeron en Los Ángeles; pero era sólida y debía resistir de tal forma el curso de los años, que muchísimo tiempo después de haber marchado Fermina a reunirse con su marido, la casa seguiría en pie, convertida en monumento público y en archivo histórico.

Pero, al quedar viuda, Fermina estuvo tentada de vender la casa, aunque sólo fuera para cubrir las más imperiosas necesidades. No lo hizo porque en aquellos tiempos nadie hubiera pagado mil pesos por aquella casucha que si era del más puro estilo colonial español, por entonces aún se consideraba anticuada y de mal gusto, como se consideraba de mal gusto vestir a la moda del país, y por nada del mundo se hubiera puesto un traje californiano el excelentísimo gobernador de California. Setenta años más tarde, la gente admiraría la belleza de la casa y el gobernador de California se presentaría en más de diez ocasiones vistiendo el elegante traje típico.

Con ayuda de los vecinos y de algunos parientes, Fermina pudo enterrar a su marido y, a pesar de que no le debía más que disgustos y angustias, lloró algunas lágrimas verdaderas sobre su tumba y hasta insinuó, tímidamente, que no había sido siempre un mal marido. Esto provocó algunas sonrisas entre los presentes, sonrisas que fueron atajadas por la fría mirada de fray Andrés, que asistió a la ceremonia.

Todos se preguntaron cómo saldría adelante Fermina, cuyo hijo era aún demasiado pequeño para ayudarla.

Patricio Sorenas también se lo preguntó; pero abandonó en seguida aquel asunto para preocuparse de sus propios problemas, que eran lo suficientemente graves para absorber por entero las fuerzas de su cerebro.

Aquella mañana Patricio Sorenas tuvo que olvidar sus preocupaciones ante la inesperada noticia que le dio Fermina. Apenas salió de su casa la vio acudir hacia él con la alegría reflejada en el rostro y temblando en sus labios esta noticia:

—¡Ayer noche me visitó El Coyote!

Con palabras entrecortadas fue relatando lo ocurrido. El Coyote había llegado cuando ella, después de acostar a su hijo, estaba sentada en el pequeño patio, buscando una solución a los difíciles problemas que la abrumaban. De súbito oyó un roce contra las ramas de los rosales que crecían en el fondo del jardín, y al levantar la cabeza vio ante ella a un hombre. La luz que llegaba del interior de la casa reflejóse en su rostro, permitiendo observar a Fermina que lo llevaba cubierto con un antifaz. Luego, al fijarse en el traje que vestía el enmascarado, adivinó su identidad:

—¡El Coyote!

Había llegado allí de paso hacia otro sitio. Quería averiguar cuál era su situación económica. Cuando la conoció con todo detalle, aconsejó a Fermina que no se preocupara. Al día siguiente él mismo le llevaría lo bastante para que pudiese comprar los caballos y todo cuanto su marido había vendido. Además, le dejaría lo suficiente para poder subsistir unos meses, hasta que su trabajo diera fruto. Prometiéndole velar siempre por ella, El Coyote saltó de nuevo la tapia y Fermina le oyó alejarse al galope.

—¿Verdad que parece imposible, Patricio?

—Sí… parece imposible —había murmurado Sorenas.

Fermina, comprendiendo que su misma alegría hacía daño al pobre hombre, se contuvo y luego preguntó:

—¿Cómo sigue Pilar?

—Igual. No se rehace.

—Estoy segura de que lo ocurrido ha sido por su bien. Lo dice el refrán: no hay mal que por bien no venga. Hay más hombres. Ese Bill no era el único. Una muchacha tan linda ha de encontrar partidos mejores.

—Eso creo yo —replicó, cansadamente, Patricio Sorenas.

Se fue doña Fermina con el cuerpo temblándole de alegría, y Sorenas, sentado a la puerta de su casa, empezó a pensar. Cuando en la desgracia el hombre no tiene resignación, no acepta como voluntad de Dios cuanto le ocurre, y no se entrega a sus deseos, inevitablemente el mal entra en su alma y su cerebro es turbado por el rencor. Por eso, Patricio Sorenas, en vez de confiar en el Todopoderoso, comenzó a dar vida a un proyecto que, si en un principio le llenó de terror, luego, a medida que iban pasando los segundos, se le fue apareciendo más y más factible, hasta el punto de que al terminar las sombras su recorrido matinal y estar el sol en el cénit, Patricio Sorenas había alcanzado ya su decisión.

Él sabía dónde estaría aquella noche, a las doce, poco más o menos, El Coyote. Y, si mal no recordaba, se ofrecían más de diez mil pesos a quien entregara vivo o muerto al Coyote, o simplemente facilitara los informes precisos para llegar a detenerle. Aunque sólo fuesen diez mil pesos, con ellos podría hacer muchas cosas. Podría llevar a su hija a San Francisco o a Sacramento, o incluso a Nueva Orleans, donde hallaría tantas distracciones que, sin duda alguna, olvidaría a aquel maldito Bill Himes que la había abandonado para ir, según él dijo como excusa, en busca de oro.

Patricio Sorenas entró en su casa y fue al cuarto donde estaba su hija. Pilar Sorenas se hallaba sentada en una vieja mecedora, ocupada en una difícil labor de bolillos.

Desde el principio del pasillo la vio bañada por la intensa luz del mediodía. ¡Qué hermosa era! ¡Y cuan frágil le parecía! Hasta un mes antes, Pilar había sido una muchacha fuerte, llena de vida y de ilusiones. Ya no quedaban ni fuerzas ni ilusiones, y Patricio Sorenas temía que ni siquiera quedase mucha vida. No podía comprender que la pérdida de un amor significara tanto para un ser humano. De saber dónde estaba aquel Bill Himes, hubiese ido a buscarlo para suplicarle que regresara junto a Pilar, pero, si era cierta la excusa que había dado, podía estar en cualquiera de los infinitos yacimientos de oro de California y buscarlo sería como tratar de encontrar una aguja entre la paja.

Patricio, no siguió adelante. Le asustaba verse frente a su hija, ante aquellos ojos que miraban sin ver, aquella débil sonrisa que era casi una mueca, aquellas manos que movían sin prisa los bolillos y que parecían transparentes. No, le daban menos miedo otras cosas.

De nuevo fuera de su casa, Patricio Sorenas emprendió, poco a poco, el camino hacia Los Ángeles. Aún no había decidido firmemente lo que iba a hacer; pero en realidad su decisión estaba ya tomada. Sólo quería hallar una justificación a su proyecto.

Sorenas vivía algo apartado de la ciudad, y como su paso era lento, debía tardar, al menos, una hora en alcanzar su meta. Le sobraba tiempo para ir meditando. No le sería fácil hallar una justificación. Traicionar al Coyote sólo estaría justificado en un yanqui, no en un viejo californiano. Él lo era. Sus abuelos llegaron a California desde Méjico, prosperaron allí, y luego, por culpa de él principalmente, habían ido decayendo. Nunca había sido un hombre enérgico. No supo aprovechar las magníficas oportunidades que se le ofrecieron. Durante los años que siguieron a la ocupación norteamericana había buscado en aquel hecho la justificación de sus desgracias. No quiso admitir nunca que la culpa era únicamente suya.

Poco a poco se fue dando cuenta de que odiaba al Coyote. Sí, le odiaba porque nunca le socorrió. El Coyote había ayudado a muchos; pero nunca quiso ayudarle a él. Sin duda le despreciaba. Sí, eso debía de ser. Le despreciaba porque no era rico, porque no tenía una gran hacienda, porque no le había alabado nunca. Por eso El Coyote gastaba su oro en seres como doña Fermina, en vez de ayudar a quienes más lo necesitaban.

Pero ya demostraría él al Coyote que había cometido un error al negarse a ayudarle. Si El Coyote no buscaba su amistad, él no tenía por qué serle fiel. ¿No daban más de diez mil dólares a quien denunciara al Coyote? ¿No podía decir él dónde se encontraría aquella noche El Coyote? Entonces podía denunciarlo tranquilamente, cobrar el premio que se ofrecía por su cabeza y vivir alegremente lejos de Los Ángeles y de todos aquellos imbéciles que sólo tenían palabras de alabanza para aquel bandido.

Interrumpió un momento sus meditaciones para saludar a don César de Echagüe, que llegaba de Los Ángeles, montado en uno de sus excelentes caballos, y que al verle se detuvo, preguntando:

—¿Cómo está Pilar? Me dijeron que no se encontraba muy bien.

—Sigue mal, don César —respondió Patricio—. Cada día más débil y con menos apetito…

—Lo siento de veras, Patricio. En cuanto llegue a casa le diré a Lupe que te envíe algo apetitoso para tu hija. Y de ahora en adelante pasa cada día por el rancho y Lupe te dará lo que necesites. Ya verás como todo se le pasa en cuanto vuelva el novio.

—Mucho me temo que él no vuelva nunca más, don César —suspiró Sorenas—. Dijo que se iba a buscar oro; pero yo creo que lo dijo por decir algo y que nunca pensó en volver. Cuando Pilar se encaprichó de él ya pensé que no podía salir bien. Los yanquis y nosotros no somos iguales.

—Todos somos iguales, Patricio —replicó César.

—A los ojos de Dios, tal vez sí.

—Quien no se considera igual a los demás, o se considera inferior o superior, en ambos casos comete una falta grave. Estoy seguro de que Himes volverá. Entretanto, haz lo que te he dicho.

—Tal vez no sea necesario, don César —replicó Sorenas—; pero, de todas formas, le agradezco su interés. Vaya usted con Dios, señor.

—Adiós, Patricio.

Sorenas continuó su camino. Don César sí que era un buen amigo. Seguro que si él supiera su situación le ayudaría, como le había ayudado otras veces; pero no podía acudir a él, porque don César lo consideraría un abuso.

Al pensar en César de Echagüe, Sorenas sintió aumentar su odio hacia El Coyote. Don César no era amigo del misterioso bandido. Éste le había jugado malas pasadas. Seguro que si él hubiese dicho a don César que iba a denunciar al Coyote, le hubiese felicitado; pero una cosa así era mejor no divulgarla. Valía más no decir nada a nadie y presentar la denuncia a don Teodomiro, el jefe superior de policía. Por la cuenta que le tenía, Mateos tampoco diría nada, y, si le era posible, procuraría quedarse con la gloria de haber detenido al Coyote. El principal temor de Sorenas era que alguno de los cómplices del Coyote llegara a enterarse de quién había presentado la denuncia y vengara a su jefe. Pero si Mateos quería, nadie sabría nada.

Por un momento, al llegar ante el edificio donde estaba instalado el reducido cuartel general de la policía de Los Ángeles, Patricio Sorenas vaciló. ¿Era justo lo que iba a hacer?

La vacilación fue breve. Un momento después Sorenas entraba en la casa y, tras breve espera, fue introducido en el despacho de Teodomiro Mateos.

—¿Qué deseas, Patricio? —preguntó el policía.

—Vengo a hacerle una proposición —replicó el otro.

—¿Una proposición? ¿Buena?

—Excelente. Sobre todo para usted.

—Habla claro y veremos si tienes o no razón.

—¿Le gustaría detener al Coyote?

Antes de replicar, Mateos miró fijamente a Sorenas, quien, por un momento, sintió un nuevo temor y fue asaltado por una sospecha terrible. ¿No sería Mateos el propio Coyote? No, no podía ser; pero…

—Claro que me gustaría detenerle —dijo en aquel instante Mateos—. ¿Dónde lo tienes?

—No lo tengo —siguió Sorenas—; pero sé dónde se encontrará esta noche.

—¿Dónde?

Patricio Sorenas sonrió. ¿Era posible que el jefe de policía le creyera tan ingenuo como para entregar así como así un descubrimiento tan importante?

—¿Dónde estará esta noche El Coyote? —insistió Mateos.

—Un momento, señor —replicó Sorenas—. Creo que dan un gran premio a quien entregue vivo o muerto al Coyote o, por lo menos, proporcione los medios de detenerlo.

—¡Ah! Ya comprendo. —Mateos sonrió burlonamente y preguntó—: ¿Cuánto quieres por tus informes?

—¿Cuánto ofrecen?

—Te he preguntado que cuánto quieres.

—Diez mil pesos.

—Demasiado.

—Sé que ofrecen muchísimo más.

—Pero hay que cogerle, y una de las cosas realmente difíciles es detener al Coyote. Eso ya debieras saberlo.

—Puedo reunir amigos y con ellos detenerle.

—Desde luego, puedes intentarlo. Tráeme al Coyote muerto o bien atado y recibirás algún día el premio; pero, como lo tendrás que repartir con los que te ayuden, no te corresponderán ni dos mil pesos.

—Ya lo sé; por ello he venido a verle a usted para proponerle que trabajemos unidos. Usted podrá cobrar en seguida el premio.

—¿Y si te ofreciera sólo la mitad? Cinco mil pesos es mucho dinero para ti.

—No, señor Mateos. Sólo diez mil pesos. Y quiero recordarle que aún me queda otra solución. Puedo visitar al coronel que manda las fuerzas militares y hacerle la misma oferta que le he hecho a usted. Él puede utilizar los soldados.

—Está bien, Sorenas, acepto. Podría regatear un poco más; pero perderíamos el tiempo y, realmente, el premio es lo bastante importante para que pueda haber para todos.

—¿Me firmará un papel diciendo que yo le he proporcionado los informes para detener al Coyote y que me entregará diez mil pesos?

—Desde que llegaron los yanquis, los californianos hemos cambiado mucho —suspiró Mateos—. Antes bastaba una palabra de honor, en cambio ahora, se necesita esa misma palabra impresa en un papel. Te la daré. Y cuéntame ya dónde estará El Coyote esta noche.

—No se ofenda, señor; pero le agradecería que antes me entregara el papel. Me sentiría más tranquilo.

Encogiéndose de hombros, Mateos sacó un papel y escribió en él lo que Sorenas deseaba. Cuando lo hubo firmado se lo tendió a su visitante y preguntó:

—¿Por qué denuncias al Coyote?

—Porque necesito dinero y no sé cómo obtenerlo. Si existiera otro medio, no lo haría.

—Lo creo. Ahora dime de una vez dónde estará esta noche El Coyote.